Monsieur Benoít de Maillet, antiguo gran cónsul de Su Majestad en Egipto, ahora retirado, bajó la pendiente hasta la playa del brazo de su criado, Torquetil. Cuando alcanzaron el lugar acostumbrado junto a la gran roca veteada, de Maillet se apoyó en su bastón, respirando dificultosamente. El paseo era duro para un hombre de más de ochenta años. La peluca de de Maillet estaba ladeada, y su cara vieja y sabia pugnaba por ocultar su sufrimiento.
Torquetil desplegó la silla portátil. De Maillet se sentó con un breve suspiro de alivio. Torquetil emplazó la sombrilla. Era un enorme y chillón regalo de despedida del sultán de Egipto, y de Maillet estaba particularmente orgulloso de él. El criado colocó una cesta de mimbre con provisiones junto a las rodillas hinchadas del viejo filósofo.
—¿Algo más, monsieur?
—Cuando vuelvas, haz que el cochero venga y examine esas correas —dijo de Maillet firmemente. Abrió el cesto de mimbre y sacó un par de gafas de montura negra. Se enderezó de nuevo con esfuerzo y se colocó la mano en su sustanciosa panza—. Y dile al cocinero… que nada de salsas.
—Muy bien, monsieur. —El joven bretón subió la pendiente de regreso al carruaje.
De Maillet equilibró sus gafas sobre su gran y carnosa nariz. Sacó una carta de la cesta y rompió con el pulgar su sello de cera.
Pont Gardeau, Surinam.
12 de febrero, 1737.
Sieur Benoít de Maillet,.
Gran Cónsul y Enviado Plenipotenciario,.
retirado, en Marsella.
Cher Monsieur:
Por favor perdone esta letra execrable que, lo sé, es casi tan mala como la suya. Parece que mi secretario ha caído enfermo con una de las múltiples fiebres de esta pestilente región. Sin la ayuda de ese valioso muchacho, mis estudios de teología natural han caído en un estado lamentable. Yo mismo no me encuentro tan bien como debería; pero no es nada serio. Imagino que ninguno de nosotros puede presumir del vigor que teníamos en aquellos lejanos días en Egipto.
Lamento no poder enviarle los ejemplos de roca que me pidió; durante los últimos meses he estado río arriba, en el interior, esforzándome humildemente por propagar la más perfecta Fe de Su Católica Majestad. Durante ese tiempo he recolectado varios curiosos gusanos e insectos, con los que espero confundir al pedante Sistema del infiel Linneo.
Los nativos del interior se mantienen tercamente en sus errores paganos, aún llenos de historias notables de hombres con cola, gigantes ancestrales y similares, que espero relatarle cuando haya dominado mejor su lenguaje.
Y ahora debo reprenderle. Un amigo mío en la Royal Society de Londres, un colega en teología natural (aunque, lamentablemente, protestante), me ha dicho que ha leído cierto manuscrito que circula en secreto entre los sabios de Francia e Inglaterra, que llamó Telliamed; o Discursos sobre la disminución del mar. Estaba lleno de elogios hacia ese manuscrito, lo que, siendo un infiel, no dice nada de la santidad de su reputación. Y no necesita protestar por su inocencia, pues un niño podría ver que el supuesto sabio indio Telliamed, responsable de este nuevo Sistema Geológico, es simplemente su propio nombre deletreado al revés.
Quizás el mar haya disminuido realmente; encuentro difícil negarlo, ya que también yo he visto el desierto de barcos petrificados en el Bahar-Balaama, al oeste del Cairo. Pero esto no debería ser interpretado como contrario a la Revelación. Como su consejero espiritual, debo advertirle, viejo amigo: ya no es tan joven como para poder negar la acuciante cuestión de la salvación de su alma. Al final el Dogma debe triunfar, y ninguna sofisticada «evidencia», «hipótesis» o «deducción» le salvará cuando discuta ante el Trono del Juicio.
Odio pensar que las colecciones de rocas y fósiles que le he enviado hayan sido utilizadas para un propósito impío. Sin embargo, no puedo dejarle sin un regalo de algún tipo; y conociendo su afición al rapé, le envío un poco del alimento nasal de los aborígenes, que obtienen de diversos arbustos y parras. No es tabaco, pero con su uso reciben más fácilmente la palabra de la Fe, con excitación y gozo; así que no puedo pensar que sea malo. Incluyo la pequeña herramienta hecha de hueso de pájaro que emplean para inhalar la sustancia, para su colección.
