KYRIE

En una elevada cima de los Cárpatos lunares se alza un convento de Santa Marta de Betania. Los muros están hechos de roca; se levantan, oscuros y escarpados como la misma ladera de la montaña, hacia un cielo que siempre está negro. A medida que uno se acerca desde el Polo Norte a lo largo del camino de Platón, se ve la cruz que remata el torreón, señalando hacia el disco azulado de la Tierra. Allí no resuena ninguna campana, es imposible en un mundo sin aire.

Se las puede oír en el interior durante las horas canónicas, y en las criptas donde las máquinas trabajan para mantener una apariencia de ambiente terrestre. Si te quedas un rato, también se las oye llamando a la misa de réquiem. Pues en Santa Marta existe la tradición de ofrecer todas las oraciones para aquellos que han perecido en el espacio; y cada año son más.

Esto no es tarea de las hermanas. Ellas auxilian a los enfermos, necesitados, tullidos, locos, todos los que el espacio ha abatido y quebrantado. La Luna está llena de ellos, exiliados porque ya no pueden resistir la gravedad de la Tierra o porque se teme que puedan incubar una plaga de algún planeta desconocido o porque los hombres están tan ocupados con sus fronteras que no tienen tiempo libre para cuidarlos. Las hermanas llevan trajes espaciales con la misma frecuencia que hábitos, y tanto sostienen una brújula como un rosario.

Pero disponen de algún tiempo para la contemplación. Por la noche, cuando el resplandor del sol ha desaparecido durante medio mes, la capilla permanece abierta y las estrellas contemplan las velas a través de la cúpula de cristal. No centellean, y su luz es tan fría como el invierno. Una de las monjas en particular está allí tan a menudo como puede, rogando por sus propios muertos. Y la abadesa procura que esté presente en la misa anual que ella encargó antes de hacer los votos.

Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis.

Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison.

La expedición Supernova Sagitarii comprendía a cincuenta seres humanos y una llama. Describió un largo rodeo a partir de la órbita de la Tierra, deteniéndose en Epsilon Lyrae para recoger al último de sus miembros. Desde allí se aproximó a su destino por etapas.

Esto es una paradoja: el tiempo y el espacio son aspectos uno del otro. La explosión hacía más de cien años que tuvo lugar cuando fue notada por los hombres de Lasthope. Éstos formaban parte de un esfuerzo, prolongado durante varias generaciones, para sondear la civilización de criaturas distintas a nosotros; pero una noche que alzaron la vista, vieron una luz tan brillante que incluso formaba sombras.

Este frente ondulante llegaría a la Tierra varios siglos después. Entonces ya sería tan tenue que no se vería nada más que un punto brillante en el cielo. Sin embargo, mientras tanto, una nave que saltara por encima del espacio donde la luz debía arrastrarse podría localizar la muerte de la enorme estrella en el tiempo.

A la distancia adecuada, los instrumentos grabaron lo que había ocurrido antes de la explosión; la incandescencia se disolvió cuando el último combustible nuclear fue consumido. Un salto, y vieron lo que sucedió un siglo antes: convulsión, tormenta de quanta y neutrinos, radiación igual a los centenares de millones de soles de la galaxia.

Se desvaneció, dejando un vacío en el cielo, y la Raven siguió acercándose. Cincuenta años luz —cincuenta años— empleó en estudiar un ardor menguante en el centro de una niebla que brillaba como un relámpago.

Veinticinco años después, el globo central había menguado más, la nebulosa se había expandido y amortiguado. Pero como la distancia era mucho menor, todo parecía más grande y brillante. A simple vista podía distinguirse un reflejo demasiado fuerte para mirarlo de frente, haciendo que las constelaciones semejaran pálidas en contraste. Los telescopios mostraban una chispa blancoazulada en el corazón de una nube opalescente delicadamente filamentosa en los bordes.

La Raven se dispuso a dar el salto final, hacia la inmediata vecindad de la supernova.

