EN LAS CABALLERIZAS
—Hace una semana que estamos aquí, y lo único que hemos hecho ha sido aburrirnos —dijo Jorge.
—Eso no es verdad —replicó Ana—. Nos hemos divertido montando a caballo y rondando por las cuadras.
—¡Te repito que para mí todo ha sido aburrimiento! —vociferó Jorge—. ¡Si lo sabré yo!… Lo que más me molesta es esa insoportable Enriqueta… ¿Qué pinta esa chica aquí?
—¡Ah, Enrique! —exclamó Ana riendo—. Creí que te avendrías con ella, ya que es como tú. Ella también preferiría ser chico y todo lo hace como si lo fuera.
Las dos niñas estaban sentadas en un almiar, despachando cada una un bocadillo. En el campo que las rodeaba había varios caballos. A algunos los habían montado las niñas; a los otros los deseaban montar. Algo más allá había un viejo picadero sobre cuya puerta campeaba un gran rótulo:
ESCUELA DE EQUITACIÓN DEL CAPITÁN JOHNSON
Hacía una semana que Ana y Jorge estaban allí. Julián y Dick se habían ido a un campamento con otros alumnos de su colegio.
La idea de ir al picadero había sido de Ana. Era muy aficionada a los caballos, y había oído hablar tanto a sus compañeras de estudio de lo divertido que era pasar días enteros en unas caballerizas, que había decidido conocer esta diversión.
Jorge no participaba de la satisfacción de Ana. Estaba de mal humor porque Julián y Dick, para variar, se habían marchado sin ella y sin Ana. ¡Se habían ido a un campamento! A Jorge le habría gustado ir con ellos; pero, naturalmente, estaba prohibido que las chicas acamparan con los chicos. El campamento del colegio de Julián era exclusivamente para muchachos.
—Es una tontería que estés tan disgustada por no haber podido ir al campamento —dijo Ana—. A los chicos no les gusta que estemos siempre con ellos. No podemos hacer las mismas cosas.
Jorge no era de la misma opinión.
—Yo puedo hacer todo lo que hagan Dick y Julián —afirmó—. Puedo trepar y escalar las cumbres más altas, y hacer excursiones tan largas como ellos, y nadar. En todo esto ganaría a muchos chicos.
—¡Lo mismo dice Enrique! —exclamó Ana echándose a reír—. Mírala, ahí viene…, dando zancadas como siempre, con las manos en los bolsillos y silbando como un mozo de cuadra.
Jorge frunció el entrecejo. Esta rivalidad entre Enrique y Jorge, a pesar de que las dos tenían las mismas ideas, era para Ana un espectáculo divertido. El verdadero nombre de Jorge era Jorgina, pero ella sólo respondía cuando se la llamaba Jorge. El verdadero nombre de Enrique era Enriqueta, pero ella contestaba únicamente cuando la llamaban Enrique.
Su edad era aproximadamente la de Jorge y también llevaba el pelo corto. Pero no lo tenía rizado.
—Es una lástima que tengas el pelo tan rizado —decía compasivamente a Jorge—. ¡Es tan propio de las niñas!
—¡Qué tontería! —respondía secamente Jorge—. Hay muchos chicos de pelo rizado.
Lo más desesperante para Jorgina era que Enriqueta montaba maravillosamente a caballo, tanto que había ganado muchas copas. Jorge no se había divertido aquella semana en la escuela de equitación porque, por primera vez en su vida, otra muchacha la había superado. Se desesperaba cuando veía a Enriqueta ir silbando de un lado a otro. Y hacerlo todo tan rápidamente y bien.
Ana se reía en su fuero interno, especialmente cuando las dos rivales se empeñaban en no llamarse una a otra Enrique y Jorge, sino por sus nombres verdaderos: Enriqueta y Jorgina. La consecuencia era que ninguna de ellas respondía a las llamadas de la otra. El capitán Johnson, el alto y fornido propietario de la escuela de equitación, estaba harto de ellas.
—¿Por qué hacéis esas tonterías? —les preguntó una mañana, al ver las agrias miradas que se dirigían durante el almuerzo—. ¡Parecéis dos parvulitas memas!
A Ana le hizo gracia la expresión. Las dos rivales debieron de odiar en aquel momento al capitán Johnson. A Ana le daba, un poco de miedo. Tenía mal genio, hablaba a gritos y no podía soportar la tontería más insignificante. Pero era un maestro en cuestión de caballos y sabía reírse como el primero. Él y su esposa tenían chicos y chicas a pensión durante las vacaciones. Los hacían trabajar de firme, pero esto no era obstáculo para que los pensionistas lo pasaran allí estupendamente.