A cambio, le pido que encienda unas velas por el eterno reposo del alma del pobre Bérard Procureur; y, por favor, intente confesarse regularmente. Rezo por usted,.
Su viejo amigo, H.
Gérard le Bovier de Fuillet, SJ.
De Maillet sonrió.
—No es mala cosa tener al consejero espiritual en otro país —musitó en voz alta. Sacó otro sobre más pequeño del interior del primero, lo abrió, y el tabaco en polvo del paquete liberó un aroma agradable y rico, ligeramente amargo, de exóticas especias.
El olor desató una cadena de recuerdos en la mente de de Maillet: columnas de negro incienso humeando en cuencos de plata perforados, café solo en una taza de porcelana china, las nalgas desnudas de una cortesana egipcia extendidas sobre una almohada de brocado. Con estos recuerdos inesperados y agradables vino una súbita relajación en las entrañas de de Maillet. Experimentó una breve sensación de bienestar animal, un cálido resurgir de las cenizas de la juventud.
Su médico le había prohibido el rapé. Habían pasado varios meses desde que se lo llevara a la nariz por última vez. Estudió cuidadosamente el paquete de papel. Las finas hojas parecían bastante inofensivas. Acarició el hueco hueso de pájaro, y luego lo metió en el paquete e inhaló implacablemente.
—¡Huaaau! —gritó, poniéndose en pie de un salto. Las gafas se le cayeron a la arena. Maldiciendo, de Maillet caminó pesadamente alrededor de la sombrilla, con los ojos lagrimeando. El rapé pagano había picoteado sus tejidos como una avispa encolerizada, lastimándole tanto que ni siquiera pudo estornudar. Se agarró el pómulo y la nariz con una mano ajada por la edad.
Lentamente, el dolor remitió hasta convertirse en un extraño aturdimiento, no del todo desagradable. De Maillet enderezó la espalda, luego se inclinó para recoger su bastón de empuñadura de plata y sus gafas. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se inclinó con tanta facilidad. Se sentó en la silla plegable sin jadear en busca de aliento.
Advirtió con interés que su sensibilidad parecía haber aumentado. Cuando palpó el suave ébano de su bastón, fue como si lo hiciera por primera vez. Incluso su visión parecía haber mejorado: el cielo azul de verano sobre el cristalino Mediterráneo parecía tiritar como si acabara de ser creado. Incluso los granos de arena sobre sus botines parecían haber sido colocados cada uno en su sitio, formando una diminuta constelación contra el cuero negro.
Estaba pensando en inhalar de nuevo cuando vio a un joven de la ciudad corriendo hacia él desde una parte rocosa de la costa. Allí había varias calas y huecos apartados donde los jóvenes galanes de Marsella llevaban a sus damiselas, o a otras mujeres jóvenes a quienes deseaban persuadir para colmar sus fines. El desconocido era un apuesto muchacho de la clase comerciante con un rostro levemente marcado por la viruela.
—¿Habéis oído un grito de ayuda? —preguntó el joven, deteniéndose a la sombra del parasol de de Maillet.
—Fui yo —contestó de Maillet, avergonzado—. Me temo que fui yo quien gritó. Me perturba, hum, la gota. No me di cuenta de que había alguien cerca.
—No podéis haber sido vos, monsieur —razonó el joven, alisándose la camisa de lino—. Fue seguido por un exabrupto de las más horribles maldiciones, algunas en lenguaje extranjero. Mi acompañante se asustó tanto que huyó de inmediato.
—Oh —dijo de Maillet. Sonrió de repente—. Bueno, tal vez se tratara de un bote de marineros. Mis ojos no son tan buenos como antes. Podría haberlos pasado por alto completamente.
El joven sonrió.
—Todo va bien. Las mujeres siempre quieren prolongar un encuentro mucho después de su consumación natural. —Sus ojos se posaron sobre el bastón de de Maillet, un regalo de presentación de los poderes fácticos de Marsella—. Perdonadme —dijo—. Sois el señor de Maillet, el famoso sabio, ¿verdad?
De Maillet sonrió.
