Reina Cigarra

Comenzó la noche en que la Reina retiró a sus perros. Durante dos años, desde mi deserción, yo había estado sometido a ellos.

Mi iniciación, y mi liberación de los perros, fueron celebradas en la casa de Arvin Kulagin. Éste, un rico mecanicista, tenía un gran complejo domésticoindustrial en el perímetro exterior de un suburbio cilindrico de tamaño medio.

Kulagin me recibió en la puerta y me tendió un inhalador dorado. La fiesta estaba ya en su apogeo. El Círculo Policarbono siempre estaba dispuesto a cualquier iniciación.

Como de costumbre, mi entrada fue señalada con un sutil enfriamiento. Era culpa de los perros. Las voces se alzaron hasta adquirir cierto tono histriónico, la gente tendió sus inhaladores y bebidas con elegancia un poco más estudiada, y cada sonrisa dirigida hacia mí fue lo bastante brillante para un equipo de expertos de seguridad.

Kulagin sonrió cristalinamente.

—Landau, es un placer. Bienvenido. Veo que has traído el Porcentaje de la Reina —señaló la caja que llevaba en la cadera.

—Sí —dije. Un hombre sometido a los perros no tenía secretos.

Yo había estado trabajando intermitentemente en el regalo de la Reina, y los perros lo habían grabado todo. Todavía lo hacían. La Seguridad del Grupo Zarina los había diseñado para eso. Durante dos años habían grabado cada instante de mi vida y a todo y cuantos me rodeaban.

—Tal vez el Círculo pueda echar un vistazo —dijo Kulagin—. Cuando nos hayamos librado de esos perros. —Hizo un guiño a la cara acorazada de la cámara del perro guardián, y luego miró su reloj—. Sólo una hora hasta que te liberes. Entonces nos divertiremos un poco. —Me hizo pasar a la sala—. Si necesitas algo, usa los servos.

La casa de Kulagin era espaciosa y elegante, decorada al estilo clásico y acentuada por gigantescas caléndulas suspendidas. Su suburbio se llamaba la Espuma y era el barrio favorito del Círculo. Kulagin, que vivía en el perímetro del suburbio, se aprovechaba de la lenta órbita de la Espuma y tenía un décimo de gravedad simulada. Sus paredes estaban desnudas para proporcionar un referente vertical, y tenía espacio suficiente para afectar lujos tales como «sofás», «mesas», «sillas» y otras formas de muebles orientados para la gravedad. El cielo estaba repleto de ganchos, de los que había suspendidas una docena de sus caléndulas favoritas, grandes explosiones redondas de apestosos vegetales con capullos del tamaño de mi cabeza.

Entré en la sala y me coloqué tras un sofá, que ocultaba parcialmente a los dos ofensivos perros. Hice señas a uno de los servos arácnidos de Kulagin y tomé una ampolla de licor para cortar la acelerada intensidad de la fenetilamina del inhalador.

Observé la fiesta, que se había dispersado en subgrupos. Kulagin estaba cerca de la puerta con sus simpatizantes más cercanos, oficiales mecanicistas de los bancos del Grupo Zarina y silenciosos tipos de Seguridad. Cerca, el personal del campus de la facultad de Metasistema-Kosmosidad charlaba con un par de ingenieros orbitales. En el techo, diseñadores formadores hablaban de moda, agarrados a los garfios en la débil gravedad. Bajo ellos, un grupo maníaco de gente de G-Z, «cigarras», giraban como relojes dando pasos de baile.

Al fondo de la sala se alzaba Wellspring, entre un puñado de sillas de finas patas. Salté por encima del sofá y me deslicé hacia él. Los perros corrieron tras de mí, con un zumbido de propulsores.

Wellspring era mi amigo más íntimo en G-Z. Me había animado a desertar cuando estaba en el Consejo Anillo, comprando hielo para el proyecto de terraformación de Marte. Los perros nunca molestaban a Wellspring. Su antigua amistad con la Reina era bien conocida. En G-Z, Wellspring era una leyenda.

Ésta noche iba vestido para una audiencia con la Reina. Una cinta de oro y platino rodeaba su pelo oscuro y rizado. Llevaba una blusa suelta de brocado metálico con mangas abiertas que mostraban debajo una camisa negra moteada de puntitos de luz. Su atuendo quedaba complementado por una falda enjoyada estilo inversor y botas escamosas hasta la altura de la rodilla. Los cables enjoyados de la falda mostraban las enormes piernas de Wellspring, entrenadas para soportar la pesada gravedad favorecida por la Reina reptil. Era un hombre poderoso, y sus debilidades, si tenía alguna, estaban ocultas en su pasado.

Wellspring hablaba de filosofía. Su público, matemáticos y biólogos de la facultad de M-K G-Z, me hicieron sitio con sonrisas forzadas.

—Me piden que defina mis términos —dijo educadamente—. Por el termino nosotros no me refiero a ustedes, los cigarras. Ni a la masa de la humanidad. Después de todo, ustedes los formadores son construidos a partir de genes patentados por firmas genéticas reformadas. Podrían ser definidos adecuadamente como artefactos industriales.

Su público rugió. Wellspring sonrió.

—Y, recíprocamente, los mecanicistas están abandonando lentamente la carne humana en favor de modos de existencia cibernéticos. Bien. De ello se desprende que mi término, nosotros, puede ser atribuido a cualquier metasistema cognitivo del Cuarto Nivel Prigogínico de Complejidad.

Un profesor formador se llevó el inhalador a la aleta teñida de su nariz.

—Tengo que discutir eso, Wellspring —dijo—. Ésta tontería oculta sobre niveles de complejidad está echando a perder la habilidad de C-G para ejercer ciencia decente.

—Ésa es una declaración de causa lineal —replicó Wellspring—. Ustedes los conservadores están buscando siempre certezas fuera del nivel del sistema cognitivo. Claramente, cada ser inteligente está separado de cada nivel inferior por un horizonte prigogínico. Es hora de que aprendamos a dejar de buscar terreno sólido donde asentarnos. Coloquémonos nosotros en el centro de las cosas. Si necesitamos algo, haremos que orbite en torno a nosotros.

Le aplaudieron.

—Admítalo, Yevgueny. G-Z florece con un nuevo clima intelectual y moral. Es incuantificable e impredecible y, como científico, eso le asusta. El posthumanismo ofrece fluidez y libertad, y el suficiente arrojo metafísico como para pensar en dar vida a todo un mundo. Eso nos permite emprender proyectos económicamente absurdos como la terraformación de Marte, que su actitud pseudopragmática nunca se atrevería a intentar. Y, sin embargo, piense en las ganancias implicadas.

—Trucos semánticos —replicó el profesor. Yo nunca le había visto antes. Sospeché que Wellspring le había traído para el expreso propósito de sacudirle.

Yo mismo había dudado anteriormente de algunos aspectos del Posthumanismo de G-Z. Pero su abierto abandono de la búsqueda de certezas morales nos había liberado. Cuando miré a las caras ansiosas y pintadas del público de Wellspring y los comparé con la torva tensión y la velada habilidad que antiguamente me habían rodeado, me sentí a punto de estallar. Después de veinticuatro años de disciplina paranoide bajo el Consejo Anillo, y luego dos años más bajo la vigilancia de los perros, esta noche sería liberado explosivamente de la presión.

Esnifé la fenetilamina, la anfetamina «natural» del cuerpo. Me sentí súbitamente mareado, como si el espacio interior de mi cabeza estuviera lleno del espacio-Ur al rojo vivo del cosmos primordial de Sitter, dispuesto en cualquier momento a hacer el salto prigogínico al continuo espaciotiempo «normal», el Segundo Nivel Prigogínico de Complejidad… El Posthumanismo nos enseñaba a pensar en términos de encajes y comienzos, de estructuras aumentando a lo largo de nuevas pautas, siguiendo las líneas sugeridas por primera vez por el antiguo filósofo terrestre Ilya Prigogine. Yo comprendía esto directamente, ya que mi propia atracción hacia la deslumbrante Valery Korstad se había fundido en un nudo de deseo que los supresores podían aturdir pero no destruir.

Ella cruzaba bailando la sala, y los hilos enjoyados de su falda inversora se retorcían como serpientes. Tenía la belleza anónima de los reformados, superpuesta con el ingenioso y seductor tinte de G-Z. Yo nunca había visto nada que quisiera más, y por nuestros breves y esforzados flirteos sabía que sólo los perros se interponían entre nosotros.

Wellspríng me cogió por el brazo. Su público se había disuelto mientras yo miraba embelesado a Valery.

—¿Cuánto tiempo queda, hijo?

Sorprendido, miré el reloj en mi antebrazo.

—Sólo veinte minutos, Wellspring.

—Eso está muy bien, hijo. —Wellspring era famoso por su uso de términos arcaicos como hijo—. Cuando los perros se hayan ido, la fiesta será tuya, Hans. No me quedaré aquí para eclipsarte. Además, la Reina me espera. ¿Tienes el Porcentaje de la Reina?

—Sí, como dijiste. —Saqué la caja de la bolsa hermética que llevaba a la cadera y se la tendí.

Wellspring alzó la tapa con sus poderosos dedos y miró en su interior. Entonces se rio en voz alta.

—¡Jesús! ¡Es hermosa!

De repente abrió la caja y el regalo de la Reina quedó flotando en el aire, resplandeciendo sobre nuestras cabezas. Era una gema artificial del tamaño del puño de un niño, y sus caras talladas brillaban con el verde y el dorado del liquen endolítico. Mientras giraba, arrojaba diminutos reflejos de luz fracturada sobre nuestros rostros.

Mientras caía, apareció Kulagin y la cogió con la punta de los dedos. Su ojo izquierdo, un implante artificial, resplandeció oscuramente mientras la examinaba.

—¿Eisho Zabatsu? —preguntó.

—Sí —dije—. Entregaron el trabajo sintetizador; el liquen es una variedad especial mía. —Vi que un círculo de curiosos se congregaba y añadí en voz alta—: Nuestro anfitrión es un experto.

—Sólo en las finanzas —dijo Kulagin en voz baja, pero con igual énfasis—. Ahora comprendo por qué patentaste el sistema con tu propio nombre. Es un cumplido deslumbrante. ¿Cómo podría ningún inversor resistir la atracción de una joya viva, amigos? Un día no muy lejano nuestro iniciado será un hombre rico.

Miré rápidamente a Wellspring, pero éste se llevó un dedo a los labios.

—Y necesitará esa riqueza para sacar fruto a Marte —dijo Wellspring en voz alta—. No podemos depender eternamente de los fondos de la Kosmosidad. Amigos, alegrémonos de que pronto cosecharemos los beneficios de la ingeniosa genética de Landau. —Cogió la joya y la guardó en la caja—. Y esta noche tengo el honor de presentar su regalo a la Reina. Un doble honor, ya que yo mismo recluté a su creador.

Saltó de pronto hacia la salida; sus poderosas piernas le alzaron rápidamente sobre nuestras cabezas.

—¡Adiós, hijo! —gritó mientras volaba—. ¡Que ningún otro perro ensombrezca tus pasos!

Con la marcha de Wellspring, los invitados que no pertenecían al Círculo Policarbono empezaron a marcharse, formando un nudo de servos que recogían sombreros y cotillees de despedida. Cuando el último se marchó, el Círculo guardó súbitamente silencio.

Kulagin me hizo permanecer de pie en un rincón de su estudio mientras el Círculo formaba un largo pasillo para los perros, armándose con lazos y pintura. Un cierto tonillo oscuro de venganza no hacía más que añadir emoción a su diversión. Cogí un par de globos de pintura de uno de los servos de Kulagin.