—Si no hubiera sido por Enrique, lo habríamos pasado la mar de bien esta semana —dijo Ana a Jorge, recostándose en el almiar—. La temperatura de este mes de abril ha sido magnífica, estos caballos son estupendos y tanto el capitán como su esposa me han encantado.
—Me gustaría que los chicos estuvieran aquí —dijo Jorge—. En seguida habrían puesto freno a las estupideces de Enriqueta. Si lo llego a saber, me quedo en casa.
—Pudiste haberlo hecho —dijo Ana, algo molesta—. Nada te impedía quedarte en Villa Kirrin con tu padre y tu madre. Pero preferiste venir aquí conmigo hasta que los chicos volvieran del campamento. No debes gruñir tanto si las cosas no salen exactamente como tú deseas. Con tu mal humor le amargas a una la vida.
—Lo siento —dijo Jorge—. Ya sé que estoy insoportable. Pero echo de menos a los chicos. Siempre hemos pasado juntos las vacaciones y no sé estar sin ellos. Sólo hay una cosa que me gusta, y te la voy a decir, porque sé que te alegrarás.
—No te molestes en decírmela, porque sé qué cosa es —exclamó Ana riendo—. Lo que te gusta es que Tim no tenga ninguna simpatía a Enrique.
—A Enriqueta —corrigió Jorge, haciendo una mueca—. Sí, el viejo Tim tiene sentido común y no la puede soportar. Ven aquí, Tim. Deja de husmear esas madrigueras de conejos y ven a descansar un rato. Esta mañana has corrido mucho cuando sacamos a los caballos y has olfateado centenares de madrigueras. Ahora ven a echarte aquí.
Tim se apartó de mala gana de la madriguera y se echó junto a las niñas. Lamió a Jorge y ésta le acarició.
—Precisamente estábamos diciendo, Tim, que has demostrado ser muy inteligente al no querer ser amigo de esa antipática Enriqueta —dijo Jorge.
Un repentino codazo de Ana la hizo enmudecer. Al mismo tiempo, una sombra se proyectó sobre ellas: alguien se acercaba por detrás del almiar.
Era Enriqueta. La expresión de su rostro demostraba que había oído el comentario de Jorge. Enriqueta entregó a ésta un sobre y le dijo secamente:
—Un telegrama para ti, Jorgina. Te lo he traído por si se trata de algo importante.
—¡Oh, gracias, Enriqueta! —dijo Jorge, tomando el telegrama.
Lo abrió y, después de leerlo, lanzó una exclamación de contrariedad.
—¡Fíjate! —dijo a Ana, entregándole el telegrama—. Es de mi madre.
Ana tomó el papel y lo leyó.
Quédate una semana más. Tu padre está un poco fastidiado. Te abraza, Mamá.
—¡Qué mala pata! —dijo Jorge, frunciendo el ceño como de costumbre—. Cuando ya habíamos planeado volver a casa dentro de un par de días para esperar en Kirrin la llegada de los chicos, nos vemos obligadas a quedarnos aquí una semana más. ¿Qué le habrá pasado a papá? A lo mejor, sólo tiene dolor de cabeza o algo parecido, y no quiere que vayamos a molestarle alborotando y yendo y viniendo por la casa.
—Podemos ir a mi casa —dijo Ana—. Pero no sé si estarás allí a gusto. Estamos haciendo obras y toda la casa está patas arriba.
—No, Ana. Sé que prefieres quedarte aquí con los caballos. Además, tus padres están fuera y nosotras no haríamos más que estorbar. Tendremos que pasar otra semana sin los chicos. Ellos, seguramente, la pasarán en el campamento.
El capitán Johnson dijo a las niñas que podían quedarse, pero que tal vez tuvieran que acampar fuera de la escuela si llegaba alguna niña más. Añadió que confiaba en que esto no les importase.
—Al contrario —dijo Jorge—. Ana y yo tenemos ganas de estar solas. Además, tenemos a Tim. Con tal que podamos venir a comer y a trajinar por aquí con ustedes, nos encantará vivir aparte.
Ana contuvo una sonrisa. Lo que Jorge deseaba era ver a Enriqueta lo menos posible. Sin embargo, sería ciertamente divertido acampar fuera si hacía buen tiempo. El capitán Johnson les podría proporcionar una tienda de campaña.
—Mala suerte, Jorgina —dijo Enrique—. Créeme que lo siento. Sé que aquí te aburres horriblemente. Es una lástima que los caballos no te gusten. También es triste que tú…
—¡Cállate ya! —exclamó Jorge, saliendo de la habitación.