—Bien lo sabéis. Acabáis de leer mi nombre en el bastón.
—Tonterías —dijo vigorosamente el joven mercader—. Todo el mundo conoce quién es monsieur de Maillet. Marsella os debe su prosperidad. Mi padre es Jean Martine, de la Compañía Oriental de Importaciones-Exportaciones Martine. Soy su hijo mayor, Jean Martine el Joven. —Se inclinó—. Habla de vos con frecuencia. Mi familia mantiene con vos una larga deuda de gratitud.
—Sí, creo que conozco a vuestro padre —dijo generosamente de Maillet. Le encantaba la adulación—. Comercia con artículos egipcios, ¿no? Betún, antigüedades y cosas así. —De Maillet se encogió de hombros, con la adecuada indiferencia aristocrática hacia esos asuntos.
—El mismo —dijo Martine—. A veces hemos tenido el honor de suministrar a Vuestra Excelencia curiosidades para vuestro famoso gabinete de maravillas naturales. —Vaciló—, sin querer inmiscuirme, Vuestra Excelencia, no puedo dejar de preguntarme por qué os encuentro solo en esta playa desierta.
De Maillet contempló la cara despejada e inocente del mercader y sintió la natural urgencia del viejo, culto y locuaz por instruir al joven.
—Tiene que ver con mi Sistema —dijo—. El trabajo de mi vida es la filosofía natural, sobre el que reposará mi fama futura. Durante muchos años, en mis viajes, he examinado las costas y estudiado la historia del mundo tal y como se revela en sus rocas. Sostengo que el nivel del mar está bajando, a un promedio que calculo en quizás un metro cada mil años. Durante mi vida he recopilado pruebas de esta disminución, y creo que puede demostrarse más allá de la sombra de cualquier duda.
—Muy notable —dijo lentamente Martine—. Pero seguro que no estáis aquí viendo cómo baja.
—No —respondió de Maillet—; pero, cuando hace buen día, vengo aquí a menudo, para pensar en los viejos tiempos, para examinar mis notas y diarios y ampliar mi cadena de deducciones.
»Por ejemplo. Si se acepta que el mar disminuye, entonces se desprende rigurosamente que debió haber una época, hace muchos miles de siglos, en los que toda la tierra estuvo cubierta por el mar. Y eso puede demostrarse con bastante facilidad. He examinado el estudio de Herr Scheuchzer en Zurích, que contiene gran cantidad de peces fosilizados que ese varón preclaro encontró en las piedras de las montañas suizas. En los escritos del sabio Fulgose encontramos la historia de un barco entero, con sus velas, cordaje y anclas, y los huesos de su tripulación, que fue hallado fosilizado a un centenar de brazas en una mina de hierro en el cantón de Bern. Herodoto escribe sobre argollas de amarre encontradas en las faldas de las montañas de Mokatán, cerca de Menfis. ¿Cómo pueden explicarse esos vestigios sino suponiendo que el mar fue una vez tan profundo que ahogaba esas montañas?
De Maillet hundió su bastón en la arena.
—Bien. Entonces se desprende que la vida debe de haber surgido del mar, y que criaturas como las serpientes marinas, los elefantes marinos, los perros marinos y los leones marinos deben de haber surcado las profundidades cuando no había tierra. Similarmente, las uvas marinas, las lechugas de mar, el moho marino y los árboles marinos deben de haber suministrado a la tierra todo su verdor.
—Esto es preocupante —admitió el joven—. ¿Qué hay de los hombres, entonces? ¿Creéis que los hombres surgen también del mar?
—Ciertamente, es preocupante —repuso de Maillet—. Pero la evidencia, joven; no podemos ignorar la evidencia. Admito que nunca he visto tritones. Pero he visto huesos de gigantes. Hace treinta años, en el muelle de Cabo Coronne, a unas millas de aquí, vi los huesos de un gigante, tendido de espaldas, enclaustrado en la arena. Cuando uno ha visto una maravilla así con sus propios ojos, puede descartar confiadamente sus dudas… —Una extraña sensación subía y bajaba por la espalda de de Maillet. Cerró los ojos y notó un curioso temblor bajo la planta de los pies, como si las entrañas de la tierra se hubieran removido. Cuando los abrió, aturdido por el vértigo, vio un fenómeno tan extraño que lo rechazó casi de inmediato como un truco de la luz.
