Capítulo II

¡JULIÁN, DICK… Y ENRIQUE!

Jorgina parecía otra desde que sabía que sus primos iban a llegar al día siguiente. ¡Incluso estaba amable con Enriqueta!

El capitán Johnson movió la cabeza al enterarse de que iba a tener dos chicos más.

—No podrán estar en la casa más que a las horas de las comidas —dijo—. Todas las habitaciones están ocupadas. Habrán de dormir en las caballerizas o en una tienda de campaña. Lo mismo me da una cosa que otra.

—Entonces ya serán diez —dijo su esposa—. Julián, Dick, Ana, Jorge, Enrique…, y Juan, Susana, Alicia, Rita y Guillermo. Enrique tendrá también que acampar fuera.

—¡Pero no con nosotros! —dijo Jorge inmediatamente.

—¡Qué poco amable eres con Enrique! —dijo la señora de Johnson—. ¡Y eso que tenéis gustos parecidos! Las dos preferiríais ser chicos.

—¡No me parezco ni pizca a Enriqueta! —protestó Jorgina, indignada—. Ya verá cuando lleguen mis primos, señora Johnson. A ellos no se les ocurrirá decir que Enriqueta es como yo. No creo que hagan buenas migas con ella.

—De todos modos, tendréis que estar unidos si os queréis quedar aquí —dijo la señora de Johnson—. Bueno, voy a sacar algunas mantas. Los chicos las necesitarán, tanto si duermen en las caballerizas como si pasan la noche en una tienda de campaña. Ayúdame, Ana.

Ana, Jorge y Enrique eran bastante mayores que los otros cinco chicos que habitaban en la escuela de equitación; pero todos, tanto los mayores como los pequeños, estaban excitados por la noticia de la llegada de Julián y Dick. Jorge y Ana habían hablado tanto de sus aventuras en compañía de ellos, que todos los consideraban como unos héroes.

Aquel día Enriqueta desapareció después de la merienda, como si la tierra se la hubiera tragado.

—¿Dónde has estado? —le preguntó la señora de Johnson cuando, al fin, la volvió a ver.

—Arriba, en mi habitación —repuso Enriqueta—. Estaba limpiándome los zapatos y los pantalones de montar. Además, me he cosido la chaqueta. Usted no cesaba de repetirme que hiciera todo esto, y lo he hecho.

—Comprendo. Te has preparado para la llegada de los héroes —dijo el capitán Johnson.

Enrique frunció inmediatamente el entrecejo, como solía hacerlo Jorge.

—¡Nada de eso! —replicó—. Hace mucho tiempo que quería hacer lo que he hecho. Si los primos de Jorgina son como ella, no simpatizaremos, se lo aseguro.

—Pero tal vez simpatices con mis hermanos —dijo Ana, alegremente—. De lo contrario, habrá que pensar que eres una chica poco sociable.

—¡Qué tontería! —dijo Enriqueta—. Los primos de Jorgina y tus hermanos son las mismas personas.

—¡Has hecho un gran descubrimiento! —exclamó Jorgina, burlona. Pero se sentía demasiado feliz para continuar aquella estúpida polémica y se marchó con Tim, silbando alegremente.

—Julián y Dick vienen mañana, Tim —dijo al perro—. Saldremos juntos los cinco como de costumbre. Te alegra la noticia, ¿verdad, Tim?

—¡Guau! —aprobó Tim, moviendo la cola. Había comprendido perfectamente lo que la niña le decía.

A la mañana siguiente, Jorge y Ana consultaron en la guía los trenes que llegaban a aquella estación, situada a más de tres kilómetros del picadero.

—Vendrán en éste —dijo Jorge señalándolo con el dedo—. Es el único que hay esta mañana y llega a las doce y media. Iremos a recibirlos.

—Bien —dijo Ana—. Saldremos a las doce menos diez, y nos sobrará tiempo. Los ayudaremos a transportar sus cosas, aunque no creo que traigan muchas.

—Llevad los ponies al Campo de Espinos, ¿queréis? —les gritó el capitán Johnson—. ¿Podéis con los cuatro?

—Sí, sí —respondió Ana, complacida. Le gustaba mucho ir al Campo de Espinos por el estrecho camino que discurría entre celidonias, violetas, primaveras y el fresco verdor de los floridos matorrales—. Vamos, Jorge. Llevemos a los ponies ahora. Hace una mañana estupenda.