El capitán Johnson fijó su mirada en Enriqueta, que estaba ante la ventana, con las manos en los bolsillos y silbando.
—¡Sois insoportables! —protestó el capitán—. ¡Tenéis que aprender a dominaros! ¡Siempre con esa manía de imitar a los chicos! ¡Prefiero mil veces a Ana! ¡Necesitáis un buen tirón de orejas! ¿Has sacado del establo la bala de paja?
—Sí —respondió Enriqueta sin volver la cabeza.
—Se dice «sí, señor». Has de ser más respetuosa con las personas mayores. Si no quieres molestarte en recordar que tengo un nombre, por lo menos, cuando te dirijas a mí, habrás de llamarme «señor» a secas.
—Señor, fuera hay un niño gitano que quiere verle. Trae un caballo bayo, sucio y tiñoso. El gitanillo dice que el caballo tiene una pata enferma y que usted le puede ayudar.
—¡Otra vez los gitanos! —exclamó el capitán Johnson—. Bien, ya voy.
El capitán salió seguido por Ana, que no deseaba quedarse sola con la encolerizada Enriqueta. Fuera estaba Jorge con un gitanillo sucio y un sufrido caballito bayo con la piel acribillada de picaduras de pulga.
—¿Qué le ocurre esta vez a vuestro caballo? —preguntó el capitán Johnson, mientras observaba la pata del animal—. Tendréis que dejarlo aquí para que yo pueda examinarlo como es debido.
—No puedo dejarlo, señor —dijo el gitanillo—. Nos vamos otra vez al Páramo Misterioso.
—Pues lo tienes que dejar —insistió el capitán Johnson—. Tu carromato tendrá que quedarse porque el caballo no puede andar. Denunciaré a tu padre a la policía si obligáis a trabajar a este pobre animal antes de que esté curado.
—¡No, no lo denuncie! —suplicó el chiquillo—. Mi padre dice que es preciso que salgamos mañana.
—¿Por qué tanta prisa? —preguntó el capitán Johnson—. ¿No puede esperar un día o dos vuestra caravana? El Páramo Misterioso estará en el mismo sitio dentro de dos días… Por otra parte, no comprendo qué interés tenéis en ir a ese lugar tan desolado… No hay ni un solo cortijo ni vivienda de ninguna especie en varios kilómetros a la redonda.
—Dejaré el caballo —dijo el chiquillo, acariciando el hocico del animal, con lo que demostró lo mucho que lo quería—. Mi padre se enfadará, pero la caravana podrá salir sin nosotros. Ya la alcanzaremos.
Hizo una especie de saludo al capitán y su figurita menuda y curtida por el sol desapareció. El caballo permanecía inmóvil.
—Llevadlo al establo pequeño —dijo el capitán Johnson a Jorge y a Ana—. En seguida iré a verlo.
Las niñas se llevaron al caballito.
—El Páramo Misterioso… —dijo Jorge—. ¡Qué nombre tan extraño! Los chicos se habrían emocionado al oírlo. En seguida habrían decidido ir a explorarlo. ¿No te parece?
—Desde luego —repuso Ana—. Ojalá estuvieran aquí. Pero yo creo que les gustará quedarse unos días más en el campamento… Ven, caballito, ven. Aquí está el establo.
Después de dejar al animal en el establo y de cerrar la puerta, las niñas emprendieron el camino de vuelta. Guillermo, el muchacho que había anunciado la llegada del gitanillo, las llamó.
—¡Jorge, Ana! Ha llegado otro telegrama para vosotras.
Las dos niñas corrieron hacia la casa.
—¡Qué suerte si mamá me dijera que papá está mejor y que podemos reunimos con los chicos en Villa Kirrin! —dijo Jorge.
Rompió el sobre y lanzó un grito que sobresaltó a Ana.
—¡Mira, mira lo que dice! ¡Los chicos vendrán aquí!
Ana le arrancó el telegrama de las manos y lo leyó:
Nos reuniremos con vosotras mañana. Si no hay sitio, acamparemos fuera del picadero. Esperamos que nos tengáis preparada una buena y emocionante aventura. Julián y Dick.
—¡Vienen aquí! ¡Vienen aquí! —exclamó Ana, tan nerviosa como Jorge—. ¡Ahora sí que nos vamos a divertir!
—¡Cuánto siento que no les podamos ofrecer la aventura que nos piden! —dijo Jorge—. Aunque, a lo mejor…