Era como si la mano de Dios hubiera dejado caer una hoja informe de cristal teñido sobre el horizonte. Luego, aquella poderosa hoja, o esa pared de esencia invisible, había arrancado de la distancia y había destellado junto a él. Era como si la pared sin forma hubiera rebullido las profundidades del mar y hubiera pasado a través de la misma sustancia de la tierra, sin dejar rastro de su paso, aunque cambiándolo todo sutilmente. El mismo se notaba distinto, algo perturbado, con una extraña sensación tintineante, como experimentaba a veces antes de una tormenta. Una extraña brisa fría empezó a soplar del mar. A de Maillet le pareció que la sospechosa brisa tenía un leve olor al turbio lodo de las profundidades subacuáticas del mundo.
Miró al muchacho sentado en la arena, a sus pies. Una sutil transformación había afectado también al joven mercader. Miraba a de Maillet con expresión atrevida y especulativa, como si estuviera a punto de comprar el mundo y se dispusiera a ofrecer a de Maillet como anticipo.
—¿No habéis visto…? —dijo de Maillet débilmente.
—¿Ver qué, Excelencia?
—¿Un cierto… destello, un cierto viento? ¿No? No, naturalmente que no. —De Maillet tiritó—. ¿Dónde estábamos?
—Su Excelencia estaba hablando de los tritones.
—Los tritones. —Aunque era uno de sus temas de conversación favoritos, la palabra le pareció extraña a de Maillet, como si en un solo instante la palabra hubiera envejecido un millar de años y fuera ahora una aparición polvorienta y totalmente desacreditada del pasado remoto. ¿Había creído realmente alguna vez en tritones y sirenas? Seguramente que sí, pues ocupaban un capítulo entero de su obra maestra—. Ah, sí, los tritones. Aunque nunca he visto uno, he recopilado muchas referencias de escritores sobre su incuestionada veracidad. Debemos omitir los relatos de los antiguos como Plinio, que habla de tritones juguetones y demás; eran demasiado crédulos.
«Evitemos los chismorrees de las comadres, entonces, y ciñámonos enteramente a los hechos: He leído las obras de al-Qaswini, el reputado escritor árabe, en su original. En su narración de los viajes de Salim, enviado del califa Vathek de los abasidas, menciona una partida de pesca en el mar Caspio, donde se rescató a una sirena del vientre de unpez monstruoso. No eramediopez mediomujer, como se cree erróneamente, sino mujer entera. Tras ser separada del agua, lloró y se tiró del pelo, pero no pudo hablar ninguna palabra humana. Esto fue en el año 288 de la Hegira, o el 842 de nuestra era.
»En al año 1430, tras una gran riada en el Zuider Zee, se capturó a una sirena del lodo entre los diques. Las buenas mujeres de Edam la enseñaron a vestirse, a coser y a hacer el signo de la cruz, lo cual, debe suponerse, eran los logros totales de las mujeres de ese aburrido país… Posteriormente la sirena intentó regresar al agua en varias ocasiones, pero sus pulmones se habían acostumbrado a respirar aire y no pudo hacerlo. Sin duda, eso fue lo sucedido con nuestros antepasados más remotos, quienes, al emerger del mar a las primeras islas, descubrieron después de un tiempo que no podían regresar a él. Imagino que este proceso sucede incluso hoy en día. He leído informes sobre salvajes, los orangutanes de las Indias Orientales Holandesas, que están cubiertos de pelo y no saben hablar ningún lenguaje humano. Obviamente, no hace mucho que han dejado de ser tritones.
»De vez en cuando se encuentran hombres con cola entre las razas europeas. Una cortesana que conocí en Pisa me habló de un amante suyo, cuyo pelo era negro y grueso, y que tenía la fuerza de diez hombres y cola. Sin duda existe una raza de tritones con cola en algún lugar de las profundidades insondables del mar. Nuevas especies de todo tipo deben de surgir del mar en cualquier ocasión; ¿cómo si no podemos explicar la flora y la fauna de las islas remotas? Nadie los ha visto surgir. Pero ¿cuántos han contemplado pacientemente la línea de la costa, durante años seguidos, sabiendo qué mirar?