Mi tiempo casi se había cumplido. Durante dos largos años había planeado unirme al Círculo Policarbono. Los necesitaba. Sentía que ellos me necesitaban a mí. Estaba cansado de recelos, de amabilidad forzada, de las paredes de cristal de la vigilancia de los perros. Los agudos filos de mi larga disciplina, de pronto, dolorosamente, se derrumbaron. Empecé a temblar incontrolablemente, incapaz de contenerme.

Los perros estaban quietos, grabando firmemente hasta el último instante. La multitud empezó a contar hacia atrás. Exactamente a la cuenta de cero, los dos perros se volvieron para irse.

Fueron rociados con pintura y serpentinas. Un momento antes se habrían vuelto salvajemente contra sus atormentadores, pero ahora habían alcanzado los límites de su programación y por fin estaban indefensos. La puntería del Círculo era mortal, y con cada blanco soltaban carcajadas al aire. No conocían la piedad, y los humillados perros tardaron un minuto completo antes de poder saltar y avanzar tambaleándose hasta la puerta, ciegos.

La histeria de la multitud me abrumó. Dejé escapar gritos por entre mis apretados dientes. Tuvieron que contenerme para que no persiguiera a los perros pasillo abajo. Mientras manos firmes me hacían regresar a la habitación, me volví hacia mis amigos, y me quedé helado ante la cruda emoción de sus caras. Era como si se hubieran despojado de la piel y me observaran con ojos insertados en trozos de carne.

Me cogieron en volandas y me pasaron de mano en mano por toda la habitación. Incluso aquellos a los que conocía bien me parecieron ahora extraños. Las manos tiraron de mis ropas hasta que me desnudaron; incluso me quitaron mi guantelete ordenador, y luego me pusieron de pie en mitad de la habitación.

Mientras temblaba dentro del círculo, Kulagin se me acercó, los brazos rígidos, la cara tensa, hierática. Tenía las manos llenas de ropa negra. Me la pasó por encima de la cabeza y vi que se trataba de una capucha negra. Acercó los labios a mi oído y dijo en voz baja:

—Amigo, recorre la distancia.

Entonces me cubrió la cabeza con la capucha y la anudó.

La capucha había sido empapada en algo; noté que apestaba. Mis manos y pies empezaron a temblar, luego a aturdirse. Lentamente, el calor ascendió como brazaletes por mis brazos y piernas. No pude oír nada, y mis pies ya no sentían el suelo. Perdí todo sentido del equilibrio y de repente caí hacia atrás, hacia el infinito.

Abrí los ojos, o los cerré, no puedo decirlo. Pero en los límites de la visión, de detrás de alguna niebla inédita, surgieron puntos de fría y taladrante luz. Era la Gran Noche Galáctica, el vasto e implacable vacío que acecha tras el cálido borde de cada habitat humano, más vacío aún que la muerte.

Yo estaba desnudo en el espacio, y el frío era tan amargo que podía saborearlo en todas mis células como si fuera veneno. Podía sentir el pálido calor de mi propia vida brotar de mí como plasma, escapándose de mis dedos en láminas rosadas. Continué cayendo y, cuando los últimos harapos de calor se perdieron en el abismo devorador del espacio y mi cuerpo se quedó rígido y blanco y cada poro cubierto de escarcha, me enfrenté al horror final: si no moría, caería hacia atrás eternamente, a lo desconocido, con la mente convertida en una única espora congelada de aislamiento y terror.

El tiempo se dilató. Eones de silencioso miedo se dispararon en unos pocos latidos y vi ante mí una masa de luz blanca, como una rendija que abriera este cosmos a un reino vecino lleno de brillo extraño. Ésta vez me volví hacia allí mientras caía, y la atravesé, y luego, finalmente temblando, volví a estar tras mis propios ojos, dentro de mi propia cabeza, sobre el suave suelo del estudio de Kulagin.

La capucha había desaparecido. Llevaba una túnica negra suelta, cerrada con un cinturón repujado. Kulagin y Valery Korstad me ayudaron a ponerme en pie. Me tambaleé, apartando las lágrimas, pero conseguí incorporarme, y el Círculo aplaudió.

Kulagin me abrazó y susurró:

—Hermano, recuerda el frío. Cuando tus amigos necesitemos calor, sé cálido, y recuerda el frío. Cuando la amistad te duela, perdónanos, y recuerda el frío. Cuando el egoísmo te tiente, renuncia a él, y recuerda el frío. Pues has recorrido la distancia, y has vuelto a nosotros renovado. Recuerda, recuerda el frío.

Y entonces me dio mi nombre secreto, y apretó sus labios pintados contra los míos.

Me aferré a él, ahogado por los sollozos. Valery me abrazó y Kulagin se apartó amablemente, sonriendo.

Uno a uno, los miembros del Círculo cogieron mis manos y me besaron rápidamente en la cara, murmurando felicitaciones. Todavía incapaz de hablar, sólo pude asentir. Mientras tanto, agarrada a mi brazo, Valery Korstad me susurró cálidamente al oído:

—Hans, Hans, Hans Landau, todavía queda cierto ritual que he reservado para mí. Ésta noche la mejor habitación de la Espuma nos pertenece, un lugar sagrado que ningún perro de ojos vidriosos ha traspasado jamás. Hans Landau, esta noche ese lugar te pertenece, y yo también.

La miré a la cara, con los ojos empañados en lágrimas. Los de ella estaban dilatados, y un tinte rosado se había extendido bajo sus orejas y a lo largo de su cara. Se había drogado con afrodisíacos hormonales. Olí la dulzura antiséptica de su sudor perfumado y cerré los ojos, temblando.

Valery me guió al pasillo. Tras nosotros, la puerta de Kulagin se cerró, reduciendo las risas a un murmullo. Valery me ayudó a ponerme mis aletas aéreas, susurrando tranquilizadoramente.

Los perros se habían ido. Dos fragmentos de mi realidad habían sido borrados como una película. Aún me sentía aturdido. Valery me cogió la mano y ascendimos por un pasillo hacia el centro del habitat, impulsándonos con nuestras aletas aéreas. Sonreí mecánicamente a los cigarras que encontrábamos en los pasillos, miembros de otro grupo. Se dirigían a su trabajo diario mientras el Círculo Policarbono se dedicaba a practicar bacanales.

Era fácil perderse dentro de la Espuma. Había sido construida en rebelión contra la arquitectura regimentada de otros habitats, con el típico desafío de la norma de G-Z. El cilindro vacío original había sido rellenado de plástico presurizado, el cual había sido convertido en espuma y se le había permitido asentarse. Dejaba burbujas angulares cuyas paredes ladeadas eran definidas por las claras topologías de la tensión superficial y la unión. Los pasillos habían sido incluidos más tarde al complejo, y las puertas y compuertas habían sido cortadas a mano. La Espuma era famosa por su espontaneidad delirante y bienvenida.

Y sus reservados eran notorios. G-Z mostraba su espíritu cívico en los profusos empeños de estas ciudadelas contra la vigilancia. Yo nunca había estado en uno antes. A la gente sometida a los perros no se le permitía cruzar los límites. Pero había oído rumores, el oscuro y lascivo escándalo de bares y corredores, fragmentos de licenciosa especulación que siempre se silenciaban cuando los perros se acercaban. Cualquier cosa podía suceder en un reservado, cualquiera, y nadie lo sabría más que los amantes o los supervivientes que regresaran, horas más tarde, a la vida pública…

A medida que la gravedad centrífuga disminuía empezamos a flotar. Valery casi tiraba de mí. Las burbujas de la Espuma se habían hinchado cerca del eje de rotación, y entramos en la zona de los silenciosos domicilios industriales de los ricos. Pronto flotamos hasta la misma puerta del infame Reservado Topacio, el local de las innumerables diversiones de la élite. Era el mejor de la Espuma.

Valery miró su reloj, apartando una fina película de sudor que se había formado sobre las líneas sonrosadas y perfectas de su cara y cuello. No tuvimos que esperar mucho. Oímos el suave tañido repetido de la alarma del reservado, advirtiendo al ocupante actual que su tiempo se había acabado. Las cerraduras de la puerta se abrieron. Me pregunté qué miembro del círculo interno de H-Z saldría. Ahora que estaba libre de los perros, ansiaba mirarle atrevidamente a los ojos.

Sin embargo, esperamos. Ahora el reservado era nuestro por derecho y cada momento perdido nos lastimaba. Retrasarse en un reservado era el colmo de la rudeza. Valery se enfadó, y abrió la puerta.

El aire estaba lleno de sangre. En caída libre, flotaba en un millar de burbujas rojas.

El suicida flotaba cerca del centro de la habitación, su cuerpo flaccido girando aún lentamente en torno al tajo de su garganta cortada. Un escalpelo brillaba en sus dedos agarrotados. Vestía el sobrio mono negro de los mecanicistas conservadores.

El cuerpo giró, y vi la insignia de los Consejeros de la Reina bordada en su pecho. Su cráneo parcialmente metálico estaba pegajoso por efecto de su propia sangre: su cara era oscura. Largos hilos de sangre espesa colgaban de su garganta como velos rojos.

Nos habíamos topado con algo que nos superaba.

—Llamaré a Seguridad —dije.

Ella dijo dos palabras:

—Todavía no.

La miré a la cara. Sus ojos estaban ensombrecidos por un ansia fascinada. La atracción de lo prohibido le había clavado sus garfios en un momento. Pateó lánguidamente una pared teselada, y un largo hilo de sangre salpicó y corrió por su cadera.

En los reservados se encontraba lo definitivo. En una habitación con tantos significados ocultos, las líneas se habían borrado. A través de la proximidad constante, el placer se había soldado con la muerte. Para la mujer que yo adoraba, los ritos privados que transpiraban allí se habían convertido en algo inenarrable.

—Rápido —dijo. Sus labios estaban amargos por la suave grasa de los afrodisíacos. Entrelazamos nuestras piernas para copular en caída libre mientras observábamos al cadáver retorcerse.

Eso fue la noche en que la Reina retiró a sus perros.

Aquello me excitó de un modo que me puso enfermo. Los cigarras vivíamos en el equivalente moral del espacio de Sitter, donde ninguna ética tenía validez a menos que fuera generada por libre voluntad no causativa. Cada nivel de la Complejidad Prigogínica se basaba en un catalizador generativo autodependiente: el espacio existía porque existía, la vida porque había llegado a ser, la inteligencia porque sí. De este modo era posible para todo un sistema moral adherirse en torno a un solo movimiento de profundo disgusto…, o así pensaba el Posthumanismo. Después de mi agostada consumación con Valery, me retiré a trabajar y pensar.

Yo vivía en la Espuma, en un estudio domésticoindustrial que apestaba a liquen y era mucho menos chic que el de Kulagin.

Al segundo turnodía de mi meditación me visitó Arkadya Sorienti, una amiga policarbono y una de las íntimas de Valery. Incluso sin los perros existía una profunda tensión entre nosotros. Me parecía que Arkadya era todo lo que no era Valery: rubia, mientras que Valery era morena; cubierta de artilugios mecánicos, mientras que Valery tenía la fría elegancia de los reformados genéticamente, llena de alegría falsa y frágil, mientras que Valery era presa de suaves y melancólicos estados de ánimo. Le ofrecí una ampolla de licor; mi apartamento estaba demasiado cerca del eje para usar copas.