Salieron con los cuatro caballitos y con Tim pisándoles los talones. El fiel Tim era una buena ayuda para el manejo de los caballos, especialmente en las caballerizas, cuando había que sujetar a alguno de ellos.

Apenas se marcharon las niñas, se oyó el timbre del teléfono. Llamaban a Ana.

—Lo siento, pero en este momento no está aquí —dijo la señora Johnson, que fue quien atendió la llamada—. ¿Con quién hablo? ¡Ah!, ¿eres su hermano Julián? ¿Quieres que le diga algo?

—Sí, por favor —repuso Julián—. Dígale que llegaremos a la parada del autobús de Milling Green a las once y media… ¡Si pudieran venir ella y Jorgina con un cochecito…! Llevamos nuestra tienda de campaña y varias cosas más…

—Sí, contad con el coche. Precisamente tenemos uno para eso, para enviarlo a la estación o a la parada del autobús —dijo la señora de Johnson—. Jorge y Ana pueden conducirlo perfectamente. Nos alegramos de que vengáis. Aquí hace muy buen tiempo y os divertiréis.

—¡Claro que nos divertiremos! —exclamó Julián—. Muchas gracias por admitirnos en su escuela. No les causaremos ninguna molestia; por el contrario, los ayudaremos en todo lo que podamos.

La señora de Johnson se despidió y colgó el auricular. Desde la ventana vio pasar a Enriqueta, mucho más compuesta y aseada que de costumbre. La llamó y le preguntó:

—¡Enrique! ¿Dónde están Jorge y Ana? Julián y Dick llegarán a la parada del autobús de Milling Green a las once y media y les he dicho que Ana y Jorgina irán a recibirlos. ¿Quieres avisarlas? Que lleven el cochecito. Pueden enganchar a Winkie.

—Descuide —dijo Enrique.

Pero luego recordó que Jorge y Ana se habían ido al Campo de Espinos con los cuatro caballos.

—¡Oiga! —gritó—. ¡No llegarán a tiempo! ¿Quiere que vaya a recibirlos yo con el coche?

—Sí, Enrique; te lo agradeceré —aceptó la señora de Johnson, y añadió—: Habrás de darte prisa. El tiempo pasa volando. ¿Dónde está Winkie? ¿Está en el campo grande?

—Sí —respondió Enriqueta.

Y salió corriendo hacia el campo grande.

Pronto estuvo el caballo tirando del cochecito y Enriqueta en el asiento del cochero. La niña conducía hábilmente, y se regocijaba al pensar en la cara de tontas que pondrían Jorge y Ana cuando supieran que los chicos habían llegado sin que ellas se enterasen.

Julián y Dick estaban ya en la parada del autobús cuando llegó Enriqueta. Al ver el cochecito, los dos lo miraron con la esperanza de que una de las niñas fuera a recogerlos.

—No es ninguna de las dos —dijo Dick—. Debe de ser una chica que se dirige al pueblo. ¿Habrán recibido nuestro recado? Confiaba en que nos esperarían en la parada del autobús. En fin, esperaremos unos minutos más.

Acababan de volver a sentarse en el banco de la parada del autobús, cuando el cochecito se detuvo ante ellos. Enriqueta los saludó expresivamente.

—¿Sois los hermanos de Ana? —preguntó—. Ana no ha recibido vuestro recado, y yo he venido a buscaros en su lugar. ¡Subid!

—¡Oh! Muy agradecidos —dijo Julián, empezando a transportar su equipaje al cochecito—. Yo soy Julián y este Dick. ¿Cómo te llamas tú?

Enrique —respondió Enriqueta, mientras ayudaba a llevar al coche sus paquetes. Los cargó resueltamente y ordenó al caballo, con un simple grito, que no se moviera—. Me alegro de que hayáis venido —continuó—. Hay demasiados críos en las caballerizas. Estando vosotros, será otra cosa. Supongo que os alegraréis de ver a Tim.

Tim es un buenazo —dijo Dick, mientras transportaba sus cosas, ayudado también por Enriqueta, que era delgada pero fuerte.

—¡Ya está todo! —dijo, haciendo una amable mueca a los muchachos—. Ya nos podemos ir… ¿O preferís tomar un helado o cualquier cosa antes de marcharnos? No comemos hasta la una.

—No. Prefiero que nos vayamos —dijo Julián.

Enrique se instaló en el pescante y tomó las riendas, mientras los muchachos ocupaban los asientos posteriores. A una orden de Enriqueta, Winkie se puso en marcha a buen paso.