El capitán Teodor Szili realizó una vuelta de inspección en el último minuto. La nave murmuraba en torno suyo, corriendo a una gravedad de aceleración para alcanzar la velocidad intrínseca deseada. La energía zumbaba, los reguladores chirriaban, y los sistemas de ventilación crujían. Sintió que se estremecía hasta los huesos. Pero el metal le rodeaba, frío y desolado. Las pantallas de visión mostraban un cúmulo de estrellas, el fantasmal arco de la Vía Láctea: en el vacío, los rayos cósmicos, temperatura no muy por encima del cero absoluto, distancia inimaginable hasta la chimenea humana más próxima. Se disponía a llevar a su gente donde nadie había estado antes, hacia unas condiciones sobre las que nadie estaba seguro, y esto suponía una pesada carga para él.

Encontró a Eloise Waggoner en su puesto, un cubículo conectado directamente con el puente de mando. Le atrajo la música, y una triunfal serenidad que no reconoció. Deteniéndose en el umbral, la vio sentada frente a una pequeña máquina grabadora.

—¿Qué es esto? —inquirió.

—¡Oh! —La mujer (le resultaba imposible pensar en ella como una muchacha, a pesar de que no hacía mucho que había sobrepasado la adolescencia) se sobresaltó—. Yo… estaba aguardando el salto.

—Debía aguardar el aviso.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —contestó ella, no tan tímidamente como de costumbre—. Es decir, no soy ni tripulante ni científico.

—Usted forma parte de la tripulación. Se encarga de las comunicaciones especiales.

—Con Lucifer. Y a él le gusta la música. Dice que nos acerca más a la unidad que cualquier otra cosa de las que sabe acerca de nosotros.

Szili arqueó las cejas.

—¿La unidad?

Las hundidas mejillas de Eloise se sonrojaron. Bajó la mirada hacia el suelo y se retorció las manos.

—Quizá no sea la palabra justa. Paz, armonía, identidad… ¿Dios?… Intuyo lo que quiere decir, pero no tenemos ninguna palabra que lo describa.

—Hm. Bueno, su deber es hacerle feliz. —El capitán la contempló con un desagrado que no había logrado suprimir. Suponía que era una buena persona, a su manera torpe y reprimida; pero, ¡su aspecto! Flacucha, de pies grandes, nariz grande, ojos saltones y largo cabello de color ceniza; y, por si esto fuera poco, los telépatas siempre le hacían sentir incómodo. Ella decía que sólo podía leer la mente de Lucifer, pero, ¿era cierto?

No. No hay que pensar en esas cosas. La soledad y otros factores ya son suficientes para inquietarte, sin que empieces a sospechar de tus compañeros.

Si Eloise Waggoner era realmente humana, debía de ser algún tipo de mutante como mínimo. Cualquiera que pudiese comunicarse con un vértice viviente tenía que serlo.

—¿Se puede saber lo que está tocando? —preguntó Szili.

—Bach; el tercer concierto de Brandeburgo. A Lucifer no le gusta la música moderna. A mí tampoco.

«No me extraña», pensó Szili. Y en voz alta:

—Escuche, saltaremos dentro de media hora. Es imposible predecir lo que vamos a encontrar. Ésta es la primera vez que alguien se acerca tanto a una supernova reciente. Sólo podemos estar seguros de una gran radiación y de que moriremos si las pantallas ceden. Aparte de eso, no tenemos nada en que basarnos más que la teoría. Y un núcleo estelar en plena desintegración es algo tan único en el universo que no tengo más remedio que mostrarme escéptico acerca de la eficacia de la teoría. No podemos distraernos. Hemos de prepararnos.

—Sí, señor. —Cuando susurraba, su voz perdía la aspereza que le era habitual.

Él miró más allá de la joven, más allá de los saltones ojos de contadores y mandos, como si pudiera atravesar el acero y contemplar el espacio. Sabía que allí flotaba Lucifer.