—No había visto tu apartamento antes —dijo ella—. Me encantan tus armazones aéreos, Hans, ¿qué tipo de alga es?

—Es liquen.

—Son preciosos. ¿Uno de tus tipos especiales?

—Todos son especiales —dije—. Éstos tienen las variedades III y IV para el proyecto terraformador. Los otros tienen varias tensiones delicadas que elaboraba para los monitores de contaminación. Los liqúenes son muy sensibles a todo tipo de polución. —Conecté el ionizador de aire. Los intestinos de los mecanicistas estaban llenos de bacterias, y sus efectos podían ser desastrosos.

—¿Cuál es el liquen de la joya de la Reina?

—Está guardado —dije—. Fuera de los entornos de una joya, su crecimiento se distorsiona. Y huele. —Sonreí, incómodo. Era voz común entre los formadores que los mecanicistas apestaban. Casi me parecía que podía oler el hedor de sus sobacos.

Arkadya sonrió y se frotó nerviosamente la interface de pielmetal de un amasijo plateado de maquinaria que llevaba en el brazo.

—Valery está en uno de sus ataques —dijo—. Pensé que lo mejor era venir a ver cómo te encontrabas.

En el ojo de mi mente fluctuó la imagen de pesadilla de nuestras pieles desnudas cubiertas de sangre.

—Fue… una desgracia —dije.

—En G-Z no se habla más que de la muerte del interventor.

—¿Era el interventor? No he visto ninguna noticia.

La astucia asomó a sus ojos.

—Lo viste allí —dijo.

Me sorprendió que esperara que discutiera sobre mi estancia en un reservado.

—Tengo trabajo —dije. Pateé mis aletas para así descomponer nuestra vertical mutua. Encararnos de lado aumentaba la distancia social entre nosotros.

Ella se rio tranquilamente.

—No seas remilgado, Hans. Actúas como si aún estuvieras sometido a los perros. Tienes que contármelo si quieres que os ayude.

Detuve mi trayectoria.

—Y quiero ayudaros —dijo—. Valery es mi amiga. Me gusta que estéis juntos. Atrae mi sentido de la estética.

—Gracias por tu preocupación.

—Estoy preocupada. Estoy cansada de verla del brazo de un viejo libertino como Wellspring.

—¿Me estás diciendo que son amantes?

Ella agitó sus dedos envueltos en metal.

—¿Me estás preguntando qué hacen los dos en su reservado favorito? Tal vez jueguen al ajedrez. —Puso los ojos en blanco bajo los párpados cargados de oro en polvo—. No pongas esa cara, Hans. Conoces su poder tan bien como el que más. Es viejo y rico; las mujeres policarbono somos jóvenes y no tenemos demasiados principios. —Alzó rápidamente la mirada y agitó sus largas pestañas—. Nunca he oído que haya tomado nada de nosotras que no estuviéramos dispuestas a darle. —Se acercó flotando—. Dime lo que viste, Hans. G-Z está loca por la noticia, y Valery no hace más que abatirse.

Abrí el refrigerador y rebusqué más licor entre los platos de Petri.

—Me parece que eres tú quien debería hablar, Arkadya.

Ella vaciló, luego se encogió de hombros y sonrió.

—Ahora muestras algo de sentido, amigo mío. Tener los ojos y los oídos bien abiertos puede llevarte muy lejos en Grupo-Z. —Sacó un estilizado inhalador de una funda en su liga esmaltada—. Y hablando de ojos y oídos, ¿has hecho que limpien tu casa de micros?

—¿Quién querría espiarme?

—¿Quién no? —Parecía aburrida—. Entonces me ceñiré a lo que es de dominio público. Alquila un reservado para nosotros y te diré todo el resto. —Disparó un chorro de licor ámbar a altura del brazo y lo sorbió cuando chocó contra sus dientes—. Algo grande se cuece en G-Z. No ha alcanzado a la tropa todavía, pero la muerte del interventor es una señal. Los otros Consejeros lo están tratando como un asunto personal, pero está claro que no se encontraba cansado de la vida sin más. Dejó todos sus asuntos desordenados. No, esto es algo que llega hasta la misma Reina. Estoy segura.

—¿Crees que la Reina le ordenó que se quitara la vida?

—Tal vez. Se vuelve caprichosa con la edad. ¿No lo harías tú si tuvieras que pasarte la vida rodeado de alienígenas? Me agrada la Reina, de verdad que sí. Si necesita matar a unos cuantos ricos bastardos cebados para estabilizar su paz mental, por mí perfecto. De hecho, si sólo fuera eso, dormiría más tranquila.

Reflexioné sobre aquello, pero no lo hice notar en mi rostro. Toda la estructura del Grupo Zarina se basaba en el exilio de la Reina. Durante setenta años, desertores, descontentos, piratas y pacifistas se habían congregado en torno al refugio de nuestra Reina alienígena. El poderoso prestigio de sus compañeros inversores nos protegía de las maquinaciones depredadoras de los fascistas formadores y las deshumanizadas sectas mecanicistas. G-Z era un oasis de cordura entre la viciosa amoralidad de las facciones guerreras de la humanidad. Nuestros suburbios giraban en telarañas alrededor de la oscura masa del entorno brillante y enjoyado de la Reina.

Ella era todo lo que teníamos. Bajo todo nuestro éxito, había una vertiginosa inseguridad. Los famosos bancos de G-Z estaban apoyados por la tremenda riqueza de la Reina Cigarra. La libertad académica de los centros de enseñanza de G-Z florecía solamente bajo su sombra.

Y ni siquiera sabíamos por qué había caído en desgracia.

Abundaban los rumores, pero sólo los propios inversores conocían la verdad. Si alguna vez nos dejara, el Grupo Zarina se desintegraría de la mañana a la noche.

—He oído que no es feliz —dije casualmente—. Parece que esos rumores se extienden, y ellos aumentan el Porcentaje y recubren una nueva habitación con joyas, y entonces los rumores se desvanecen.

—Eso es cierto… Ella y nuestra dulce Valery son iguales en lo que se refiere a estados de ánimo. Sin embargo, está claro que al Interventor no le quedó otra opción más que suicidarse. Y eso significa que el desastre se agita en el corazón de G-Z.

—Son sólo rumores —dije—. La Reina es el corazón de G-Z y, ¿quién sabe qué sucede en su enorme cabeza?

—Wellspring debe saberlo —dijo Arkadya con toda intención.

—Pero no es un Consejero. Y, en lo que respecta al círculo interior de la Reina, es poco más que un pirata.

—Dime lo que viste en el Reservado Topacio.

—Tendrás que concederme algún tiempo. Es bastante doloroso. —Me pregunté qué debía decirle, y lo que ella estaba dispuesta a creer. El silencio empezó a tensarse.

Puse una cinta con sonidos marinos terrestres. La habitación empezó a agitarse ominosamente con el rumor de una marea extraña.

—No estaba preparado para eso —dije—. En mi guardería se nos enseñaba a proteger nuestros sentimientos desde la infancia. Sé lo que siente el Círculo sobre la distancia. Pero ese tipo de intimidad cruda, por parte de una mujer a la que realmente apenas conocía, y especialmente bajo las circunstancias de esa noche, me hirió. —Busqué la cara de Arkadya, ansiando alcanzar a Valery a través de ella—. Cuando se acabó, estuvimos más separados que nunca.

Arkadya ladeó la cabeza y dio un respingo.

—¿Quién compuso esto?

—¿Qué? ¿Te refieres a la música? Es una cinta de fondo…, sonidos marinos de la Tierra. Tiene un par de siglos de antigüedad.

Ella me miró con extrañeza.

—Estás realmente absorto con ese asunto planetario, ¿verdad? «Sonidos marinos».

—Marte tendrá mares algún día. De eso trata todo nuestro Proyecto, ¿no?

Ella parecía perturbada.

—Claro… Estamos trabajando en ello, Hans, pero eso no significa que tengamos que vivir allí. Quiero decir que será dentro de siglos, ¿no? Aunque aún estuviéramos vivos, seríamos gente distinta entonces. Piensa en estar atrapado en un pozo de gravedad. Me asfixiaría.

—No creo que el propósito sea la colonización —dije tranquilamente—. Es una actividad más clara, más ideal. La instigación por parte de agentes del Cuarto Nivel cognitivo de un Salto Prigogínico del Tercer Nivel. Dar la vida misma al lecho desnudo del espaciotiempo…

Pero ella sacudió la cabeza y retrocedió hacia la puerta.

—Lo siento, Hans, pero esos sonidos están… entrándome en la sangre. —Se estremeció, y las perlas de filigrana tejidas en su pelo rubio castañetearon ruidosamente—. No puedo soportarlo.

—Lo apagaré.

Pero ella ya se marchaba.

—Adiós, adiós… Volveremos a vernos pronto.

Se fue. Me quedé hurgando en mi propia soledad, mientras la rugiente marea murmuraba y mordisqueaba su costa.

Uno de los servos de Kulagin me recibió en la puerta y recogió mi sombrero. Kulagin estaba sentado en un rincón apartado de su domicilio rebosante de caléndulas, observando las cotizaciones de bolsa que aparecían en una pantalla. Dictaba órdenes a un micrófono que tenía en el guantelete del antebrazo. Cuando el servo anunció mi llegada, lo desenchufó y se levantó.

—Bienvenido, amigo, bienvenido —dijo, estrechándome la mano con las dos suyas.

—Espero no haber venido en un mal momento.

—No, no, en absoluto. ¿Juegas a la bolsa?

—En serio no —dije—. Tal vez más tarde, cuando los royalties de Eisho Zaibatsu se acumulen.

—Entonces debes dejarme que te guíe. Un buen posthumanista debe tener una amplia gama de intereses. Toma asiento, si quieres.

Me senté junto a Kulagin mientras él lo hacía ante la consola y volvía a conectar. Kulagin era un mecanicista, pero se mantenía gloriosamente antiséptico. Me caía bien.

—Es extraño cómo estas instituciones financieras tienden a alejarse de su propósito original —dijo—. En cierto modo, la bolsa misma ha hecho una especie de Salto Prigogínico. En la superficie es una herramienta comercial, pero se ha convertido en un juego de convenciones y confidencias. Los cigarras comemos, respiramos y dormimos con rumores, así que la bolsa es la expresión perfecta de nuestra zeitgeist.

—Sí —dije—. Frágil, amanerada, y basada en prácticamente nada tangible.

Kulagin alzó sus depiladas cejas.

—Sí, mi joven amigo, exactamente igual que el lecho del cosmos. Cada nivel de complejidad flota libremente sobre el último, sostenido sólo por abstracciones. Incluso las leyes naturales son sólo nuestros intentos de esforzar nuestra visión a través del horizonte prigogínico… Si prefieres una metáfora más simple, podemos comparar la bolsa con el mar. Un mar de información, con unas cuantas islas azules acá y allá para el nadador exhausto. Mira esto.

Pulsó los botones, y un entramado tridimensional cobró vida.

—Es la actividad de la bolsa en las últimas cuarenta y ocho horas. Parecen las olas del mar, ¿verdad? Observa esas subidas de transacción. —Tocó la pantalla con el lápiz óptico implantado en su índice, y las áreas marcadas pasaron del frío verde al rojo—. Aquí fue donde comenzaron los primeros rumores sobre el hielosteroide…

—¿Qué?

—El asteroide, la masa de hielo del Consejo Anillo. Alguien lo ha comprado y lo está sacando ahora mismo de la órbita de Saturno, para que impacte en Marte. Alguien muy listo, pues pasará a unos pocos miles de kilómetros de G-Z. Lo bastante cerca como para poder verlo directamente.

