El rondador de Mirasol galopaba a través de las malas tierras del Mare Hadriacum, bajo el tormentoso cielo marciano. En los límites de la troposfera se retorcían corrientes en chorro, tiras sucias a lo largo del lila pálido. Mirasol observó los vientos a través del gastado cristal de su sala de control. Su cerebro alterado sugería una pauta tras otra: nidos de serpientes, nidos de oscuras anguilas, mapas de arterias negras.
Desde el amanecer, el rondador había estado descendiendo lentamente hacia la Cuenca Helias, y la presión del aire aumentaba. Marte se extendía como un paciente febril bajo esta gruesa capa de aire, sudando hielo quemado.
Las nubes tempestuosas se alzaban en el horizonte con velocidad explosiva bajo el garabato constante de las corrientes en chorro.
Para Mirasol, la llanura era extraña. Su facción, los pautistas, había sido asignada a un campamento de redención en la zona norte de Syrtis Mayor. Allí eran comunes vientos de superficie de trescientos kilómetros por hora, y su campamento presurizado se había visto enterrado tres veces por el avance de las dunas.
Había tardado ocho días de viaje constante en llegar al ecuador.
Desde las alturas, la facción regia la había ayudado a navegar. Su ciudadestado orbital, Grupo Terraforma, era un nexo de satélites monitores. Los regios mostraban con su ayuda que la tenían estrechamente vigilada.
El rondador se sacudió cuando sus seis patas en forma de pico arañaron las pendientes de un cráter. Mirasol vio de repente su propio rostro reflejado en el cristal, pálido y tenso, los ojos oscuros ensoñadoramente absortos. Era una cara desnuda, con la belleza anónima de los reformados genéticamente. Se frotó los ojos con los dedos.
Al oeste, muy lejos, un brote de tierra se agitaba y revelaba la Escalera, el poderoso cable de anclaje del Grupo Terraforma.
El cable se perdía de vista sobre los vientos, desvaneciéndose bajo el resplandor metálico del Grupo, balanceándose lejano en órbita.
Mirasol contempló la ciudad orbital con una incómoda mezcla de envidia, temor y reverencia. Nunca había estado tan cerca del Grupo antes, o de la importantísima Escalera que lo enlazaba con la superficie marciana. Como la mayor parte de la generación más joven de su facción, nunca había estado en el espacio. Los regios habían mantenido a su facción cuidadosamente en cuarentena en el campo de redención de Syrtis.
La vida no había llegado a Marte fácilmente. Durante un centenar de años los regios del Grupo Terraforma habían bombardeado la superficie marciana con gigantescos bloques de hielo. Éste acto de ingeniería planetaria fue el más ambicioso, arrogante y exitoso de todos los trabajos del hombre en el espacio.
Los terribles impactos habían abierto enormes cráteres en la corteza marciana, lanzando toneladas de polvo y vapor a la fina capa de aire de Marte. Mientras la temperatura aumentaba, los océanos enterrados de escarcha avanzaron, dejando redes de malas tierras retorcidas y vastas expansiones de fango, suaves y lisas como una televisión. En estas grandes playas y en las paredes heladas de canales, acantilados y calderas, se había aferrado el liquen trasplantado para convertirse en vida devoradora. En las llanuras de Eridania, en los retorcidos megacañones de la Cuenca Coprates, en las regiones húmedas y heladas de los menguados polos, se extendían por el terreno enormes matojos de su siniestro crecimiento…, masivas zonas de desastre para lo inorgánico.
Mientras el proyecto terraformador crecía, también lo había hecho el poder del Grupo Terraforma.
Como punto neutral en las guerras de facciones de la humanidad, G-T era crucial para los financieros y banqueros de cada secta. Incluso los inversores alienígenas, aquellos reptiles de enorme fortuna que surcaban las estrellas, encontraban útil a G-T, y lo favorecían con su protección.
Y, a medida que los ciudadanos de G-T, los regios, aumentaban su poder, facciones más pequeñas se tambaleaban y caían bajo su avance. Marte estaba salpicado de facciones en bancarrota, capturadas financieramente y transportadas a la superficie por los plutócratas de G-T.
Tras haber fracasado en el espacio, los refugiados aceptaban la caridad regia como ecologistas de los jardines sumergidos. Docenas de facciones guardaban cuarentena en tristes campos de redención, aisladas unas de otras, viviendo sombría y fugazmente.
Y los visionaros regios hacían buen uso de su poder. Las facciones se encontraban atrapadas en la antigua bioestética de la filosofía posthumanista, subvertidos constantemente por emisiones regias, enseñanzas regias, cultura regia. Con el tiempo, incluso las facciones más tercas serían destruidas y digeridas en el flujo sanguíneo cultural de G-T. Se permitiría que los miembros de las facciones dejaran sus campos de redención y subieran la Escalera.