La imagen se adueñó de él: una bola de fuego de veinte metros de diámetro, blanca, roja, dorada, azul, con llamas que bailaban como tentáculos, una cola que ardía a lo largo de cien metros, una maravilla, un pedazo de infierno. Y la idea de que su nave se aproximaba a su punto de destino le trastornaba.

Trató de concentrarse en las explicaciones científicas, a pesar de que éstas no fueran más que conjeturas. En el múltiple sistema estelar de Epsilon Aurigae, en el gas y energía que saturaban el espacio que les rodeaba, ocurrían cosas que ningún laboratorio podía imitar. En Epsilon Aurigae, la magnetohidrodinámica había hecho lo que la química hacía en la Tierra. Habían aparecido vórtices de plasma estable, se habían desarrollado, se habían perfeccionado, hasta convertirse en algo muy parecido a un organismo al cabo de millones de años. Era una forma de iones, núcleos, y campos de fuerza. Metabolizaba electrones, nucleones, rayos X; mantenía su configuración durante una larga vida; se reproducía; pensaba.

Pero ¿qué pensaba? Los pocos telépatas que podían comunicarse con los habitantes de Epsilon Aurigae, aquellos que habían informado de su existencia a la humanidad, nunca se explicaban claramente. Ellos mismos eran bastante raros.

Por eso, el capitán Szili dijo:

—Quiero que le haga saber esto.

—Sí, señor. —Eloise bajó el volumen de la grabadora. Sus ojos reflejaron una expresión ausente. Las palabras se introducían por sus oídos y su cerebro (¿era realmente una buena traductora?) transmitía los significados a aquel que corría junto a la Raven, movido por su propio impulso.

—Escucha, Lucifer. Ya sé que no es la primera vez que lo oyes, pero, quiero estar seguro de que lo entiendes plenamente. Tu psicología debe de ser muy distinta a la nuestra. ¿Por qué accediste a venir con nosotros? No lo sé. La especialista Waggoner dice que sentías curiosidad y ansias de aventura. ¿Es ésa toda la verdad?

»No importa. Dentro de media hora daremos el salto. Nos encontraremos a quinientos millones de kilómetros de la supernova. Ahí es donde empieza tu trabajo. Tú puedes ir donde nosotros no podemos, observar cosas que a nosotros nos resulta imposible, y decirnos más que nuestros propios instrumentos. Pero lo primero que debemos hacer es comprobar si podemos quedarnos en órbita alrededor de la estrella. Esto también te concierne a ti. Unos hombres muertos no pueden transportarte de nuevo a casa.

»Así que, a fin de englobarte en el campo de salto sin destrozarte el cuerpo, hemos de desconectar las pantallas defensoras. Aparecemos en una zona de radiación letal. Tienes que alejarte inmediatamente de la nave, porque conectaremos el generador sesenta segundos después del tránsito. Entonces has de investigar las cercanías. Los peligros que debemos prevenir… —Szili los enumeró—. Éstos son los que podemos imaginar. Quizá nos encontremos con otros que no hayamos predecido. Si te parece que algo nos amenaza, regresa en seguida, adviértenos y prepárate para un salto de retroceso. ¿Lo has entendido? Repítelo.

Eloise fue repitiendo las palabras. La exposición era correcta; pero ¿habría omitido algo?

—Muy bien —Szili titubeó—. Siga con el concierto si así lo desea; pero interrúmpalo diez minutos antes de la hora cero y manténgase alerta.

—Sí, señor. —No le miró. No parecía mirar nada en particular.

Los pasos de Szili se alejaron por el pasillo y dejaron de oírse.

—¿Por qué dice las mismas cosas una y otra vez? —preguntó Lucifer.

—Tiene miedo —repuso Eloise.

—?…

—Veo que no sabes lo que eso quiere decir —comentó ella.

—¿Puedes explicármelo?… No, no lo hagas. Debe de ser pernicioso y no quiero que te ocurra nada malo.

—De todos modos, no puedo tener miedo cuando te adueñas de mi mente.