—¿Quieres decir que realmente lo han hecho? —pregunté, atrapado entre la alegría y la sorpresa.

—Lo he oído de tercera, cuarta o tal vez décima mano, pero encaja bien con los parámetros que los ingenieros policarbono han emplazado. Una masa de hielo y gases, de más de tres kilómetros de diámetro, en rumbo hacia la Depresión Helias al sur del ecuador a sesenta y cinco kilómetros por segundo. El impacto se espera a TU 20:14:53, 14-4—'54… Al amanecer, tiempo local. Tiempo local marciano, quiero decir.

—Pero eso será dentro de meses.

Kulagin hizo una mueca.

—Mira, Hajis, no se empuja un bloque de hielo de tres kilómetros con los pulgares. Además, es sólo el primero entre docenas. Es más un gesto simbólico.

—¡Pero eso significa que nos desplazaremos! ¡A la órbita marciana!

Kulagin parecía escéptico.

—Eso es un trabajo para robots y monitores, Hans. O tal vez para unos cuantos pioneros rudos y duros. De hecho, no hay ningún motivo para que tú y yo dejemos las comodidades de G-Z.

Me levanté, retorciéndome las manos.

—¿Quieres quedarte! ¿Y perderte el catalizador prigogínico?

Kulagin alzó la cabeza, con el ceño levemente fruncido.

—Tranquilo, Hans, siéntate, buscarán voluntarios muy pronto, y si realmente pretendes ir, estoy seguro de que lo conseguirás de algún modo… El tema es que el efecto sobre la bolsa ha sido espectacular… Se ha tambaleado bastante desde la muerte del interventor, y ahora algún pez gordo intenta hacer de las suyas. He estado siguiendo sus movimientos durante tres turnos-día seguidos, esperando aprovecharme de sus migajas, por así decirlo,… ¿Te apetece inhalar algo?

—No, gracias.

Kulagin se sirvió una larga dosis de estimulante. Parecía abatido. Nunca le había visto sin la cara pintada antes.

—No tengo la habilidad para la psicología de masas que tenéis los formadores, así que tengo que arreglármelas con una memoria muy, muy buena… La última vez que vi algo parecido a esto fue hace trece años. Alguien extendió el rumor de que la Reina había intentado abandonar G-Z y que los Consejeros la habían retenido a la fuerza. El resultado de aquello fue el Crack del Cuarenta y uno, pero la auténtica matanza vino con el Alza que siguió. He estado revisando las cintas del Crack, y reconozco las aletas y los grandes dientes afilados de un viejo amigo. Puedo leer su estilo en sus maniobras. No usa las estratagemas de un formador. Ni tampoco la fría persistencia de un mecanicista.

Reflexioné.

—Entonces debes referirte a Wellspring.

La edad de Wellspring era desconocida. Tenía más de dos siglos. Sostenía haber nacido en la Tierra en el amanecer de la Era Espacial, y haber vivido durante la primera generación de colonias espaciales independientes, la llamada Concatenación. Había estado entre los fundadores de Grupo Zarina, construyendo el habitat de la Reina cuando ésta huyó en desgracia de sus compañeros inversores.

Kulagin sonrió.

—Muy bien, Hans. Puedes vivir rodeado de moho, pero no lo tienes dentro. Creo que Wellspring arregló el Crack del Cuarenta y uno para su propio beneficio.

—Pero vive muy modestamente.

—Siendo como es el amigo más antiguo de la Reina, estuvo ciertamente en una posición perfecta para iniciar los rumores. Incluso creó los parámetros de la bolsa hace setenta años. Y fue después del Alza cuando se formó el Departamento de Terraformación Kosmosidad-Metasistemas. A través de donaciones anónimas, por supuesto.

—Pero las donaciones llegaron de todo el Sistema —objeté—. Casi todas las sectas y facciones piensan que la terraformación es el esfuerzo más sublime de la humanidad.

—Cierto. Aunque me pregunto cómo se extendió tanto esa idea. Y a beneficio de quién. Escucha, Hans. Quiero a Wellspring. Es un amigo, y recuerdo el frío. Pero tienes que advertir la anomalía que es. No es uno de nosotros. Ni siquiera ha nacido en el espacio. —Me miró penetrantemente, pero no me ofendí por su uso del término nacido. Era un insulto mortal contra los formadores, pero yo me consideraba primero un policarbono, cigarra en segundo lugar, y formador en distante tercer puesto.

Él sonrió brevemente.

—Es verdad que Wellspring tiene unos cuantos implantes mecánicos, para extender su lapso de vida, pero carece del estilo meca. De hecho, es anterior a él. Yo sería el último en negar el genio que tenéis los formadores, pero en cierto modo es un genio artificial. Funciona bastante bien con los tests de inteligencia, pero carece, bueno, de esa cualidad primordial que tiene Wellspring, del mismo modo que los mecanicistas podemos usar modos cibernéticos de pensamiento, pero nunca somos máquinas auténticas… Wellspring es simplemente una de esas personas en los extremos de la curva de la campana, uno de esos titanes que emergen una vez por generación. Piensa en lo que ha sido de sus contemporáneos humanos.

Asentí.

—La mayoría de ellos se han convertido en mecas.

Kulagin agitó la cabeza, mirando a la pantalla.

—Yo nací aquí en G-Z. No sé mucho de los mecas al viejo estilo, pero sí que la mayoría de los primeros están muertos. Pasados de moda, eliminados. Precipitados por el shock del futuro. Muchos de los primeros extensores de vida fracasaron también, en formas muy feas… Wellspring sobrevivió también a eso, por alguna habilidad especial que tiene. Piénsalo, Hans. Estamos aquí sentados, productos de tecnologías tan avanzadas que han reducido la sociedad a fragmentos. Comerciamos con alienígenas. Incluso podemos viajar a las estrellas, si pagamos la tarifa de los inversores. Y Wellspring no sólo se mantiene, sino que nos dirige. Ni siquiera conocemos su verdadero nombre.

Consideré lo que Kulagin había dicho mientras él conectaba con un nuevo informe bursátil. Me sentí mal. Pude ocultar mis sentimientos, pero no desprenderme de ellos.

—Tienes razón —dije—. Pero confío en él.

—Yo también, pero sé que estamos en sus manos. De hecho, ahora mismo nos está protegiendo. Éste proyecto terraformador ha costado megavatio tras megavatio. Todas esas contribuciones fueron anónimas, supuestamente para impedir que las facciones las utilizaran como propaganda. Pero creo que fue para ocultar el hecho de que la mayoría de ellas fueron hechas por Wellspring. Un día de estos habrá un crack bursátil extendido. Wellspring hará su movimiento, y ese día comenzará el alza. Y cada kilovatio de sus beneficios será para nosotros.

Me incliné hacia delante en mi silla, entrelazando los dedos. Kulagin dictó una serie de órdenes de venta a su micrófono. De repente, me eché a reír.

Kulagin alzó la cabeza.

—Es la primera vez que te veo reírte de veras, Hans.

—Estaba pensando… Me has contado todo esto, pero yo venía a hablar de Valery.

Kulagin pareció entristecerse.

—Escucha, Hans. Lo que sé sobre las mujeres podría esconderse bajo un microchip, pero, como decía, mi memoria es excelente. Los formadores metieron la pata cuando forzaron las cosas hasta los límites. El Consejo Anillo trató de romper la llamada Barrera Doscientos el siglo pasado. La mayoría de los Superbrillantes se volvieron locos, desertaron, se enfrentaron a sus semejantes, o las tres cosas a la vez. Los piratas y los mercenarios llevan décadas cazándolos.

»Un grupo descubrió de algún modo que había una Reina Inversora viviendo en el exilio, y se las arreglaron para ponerse bajo su protección. Y alguien (puedes imaginar quién), habló a la Reina para que permitiera que se quedaran, si pagaban cierto impuesto. Ése impuesto se convirtió en el Porcentaje de la Reina, y el asentamiento se convirtió en G-Z. Los padres de Valery… sí, padres, fue un nacimiento natural…, los padres de Valery estaban entre esos Superbrillantes. Ella no tuvo la escolarización que usan los formadores, así que sólo alcanza ciento cincuenta o así.

»El problema son esos ciclos depresivos que tiene. Sus padres también los tenían, y ella los sufre desde que era niña. Es una mujer peligrosa, Hans. Peligrosa para sí misma, para todos nosotros. En realidad, los perros deberían vigilarla. Lo he sugerido a mis amigos en Seguridad, pero alguien se interpone en mi camino. Tengo mis ideas sobre quién es.

—La amo. No quiere hablar conmigo.

—Ya veo. Bien, tengo entendido que se ha pasado con los supresores depresivos últimamente; eso explica probablemente su reticencia… Hablaré con franqueza. Un viejo dicho, Hans, aclara que nunca se debe entrar en un reservado con alguien más loco que tú. Y es un buen consejo. No se puede confiar en Valery.

Alzó la mano.

—Escúchame. Eres joven. Acabas de liberarte de los perros. Ésta mujer te ha encantado, y admito que tiene el famoso encanto formador a tope. Pero una relación con Valery es como una relación con cinco mujeres, tres de las cuales estén locas. G-Z rebosa de las mujeres más hermosas de la historia humana. Es cierto que eres un poco raro, un poco obsesivo tal vez, pero tienes cierto encanto idealista. Y esa intensidad formadora, incluso fanatismo, si no te importa que lo diga. Relájate un poco, Hans. Encuentra alguna mujer que lime tus bordes. Sigue el juego. Es una buena forma de reclutar nuevos amigos para el Círculo.

—Tendré en cuenta lo que dices.

—Bien. Sabía que era un esfuerzo en vano —sonrió irónicamente—. ¿Por qué debería estropear la pureza de tus emociones? Un primer amor trágico puede convertirse en una ventaja para ti, dentro de cincuenta o cien años. —Volvió su atención hacia la pantalla—. Me alegro de haber tenido esta charla, Hans. Espero que vuelvas a ponerte en contacto conmigo cuando llegue el dinero de Eisho Zaibatsu. Nos divertiremos con él.

—Me gustaría —dije, aunque ya sabía que cada kilovatio no gastado en mi propia investigación iría (anónimamente) a la fundación terraformadora—. Y no rechazo tu consejo. Es simplemente que no me sirve.

—Ah, la juventud —dijo Kulagin. Me marché.

Regresé a la simple belleza de los liqúenes. Durante años me habían entrenado para especializarme en ellos, pero sólo adquirieron belleza y significado para mí después de mi iluminación posthumanista. Vistos a través de la filosofía de G-Z, se encontraban cerca del punto catalizador del Salto Prigogínico que daba ser a la propia vida.

Alternativamente, un liquen podía ser visto como una metáfora extendida del Círculo Policarbono: hongo y alga, rivales potenciales, unidos en simbiosis para conseguir lo que ninguno de los dos podía hacer solo, igual que el Círculo unía a formadores y mecanicistas para dar vida a Marte.

Sabía que muchos consideraban extraña, incluso insana, mi dedicación. No me ofendía su ceguera. Sólo los nombres de mis stocks genéticos tenían ya una sonora majestad: AIctoria nigricans, Mastodia tessellata, Ochorlechia frígida, Stereocaulon alpinum. Eran humildes pero poderosos: criaturas del frío desierto cuyas raíces y ácidos podían desmoronar la roca desnuda y gélida.