Pero, primero, tendrían que demostrárselo a sí mismos. Los pautistas habían esperado su oportunidad durante años. Ésta había llegado por fin en la competición del Cráter Ibis, una lucha ecológica de las facciones que demostraría el derecho de los victoriosos al status regio. Seis facciones habían enviado sus campeones al antiguo Cráter Ibis, cada uno armado con las biotecnologías más fuertes de su grupo. Sería una guerra en los jardines, con la Escalera como premio.
El rondador de Mirasol siguió una hondonada a través de un terreno caótico de escarcha helada que se había llenado de grietas y pozos. Después de dos horas, la hondonada terminó bruscamente. Ante Mirasol se alzaba una montaña de enormes rocas y peñascos, algunas con el verde cristalino del impacto, otras cubiertas de liquen.
Cuando el rondador empezaba a subir la pendiente salió el sol, y Mirasol vio el irregular borde exterior del cráter en medio del verdor del liquen y el deslumbrante blanco de la nieve.
Las lecturas de oxígeno aumentaban firmemente. Aire cálido y húmedo brotaba del borde del cráter, dejando un chorrito de hielo.
Un asteroide de medio millón de toneladas de los Anillos de Saturno había caído aquí a quince kilómetros por segundo. Pero, durante dos siglos, la lluvia, los glaciares y el liquen habían roído el borde del cráter, y los crudos filos de la herida se habían ajado y desmoronado.
El rondador se abrió paso por el canal estriado de un lecho glaciar vacío. Un frío viento alpino surcaba el canal, donde los florecientes parches de liquen se aferraban a las vetas de hielo descubiertas.
Algunas rocas estaban manchadas con sedimentos de los antiguos mares marcianos, y el impacto las había pelado y las había vuelto de espaldas.
Era invierno, la estación para podar los jardines sumergidos. El traicionero amasijo del borde del cráter estaba cementado con lodo congelado. El rondador encontró la raíz del glaciar y subió por su cara helada. La brusca pendiente estaba surcada de nieve invernal y polvo de las tormentas de verano, con cientos de capas rojas y blancas. Con los años, las franjas se habían revuelto y rizado en el flujo del glaciar.
Mirasol llegó a la cima. El rondador corrió como una araña por el borde nevado del cráter. Debajo, en un cráter en forma de cuenco de ocho kilómetros de profundidad, se extendía un agitado océano de aire.
Mirasol observó. Dentro de aquel gigantesco sumidero de aire, con veinte kilómetros de diámetro, un anillo roto de majestuosas nubes de lluvia surcaba sus oscuras faldas, como duquesas en cuadrilla recorriendo el salón de baile de un mar en forma de lente.
Gruesos bosques y mangles verdes y amarillos bordeaban el agua poco profunda y habían sobrepasado las islas dispersas de su centro. Puntitos de brillantes ibis escarlata salpicaban los árboles. Una bandada extendió de repente sus alas como cometas y saltó al aire, surcando el cráter en incontables millones. Mirasol se quedó sorprendida por la crudeza y el arrojo de este concepto ecológico, su ruda y primigenia vitalidad.
Esto era lo que había venido a destruir. La idea la llenó de tristeza.
Entonces recordó los años que había pasado adulando a sus maestros regios, colaborando con ellos en la destrucción de su propia cultura. Cuando llegó la oportunidad de la Escalera, había sido escogida. Apartó su tristeza, recordando sus ambiciones y sus rivales.
La historia de la humanidad en el espacio había sido una larga gesta de ambiciones y rivalidades. Desde el principio, las colonias espaciales habían luchado por ser autosuficientes, y pronto habían roto sus lazos con la agotada Tierra. Los sistemas de apoyo de vida independientes les habían dado la mentalidad de ciudadesestado. Extrañas ideologías habían florecido en la atmósfera de invernadero de los o’neills, y los grupos diferentes fueron comunes.
El espacio era demasiado grande para tener una policía. Las élites pioneras avanzaron, desafiando a todos a detener su búsqueda de tecnologías aberrantes. De repente la marcha de la ciencia se convirtió en un rompecabezas insano. Nuevas ciencias y tecnologías habían aplastado sociedades enteras en oleadas de shock del futuro.
Las culturas destruidas se unieron en facciones, tan completamente disociadas unas de otras que se llamaban humanidad sólo por falta de un término mejor. Los formadores, por ejemplo, habían conseguido controlar su propia genética, abandonando la humanidad en un estallido de evolución artificial. Sus rivales, los mecanicistas, habían reemplazado la carne por prótesis avanzadas.
El propio grupo de Mirasol, los pautistas, eran una facción segregada de los formadores.
Los pautistas se especializaban en asimetría cerebral. Con sus hemisferios derechos enormemente expandidos, eran altamente intuitivos, dados a metáforas, paralelismos y súbitos saltos cognitivos. Sus mentes inventivas y su genio rápido e impredecible había hecho de ellos al principio un grupo competitivo. Pero con estas ventajas habían llegado también graves debilidades: autismo, estados de fuga, paranoia. Las pautas escaparon del control y se convirtieron en grotescas telarañas de fantasía.