(El entusiasmo la invadía. El júbilo estaba allí, jugando como diminutas llamas sobre la superficie de su padre llevándola de la mano cuando era pequeña y salieron a buscar flores silvestres un día de verano; por encima de la fuerza y la suavidad, de Bach y de Dios). Lucifer se deslizó alrededor del casco en una exuberante curva. Las chispas danzaban a lo largo de su estela.

—Vuelve a pensar en flores, por favor.

Ella lo intentó.

—Son como (imagen, tan aproximada como un cerebro humano es capaz de asimilar, de fuentes con colores de rayos gamma en el centro de una luz, una luz que lo invade todo). Pero tan pequeñas… Tan breves…

—No comprendo cómo puedes comprenderlo —susurró ella.

—Tú lo haces por mí. Yo no podía amar esa clase de cosas, antes de que tú llegaras.

—Pero tienes muchas otras cosas. Yo intento compartirlas contigo, pero no estoy hecha para comprender lo que es una estrella.

—Y yo no comprendo lo que es un planeta. Sin embargo, podemos comunicarnos.

Sus mejillas se sonrojaron. El pensamiento la invadió, entrelazando su contrapunto con la música.

—¿Sabes que ésta es la razón de que yo haya venido? Por ti. Soy fuego y aire. No había saboreado la frialdad del agua, la paciencia de la tierra, hasta que tú me las mostraste. Tú eres un rayo de luna sobre un océano.

—No, no sigas —dijo ella—; por favor.

Estupefacción:

—¿Por qué no? ¿Acaso la alegría es dolorosa? ¿No estás acostumbrada a ella?

—Creo, creo que eso es. —Lanzó la cabeza hacia atrás—. ¡No! ¡Maldito seas si me haces compadecerme de mí misma!

—¿Por qué iba a hacerlo? ¿No tenemos toda la realidad para disfrutar, y no está llena de soles y canciones?

—Sí; para ti, sí. Enséñame.

—Si tú me enseñas a tu vez… —El pensamiento se interrumpió. Prevaleció un contacto, sin hablar, tal como ella había imaginado que debía existir entre los enamorados.

Miró con ira el rostro de chocolate de Motilal Mabundar, que había aparecido en el umbral.

—¿Qué quiere?

Él se sorprendió.

—Sólo deseaba saber cómo estaba, señorita Waggoner.

Ella se mordió el labio inferior. El físico había sido el que le había demostrado más amabilidad a bordo.

—Lo siento —dijo—. No quería ser desagradable con usted. Los nervios.

—Todos estamos nerviosos. —Sonrió—. Por muy excitante que sea esta aventura, nos alegraremos de regresar a casa, ¿no es así?

Ella pensó en su casa: las cuatro paredes de un apartamento, encima de una bulliciosa calle de la ciudad. Libros y una televisión. Podía presentar un documento en cualquier reunión científica, pero nadie la invitaría a la fiesta que tenía lugar a continuación.

«¿Tan horrible soy?», se preguntó. «Ya sé que no tengo un físico agradable, pero intento ser simpática y hablar de cosas interesantes. Quizá sea porque lo intento demasiado».

—Conmigo no lo haces —dijo Lucifer.

—Tú eres diferente —le dijo ella.

Mazundar parpadeó.

—¿Cómo dice?

—Nada —repuso apresuradamente ella.

—He estado pensando en una cosa —dijo Mazundar, en un esfuerzo por proseguir la conversación—. Lo más probable es que Lucifer se acerque bastante a la supernova. ¿Podrá seguir comunicándose con él? ¿No cambiará demasiado sus pensamientos el efecto de dilación temporal?

—¿Qué dilación temporal? —contestó ella con una risita—. Yo no soy físico, sólo una insignificante bibliotecaria con un extraño talento.