—Supongo que sólo Su Excelencia está tan cualificado —dijo Martine—. ¿Es ésa, entonces, la razón de vuestra vigilia? ¿Esperáis que algún prodigio emerja del mar?
De Maillet sonrió tristemente.
—No, por supuesto que no. Las probabilidades de que pueda ser testigo de un evento así son infinitésimas. Pero ¿qué otra cosa puedo hacer? Mis piernas están demasiado debilitadas por la gota como para que pueda saltar entre las piedras, como hice en mi juventud. Ahora todo lo que tengo son mis ojos y mi cerebro. Aunque un tritón emergiera en este momento, no podría capturarlo o someterlo. Pero, si lo viera, estaría seguro de mi Sistema…, más seguro que ahora, después de recopilar evidencias durante años. Podría morir sabiendo que la Historia me reivindicará.
Miró tristemente las aguas.
—Supongamos que, en este momento, viéramos un extraño movimiento entre esas olas que en formas tan raras se encrespan con el viento. Supongamos que viéramos que ese parche de espuma empezara a retorcerse…, sí, como está haciendo ahora, sólo que más rápido. ¡Más rápido, haciéndose inconfundible! —De Maillet se puso en pie y señaló con el bastón—. ¡Dios mío, mirad!
El joven oteó el mar.
—No veo nada…
—¡Usad vuestros ojos, bobo! ¿No veis cómo ese remolino gira y se extiende? Su borde brilla con espuma como diamantes, y sus aguas tienen el verde del…, del bronce antiguo, del jade chino, o del lustre de un insecto en ámbar, o… o… —Las palabras se convirtieron en un murmullo en el súbito torrente de imágenes. De Maillet señaló aturdido con su bastón. El joven le miró, y luego al mar, y de nuevo a de Maillet. De repente se giró y echó a correr por la playa.
De Maillet ignoró la huida del joven y dio dos pasos vacilantes hacia la aparición. En torno a los bordes espumosos del remolino, fantasmas medio transparentes se perseguían en el viento, girando en el centro del remolino en medio de un tumulto de películas y velos. Algunos de los fantasmas se abrazaban; otros espíritus más oscuros se movían lentamente, como envenenados por las bilis de la tierra; y otros, con el pelo fluyendo y los ojos girando, abrían las bocas para tomar aire. Su aspecto y movimientos los convertían en cosas insensibles, meros criados y heraldos del prodigio por venir.
Más y más espíritus aéreos se desprendieron del frenético remolino del maelstrom verde jade; meras masas de espuma al principio, tomaron forma en su vuelo y trazaron espirales hacia arriba, formando ante los ojos asombrados de de Maillet una lenta torre de presencias sobrenaturales. Sobre ellas, un conjunto de nubes se formaba sobre el cielo vacío.
Una lanzada de luz verdosa se disparó desde las profundidades del maelstrom, y otra presencia, mucho mayor, empezó a emerger del corazón del remolino. Surgió con lenta majestuosidad del fondo del mar, girando como un derviche en trance: una Muchacha Oscura, con la piel del color de la pizarra y el pelo mojado y viscoso con el aspecto de algas marinas. Estaba desnuda, y cubría sus partes secretas con las manos sobre los pechos y la mata de vello entre sus caderas. Mientras sus rodillas y tobillos se alzaban sobre la superficie del agua, el remolino se detuvo y desapareció, mostrando sus pies descalzos dentro de la concha de una enorme almeja.
Asombrado por la majestad de esta oscura gigante, de Maillet cayó dolorosamente sobre una rodilla. Los ojos de la Muchacha Oscura se abrieron; eran del color de las aguas del remolino, un arcaico verde oscuro.
Dos de los espíritus eólicos ofrecieron a la Muchacha Oscura una larga capa o velo, hecho de su propia esencia intangible. Mientras tocaba sus hombros oscuros, asumió de inmediato peso y sustancia y se convirtió en una capa milagrosa, arcanamente elaborada con símbolos bordados de mantícoras, rochos, krakens, gigantes de un solo ojo y otras monstruosas bestias y prodigios.
Los labios curvados de la Muchacha Oscura se abrieron levemente.
—Saludos, filósofo.
Al oír que ella le conocía, el asombro de de Maillet se mitigó, y su viejo y tenaz valor llenó de inmediato su anciano corazón. Se puso en pie con la ayuda de su bastón y se inclinó hacia delante, en una reverencia estirada y cortés.