Con estos handicaps, su colonia se había venido abajo. Las industrias pautistas habían declinado, vencidas por las industrias rivales. La competencia se había vuelto mucho más feroz. Los cárteles formadores y mecanicistas habían convertido las acciones comerciales en una especie de guerra endémica. El juego de los pautistas había fracasado, y llegó el día en que todo su habitat les fue arrancado por los plutócratas regios. En cierto modo, fue una amabilidad por su parte. Los regios eran suaves y orgullosos de su habilidad para asimilar refugiados y fracasados.
Los propios regios habían comenzado siendo disidentes y desertores. Su filosofía posthumanista les había dado el poder moral y la blanda seguridad para dominar y absorber facciones de los márgenes de la humanidad. Y tenían el apoyo de los inversores, que tenían vastas riquezas y las técnicas secretas del viaje estelar.
El radar del rondador alertó a Mirasol de la presencia de un aparato de una facción rival. Se inclinó hacia delante en su asiento de piloto, hizo aparecer en pantalla la imagen de la nave. Era una gruesa esfera, equilibrada incómodamente sobre cuatro largas patas de araña. Recortada contra el horizonte, se movía con una extraña velocidad tambaleante por el borde opuesto del cráter. Luego desapareció por la pendiente exterior.
Mirasol se preguntó si habrían hecho trampas. Estuvo tentada de hacerlas ella misma (lanzar unos cuantos paquetes congelados de bacterias aeróbicas o unas docenas de cápsulas de huevos de insectos por la pendiente), pero temía los monitores en órbita de los supervisores de G-T. Había demasiado en juego: no sólo su propia carrera, sino la de toda su facción, arruinada y desesperada en su frío campo de redención. Se decía que el mismísimo gobernador de G-T, el ser posthumano llamado Rey Langosta, contemplaría la competición. Fracasar ante su negra mirada abstracta sería un horror.
En la pendiente exterior del cráter, bajo ella, apareció una segunda nave rival, saltando y deslizándose con gracia insana y agresiva. El largo cuerpo articulado de la nave se movía como una serpiente, estirando una enorme cabeza brillante, como una bola de espejo multifacetada.
Ambos rivales convergían sobre el punto de encuentro, donde los seis competidores recibirían sus instrucciones finales por parte del Consejero Regio. Mirasol se apresuró.
Mirasol se sorprendió cuando el campamento apareció en su pantalla. El lugar era enorme y absurdamente elaborado: un sueño drogado de paneles geodésicos y minaretes de colores que se extendía en el desierto cubierto de líquenes como un candelabro abandonado. Esto era un campamento para los regios.
Aquí se alojarían los árbitros y sofistas de las BioArtes para juzgar el cráter mientras los ecosistemas recién plantados luchaban entre sí por la supremacía.
Las compuertas del campamento estaban rodeadas de brillantes matorrales verdes de liquen que se cebaban con la humedad escapada. Mirasol condujo su rondador a través de la compuerta, a un garaje. Dentro, robots mecánicos frotaban y pulían los cien metros de longitud de la nave serpentina y el brillante abdomen negro de un rondador de ocho patas. Éste se hallaba agazapado, con el periscopio de su cabeza hundido, como dispuesto a dar un brinco. Su vientre hinchado estaba marcado por un reloj de arena rojo y los logotipos corporados de su facción.
El garaje olía a polvo y grasa suprimidos con perfumes florales. Mirasol dejó a los mecánicos con su trabajo y recorrió envaradamente un pasillo, agitando el cuello y los hombros para sacudirse de la tortícolis. Una puerta entramada apartó sus filamentos y se liberó ante ella.
Se encontró en un comedor que chasqueaba y resonaba con el agudo sonido repetitivo de la música regia. Sus paredes estaban cubiertas de altas pantallas que mostraban panoramas ajardinados de belleza sorprendente. Un servo de aspecto pulposo, cuyo casco organomecánico y cabeza sonriente y aplastada tenían un aspecto hinchado y casi enfermo, le indicó su asiento.
Mirasol se sentó, rozando con las rodillas el pesado mantel blanco. Había siete lugares junto a la mesa. La alta silla del Consejero Real estaba en la cabecera. La posición designada a Mirasol le dio una leve idea de su propio status. La habían hecho sentarse al extremo de la mesa, a la izquierda del Consejero.
Dos de sus rivales habían ocupado ya sus puestos. Uno era un formador alto y pelirrojo de brazos largos y delgados, cara afilada y brillante y ojos preocupados que le daban un trémulo aspecto de pájaro. El otro era un mecanicista hosco y fiero con manos protésicas y una túnica paramilitar que mostraba en los hombros un reloj de arena rojo.