—¿No se lo han, dicho? Vaya, yo pensaba que todo el mundo lo sabía. Un campo gravitacional intenso afecta al tiempo del mismo modo que una gran velocidad. En términos generales, cualquier proceso tiene lugar más lentamente que en el espacio libre. Ésta es la razón por la que la luz procedente de una estrella maciza es roja. Y el núcleo de nuestra supernova equivale a casi tres masas solares. Además, ha adquirido tanta densidad que su atracción en la superficie es, ah, increíblemente elevada. Así pues, guiándonos por nuestro reloj, tardaríamos un tiempo enorme en llegar al radio de Schwarzschild; pero un observador que estuviese en la propia estrella podría contemplar nuestra llegada en un período de tiempo bastante corto.

—¿El radio de Schwarzschild? Haga el favor de explicarse. —Eloise se dio cuenta de que Lucifer había hablado por medio de ella.

—No creo que pueda hacerlo sin recurrir a las matemáticas. Verá, esta masa que nosotros vamos a estudiar es tan grande y concentrada que ninguna fuerza excede a la fuerza de la gravedad. No hay nada que pueda compensarla. Por lo tanto, el proceso continuará hasta que no quede energía. La estrella habrá desaparecido del universo. En realidad, teóricamente, la contracción alcanzará un volumen cero. Naturalmente, como he dicho antes, esto tardaría una eternidad en cuanto a nosotros respecta. Y la teoría descuida las consideraciones de mecánica cuántica que entran en juego hacia el final. Éstas no se conocen todavía muy bien. Gracias a esta expedición, espero adquirir más conocimientos. —Mazundar se encogió de hombros—: En cualquier caso, señorita Waggoner, me preguntaba si el brusco cambio de frecuencia no impedirá toda comunicación entre nuestro amigo y nosotros cuando él esté cerca de la estrella.

—Lo dudo. —Lucifer seguía hablando; ella era un instrumento, y nunca se había dado cuenta de lo agradable que resultaba ser utilizado por alguien hacia el cual se sintiera afecto—. La telepatía no es un fenómeno a base de ondas. Puesto que se transmite instantáneamente, no puede serlo. Tampoco parece estar limitada por la distancia. Más bien es una resonancia. Estando armonizados, nosotros dos podemos continuar muy bien así a través de todo el cosmos; y no conozco ningún fenómeno material que pudiera interferir.

—Comprendo. —Mazundar le dirigió una larga mirada—. Gracias —dijo con desasosiego—. Ah…, tengo que regresar a mi puesto. Buena suerte. —Se escabulló sin esperar la respuesta.

Eloise ni siquiera se dio cuenta. Su mente se había convertido en una antorcha y una canción.

—¡Lucifer! —exclamó en voz alta—. ¿Es eso cierto?

—Creo que sí. Todo mi pueblo es telépata, y es lógico que tengamos más conocimientos sobre el tema que vosotros. Nuestra experiencia nos conduce a pensar que no hay límite.

—¿Podrás estar siempre conmigo? ¿Lo estarás?

—Si tú lo deseas, yo no pido otra cosa.

El cuerpo en forma de cometa brincó y danzó, mientras el cerebro de fuego reía en voz baja.

—Sí, Eloise, me gustaría mucho quedarme contigo. Nadie lo ha hecho jamás… Alegría, alegría, alegría.

Te dieron un nombre mejor del que creían, Lucifer, habría dicho ella, y quizá lo hiciese. Pensaban que era una broma; pensaban que llamándote como el diablo podrían hacerte tan pequeño como ellos mismos. Pero Lucifer no es el verdadero nombre del diablo. Sólo significa «portador de luz». Hay una oración latina que se dirige a Cristo llamándole Lucifer. Perdóname, Señor, no he podido evitar el recordarlo. ¿Te importa? Él no es cristiano, pero creo que no necesita serlo; creo que nunca debe haber sentido el pecado, Lucifer, Lucifer.

Dejó que la música se remontara tanto tiempo como le permitieron.

La nave saltó. En un viraje de parámetros lineales mundiales, atravesó veinticinco años luz hacia la destrucción.

Cada uno lo experimentó a su manera, excepto Eloise, que también lo vivió con Lucifer.