Mis estructuras reticulares rebosaban de vitalidad primaria. Los liqúenes cubrirían Marte con una oleada de vida verde y dorada. Se arrastrarían irresistiblemente de los cráteres producidos por los impactos de los hielosteroides, proliferando implacablemente entre las tormentas y terremotos de la terraformación, sobreviviendo a las riadas mientras el hielo se fundía. Liberando oxígeno, fijando nitrógeno.

Eran los mejores. No por orgullo o vanidad. No porque anunciaran sus motivos o amenazaran el frío antes de romperlo. Sino porque eran silenciosos, y los primeros.

Mis años sometido a los perros me habían enseñado el valor del silencio. Ahora estaba hastiado de vigilancia. Cuando llegó el primer pago de royalties de Eisho Zaibatsu, contacté con una de las firmas privadas de seguridad de G-Z e hice que limpiaran mis apartamentos de micros. Encontraron cuatro.

Contraté a una segunda firma para que retirara los micros dejados por la primera.

Me até a un banco de trabajo flotante, enfocando los ojos espías sobre mis manos. Eran videoplacas planas, pintadas con camuflaje polimérico de un solo sentido que cambiaba de color. En el mercado no oficial tendrían un buen precio.

Llamé a una oficina de correos y contraté a un servomensajero para que le llevara los micros a Kulagin. Mientras esperaba su llegada, desconecté los micros y los sellé en una caja bioazar. Dicté una nota, pidiéndole a Kulagin que los vendiera e invirtiera por mí el dinero en la tambaleante bolsa de G-Z. Parecía que a la bolsa le vendrían bien unos cuantos compradores.

Cuando oí la fuerte llamada del correo, abrí la puerta con un guantelete remoto. Pero no fue el correo quien entró. Era un perro guardián.

—Cogeré esa caja, si no le importa —dijo el perro.

Lo miré como si nunca hubiera visto a un perro antes. Éste iba acorazado de plata. Finos y poderosos miembros brotaban de su torso de plástico negro veteado de plata, y su hinchada cabeza brillaba con dardos láser cargados y los chatos morros de las redes constrictoras. Su ondulante cola antena mostraba que funcionaba por control remoto.

Giré mi banco de trabajo para que así se interpusiera entre el perro y yo.

—Veo que tienes grabadas mis líneas de comunicación —dije—. ¿Me dirás dónde están las cintas, o tendré que desarmar mi ordenador?

—Entrometido formador llorón —comentó el perro—, ¿crees que tus royalties pueden librarte de todo el mundo? Podría venderte en el mercado abierto antes de que tuvieras tiempo de parpadear.

Consideré aquello. En ciertas ocasiones, los entrometidos particularmente molestos de G-Z habían sido arrestados y ofrecidos en venta en el mercado abierto por parte de los Consejeros de la Reina. Siempre había facciones fuera de G-Z dispuestas a pagar buenos precios por los agentes enemigos. Yo sabía que el Consejo Anillo se alegraría muchísimo de dar un ejemplo conmigo.

—Entonces, ¿proclamas ser uno de los Consejeros de la Reina?

—¡Por supuesto que soy un Consejero! Tus traiciones no nos han hecho dormir. ¡Tu amistad con Wellspring es notoria! —El perro se acercó, con sus ojos cámara chasqueando débilmente—. ¿Qué hay dentro del refrigerador?

—Hileras de liqúenes —dije impasiblemente—. Deberías saberlo bien.

—Ábrelo.

No me moví.

—Estás yendo más allá de los límites de las operaciones normales —dije, sabiendo que esto preocuparía a cualquier mecanicista—. Mi Círculo tiene amigos entre los Consejeros. No he hecho nada malo.

—Ábrelo o te envolveré con mi tela y la abriré yo mismo, con este perro.

—Mentiras —dije—. No eres ningún Consejero. Eres un espía industrial que trata de robar mi liquen gema. ¿Por qué querría un Consejero mirar en mi refrigerador?

—¡Ábrelo! No te impliques más en cosas que no comprendes.

—Has entrado en mi domicilio con falsas pretensiones y me has amenazado. Voy a llamar a Seguridad.

Las mandíbulas cromadas del perro se abrieron. Me retorcí para liberarme del banco de trabajo, pero un chorro pegajoso de seda blanca surgido de uno de los nodulos faciales del perro me capturó mientras lo esquivaba. Los filamentos prendieron y se endurecieron al instante, inmovilizando mis brazos, que había alzado por instinto para bloquear el chorro. Una segunda andanada capturó mis piernas mientras me debatía indefenso contra una pared ladeada.

—Alborotador —murmuró el perro—. Todo habría salido bien si los formadores no os hubierais entrometido. Teníamos los bancos más saneados, teníamos a la Reina, la bolsa, todo… Vosotros, parásitos, no dais a G-Z más que vuestras fantasías. Ahora el sistema se está desmoronando. Todo se colapsará. Todo. Debería matarte.

Jadeé en busca de aire mientras el chorro se solidificaba en mi pecho.

—La vida no son bancos —susurré.

Los motores gimieron cuando el perro flexionó sus miembros articulados.

—Si encuentro lo que espero en ese refrigerador, morirás.

De repente, el perro se detuvo en el aire. Sus rotores zumbaron mientras giraba hacia la puerta. Ésta chasqueó convulsivamente y empezó a abrirse. Un enorme antebrazo asomó a través de la abertura.

El perro guardián cubrió la puerta de telarañas. De pronto, ésta chirrió y se abultó, y su metal cayó como chapa. La cabeza de ojos saltones y las patas puntiagudas de un tigre la aplastaron y se abrieron paso a través del destrozo.

—¡Traición! —rugió el tigre.

El perro retrocedió mientras el tigre terminaba de entrar en la habitación. La puerta destrozada ni siquiera lo arañó. Acorazado en negro y oro, su tamaño era el doble que el del perro guardián.

—Espera —dijo el perro.

—El Consejo te advirtió contra acciones de este tipo —dijo el tigre pastosamente—. Yo mismo te advertí.

—Tuve que hacer una elección, coordinador. Es culpa de él. Nos volvió a unos contra otros, tienes que verlo.

—Sólo te queda una opción —dijo el tigre—. Escoge tu reservado, consejero.

El perro flexionó sus miembros, indeciso.

—Así que voy a ser el segundo —dijo—. Primero el interventor, ahora yo. Muy bien, entonces. Muy bien. Él me tiene. No puedo desquitarme. —El perro pareció prepararse para saltar—. ¡Pero puedo destruir a su favorito!

Las patas del perro se abrieron como telescopios y saltó hacia mi garganta. Hubo un destello terrible con hedor a ozono, y el perro chocó contra mi pecho. Estaba muerto, sus circuitos rotos. Las luces fluctuaron y se apagaron mientras mi ordenador particular fallaba y se estropeaba, su programación dispersa por la radiación incidental del pulso electromagnético del tigre.

En la abultada cabeza del tigre se abrieron unas pestañas y surgieron dos proyectores.

—¿Tienes algún implante? —dijo.

—No —respondí—. Ninguna parte cibernética. Estoy bien. Me has salvado la vida.

—Cierra los ojos —ordenó el tigre. Me cubrió con una fina bruma de disolvente brotado de su nariz.

La telaraña se adhirió a sus espolones, junto con mi ropa.

Mi guantelete estaba arruinado.

—No he cometido ningún crimen contra el estado, coordinador —dije—. Amo a G-Z.

—Éstos son días extraños —rugió el tigre—. Nuestras rutinas están en decadencia. Nadie está por encima de la sospecha. Escogiste un mal momento para hacer que tu casa imitara un reservado, joven.

—Lo hice abiertamente.

—Aquí no hay derechos, cigarra. Sólo las gracias de la Reina. Vístete y cabalga el tigre. Tenemos que hablar. Voy a llevarte al Palacio.

El Palacio era como un reservado gigantesco. Me pregunté si podría salir con vida de sus misterios.

No tenía elección.

Me vestí cuidadosamente ante los ojos saltones del tigre, y monté en él. Olía a lubricación vieja. Debía haber estado almacenado durante décadas. Hacía años que no se veían tigres con regularidad en G-Z.

Los pasillos estaban repletos de cigarras que iban y venían de sus turnos. Al ver acercarse al tigre, se dispersaron llenos de horror y asombro.

Salimos de la Espuma y su extremo cilindrico, y entramos en el amasijo de las carreteras tubulares interurbanas.

Las carreteras eran conductos transparentes de policarbono que enlazaban los suburbios cilindricos en una desordenada telaraña. La visión de aquellos brillantes hábitats contra el paisaje helado de las estrellas me produjo una brusca sensación de vértigo. Recordé el frío.

Atravesamos un grueso nudo a lo largo de la tela, una hinchada intersección de carreteras tubulares donde se encontraba uno de los famosos bares de autopista de G-Z. La animada conversación de sus resplandecientes clientes se convirtió en un silencio sorprendido cuando pasamos, y se volvió un coro de alarma después. La noticia inundaría G-Z en cuestión de minutos.

El Palacio imitaba una nave inversora: un octaedro con seis largas caras rectangulares. Las naves inversoras genuinas estaban cubiertas de diseños fantásticos en metal, pero la de la Reina era de un negro oscuro e irregular que reflejaba su propia vergüenza. Con el paso del tiempo había ido creciendo poco a poco, y ahora estaba flanqueada con las oficinas gubernamentales y los escondrijos cubiertos de la Reina. El enorme casco giraba con deslumbrante velocidad.

Entrarnos a lo largo de un eje en un baño ardiente de luz blanquiazul. Mis ojos se encogieron dolorosamente y empezaron a llorar.

Los Consejeros de la Reina eran mecanicistas, y los pasillos rebosaban de servos. Ejecutaban pasivamente sus rutinas, ignorando al tigre, cuya superficie cromada y plateada brillaba sañudamente en la luz implacable.

La fuerza centrífuga nos agarró cerca del eje, y el tigre se hundió chirriando sobre sus enormes patas. Las paredes se volvieron barrocas, con mosaicos y filigranas tallados en metales preciosos fílamentados. El tigre bajó un tramo de escaleras. Mi espalda chasqueó audiblemente con la gravedad aumentada, y permanecí erguido con esfuerzo.

La mayoría de los salones estaban vacíos. Pasamos ocasionales amasijos de joyas en las paredes que brillaban como rayos. Me apoyé contra la espalda del tigre y me agarré los codos, con el corazón redoblando. Más escaleras. Las lágrimas me caían por la cara y me entraban en la boca, una sensación novedosa y repugnante. Mis brazos temblaban de fatiga.

La oficina del Coordinador estaba en el perímetro. Le mantenía en forma para las audiencias con la Reina. El tigre cruzó un par de enormes puertas, construidas a escala inversora.

Todo en la oficina estaba hecho a escala inversora. Los techos tenían más de dos veces la altura de un hombre. Una lámpara arrojaba un brillo hiriente sobre dos enormes sillas con altos respaldos hendidos con agujeros para las colas. Una fuente brotaba y salpicaba débilmente, exhausta por el esfuerzo.

El Coordinador estaba sentado tras un escritorio de negocios. La superficie le llegaba casi a los sobacos, y sus escamosas botas colgaban muy por encima del suelo. Junto a él, un monitor mostraba los últimos informes de la bolsa.

Con un gruñido, desmonté del tigre y me senté en un sillón inversor. Construido para las nalgas escamosas de un inversor, taladró mis pantalones como si fuera alambre.

—Toma unas gafas de sol —dijo el Coordinador. Abrió un cavernoso cajón, metió la mano hasta el codo en busca de un par de gafas y me las lanzó. Alcé las manos, y me golpearon en el pecho.

