Capítulo VII

JORGE, EL HUSMEADOR Y LIZ

Jorge había pasado un gran día. Primero había ayudado al capitán Johnson a curar la pata de Clip y a vendársela de nuevo. El caballo soportó la cura pacientemente y Jorge sintió una repentina simpatía por aquel infortunado y feo animal.

—Gracias, Jorge —le dijo el capitán, que, para satisfacción de la niña, no había hecho el menor comentario sobre el hecho de que no se hubiera marchado, con los demás—. Ahora te agradeceré que vengas a ayudarme a poner las vallas de saltos para los pequeños. Están ansiosos de saltar.

A Jorge le pareció muy divertido enseñar a saltar a los niños pequeños, que se sentían muy orgullosos cuando lograban salvar una valla, aunque sólo fuera un palmo, montando a un pony.

Luego llegó el Husmeador en compañía de Liz, perra sin raza definida. Era una mezcla de perro de aguas y de lunas, e incluso parecía tener reminiscencias de algo más. Su aspecto era el de una alfombrita de piel rizada y negra.

En el primer momento, Tim se asustó al ver aquella masa enmarañada, y estuvo observándola y husmeándola mi buen rato antes de llegar a la conclusión de que era realmente un perro. Entonces lanzó un repentino y agudo ladrido sólo para ver lo que hacía aquella grotesca criatura cuando lo oyese.

Liz no le hizo ningún caso. Había desenterrado un hueso cuyo color la sedujo, y Tim, que consideraba que todos los huesos que estuvieran en el radio de un kilómetro le pertenecían, se abalanzó sobre Liz, mientras emitía un gruñido de advertencia.

Liz dejó caer el hueso en el acto y humildemente se sentó sobre sus patas traseras, adoptando una actitud de súplica. Tim la miró atónito. La perrita empezó entonces a andar sobre sus patas traseras y dio varias vueltas con gran elegancia alrededor de Tim.

Tim estaba desconcertado. Nunca había visto ningún perro que hiciera aquellas cosas. Tal vez la explicación estuviera en que aquello tan raro no era un perro.

Liz advirtió que había impresionado a Tim, y realizó otro ejercicio aprendido en la época en que trabajaba en un circo. Bajó la cabeza y empezó a dar volteretas sin dejar de ladrar. Tim retrocedió y se refugió entre unas matas. ¡Aquello era ya demasiado! ¿Qué hacía aquel bicho? ¿Acabaría andando cabeza abajo?

Liz siguió dando volteretas a toda velocidad y terminó su ejercicio casi entre las patas delanteras de Tim, que se internó más aún en las matas.

Liz estuvo un momento inmóvil, con las patas delanteras levantadas y jadeando. Luego lanzó un leve y lastimero gemido.

Tim bajó la cabeza y le olfateó las patas. Después movió ligeramente la cola. Sin duda, se trataba de una broma. Husmeó de nuevo a Liz, y la perrita, de pronto, empezó a saltar alrededor de Tim y a ladrarle como diciéndole: «¡Vamos a jugar! ¡Anda, vamos!».

Entonces, repentinamente, Tim se abalanzó sobre aquel extraño animalito. Liz emitió una serie de alegres ladridos y empezó a rodar por el suelo. Estuvieron un buen rato jugando y divirtiéndose. Al fin se cansaron. Entonces Tim, jadeando, fue a echarse en un soleado rincón, y Liz se acurrucó entre sus patas delanteras como si lo conociera de toda la vida.

Cuando llegó del establo con el Husmeador y vio este cuadro, Jorgina se quedó boquiabierta.

—¿Qué es eso que tiene Tim entre las patas? —preguntó—. ¡Supongo que no será un perro!

—Es Liz —dijo el Husmeador—. Apenas ve a un perro, se hace amiga de él, señorito Jorge. Oye, Liz, tú eres un mono, ¿verdad? A ver, anda con dos patas.

Liz dejó a Tim y corrió hacia el Husmeador, andando elegantemente sobre sus patas traseras. Jorge se echó a reír.

—¡Qué animal tan gracioso! Parece una alfombrita de piel.