—Buenos días, Vuestra Señoría.
La Muchacha Oscura sonrió con la extraña sonrisa hierática vista en las más antiguas estatuas de Grecia y Egipto.
—¿Conocéis mi nombre?
—Sé que sois la Muchacha Oscura del Mar; ése debe de ser título más que suficiente, pues no podría haber dos entidades iguales.
—Ah —dijo ella—, viejo filósofo, no habéis perdido vuestra astucia. Está bien que me aduléis ahora, después de haberme hecho tantas graves injurias durante vuestra carrera. Somos viejos enemigos, vos y yo. Me habéis desafiado muchas veces, y habéis robado vuestro conocimiento de mi oscuro reino. Construísteis vuestro Sistema para hacerme daño. Pero ahora me enfrentáis encarnada. —Los grandes párpados de la Muchacha Oscura se abrieron y se cerraron, y le dirigió una mirada de verde serpentino.
»¡Escuchad, filósofo! —exclamó—. Éste es un Día de días, cuando una Gran Marea de Cambio barre el Mundo, y el Espíritu de la Era (es decir, la mente de los hombres) queda transformado para siempre. Durante este Momento preñado de asombro, las leyes de hierro de la necesidad y el destino que gobiernan este mundo son suspendidas, y las oscuras esencias y espíritus que gobernaban este plano del ser pueden caminar por última vez.
—He leído que en sus últimos días, los hombres pueden entrever verdades y tener visiones proféticas —dijo de Maillet—. ¿Estoy muriendo, entonces?
—Oh, mortal, el mundo entero está muriendo, y un nuevo mundo nace de él: un mundo que vos mismo, y los de vuestra especie, habéis formado. Será un mundo más desnudo, más brusco, donde una Iluminación ruda e implacable quemará en la mente de los hombres las viejas y cálidas leyendas, dogmas y romances.
—Pero mi Sistema —gimió de Maillet—. En este nuevo mundo de claridad y luz, ¿triunfará? ¿Sobrevivirá mi nombre? ¿Me apoyará la evidencia?
La Muchacha Oscura se echó a reír, revelando un gris puñado de dientes afilados y serrados.
—¿Me preguntáis profecías? Soy la Madre de las Fantasías, la Madre de la Fe, la Esperanza y la Iglesia.
De Maillet dio un respingo, sujetando su bastón de ébano contra su pecho.
—Sois la Ignorancia.
—Lo soy —respondió la Muchacha Oscura—. No me pidáis pues favores, vos que me habéis perseguido y acosado por todo este mundo; vos, que a través de vuestros cultos libros y el ejemplo de vuestra vida me seguiréis acosando, incluso después de muerto. Si preguntar debéis, preguntad a mis hijas.
La Muchacha Oscura hizo un gesto con su mano gris, y tres extrañas hermanas brotaron de la arena a los pies de de Maillet.
—Soy la Fe —dijo la primera de las Hermanas—. Soy la que entra en la mente del hombre cuando su poder de razonar se agota y él se aferra tenazmente a sus propios deseos y ambiciones, y cree en ellos, pues teme la locura de lo contrario. Me habéis perseguido con vuestra propia mente y con vuestros libros, a veces con las mentes de otros; pero persistiré mientras haya ignorancia y miedo.
—¿Por qué tembláis, entonces? —dijo de Maillet—. ¿Y por qué está tan pálido vuestro rostro?
—Oh, sabio, me habéis herido. En la nueva era que amanece será posible vivir sin mí, como vos habéis vivido. Vos y vuestros hermanos, con ojos que todo lo ven y nada temen, haréis de mí una cosa de catálogos y disertaciones y me despedazaréis con duros argumentos y lógicas escépticas. Por eso tiemblo y no puedo miraros a los ojos.
—¿Qué hay pues de mi Sistema, Espíritu? ¿Será revelado como verdad?
—Debéis creer que sí —dijo la Fe, y desapareció en la arena.
La segunda Hermana se plantó ante él.