Mirasol estudió a sus dos rivales con silenciosas miradas de reojo. Como ella, ambos eran jóvenes. Los regios favorecían a los jóvenes y animaban a las facciones cautivas a extender ampliamente sus poblaciones.
Ésta estrategia subvertía astutamente la vieja vigilancia de cada facción en una oleada de hijos propios, adoctrinados por los regios desde el nacimiento.
El hombre con aspecto de pájaro, obviamente incómodo con su puesto directamente a la derecha del Consejero, parecía querer hablar, aunque no se atrevía a hacerlo. El pirata meca se miraba las manos artificiales, con las orejas cubiertas por auriculares.
Cada puesto tenía una ampolla de licor. Los regios, que estaban acostumbrados a la falta de peso en órbita, usaban estas burbujas por costumbre, y su presencia aquí era a la vez un privilegio y una humillación.
La puerta volvió a abrirse e irrumpieron dos rivales más, casi como si hubieran corrido. El primero era un delgado meca, aún no acostumbrado a la gravedad, cuyos miembros eran sostenidos por un exoesqueleto. El segundo era una formadora severamente mutada cuyas piernas terminaban en manos. Éstas se hallaban cubiertas de pesados anillos que chasqueaban unos contra otros mientras recorría el suelo de parquet.
La mujer de las piernas extrañas ocupó su puesto frente al hombre con aspecto de pájaro. Empezaron a conversar entrecortadamente en un idioma que ninguno de los otros pudo entender. El hombre del exoesqueleto, jadeando audiblemente, se tendió dolorido en la silla frente a Mirasol. Sus ojos de plástico parecían tan vacíos como trozos de cristal. Sus sufrimientos bajo la atracción de la gravedad demostraban que era nuevo en Marte, y su lugar en la competición indicaba que su facción era poderosa. Mirasol le despreció.
Sentía una asfixiante sensación de estar atrapada. Todo lo que rodeaba a sus competidores parecía proclamar su falta de adecuación a la supervivencia. Tenían un aspecto ansioso y asustado, como hombres hambrientos en un bote salvavidas que esperan con secreta ansía a que muera el primero.
Se vio a sí misma reflejada en la concavidad de una cuchara, y un destello de intuición le mostró cómo debía parecer a los demás, su intuitivo cerebro derecho estaba hinchado más allá de los límites humanos, distorsionando su cráneo. Su cara tenía la vacua hermosura de su herencia genética, pero podía sentir la tensión en su expresión. Su cuerpo parecía carecer de forma bajo el chaleco de piloto y la blusa y los pantalones anchos. Tenía las uñas roídas. Vio en sí misma el aura derrotada de la generación más antigua de su facción, los que habían fracasado en el gran mundo del espacio, y se odió por ello.
Aún estaban esperando al sexto competidor cuando la ruidosa música alcanzó un súbito crescendo y llegó el Consejero Regio. Se llamaba Arkadya Sorienti, Incorporada. Era miembro de la oligarquía gobernante de G-T, y atravesó balanceándose la puerta con los cuidadosos pasos de una mujer no acostumbrada a la gravedad.
Llevaba el estilo de ropa de los inversores de alto rango diplomático. Los regios estaban orgullosos de sus lazos diplomáticos con los alienígenas inversores, ya que la protección de éstos demostraba su enorme fortuna. Las botas hasta las rodillas de la Sorienti tenían falsos dedos de pájaro, y eran escamosas como los pies de los inversores. Llevaba una pesada falda de cordones dorados entrelazados con joyas y una gruesa chaqueta formal con mangas bordadas hasta las muñecas. Un pesado collar formaba una corona arqueada y multicolor tras su cabeza. Sus cabellos rubios estaban dispuestos en un estilo entrelazado tan complejo como las soldaduras de un ordenador. La piel de sus piernas desnudas tenía un aspecto brillante y vitreo, como sí hubiera sido esmaltada recientemente. Sus párpados brillaban con suaves tonos pastel reptilescos.
Uno de sus servocuerpos la ayudó a ocupar su asiento. La Sorienti se inclinó animadamente hacia delante, entrelazando sus pequeñas y hermosas manos tan repletas de anillos y brazaletes que parecían brillantes guanteletes.
—Espero que los cinco hayan disfrutado de esta oportunidad para una charla informal —dijo dulcemente, como si tal cosa fuera posible—. Lamento haberme retrasado. Nuestro sexto participante no se reunirá con nosotros.
No hubo ninguna explicación. Los regios nunca hacían pública ninguna actuación que pudiera ser considerada un castigo. Las expresiones de los competidores, alternativamente sorprendidas y calculadoras, mostraron que imaginaban lo peor.
Los dos servos chatos circulaban en torno a la mesa, sirviendo platos de comida de las bandejas que llevaban en equilibrio sobre sus flaccidas cabezas. Los competidores picotearon incómodamente sus platos.
La pantalla situada detrás de la Consejera mostró un esquema del Cráter Ibis.