—Es muy lista —dijo el Husmeador, acariciando a Liz—. Bueno, señorito Jorge, ¿puedo llevarme a Clip? Mi padre ha salido con la caravana y me ha dejado con nuestro carromato. Así es que no importa salir hoy o salir mañana…, o pasado mañana.

—Desde luego, hoy no te puedes llevar a Clip —dijo Jorge, complacida de que el Husmeador le llamara señorito y no señorita—. Tal vez mañana. ¿No tienes pañuelo, Husmeador. Nunca he visto a nadie sorber el aire por la nariz tan a menudo como tú.

El Husmeador se pasó la manga por la nariz.

—Nunca he tenido pañuelo —dijo—. Pero tengo la manga.

—Eso no está bien —dijo Jorge—. Te daré uno de mis pañuelos, pero tienes que usarlo. Eso te evitará estar aspirando el aire por la nariz a cada momento.

—No me había fijado en que hacía eso —dijo el Husmeador, un tanto enojado—. Además, no tiene importancia.

Jorge había entrado ya en la casa y subía las escaleras.

Entre sus pañuelos escogió uno de anchas rayas rojas y blancas, pensando que le gustaría al Husmeador. Se lo bajó. El gitanillo se quedó mirándolo, extrañado.

—¡Es un pañuelo para el cuello! —exclamó.

—No; es para la nariz —dijo Jorge—. ¿No tienes ningún bolsillo para guardártelo? ¿Sí? ¡Bien! Ahora haz el favor de usarlo, en vez de hacer ese ruido que haces con la nariz.

—¿Dónde están los demás? —preguntó el Husmeador, guardándose el pañuelo en el bolsillo con tanto cuidado como si fuera de cristal.

—Se han ido a hacer una excursión a caballo —repuso brevemente Jorge, que ya no se acordaba de sus compañeros.

—Dijeron que vendrían a ver mi carromato —dijo el Husmeador.

—Pues no sé si podrán ir hoy —le advirtió Jorge—. Sin duda, llegarán demasiado tarde. Pero iré yo. No hay nadie allí, ¿verdad?

A Jorge no le habría gustado encontrarse con el padre del Husmeador ni con ninguno de sus parientes. El gitanillo negó con la cabeza.

—No, no hay nadie. Ya le he dicho que mi padre se ha marchado… Y mi tía y mi abuela también.

—¿Y qué harás tú en el páramo? —preguntó Jorge, que había seguido al Husmeador a través del campo y estaba subiendo a la colina donde habían tenido su campamento los gitanos, de los que ya no quedaba más que uno: el Husmeador.

—¿Qué haré en el páramo? Pues jugar.

Al decir esto, el Husmeador aspiró ruidosamente el aire por la nariz. Jorge le dio un empujón.

—¿Para qué te he dado el pañuelo? ¡No hagas eso! No lo puedo sufrir.

El chiquillo recurrió inmediatamente a su manga; pero, afortunadamente, Jorge no lo advirtió. Habían llegado al sitio donde había estado el campamento gitano. La niña lo contemplaba, recordando la respuesta que le había dado el Husmeador momentos antes.

—Has dicho que vas al páramo a jugar. Pero ¿qué hacen tu padre, tu tío, tu abuelo y todos los demás? No se qué trabajo se puede hacer allí. No hay granjas ni tiendas donde se pueda comprar leche, huevos, ni ninguna clase de alimentos.

El Husmeador no contestó: se cerró como una almeja. Estuvo a punto de aspirar el aire por la nariz, pero no llegó a hacerlo. Se quedó mirando fijamente a Jorge con la boca firmemente cerrada.

Jorge lo miró, nerviosa.

—El capitán Johnson me ha dicho que vuestra caravana va allí cada tres meses. ¿A qué va? Debe de haber alguna razón.

—Ya sabe —dijo el Husmeador desviando la mirada— que hacemos estaquillas…, y cestos…, y…

—Sí, ya lo sé. Todos los gitanos hacen cosas para venderlas —dijo Jorge—. Pero para eso no hay necesidad de ir a un lugar desierto. También se puede hacer ese trabajo en un pueblo, o sentados en el campo, cerca de una granja. Insisto en que no tienen explicación vuestras visitas al páramo.