Me froté los ojos y me las puse, gimiendo de alivio. El tigre se agazapó al pie de mi sillón, ronroneando para sí.

—¿Es la primera vez que entras en el Palacio? —preguntó el Coordinador.

Asentí con un esfuerzo.

—Es horrible, lo sé. Y, sin embargo, es todo lo que tenemos. Tienes que comprender eso, Landau. Éste es el catalizador prigogínico de G-Z.

—¿Conoces la filosofía?

—Claro. No todos estamos fosilizados. Los Consejeros tienen sus facciones. Es conocimiento común, —el Coordinador retiró su silla. Entonces se alzó en ella, subió a la superficie de la mesa y se sentó en el borde, frente a mí, haciendo balancear sus escamosas botas.

Era un hombre bajo, ancho y musculoso que se movía con facilidad en la fuerza que a mí me aplastaba. Su cara estaba profunda y ferozmente surcada por dos siglos de arrugas. Su piel negra brillaba oscura en la luz abrasadora. Sus ojos tenían el aspecto quebradizo del plástico.

—He visto las cintas de los perros, y creo que te comprendo, Landau. Tu pecado es la distancia.

Suspiró.

—Y, sin embargo, eres menos corrupto que otros… Hay un cierto umbral, una intensidad de pecado y cinismo, más allá del cual ninguna sociedad puede sobrevivir… Escucha. Sé de vosotros, los formadores. El Consejo Anillo. Unidos por negro miedo y roja codicia, acumulando poder desde el momento de su propio derrumbe. Pero G-Z tenía esperanza. Has vivido aquí, debes de haberla visto, si no puedes sentirla directamente. Debes de saber lo precioso que es este lugar. Bajo la Reina Cigarra, hemos logrado la supervivencia de un estado mental. La creencia cuenta, la confianza es central. —El Coordinador me miró, con la oscura cara macilenta—. Te diré la verdad. Y dependeré de tu buena voluntad. Para la respuesta adecuada.

—Gracias.

—G-Z está en crisis. Los rumores del descontento de la Reina han llevado a la bolsa al borde del colapso. Ésta vez son más que rumores, Landau. La Reina está a punto de desertar de G-Z.

Aturdido, me hundí súbitamente en mi sillón. Abrí la boca. La cerré de golpe.

—Cuando la bolsa se hunda —dijo el Coordinador—, significará el final de todo lo que teníamos. La noticia se está extendiendo ya. Pronto habrá una carrera contra el sistema bancario del Grupo Zarina. El sistema se hundirá, y G-Z morirá.

—Pero… —dije—. Si es por causa de la Reina… —Tenía problemas para respirar.

—Siempre ha sido por causa de los inversores, Landau. Ha sido así desde que intervinieron por primera vez e hicieron de nuestras guerras una institución… Los mecanicistas os teníamos a nuestra merced. Gobernábamos todo el sistema mientras los formadores os escondíais aterrorizados en los Anillos. Fue vuestro comercio con los inversores lo que os hizo volver a poneros en pie. De hecho, os construyeron deliberadamente, para poder mantener un mercado competitivo, lanzar a la raza humana contra sí misma, para su propio beneficio… Mira a G-Z. Aquí vivimos en armonía. Ése podría ser el caso en todas partes. Es cosa de ellos.

—¿Estás diciendo que la historia de G-Z es un plan inversor? —dije—. ¿Que la Reina nunca cayó realmente en desgracia?

—No son infalibles —dijo el Coordinador—. Puedo salvar la bolsa, y a G-Z, si puedo explotar su propia codicia. Son tus joyas, Landau. Tus joyas. Vi la reacción de la Reina cuando su… maldito lacayo Wellspring le presentó tu regalo. Uno aprende a conocer los estados de ánimo de esos inversores. Se puso lívida de codicia. Tu patente podría catalizar una industria importante.

—Te equivocas sobre Wellspring —dije—. La joya fue idea suya. Yo estaba trabajando con liqúenes endolíticos. «Si pueden vivir dentro de piedras, pueden vivir dentro de joyas», dijo él. Yo sólo hice el trabajo.

—Pero la patente está a tu nombre. —El Coordinador miró las punteras de sus escamosas botas—. Con un catalizador, podría salvar la bolsa. Quiero que me transfieras la patente de Eisho Zaibatsu. A la República Corporada del Pueblo de Grupo Zarina.

Traté de actuar con tacto.

—La situación parece desesperada —dije—, pero nadie dentro de la bolsa quiere verla realmente destruida. Hay otras fuerzas poderosas preparándose para reflotarla. Por favor, comprende…, no debo conservar mi patente por ninguna ganancia personal. Los beneficios están ya comprometidos. Con la terraformación.

Una amarga mueca aumentó las arrugas de la cara del Coordinador. Se inclinó hacia delante, y sus hombros se tensaron con un ahogado chasquido de plástico.

—¡La terraformación! Oh, sí, estoy familiarizado con esos argumentos supuestamente morales. Las frías abstracciones de ideólogos sin valor. ¿Qué hay del respeto? ¿La obligación? ¿La lealtad? ¿Son términos extraños para ti?

—No es tan simple —respondí—, wellspring dice…

—¡Wellspring! —gritó él—. No es terrestre, idiota, sólo es un renegado, un traidor que apenas tiene cien años, que se vendió completamente a los alienígenas. Nos temen, ¿no lo ves? Temen nuestra energía. Nuestro potencial para invadir sus mercados cuando tengamos en nuestras manos el impulsor estelar. ¡Debería ser obvio, Landau! Quieren diversificar las energías humanas en este enorme timo marciano. ¡Podríamos competir con ellos, expandirnos a las estrellas en una fantástica oleada! —Tendió los brazos ante él, rígidos, las muñecas hacia arriba, y miró las puntas de sus dedos extendidos.

Sus brazos empezaron a temblar. Entonces se sacudió y se agarró la cabeza con las manos.

—G-Z podría haber sido grande. Un corazón de unidad, una isla de seguridad en el caos. Los inversores pretenden destruirla. Cuando la bolsa se hunda, cuando la Reina deserte, será el fin.

—¿Se marchará realmente?

—¿Quién sabe lo que pretende hacer? —El Coordinador parecía exhausto—. Durante setenta años he sufrido sus caprichos y humillaciones. Ya no sé lo que merece la pena. ¿Porqué debo romperme el corazón tratando de unir las cosas con tus estúpidos inventos? ¡Después de todo, siempre está el reservado!

Alzó ferozmente la cabeza.

—Es ahí donde tu entrometimiento envió al consejero. ¡Cuando lo hayamos perdido todo, habrá tanta sangre que se podrá nadar en ella!

Saltó de lo alto de la mesa, rebotó en la alfombra y me arrancó de la silla. Así débilmente sus muñecas. Mis brazos y piernas perdieron fuerza mientras él me sacudía. El tigre se acercó, chasqueando.

—Te odio —rugió—. ¡Odio todo lo que representas! Estoy harto de tu Círculo y sus filosofías y sus sonrisas falsas. Has matado a un buen amigo con tu entrometimiento.

»¡Fuera! Fuera de G-Z. Tienes cuarenta y ocho horas. Después de eso, haré que te arresten y te vendan al mejor postor. —Me empujó desdeñosamente hacia atrás. Me derrumbé en la pesada gravedad, y mi cabeza rebotó contra el suelo.

El tigre me puso en pie mientras el Coordinador regresaba a su enorme silla. Miró la pantalla de la bolsa mientras yo subía tembloroso a lomos del tigre.

—Oh, no —dijo en voz baja—. Traición.

El tigre me condujo a la salida.

Encontré a Wellspring, por fin, en Ciudad Perro, un caótico subgrupo que giraba lentamente sobre el eje de rotación de G-Z. Era puerto y aduana, una maraña de puntos de atraque, almacenes, cuarentenas y casas sociales, que se ocupaban de los vicios de los indolentes, los aislados y los desterrados.

Ciudad Perro era la ciudad a la que había que acudir cuando no podías ir a otro lugar. Estaba llena de gente de paso: prospectores, armadores, criminales, expulsados de sectas cuyas innovaciones se habían hundido, gente en bancarrota, desertores, buscadores de placeres peligrosos. Por tanto, toda la zona rebosaba de perros y de monitores más sutiles. Ciudad Perro era un lugar verdaderamente peligroso, lleno de vitalidad depredadora y desbarajustada. La vigilancia constante había perdido todo sentido de la vergüenza.

Encontré a Wellspring en la burbuja hinchada de un bar tubular, discutiendo de negocios con un hombre al que presentó como «el Modem». Se trataba de un miembro de una secta mecanicista pequeña pero vigorosa conocida en G-Z como los Langostas. Éstos langostas vivían exclusivamente dentro de sistemas vitales ceñidos a la piel, rematados acá y allá con motores y enchufes. Los trajes carecían de cara y eran negro oscuro. Los langostas parecían trozos de sombra.

Estreché el áspero guantelete a temperatura ambiente del Modem y me até a la mesa.

Arranqué una ampolla de la superficie adhesiva de la mesa y tomé un trago.

—Tengo problemas —dije—. ¿Podemos hablar delante de este hombre?

Wellspring se echó a reír.

—¿Estás bromeando? ¡Esto es Ciudad Perro! Todo lo que decimos va a parar a más cintas que dientes tienes, joven Landau. Además, el Modem es un viejo amigo. Su visión oblicua debería sernos útil.

—Muy bien.

Empecé a explicarme. Wellspring quiso saber más detalles. No omití nada.

—Oh, cielos —dijo cuando terminé—. Bien, agárrate a tus monitores, Modem, porque estás a punto de ver cómo el rumor rompe la velocidad de la luz. Es extraño que este café oscuro vaya a lanzar la noticia que destruirá con toda seguridad a G-Z.

Lo dijo en voz alta, y miré rápidamente alrededor. Las mandíbulas de la clientela estaban abiertas de sorpresa. Pequeños amasijos de saliva oscilaban en sus bocas.

—Así que la Reina se ha ido —dijo Wellspring—. Probablemente hará semanas. Bueno, supongo que no pudo evitarse. Incluso la codicia de un inversor tiene sus límites. Los Consejeros no podían tirar de su nariz eternamente. Tal vez aparezca en otro lugar, algún habitat más adecuado a sus necesidades emocionales. Creo que lo mejor es que vaya a mis monitores y corte mis pérdidas mientras la bolsa tenga aún algún significado.

Wellspring separó los lazos de su manga partida y miró casualmente el ordenador de su antebrazo. El bar se vació, súbita y catastróficamente, y los clientes fueron seguidos por sus perros personales. Cerca de la salida estalló una sañuda pelea a puñetazos entre dos formadores renegados. Giraban con gritos taladrantes a través de los apiñados tirones y empujones del jiujitsu en caída libre. Sus perros observaban impasiblemente.

Pronto nos quedamos los tres solos con los servos del bar y media docena de perros fascinados.

—Sabía por mi última audiencia que la Reina iba a marcharse —dijo Wellspring tranquilamente—. De todas formas, G-Z ya no es útil. Fue importante sólo como catalizador motivacional para la elevación de Marte al Tercer Nivel Prigogínico de Complejidad. Se estaba fosilizando bajo el peso de los programas de los Consejeros. Típica miopía meca. Materialismo pseudopragmático. Se lo han buscado.

Wellspring mostró unos centímetros de manga repujada mientras hacía señas al servo para otra ronda.