—Soy la Esperanza —dijo acusadoramente—, y también seré gravemente herida. No seré ya la grande y ciega Esperanza de Salvación, sino sólo fragmentos triviales de esperanza: de poder, de riquezas, de gloria terrenal, o simplemente para poner fin al dolor. Ésta era por venir no será una época de grandes esperanzas, sino de planes, predicciones, teorías e hipótesis, cuando el hombre agarre las riendas del destino con sus propias manos, y sólo se tendrá a sí mismo para reclamar la culpa o el crédito. No seré destruida totalmente; pero me privaréis de mi gloria.
—¿Qué hay pues de mi sistema, Espíritu, vos que siempre tenéis los ojos fijos en el futuro? ¿Persistirá mi trabajo?
—Debéis esperar que sí-dijo ella, y desapareció en la arena.
De Maillet se enfrentó al espectro de la Iglesia.
—¡Deberíais de haber sido mío! —dijo la última de las Hermanas, apuntándole con un brazo cercenado a la altura de la muñeca. Dentro de su velo encapuchado, los ojos de la anciana estaban fuertemente cerrados—. ¡Si no uno de mis teólogos, entonces mío para arder!
—Nunca me opuse a vos —dijo de Maillet—. No abiertamente.
—¡Pero vuestra lógica me ha cortado las manos! —gimió el Espíritu—. En los días por venir, vuestros sucesores exclamarán: «¡Aplastad a la cosa infame!», y harán mofa de mí, una cosa a esquivar por los hombres librepensadores.
«Vuestro corazón no fue mío, filósofo. Perteneció a la ciencia y a la fama terrenas. Cada vez que despreciasteis y dudasteis de las llamas del infierno, esas llamas ardieron un poco menos. Como habéis descubierto sus mecanismos terrenos, habéis reducido al Dios de los Profetas hasta convertirlo en un Dios relojero, un fantasma mecánico. ¡Los demonios que acechaban en los desiertos; los espíritus de los bosques y cañadas; las legiones de fantasmas y ángeles, todos se marchitarán con la luz implacable!
»Nunca más congregaré las almas de los creyentes para embelesarlos y castigarlos. Cuando acabe el gran Cambio, no habrá almas. Los hombres quedarán revelados como animales astutos, nacidos del vientre de los monos. Sus mentes aguzadas reducirán a pedazos mis hermosas ficciones. —Llorando, la Iglesia dio la espalda al filósofo.
De Maillet se apoyó en su bastón.
—No deberíais de haber ocultado la verdad —dijo.
—¡La Verdad! —exclamó la Ignorancia—. Oh, mortal, la verdad existe en la mente de los hombres. Sois vos quien ha propiciado este gran Cambio sobre el mundo. El firmamento redondo y acogedor era demasiado pequeño para vuestras ambiciones. ¡No, quisisteis tener estrellas en órbitas de Newton, y universos enteros doblegados a vuestras leyes! ¡Cada ley y dato arrancado al gran Misterio debilita a Dios, para poner al hombre en Su lugar! Veo mi destino escrito en vuestra frente. Vendrá el día, en el futuro, en el que la mente del hombre lo abarque todo, y su omnisciencia me destruirá por completo. ¡Así, conoced mi odio!
De las profundidades del mar, un muro de turgente agua rugió sobre la tierra y derribó a de Maillet. Su bastón le fue arrancado de las manos y su nariz se llenó del olor a limo. Mientras flotaba en el agua oscura, cegado, agarró una piedra redonda y lisa de la playa. Se puso en pie, chapoteando.
Había perdido las gafas. Buscó salvajemente la aparición de la Muchacha Oscura.
—¡Esto! —gritó, blandiendo la piedra en su puño cerrado—. ¡Esto os derrotará, Espíritu Oscuro! Ésta es la evidencia; pongo en ella mi Fe y mi Esperanza, y en mí mismo…
Un sombrío rugido brotó del mar. Tenuemente, de Maillet vio las olas retroceder, y un gran muro se dirigió hacia tierra, brillando con luces. La tormenta descargó sobre él con sorprendente velocidad, chasqueando y rugiendo, con un sonido como los muros del propio Cielo derribados bajo un asedio.
Jadeando, tambaleándose, sosteniendo la piedra contra su corazón, Benoít de Maillet cayó a la oscuridad definitiva.
Una luz pura y ardiente golpeó los ojos del anciano. Gruñendo, de Maillet abrió los ojos y vio un brillante amanecer de verano.