El Husmeador no dijo palabra. Se había inclinado y observaba unos palitos colocados de un modo especial en el camino, ante su carromato. Jorge los vio y se inclinó también. Olvidándose de su anterior pregunta, hizo otra.

—Esto es un mensaje gitano, ¿verdad? ¿Qué significa?

Había dos palos, uno largo y otro corto, colocados en forma de cruz. Cerca se veían varios palitos rectos, todos ellos en la misma dirección.

—Sí —dijo el Husmeador, muy satisfecho de poder cambiar de tema—. Es nuestro modo de dar partes a los que nos siguen. Este patrin, el de los palos en forma de cruz, dice que hemos pasado por este camino y que vamos en la dirección que indica el palo más largo.

—Comprendido —dijo Jorge—. Es muy fácil. Y estos cuatro palitos rectos que indican la misma dirección, ¿qué significan?

—Que los viajeros van en carromatos. Cuatro palos, cuatro carromatos, y la dirección de estos carros es la que indican los palos.

—Comprendido —repitió Jorge, mientras pensaba que también ella compondría mensajes que utilizaría en el colegio cuando fuera de excursión—. ¿Hay muchos patrins, Husmeador?

—Sí, muchos —dijo el gitanillo—. Cuando me vaya de aquí, dejaré éste.

Cogió una gran hoja de un árbol cercano, luego otra más pequeña, las colocó en el suelo, ésta junto a aquélla, y puso sobre ellas unas piedrecitas para que el viento no se las llevara.

—¿Y qué quiere decir esto?

—Pues quiere decir que mi perrita y yo hemos salido con el carromato —explicó el Husmeador, recogiendo las hojas—. Si mi padre volviera atrás para buscarme, vería estas hojas y sabría que me había ido con el perro. Está muy claro. La hoja grande soy yo; la hoja pequeña, el perro.

—Desde luego, esto de los mensajes me gusta —dijo Jorge—. Ahora enséñame el carromato.

Era viejo, no muy grande y de ruedas muy altas. Lo primero que vio la niña fue la puerta y la escalera. Las varas descansaban en el suelo, esperando la vuelta de Clip. En el toldo, de fondo negro, destacaban algunos dibujos rojos.

Jorge subió la escalerilla.

—He entrado en algunos carromatos —dijo—, pero no había visto ninguno igual que éste.

Examinó con curiosidad el interior. Desde luego, no estaba muy limpio, pero tampoco tan sucio como suponía.

—No huele mal, ¿verdad? —preguntó ansiosamente el Husmeador—. Lo he limpiado todo, porque suponía que vendría usted a verlo. Aquello que ve en el fondo es la cama. Todos dormimos en ella.

Jorge observó con un gesto de sorpresa la gran cama que se extendía en el fondo del carro, cubierta con una colcha de vivos colores. Desde luego, allí debían de estar abrigados en invierno.

—¿No tenéis calor en verano, durmiendo tantos en tan poco espacio? —pregunto Jorge.

—No; durante el verano sólo duerme aquí mi abuela —dijo el Husmeador, aspirando rápidamente aire por la nariz, antes de que Jorge pudiera oírlo—. Los demás dormimos debajo del carro. Así, aunque llueva no nos mojamos.

—Bueno, muchas gracias por haberme enseñado tantas cosas —dijo Jorge, mirando desde la puerta los pequeños armarios cerrados y el gran armario de cajones—. Parece mentira que quepáis todos aquí.

Jorge no pasó de la puerta. A pesar de que el Husmeador lo había limpiado todo, se percibía un olorcillo desagradable.

—Ven a vernos mañana, Husmeador —dijo, bajando la escalerilla—. Tal vez esté ya bien Clip. Y escucha… ¡No te olvides de que ahora tienes pañuelo!

—No lo olvidaré —respondió con énfasis el niño—. Lo conservaré lo más limpio posible.