—El consejero que mencionaste se ha retirado a un reservado. No será el último que saquen con los pies por delante.

—¿Y qué voy a hacer? —dije—. Lo perderé todo. ¿Qué será del Círculo?

Wellspring frunció el ceño.

—¡Vamos, Landau! Muestra algo de fluidez posthumanista. Lo primero que hay que hacer, naturalmente, es exiliarte antes de que te arresten y te vendan. Imagino que nuestro amigo el Modem podrá ayudarte en eso.

—Desde luego —anunció el Modem. Tenía una unidad vocalizadora conectada a su garganta, y proyectaba una voz sintetizada inhumanamente hermosa—. Nuestra nave, el Peón Coronado, va a transportar un cargamento de conductores de masa para hielosteroides al Consejo Anillo. Para el Proyecto Terraformador. Los amigos de Wellspring son bienvenidos a nuestras filas.

Me reí, incrédulo.

—Para mí, eso es un suicidio. ¿Volver al Consejo? Lo mismo daría que me abriera la garganta.

—Tranquilo —dijo el Modem—. Haré que los medimecas trabajen contigo y te injerten en una de nuestras conchas. Un langosta es muy parecido a otro. Estarás perfectamente a salvo bajo la piel.

Me sorprendí.

—¿Convertirme en un meca?

—No tendrá que ser permanente —dijo Wellspring—. Es un procedimiento simple. Unos cuantos injertos nerviosos, un poco de cirugía anal, una traqueotomía… Perderás el gusto y el tacto, pero los demás sentidos se expanden ampliamente.

—Sí-dijo el Modem. —Y puedes salir al espacio desnudo y reírte.

—¡Cierto! Los formadores deberían usar técnicas mecas. Es como tus liquenes, Hans. Conviértete en una simbiosis durante una temporada. Ensanchará tus horizontes.

—No haréis… nada craneal, ¿verdad?

—No —contestó el Modem indiferentemente—. O, al menos, no tenemos por qué hacerlo. Tu cerebro es tuyo.

Lo pensé.

—¿Podéis hacerlo en… —miré el antebrazo de Wellspring— treinta y ocho horas?

—Si nos damos prisa —contestó el Modem. Se soltó de la mesa.

Le seguí.

El Peón Coronado iba de camino. Mi piel se aferró magnéticamente a una viga de la nave mientras aceleramos. Dispuse mi visión para las longitudes de onda normales mientras contemplaba alejarse Grupo Zarina.

Las lágrimas picotearon los frescos rastros de los cables finos como cabellos que corrían junto a mis ojos muertos. G-Z giraba lentamente, como una galaxia en una tela enjoyada. Aquí y allá, a lo largo de la cadena, destellaban bengalas mientras los suburbios comenzaban el tedioso y trágico trabajo de soltarse. G-Z estaba atenazado por el terror.

Añoré la cálida vitalidad de mi Círculo. Yo no era un langosta. Éstos eran alienígenas. Eran puntos solipsísticos en la noche galáctica, y su humanidad no era más que una pulpa olvidada bajo una armadura negra.

El Peón Coronado era como una nave vuelta de dentro a fuera. Giraba en torno a un núcleo de enormes motores magnéticos, alimentado de una pieza de masa reactiva. Fuera de aquellos motores había un armazón de metal donde los langostas se aferraban como lapas o avanzaban a lo largo de campos magnéticos inducidos. Había cúpulas acá y allá sobre el armazón donde los langostas se conectaban a ordenadores fluídicos o se protegían de las tormentas solares y los electroflujos de los sistemas anillados.

Nunca comían. Nunca bebían. El sexo implicaba una astuta estimulación cibernética a través de enchufes craneales. Aproximadamente cada cinco años «mudaban» y hacían que limpiaran sus pieles de la apestosa acumulación de bacterias mutadas que los cubrían con el calor estancado.

No conocían el miedo. La agorafobia era una condición que se suprimía fácilmente con drogas. Eran autárquicos y anárquicos. Su mayor placer era sentarse en una viga y abrir sus sentidos amplificados a las profundidades del espacio, observando las estrellas pasar los límites del ultravioleta y el infrarrojo, o contemplar la placa floculada del sol, o sentarse simplemente y empaparse de vatios de energía solar a través de sus pieles mientras escuchaban el trino de los cinturones de Van Alien y el tic musical de los pulsares.

No había nada maligno en ellos, pero no eran humanos. Distantes y helados como cometas, eran criaturas del vacío, aburridos con los paradigmas superados de la carne y el hueso. Vi en ellos las primeras sacudidas del Quinto Salto Prigogínico, que postulaba el Quinto Nivel de Complejidad como algo tan lejano a la inteligencia como la inteligencia lo está a la vida amébica o a la vida de la materia inerte.

Me asustaban. Su blanda indiferencia hacia las limitaciones humanas les daba el siniestro carisma de los santos.

El Modem vino flotando a lo largo de una viga y se acopló silenciosamente a mi lado. Conecté mis oídos y oí su voz por encima del siseo radial de los motores.

—Tienes una llamada, Landau. De G-Z. Sigúeme.

Flexioné los pies y floté tras él a lo largo del raíl. Entramos en la compuerta antirradiación de una cúpula de hierro y la dejamos abierta, pues a los langostas no les gustaban los espacios cerrados.

Ante mí, en una pantalla, apareció la cara cubierta de lágrimas de Valery Korstad.

—¡Valery! —exclamé.

—¿Eres tú, Hans?

—Sí. Sí, querida. Me alegro de verte.

—¿No puedes quitarte esa máscara, Hans? Quiero ver tu cara.

—No es una máscara, querida. Y mi cara, bueno, no es una visión agradable. Todos estos cables…

—Hablas de forma diferente, Hans. Tu voz suena distinta.

—Es porque esta voz es un análogo de radio. Es sintetizada.

—Entonces, ¿cómo sé que eres realmente tú? Dios, Hans…, estoy tan asustada. Todo… se está evaporando. La Espuma es…, hay miedo bioazar, algo aplastó las estructuras reticulares en tu domicilio, supongo que fueron los perros, y ahora el liquen, el maldito liquen, se está extendiendo por todas partes. ¡Crece tan rápido!

—Lo diseñé para que creciera rápido, Valery, ése era el tema. Diles que usen un aerosol metálico o partículas de sulfates; los matará en unas horas. No hay por qué dejarse llevar por el pánico.

—¿No? Hans, los reservados son fábricas de suicidas. ¡G-Z se ha acabado! ¡Hemos perdido a la Reina!

—Todavía queda el Proyecto —dije—. La Reina era sólo una excusa, un catalizador. El Proyecto puede atraer tanto respeto como la maldita Reina. El campo de trabajo lleva años establecido. Éste es el momento. Dile al Círculo que liquiden todo lo que tienen. La Espuma debe dirigirse a la órbita marciana.

Valery empezó a flotar hacia el lado.

—Eso es todo lo que te preocupa, ¿no? ¡El Proyecto! ¡Me rebajé y tú, con su fría distancia formadora, me dejaste desesperada!

—¡Valery! —grité, asombrado—. Te llamé una docena de veces, fuiste tú quien te apartaste, era yo quien necesitaba calor después de esos años sometido a los perros…

—¡Podrías haberlo hecho! —gritó ella, con la cara blanca de pasión—. ¡Si te importaba, podrías haber roto mi encierro para demostrarlo! ¿Esperabas que fuera arrastrándome, humillada? Armadura negra o los ojos de cristal de los perros, Hans, ¿cuál es la diferencia? ¡Sigues sin estar conmigo!

Sentí el calor de la furia cruda tocar mi entumecida piel.

—¡Échame la culpa, entonces! ¿Cómo iba yo a conocer tus rituales, tus pequeños secretos enfermizos? ¡Pensaba que me habías dado de lado mientras te burlabas y te acostabas con Wellspring! ¿Crees que iba a competir con el hombre que me mostró mi salvación? ¡Me habría abierto las venas por verte sonreír, y no me diste nada, nada más que desastre!

Una expresión de fría sorpresa se extendió por su cara pintada. Abrió la boca, pero no pronunció ninguna palabra. Finalmente, con una sonrisita de total desesperación, rompió la conexión. La pantalla se volvió negra.

Me volví hacia el Modem.

—Quiero regresar —dije.

—Lo siento —respondió—. Primero, te matarían. Y segundo, no disponemos del vatiaje para volver. Llevamos una carga enorme. —Se encogió de hombros—. Además, G-Z se está disolviendo. Hacía tiempo que sabíamos que acabaría así. De hecho, algunos colegas nuestros llegarán dentro de una semana con un segundo cargamento de impulsores de masas. Conseguirán los mejores precios mientras el Grupo se disuelve.

—¿Lo sabíais?

—Tenemos nuestras fuentes.

—¿Wellspring?

—¿Quién, él? También se marcha. Quiere estar en la órbita marciana cuando eso la alcance. —El Modem gravitó fuera de la cúpula y señaló el plano de la eclíptica. Seguí su mirada, cambiando torpemente las longitudes de onda visuales.

Vi la llama pálida y fantasmal de los poderosos motores del asteroide marciano.

—El hielosteroide —dije.

—Sí, naturalmente. El cometa de tu desastre, por así decirlo. Un símbolo útil para la decadencia de G-Z.

—Sí —admití. Me pareció reconocer la mano de Wellspring en aquello. Mientras el cargamento de hielo pasara G-Z, los ojos aterrados de sus habitantes lo seguirían. De repente, sentí una rugiente esperanza.

—¿Qué hay de eso? —dije—. ¿Podríais dejarme allí?

—¿En el asteroide?

—¡Sí! Van a parar los motores, ¿no? ¡En órbita! ¡Puedo unirme a mis amigos allí, y no me perderé el catalizador prigogínico!

—Lo comprobaré. —El Modem intrudujo una serie de parámetros en uno de los fluídicos—. Sí…, podría venderte un motor parásito al que podrías engancharte. Con suficiente vatiaje y un cibersistema para guiarte, podrías igualar su trayectoria en, digamos, setenta y dos horas.

—¡Bien! ¡Muy bien! Hagámoslo, entonces.

—Muy bien —aceptó—. Sólo queda la cuestión del precio.

Tuve tiempo para pensar en el precio mientras ardía a través del penetrante vacío. Pensé que había hecho bien. Tras el hundimiento de la bolsa de G-Z, necesitaría nuevos agentes comerciales para las joyas Eisho. A pesar de su rareza, sentía que podía confiar en los langostas.

El cibersistema me condujo a una suave caída sobre la zona iluminada del asteroide. Éste se derretía lentamente con el calor del distante sol, e hilillos infrarrojos de gases brotaban en las grietas del hielo azulado.

El hielosteroide era una barra rota sacada de la rotura de una de las antiguas lunas glaciales de Saturno. Era un risco hendido con las cicatrices fosilizadas de la violencia primordial que se mostraban en acantilados picudos y gastados. Tenía una ligera forma ovalada, de cinco kilómetros por tres. Su superficie tenía el tono azulado del hielo expuesto durante miles de años a poderosos campos eléctricos.

Tensé los asideros de mis guanteletes y me dirigí con el motor parásito a la sombra, mano sobre mano. La carga del motor estaba exhausta, pero no quería que se perdiera en el deshielo.

Desplegué la antena de radio que el Modem me había vendido y la anclé en una hendidura, alineándola con G-Z. Entonces conecté.