—Por favor, adviertan las líneas fronterizas revisadas —dijo la Sorienti—. Espero que eviten traspasarlas…, no sólo físicamente, sino también biológicamente. —Los miró con seriedad—. Algunos de ustedes pueden haber planeado el uso de herbicidas. Eso es permisible, pero la extensión del spray más allá de los límites de su sector será considerado una torpeza. El establecimiento bacteriológico es un arte sutil. La extensión de organismos enfermos creados es una distorsión estética. Por favor, recuerden que sus actividades aquí son una disrupción de lo que deberían ser idealmente procesos naturales. Por tanto, el período de siembra biótica sólo durará doce horas. Así pues, se permitirá estabilizarse al nuevo nivel de complejidad sin ninguna otra interferencia. Eviten la autoexaltación, y confínense a un rol primario, como catalizadores.
El discurso de la Sorienti fue formal y ceremonioso. Mirasol estudió la pantalla, notando con satisfacción que su territorio había sido aumentado.
Vista desde arriba, la redondez del cráter parecía profundamente desfigurada.
El sector de Mirasol, el meridional, mostraba la larga cicatriz aplastada de un corrimiento de tierras, donde la pared del cráter se había derrumbado y caído al pozo. El simple ecosistema se había recuperado rápidamente, y los mangles salpicaban las pendientes inferiores de los cascotes. Sus pendientes superiores estaban roídas por líquenes y glaciares.
El sexto sector había sido borrado, y la porción de Mirasol era casi de veinte kilómetros cuadrados de nueva tierra.
Aquello daría al ecosistema de su facción más espacio para arraigar antes de que comenzara la terrible contienda.
Ésta no era la primera de las competiciones. Los regios las habían celebrado durante décadas como una prueba objetiva de la habilidad de las facciones rivales. Lanzar a unas facciones contra otras ayudaba a su política de divideyvencerás.
Y, en los siglos por venir, mientras Marte se hacía más hospitalario para la vida, los jardines surgirían de sus cráteres y se extenderían por toda la superficie. Marte se convertiría en una jungla en guerra de creaciones separadas. Para los regios, las competiciones eran simulaciones del futuro estudiadas muy de cerca.
Y las competiciones daban a las facciones motivos para su trabajo. Con las guerras de los jardines como acicate, las ciencias ecológicas habían avanzado enormemente. Con el progreso de la ciencia y el gusto, muchos de los cráteres más antiguos se habían convertido en compromisos ecoestéticos.
El Cráter Ibis había sido un burdo primer experimento. La facción que lo había creado había desaparecido hacía mucho tiempo, y su primitiva creación se consideraba ahora falta de gusto.
Cada facción jardinera acampaba junto a su propio cráter, esforzándose por darle vida. Pero las competiciones eran un atajo hacía la Escalera. Las filosofías y talentos de los competidores, hechas carne, llevaban a cabo una pugna por la supremacía. Las curvas de crecimiento, las altas y bajas de expansión y extinción, aparecerían en los monitores de los jueces regios como informes bursátiles. Ésta compleja estructura sería sopesada en cada uno de sus aspectos: tecnológico, filosófico, biológico y estético. Los vencedores abandonarían sus campamentos para adquirir riqueza y poder regios. Recorrerían los pasillos enjoyados de G-T y gozarían de sus gratificaciones: lapsos de vida aumentados, títulos corporados, tolerancia cosmopolita, y la protección interestelar de los inversores.
Cuando el rojo amanecer asomó a la superficie, los cinco competidores rodeaban ya el Cráter Ibis, esperando la señal. El día era tranquilo, con sólo un distante nexo de corrientes en chorro desfigurando el cielo. Mirasol contempló la luz rosada del sol arrastrarse por la pendiente interior de la pared occidental del cráter. En los arbustos, los pájaros empezaban a desperezarse.
Mirasol esperó, tensa. Había ocupado su posición en las pendientes superiores de los restos del corrimiento de tierras. El radar mostraba a sus rivales esparcidos a lo largo de las pendientes interiores: a su izquierda, el rondador con el reloj de arena y la serpiente de cabeza enjoyada; a su derecha, un rondador en forma de mantis y el globo zancudo.
Llegó la señal, súbita como un relámpago: un meteoro de hielo fue disparado desde la órbita y dejó una columna de vapor. Mirasol cargó hacia delante.
La estrategia de los pautistas era concentrarse en las pendientes superiores y el amasijo del corrimiento de tierras, un nicho marginal donde esperaban sobresalir. Su frío cráter en Syrtis Mayor les había dado cierta experiencia en especies alpinas, y esperaba explotar esta fuerza. La larga pendiente del corrimiento de tierras, muy por encima del nivel del mar, sería su base. El rondador empezó a bajar la pendiente, lanzando un fino chorro de bacterias liquenófagas.