—¡Qué chico tan simpático! —dijo Dick a Julián a media voz—. Ha sido una verdadera amabilidad que haya venido a buscarnos.

Julián asintió con un movimiento de cabeza. Le había defraudado que Ana y Jorge no hubieran ido a recibirlos con Tim. Era un consuelo que alguien lo hubiera hecho por ellas. No habría sido nada agradable recorrer a pie un largo trecho de carretera, llevando a cuestas el equipaje.

Cuando llegaron a las caballerizas, Enrique los ayudó también a descargar los fardos. La señora de Johnson les oyó llegar y salió a saludarlos.

—Pasad, muchachos. Os he preparado un ligero almuerzo, porque estoy segura de que os habréis desayunado muy temprano. Deja las cosas aquí, Enrique. Si estos chicos han de dormir en las caballerizas no hace falta que entremos los paquetes a la casa. ¡Cuánto siento que Jorge y Ana no hayan regresado todavía!

Enrique desapareció con el cochecito, mientras los dos chicos entraban en la acogedora mansión y se sentaban a tomar una limonada y a saborear unos bizcochos de confección casera. Apenas habían empezado a comer, Ana irrumpió en la habitación.

—¡Enrique me ha dicho que habíais llegado! ¡Siento no haber estado en la parada del autobús! Creíamos que llegaríais en el tren.

Tim llegó también a toda velocidad, moviendo frenéticamente la cola, y lamió a los dos muchachos, que estaban abrazando a Ana. Finalmente, llegó Jorge, radiante de alegría.

—¡Julián! ¡Dick! ¡Cuánto me alegro de que hayáis venido! Sin vosotros, esto es un aburrimiento. ¿Os ha ido a recibir alguien?

—Sí —respondió Dick—, un chico simpatiquísimo. Nos ayudó a llevar los paquetes al coche. Estuvo muy amable. Nunca nos hablasteis de él.

—¡Oh! Debe de ser Guillermo —dijo Ana—. Es demasiado niño todavía. No nos pareció interesante hablaros de los críos que hay aquí.

—No, no es pequeño —dijo Dick—. Es un niño mayor…, y muy fuerte. ¿Por qué ni siquiera lo mencionasteis en vuestras cartas?

—En cambio —dijo Jorge—, sí que os hemos hablado de Enriqueta, una chica odiosa. Se cree que parece un chico y siempre va silbando. A nosotras nos da risa. También os reiréis de ella vosotros.

Una repentina sospecha asaltó a Ana.

—Ese chico que os ha ido a recibir, ¿os dijo su nombre?

—Sí. Me parece que ha dicho que se llamaba Enrique —respondió Dick—. Es un chico estupendo. Creo que seremos buenos amigos.

Jorge abrió desmesuradamente los ojos. No podía creer lo que estaba oyendo.

—¡Enrique! ¿De modo que ésa es la que os ha ido a recibir?

—Ésa no: ése. Es un chico de sonrisa encantadora.

—¡Pero si es Enriqueta! —gritó Jorge con el rostro rojo de ira—, esa chica odiosa de la que os he hablado, que quiere parecer un chico y se pasea silbando de un lado para otro. Se hace llamar Enrique en vez de Enriqueta, lleva el pelo corto y…

—Entonces se parece a ti, Jorge —dijo Dick—. ¡Caramba! Nunca habría creído que fuera una chica. Nos ha hecho una demostración de fuerza y energía. Desde luego, ese chico me ha encantado…, bueno, esa chica.

—¡Oh! —exclamó Jorge, cada vez más furiosa—. ¡Es una estúpida! Os fue a recibir sin decirnos ni una palabra n nosotras y encima os hace creer que es un chico. ¡Todo lo echa a perder!

—No te comprendo, Jorge —dijo Julián—. Muchas veces nos ha hecho gracia a nosotros ver que te tomaban por un chico, aunque, en verdad, no sé por qué. Creía que ahora ya no dabas a eso tanta importancia. No debes enfadarte con nosotros porque hayamos creído que Enrique era un chico y nos haya parecido simpático…, bueno, simpática.

Jorge salió corriendo de la habitación. Julián movió la cabeza y miró a Dick.

—Hemos metido la pata —dijo—. ¡Qué tonta es esa chica! Lo natural es que hubiera simpatizado con Enrique, ya que tiene exactamente las mismas ideas que ella. Bueno… supongo que ya se le pasará.

—La situación será un poco embarazosa —dijo sencillamente Ana.

Y tenía razón. Iba a ser embarazosa, y no sólo un poco.