De repente, la cara de su criado Torquetil apareció ante la suya. De Maillet se agarró a la librea del joven.
—¡Torquetil!
—¡Hurra! —exclamó Torquetil, soltándose y dando un salto de alegría—. ¡Se mueve, vive! ¡Mi señor me habla!
Resonó una ronca risa. De Maillet, aturdido, se sentó. Un grupo diverso de criados de la casa, pescadores y habitantes de la ciudad, se había congregado a su alrededor, algunos de ellos sosteniendo antorchas consumidas.
—Os hemos buscado toda la noche —dijo Torquetil—. ¡Traje el carruaje en cuanto el tiempo empeoró, pero os habíais marchado!
—Ayúdame a levantarme —dijo de Maillet. El joven bretón colocó su hombro bajo el brazo de de Maillet y le ayudó a ponerse en pie.
—Las ropas de monsieur están empapadas —dijo Torquetil.
Abriendo y cerrando miópicamente los ojos, de Maillet contempló la piedra que tenia en la mano.
—Fue el joven caballero quien pensó primero en buscar entre las Rocas de los Amantes —dijo Torquetil, señalando amablemente a la figura confiada y bien vestida de Jean Martine el Joven.
—No fue nada —dijo el joven mercader, acercándose—. Después de que, hum, me marchara, sentí preocupación por Vuestra Excelencia. El clima empeoró de repente, y pensé que Vuestra Excelencia podría haber buscado refugio aquí. —Sonrió condescendientemente a de Maillet, obviamente complacido por su astucia para localizar al viejo excéntrico—. Las rocas estaban muy altas; con el viento y la oscuridad, mis criados se perdieron. Espero que Vuestra Excelencia no esté herido.
—He perdido mis gafas —dijo de Maillet—. Torquetil, ¿tienes las de repuesto?
—Naturalmente, monsieur. —Las sacó. De Maillet se las puso rápidamente y estudió la piedra alisada por las olas—. Notable —dijo—. ¡Notable! ¿He permanecido junto a la costa de este gran océano tanto tiempo para no obtener más que esto? Sin embargo, lo tengo. Esto, al menos, es mío.
Torquetil miró suplicante a Jean Martine; el mercader forzó una sonrisa.
—Su Excelencia debe conseguir ropas secas —dijo—. Mi carruaje está en la carretera, no lejos de aquí. Está a vuestro servicio.
—Vamos, monsieur —dijo Torquetil con exagerada amabilidad. Bajó la voz—. No está bien que los plebeyos os vean así.
Hubo una súbita agitación tras la multitud, y tres muchachos harapientos se adelantaron.
—¡Lo encontramos, lo encontramos! —exclamaron. Uno de ellos traía el bastón de ébano de de Maillet.
—¡Espléndido! Dales algo, Torquetil.
El criado les lanzó unas cuantas monedas; los muchachos se abalanzaron tras ellas salvajemente.
—¿Y qué hay de mi sombrilla? —preguntó de Maillet.
Torquetil pareció entristecerse.
—¡Ay, monsieur, vuestra hermosa sombrilla, tan extraña y pintoresca! Los vientos, los terribles vientos, la han hecho pedazos; está toda rota.
—Ya veo —dijo de Maillet. Guardó silencio un instante, y luego suspiró pesadamente.
Martine carraspeó.
—Si Vuestra Excelencia quisiera visitar la tienda de mi padre en la ciudad, tal vez podríamos encontraros otra.
—No importa —dijo de Maillet estoicamente. Frotó la piedra contra su ajada casaca y se la metió en el bolsillo. Al verlo, los niños le señalaron y se echaron a reír, ocultándose la boca con las manos.
—Se ríen —observó de Maillet—, la posteridad se reirá. Ésa es su respuesta. —Se apoyó pesadamente en su bastón y se dio la vuelta para marcharse. Torquetil le ayudó a subir la cuesta.
De repente, de Maillet se detuvo y se irguió.
—¿Y si lo hacen, qué? —preguntó—. ¡Al menos, si se ríen de ti, entonces sabes que aún estás vivo! ¿Eh, Torquetil?
Torquetil sonrió.
—Como vos digáis, monsieur. —Limpió la arena de los hombros de su señor—. Volvamos a casa. El cocinero lo ha prometido: no más salsas.