De repente, el aire se llenó de pájaros. Al otro lado del cráter, el globo zancudo se había abalanzado sobre el agua y destrozaba los mangles. Finas virutas de humo mostraban el rayo cortador de un pesado láser.
Los pájaros echaron a volar unos tras otros, escapando de sus nidos para girar y revolotear, aterrorizados. Al principio, sus frenéticos gritos sonaron como un agudo susurro. Luego, a medida que el temor se extendía, los chirridos se repitieron y volvieron a repetirse, convirtiéndose en una superficie de dolor. En el caldeado aire del cráter, las motas escarlatas gravitaban a millones, girando y uniéndose como gotas de sangre en caída libre.
Mirasol esparció las semillas de mieses rocosas alpinas. El rondador se abrió paso a través del talud, rociando las grietas y rendijas con fertilizador. Dio la vuelta a los peñascos y esparció un puñado de invertebrados: nematodos, ácaros, cochinillas de tierra y ciempiés alterados. Cubrió las rocas de gelatina para alimentarlos hasta que los mohos y helechos se asentaran.
Los gritos de los pájaros eran espantosos. Pendiente abajo, las otras facciones se removían en el lodo a nivel del mar, destruyendo los mangles para que sus propias creaciones pudieran asentarse. La gran serpiente se curvaba y se retorcía, arrancando los árboles de raíz. Mientras Mirasol observaba, la parte superior de su cabeza facetada se abrió y liberó una nube de murciélagos.
El rondador mantis avanzaba metódicamente a lo largo de las fronteras de su sector, reduciendo con sus brazos aserrados todo lo que había por delante. El rondador en forma de reloj de sol había recorrido todo su territorio, dejando una cadena de zonas incendiadas. Tras él se alzaba una columna de humo.
Era un plan atrevido. Esterilizar el sector por medio del fuego le daría una leve ventaja. Incluso un pequeño adelanto podía ser crucial mientras se aseguraban los exponenciales de crecimiento. Pero el Cráter Ibis era un sistema cerrado. El empleo del fuego requería gran cuidado. El aire dentro de la concavidad era limitado.
Mirasol trabajó sombríamente. Los insectos eran los siguientes. A menudo eran pasados por alto en favor de enormes bestias marinas o rápidos depredadores, pero en términos de biomasa, gramo a gramo, los insectos podían vencer. Disparó contra la costa, liberando termitas acuáticas. Aplastó placas de roca, plantando huevos bajo sus cálidas superficies. Liberó una nube de jejenes comedores de hojas cuyos diminutos cuerpos estaban repletos de bacterias. En el interior del vientre del rondador, automáticamente, cada bloque fue fundido y disparado a través de las bocas o plantado en los agujeros abiertos por las puntiagudas patas.
Cada facción liberaba un mundo potencial. Al borde del agua, la mantis había liberado un par de cosas como gigantescos aviones de vela negros. Giraban a través de las nubes de ibis, abriendo grandes bocas tamizadas. En las islas del centro del lago del cráter, morsas escamosas se aferraban a las rojas, desprendiendo vapor. El globo zancudo plantaba un huerto en el lugar de los mangles. La serpiente se había dirigido al agua, y su facetada cabeza creaba una onda en forma de uve.
En el sector del reloj de arena, el humo seguía aumentando. Los fuegos se extendían, y la araña corría frenéticamente por su cadena de zonas. Mirasol observó el movimiento del humo mientras liberaba una horda de marmotas y ardillas de roca.
Se había cometido un error. A medida que el humo ascendía en la débil gravedad marciana, una fiera ráfaga de aire helado de las alturas se apresuraba a llenar el vacío. Los mangles ardían furiosamente. Manojos arrasados de ardientes ramas volaron al aire.
La araña cargó contra las llamas, aplastando y reduciendo. Mirasol se echó a reír, imaginando las faltas acumulándose en los bancos de datos de los jueces. Sus pendientes estaban a salvo del fuego. No había nada que pudiera arder.
La bandada de ibis había formado un gran anillo giratorio sobre la costa. En sus menguadas filas revoloteaban las formas oscuras de los depredadores aéreos. La larga columna de vapor del meteoro había empezado a retorcerse y romperse. Empezaba a levantarse el viento.
El fuego se había esparcido al sector de la serpiente. Ésta se retorcía en las aguas pantanosas, rodeada de piras de algas verde brillante. Antes de que su piloto se diera cuenta, el fuego devoraba ya un gran montón apilado que había dejado en la costa. No quedaba ningún rompiente. El aire recorrió la pendiente desnuda. La columna de humo creció y se retorció, con sus negras nubes chispeando. Una bandada de ibis se zambulló en la nube. Sólo un puñado emergieron; algunos ardían visiblemente. Mirasol empezó a conocer lo que era el miedo. Mientras el humo se alzaba hasta el borde del cráter, éste se enfrió y empezó a desmoronarse. Se estaba formando un remolino vertical, un toro de aire caliente y frío viento. El rondador esparció heno empaquetado para cabras montesas enanas. Justo ante ella, un ibis cayó del cielo con una forma oscura y agitada, todo zarpas y dientes, agarrándose a su cuello. Mirasol se adelantó y aplastó al depredador, y luego se detuvo y contempló el cráter.