La magnitud del desastre era total. G-Z siempre se había enorgullecido de sus emisiones abiertas, una parte de toda la atmósfera de libertad que le había dado vida. Ahora el pánico declarado se convertía en veladas amenazas y, peor aún, en estallidos traicioneros. De todo el sistema llegaban las presiones largo tiempo refrenadas.

Las ofertas y amenazas aumentaban cada vez más, hasta que los círculos de G-Z llegaron al borde de la guerra civil. Perros secuestrados surcaban los tubos y corredores, herramientas de las élites del poder a quienes el miedo había vuelto crueles. Viciosas cortes canguro despojaban a los disidentes de su status y propiedades. Muchos elegían los reservados.

Las cooperativas nido se rompían. Niños de cara inexpresiva deambulaban sin rumbo a través de los salones suburbanos, drogados con supresores de conducta. Sudorosos agentes bursátiles se desmoronaban sobre sus consolas, las narices sangrando a causa de los inhaladores. Las mujeres atravesaban desnudas las compuertas y morían en chispeantes borbotones de aire congelado. Los cigarras se esforzaban por llorar a través de sus ojos alterados, o flotaban en los bares a oscuras, aturdidos de desastre y drogas.

Siglos de competencia comercial no habían hecho más que afilar los dientes de los cárteles. Golpearon con la precisión cibernética de los mecanicistas, con la inquieta brillantez de los reformados. Con el hundimiento de la bolsa, las industrias de G-Z quedaron a la deriva. Agentes comerciales y arrogantes diplomáticos se anexionaron más complejos. Grupos de nuevos empleados suyos saquearon el desierto Palacio de la Reina, destrozando todo lo que no pudieron vender de inmediato.

Las asustadas subfacciones de G-Z fueron atrapadas en el clásico doble lazo que alternativamente había formado y separado los destinos de la humanidad en el espacio. Por un lado, sus modos de vida y sus estados mentales alterados técnicamente les conducían irresistiblemente a la desconfianza y la fragmentación; por otro, el aislamiento los convertía en presas de los cárteles unidos. Incluso podían ser atacados por los piratas y corsarios que los cárteles condenaban abiertamente y apoyaban en secreto.

Y, en vez de ayudar a mi Círculo, yo era un punto negro colgado como una espora del gélido flanco de una montaña helada.

Fue durante esos tristes días que empecé a apreciar mi piel. Si los planes de Wellspring hubieran funcionado, entonces vendría un ascenso. Yo sobreviviría a este hielo en mi claustro de espora, del mismo modo que un trozo de liquen arrastrado por el viento durará décadas para convertirse por fin en vida devoradora. Wellspring había sido sabio al ponerme allí. Yo confiaba en él. No le fallaría.

Mientras el aburrimiento me corroía, me hundí suavemente en un sopor contemplativo. Abrí mis ojos y mis oídos más allá del punto de sobrecarga. La consciencia se devoró a sí misma y se desvaneció en la rugiente semiexistencia de un evento horizontal.

El espaciotiempo, el Segundo Nivel de Complejidad, proclamó su noúmeno en el gemir de las estrellas, el rumor de los planetas, el trascendente batir del sol desencadenado.

Vino el momento en que por fin fui despertado por las tristes y vacías sinfonías de Marte.

Desconecté los amplificadores del traje. Ya no los necesitaba. El catalizador, después de todo, siempre es enterrado por el proceso.

Me moví hacia el sur a lo largo del eje del asteroide, donde estaba seguro de ser descubierto por el equipo enviado a recoger el impulsor de masas. El cibersistema del impulsor había reorientado el asteroide para una deceleración parcial, y el extremo sur tenía la mejor panorámica del planeta.

Sólo momentos después del incendio final, la masa de hielo fue alcanzada por un pirata. Era una hermosa y esbelta nave formadora, con largas alas solares de tejido iridiscente tan finas como el aceite sobre el agua. Su brillante casco organometálico escondía motores magnéticos de octava generación de maravillosa velocidad y poder. Los chatos nodulos de sus sistemas armamentísticos salpicaban su superficie bruñida.

Me escondí en una grieta para evitar el radar. Esperé hasta que la curiosidad y el temor pudieron conmigo. Entonces salí y me arrastré hasta un punto de observación en un risco de hielo fracturado.

La nave se había posado sobre sus brazos manipuladores, anclando en el hielo sus puntas de atraque, parecidas a las patas de una mantis. Un grupo de robots mineros mecánicos había desembarcado y cavaba en el hielo de una llanura despejada.

Ningún pirata formador tendría robots mineros a bordo. La nave misma tenía sistemas de desactivación internos y permanecía inerte y hermosa como un insecto en ámbar, con sus vastas alas solares plegadas. No había signo de tripulación alguna.

Yo no temía a los robots. Me alcé atrevidamente en el hielo para observar sus operaciones. Ninguno me desafió.

Observé cómo los robots raspaban y cortaban el hielo. A diez metros de profundidad descubrieron un destello de metal.

Era una compuerta.

Esperaron allí. Pasó el tiempo. No recibieron nuevas órdenes. Se desconectaron y se acurrucaron inertes sobre el hielo, tan muertos como las rocas que nos rodeaban.

Por bien de la seguridad, decidí entrar primero en la nave.

Mientras su compuerta se abría, la nave empezó a conectarse de nuevo. Entré en la cabina. El asiento del piloto estaba vacío.

No había nadie a bordo.

Tardé casi dos horas en llegar al cibersistema de la nave. Entonces supe con seguridad lo que ya sospechaba. Era la nave de Wellspring.

La abandoné y me arrastré sobre el hielo hasta la compuerta. Ésta se abrió con facilidad. Wellspring nunca complicaba las cosas innecesariamente.

Tras la segunda puerta de la cámara hermética, una recámara ardía con luz blanquiazulada. Ajusté mis sistemas oculares y entré.

En el fondo, en la leve gravedad del hielosteroide, había un lecho de joyas. No era un lecho convencional. Era simplemente un enorme y suelto montón de gemas preciosas.

La Reina estaba dormida en lo alto.

Volví a emplear mis ojos. De ella no irradiaba ningún calor infrarrojo. Yacía inmóvil, con sus ancianos brazos agarrando algo sobre su pecho, sus patas de tres dedos extendidas, su enorme cola recogida bajo sus nalgas y entre las patas. Su enorme cabeza… del tamaño del torso de un hombre, estaba insertada en un gigantesco casco coronado repujado de brillantes diamantes. No respiraba. Tenía los ojos cerrados. Sus gruesos labios escamosos estaban levemente abiertos, mostrando dos hileras de dientes amarillentos.

Estaba fría como el hielo, sumergida en una especie de criosueño alienígena. El intento de Wellspring quedó revelado. La Reina se había unido voluntariamente a su propio secuestro. Wellspring la había robado en un acto de heroico arrojo, adelantándose a sus rivales para comenzar de nuevo en la órbita marciana. Era un sorprendente fait accompli que le habría dado, junto a sus discípulos, un poder indiscutible.

Me sentí abrumado de admiración hacia su plan. Sin embargo, me pregunté por qué no había acompañado a su nave. Sin duda a bordo había medicinas para despertar a la Reina y animar el naciente Grupo.

Me acerqué. Nunca había visto a un inversor cara a cara. Sin embargo, después de un instante, me di cuenta de que había algo extraño en su piel. Al principio pensé que era un truco de la luz. Pero entonces vi lo que tenía en las manos.

Era la joya liquen. La rapacidad de su tenaza había roto uno de los planos, debilitado ya por los ácidos del liquen. Liberados de su prisión cristalina, y agitados hasta el frenesí por la poderosa luz, los líquenes habían reptado por sus escamosos dedos, y luego por sus muñecas, y después, en un explosivo paroxismo de vida, por todo su cuerpo. Brillaba en verde y oro formando un revestimiento devorador. Incluso sus ojos, sus encías.

Regresé a la nave. Siempre se ha dicho que los formadores somos brillantes bajo presión. Reactivé los robots y los hice rellenar el hueco. Colocaron chips helados y los fundieron hasta hacerlos sólidos con el cohete parásito.

Trabajé intuitivamente, pero todo mi entrenamiento me decía que confiara en ello. Por eso había despojado a la Reina muerta y cargado todas las joyas en la nave. Sentía certeza más allá de ninguna cadena lógica. El futuro se extendía ante mí como una mujer adormilada que espera el abrazo de su amante.

Las cintas de Wellspring eran mías. La nave era su santuario final, programada por adelantado. Comprendí entonces el sufrimiento y la ambición que le habían impulsado, y que ahora eran míos.

Su mano muerta había atraído a representantes de cada facción para ser testigos del impacto prigogínico. El protoGrupo en órbita ya estaba compuesto exclusivamente de robots y monitores. Era natural que los observadores se volvieran hacia mí. Mi nave controlaba a los robots.

Los primeros refugiados me contaron el destino de Wellspring. Lo habían sacado con los pies por delante de un reservado, seguido de cerca por el cadáver sin sangre de la triste Valery Korstad. Ella nunca jamás volvería a crear deleite. El carisma de él nunca jamás asombraría al Círculo. Podría haber sido un doble suicidio. O, más probable, ella le asesinó y luego se mató. Wellspring nunca pudo creer que había algo que no pudieran curar sus habilidades. Una loca y un mundo yermo eran parte y parcela del mismo desafío. Finalmente encontró su límite, y éste le mató. Los detalles apenas importaban. En cualquier caso, un reservado se los había tragado.

Cuando oí la noticia, el hielo de mi corazón se cerró, sin grietas y puro.

Hice emitir el testamento de Wellspring mientras el hielosteroide comenzaba su zambullida final hacia la atmósfera. Las cintas sorbieron la emisión mientras los gases se extendían por el fino y débil aire de Marte.

Mentí sobre el testamento. Lo inventé. Tenía a mano las memorias grabadas de Wellspring; fue simple cambiar mi voz artificial para falsificar la suya, para disponer el escenario de mi crucial ascensión. Era necesario para el futuro de G-T, Grupo Terraforma, que yo me proclamara su heredero.

El poder se congregó a mi alrededor, como los rumores. Se decía que bajo mi armadura yo era Wellspring, que el Landau real había muerto con Valery en G-Z. Animé los rumores. Las confusiones unirían al Grupo. Sabía que G-T sería una ciudad sin rival. Aquí las abstracciones tomarían carne, los fantasmas nos alimentarían. Cuando nuestros ideales hubieran cobrado ser, G-T reuniría fuerza, imparable. Mis joyas solas le daban una base de poder que pocos cárteles podían igualar.

Con la comprensión vino el perdón. Perdoné a Wellspring. Sus mentiras, sus engaños, me habían servido mejor que la quimérica «verdad». ¿Qué importaba? Si necesitábamos un lecho sólido, lo haríamos orbitar en torno a nosotros.

¡Y la temible belleza de aquel impacto! ¡La ardiente línea recta de su descenso! Fue sólo uno entre muchos, pero el más querido para mí. Cuando vi la salpicadura lechosa de su colisión en Marte, el brote orgásmico de vapor del refugio de la Reina y su tumba congelada, supe de inmediato lo que había sabido mi mentor. Un hombre impulsado por algo más grande que sí mismo se atreve a todo y no teme a nada. A nada en absoluto.

Desde detrás de mi armadura negra gobierno el Círculo Policarbono. Su élite son mis Consejeros. Recuerdo el frío, pero ya no lo temo. Lo he enterrado para siempre, como el frío de Marte está enterrado bajo su agitada alfombra verde. Nosotros dos, ahora uno, hemos robado a todo un planeta del reino de la Muerte. Y no temo al frío. No, en absoluto.