Los fuegos se extendían con velocidad innatural. Pequeñas bocanadas de humo se alzaban en una docena de sitios, alcanzando montones de madera con sorprendente precisión. El cerebro alterado de Mirasol buscó una pauta. Los fuegos que brotaban en el sector de la mantis estaban más allá del alcance de cualquier escombro que cayera.
En la zona de la araña, las llamas habían arrasado los rompientes sin dejar una sola marca. La pauta le pareció rara a Mirasol, extrañamente equivocada, como si la destrucción tuviera una fuerza propia, una furiosa sinergia que se alimentara de sí misma.
La pauta se convirtió en una devoradora media luna. Mirasol sintió el temor de la pérdida de control, el miedo sudoroso que siente alguien en órbita con el siseo del aire que escapa o la forma en que se siente un suicida con el primer brillante borbotón de sangre.
En cuestión de una hora, el jardín se extendía bajo un huracán de caliente destrucción. Las densas columnas de humo se habían aplastado como nubes de tormenta en los límites de la troposfera del jardín hundido. Lentamente, una neblina grisácea, que goteaba cenizas como si fuera lluvia, empezó a rodear el cráter. Los pájaros revoloteaban en círculos bajo el falso toro, cayendo a docenas y centenares. Sus cuerpos cubrían el mar del jardín, con su brillante plumaje cubierto de ceniza en un sumidero gris acerado.
Los demás continuaban combatiendo las llamas, ilesos, devastando a través de las fronteras calcinadas del incendio. Sus esfuerzos eran inútiles, un ritual patético antes del desastre.
Incluso la maliciosa pureza del fuego se había cansado. Faltaba oxígeno. Las llamas eran más tenues y se extendían con más lentitud, liberando una oscura molestia de humo a media combustión.
Allá donde se extendía, nada que respirara podía vivir. Incluso las llamas morían mientras el humo se arremolinaba a lo largo de las pendientes aplastadas y ardientes del cráter.
Mirasol observó a un grupo de gacelas trepar las yermas pendientes en busca de aire. Sus ojos oscuros, recién surgidos del laboratorio, giraban con el eterno temor animal. Sus pieles estaban ennegrecidas, sus flancos agitados, sus bocas babeaban. Se desplomaron una a una, entre convulsiones, pateando la roca marciana sin vida mientras resbalaban y caían. Era una visión vil, la imagen de una primavera destruida.
Un oblicuo destello de rojo a su izquierda atrajo su atención. Un enorme animal rojo avanzaba entre las rocas. Mirasol hizo girar al rondador y se dirigió hacia él, y retrocedió cuando la oscura superficie del humo envenenado cubría el gastado cristal.
Divisó al animal cuando salió de su escondite. Era una criatura quemada y jadeante, parecida a un gran simio rojo. Mirasol se abalanzó y la cogió con los brazos del rondador. El animal arañó y pateó, golpeando los brazos del rondador con una rama humeante. Llena de repulsión y piedad, Mirasol lo aplastó. Su cobertura de plumas de ibis tensamente cosidas se rompió, revelando carne humana cubierta de sangre.
Usando las pinzas del rondador, Mirasol descubrió el pesado penacho de plumas que tenía en la cabeza. La tensa máscara se soltó, revelando la cabeza del hombre muerto. Mirasol le dio la vuelta, y descubrió una cara tatuada con estrellas.
El ornitóptero revoloteó sobre el jardín calcinado, agitando sus largas alas rojas con ensoñadora fluidez. Mirasol observó la cara pintada de la Sorienti mientras su señoría corporada aparecía en la brillante pantalla.
Las poderosas cámaras del ornitóptero mostraron una imagen tras otra en la pantalla de la mesa, iluminando la cara de la regia. La mesa estaba cubierta de las elegantes baratijas de la Sorienti: una funda de inhalador, una ampolla enjoyada y medio vacía, impertinentes, un puñado de cintas de cásete.
—Un dato sin precedentes —murmuró su señoría—. No fue una destrucción total después de todo, sino simplemente la extinción de todo lo que tenía pulmones. Debe de haber fuertes supervivientes entre los órdenes inferiores: peces, insectos, anélidos. Ahora que la lluvia ha aposentado las cenizas, se puede ver que la vegetación regresa con fuerza. Su sección parece no haber sufrido casi ningún daño.
—Sí-dijo Mirasol. —Los nativos fueron incapaces de alcanzarla con las antorchas antes de que la tormenta de fuego se aplacara.
La Sorienti se apoyó en los brazos adornados de su sillón.
—Desearía que no los mencionara en voz alta, ni siquiera entre nosotros.
—Nadie me creería.
—Los otros no llegaron a verlos —dijo la regia—. Estaban demasiado ocupados combatiendo las llamas. —Vaciló un poco—. Fue usted inteligente al confiar en mí primero.
Mirasol miró a los ojos a su nueva patrona, luego retiró la mirada.
—No había nadie más a quien contárselo. Habrían dicho que construí una pauta a partir de mis propios miedos.
—Tiene que pensar en su facción —dijo la Sorienti con aire de simpatía—. Con un futuro tan brillante por delante, no necesitan una reputación renovada de fantasías paranoides.
Estudió la pantalla.
—Los pautistas son vencedores por negligencia. Desde luego, es un caso interesante. Si el nuevo jardín no es agradable, podemos hacer que esterilicen todo el cráter desde la órbita. Alguna otra facción puede empezar de nuevo desde cero.
—No les dejen construir demasiado cerca del borde —dijo Mirasol.
Su señoría corporada la miró con atención, ladeando la cabeza.
—No tengo ninguna prueba, pero puedo ver la pauta detrás de todo esto —dijo Mirasol—. Los nativos tuvieron que venir de alguna parte. La colonia que pobló el cráter debió ser destruida en el corrimiento de tierras. ¿Cuál fue su función? ¿Los mató su gente?
La Sorienti sonrió.
—Es muy inteligente, querida. Le irá bien, en la Escalera. Y sabe guardar secretos. Su empleo como secretaria mía le va muy bien.
—Fueron destruidos desde la órbita —dijo Mirasol—. ¿Por qué, si no, se esconderían de nosotros? Trataron de aniquilarlos.
—Fue hace mucho tiempo —repuso la regia—. En los primeros días, cuando las cosas eran más inestables. Estaban buscando el secreto del vuelo estelar, técnicas que sólo conocen los inversores. Los rumores dicen que por fin tuvieron éxito en sus campos de redención. Después de aquello, no hubo otra elección.
—Entonces los mataron para beneficio de los inversores —dijo Mirasol. Se levantó rápidamente y recorrió la cabina; su nueva falda enjoyada sonaba en torno a sus rodillas—. Para que los alienígenas pudieran seguir jugando con nosotros, escondiendo sus secretos, vendiéndonos baratijas.
La regia cruzó las manos con un soniquete de anillos y brazaletes.
—Nuestro Rey Langosta es sabio —dijo—. Si los esfuerzos de la humanidad se volvieran hacia las estrellas, ¿qué sería de la terraformación? ¿Por qué deberíamos cambiar el poder de la misma creación para ser iguales que los inversores?
—Pero piense en la gente —dijo Mirasol—. Piense en cómo perdieron sus tecnologías, degenerando a seres humanos. Un puñado de salvajes, comiendo carne de pájaro. Piense en el miedo que sintieron durante generaciones, la forma en que quemaron su propio hogar y se mataron cuando nos vieron llegar para aplastar y destruir su mundo. ¿No siente horror?
—¿Por los humanos? —dijo la Sorienti—. ¡No!
—¿Pero es que no lo ve? Han dado vida a este planeta como una forma de arte, como un juego enorme. ¡Nos obligan a jugar a él, y esa gente murió por ello! ¿No puede ver cómo eso lo arruina todo?
—Nuestro juego es la realidad —dijo la regia. Hizo un gesto hacia la pantalla—. No puede negar la belleza salvaje de la destrucción.
—¿Defiende esta catástrofe?
La regia se encogió de hombros.
—Si la vida funcionara a la perfección, ¿cómo podrían evolucionar las cosas? ¿No somos posthumanos? Las cosas crecen; las cosas mueren. Con el tiempo, el cosmos nos matará a todos. El cosmos no tiene significado, y su vacío es absoluto. Es puro terror, pero también pura libertad. Sólo nuestras ambiciones y nuestras creaciones pueden llenarlo.
—¿Y eso justifica sus acciones?
—Actuamos por la vida —dijo la regia—. Nuestras ambiciones se han convertido en las leyes naturales de este mundo. Fallamos porque la vida falla. Continuamos porque la vida debe continuar. Cuando haya visto desde lejos, desde la órbita, cuando el poder que ostentamos esté en sus manos, entonces podrá juzgarnos. —Sonrió—. Se estará juzgando a sí misma. Será regia.
—Pero ¿qué hay de sus facciones cautivas? ¿Los agentes que hacen su voluntad? Antes teníamos nuestras propias ambiciones. Fracasamos, y ahora nos aíslan, nos adoctrinan, nos convierten en rumores. Debemos tener algo propio. Ahora no tenemos nada.
—No es cierto. Tienen lo que les hemos dado. Tienen la Escalera.
La visión golpeó a Mirasol: poder, luz, el atisbo de la justicia, este mundo con sus pecados y su tristeza encogido en el brillante coso de debajo.
—Sí —dijo por fin—. Sí, la tenemos.