Notó la sacudida y oyó el chillido del metal retorcido, olió a quemado y ozono y se hundió en la caída infinita que es la ingravidez. Aturdida, tocó el interfono. Las palabras se sucedían unas a otras: «… unidad reventada… conecten onda EMF… ¿cómo iba a saber cuándo ocurriría?… Manténganse en sus puestos… manténganse en sus puestos…». Por encima de todo aullaba la sirena de emergencia.

El terror se adueñó de ella, hasta que asió el crucifijo que llevaba alrededor del cuello y la mente de Lucifer la reconforto. Entonces se echó a reír con todas sus fuerzas.

Él se había apartado de la nave en el mismo momento de la llegada. Ahora flotaba en la misma órbita. La nebulosa llenaba todo el espacio circundante con inquietos arcos iris. Para él, la Raven no era el cilindro de metal que habían podido ver unos ojos humanos, sino un brillo suave, la pantalla protectora que reflejaba todo un espectro. Enfrente se hallaba el núcleo de la supernova, minúsculo a aquella distancia, pero encendido, encendido.

—No tengas miedo —la acarició—. Lo comprendo. La turbulencia es excesiva, inmediatamente después de la detonación. Hemos emergido en una región donde el plasma es especialmente denso. Carente de protección justo antes de que se restableciera el campo de guardia, vuestro generador principal del casco ha sufrido un cortocircuito. Pero estáis a salvo. Podréis repararlo. Y yo, yo estoy en un océano de energía. Nunca había estado tan vivo. Ven, remonta la marea conmigo.

La voz del capitán Szili la hizo volver a la realidad.

—¡Waggoner! Dígale a ese auriga que empiece a trabajar. Hemos localizado una fuente radiactiva en una órbita interceptora, y puede ser demasiado para nuestra pantalla. —Especificó las coordenadas—. ¿Qué es?

Por vez primera, Eloise notó a Lucifer preocupado. Giraba continuamente y se alejaba de la nave.

Sus pensamientos volvieron bruscamente hacia ella, no menos vívidos. Le faltaron las palabras para describir el terrible esplendor que divisó junto con él: una bola de gas ionizado donde la luminosidad resplandecía y descargas eléctricas que saltaban, retumbando en la neblina que rodeaba al corazón descubierto de las estrellas. Era algo que no podía hacer ningún ruido, pues el espacio era casi un vacío según las normas establecidas en la Tierra; pero ella lo oyó retumbar y sintió la furia que se escapaba de él.

Expresó lo que él le dictaba:

—Una masa de material expulsado. Debe de haber perdido velocidad radial con la fricción y gradientes estáticos, siendo atraído a una órbita cometaria y sostenido por los potenciales internos. Como si este sol tratara de dar a luz nuevos planetas…

—Chocará con nosotros antes de que podamos acelerar —dijo Szili—, y sobrecargará nuestro campo. Si sabe rezar, hágalo.

—¡Lucifer! —exclamó ella; no quería morir, si él debía permanecer con vida.

—Creo que podré desviarlo lo suficiente —le dijo con una tristeza que ella no le conocía—. Mis propios campos, para encajarse con los suyos; y energía libre para vivir; y una configuración inestable; sí, quizá pueda ayudaros. Pero ayúdame tú a mí, Eloise. Lucha junto a mí.

Su reluciente figura avanzó hacia la forma destructora.

Ella sintió cómo su caótico electromagnetismo se adhería a él. Le sintió lanzado por los aires y magullado. El dolor fue suyo. Él se esforzó por mantener su propia cohesión, y el combate fue suyo. Ambos se abrazaron, el auriga y la nube de gas. Las fuerzas que lo constituían se agarraron como brazos; él despedía energía procedente del núcleo, arrastrando aquella enorme masa enrarecida hacia el torrente magnético que surgía del sol; tragó átomos y los vomitó hasta que el surtidor salpicó todo el cielo.

Ella permaneció en su cubículo, prestándole toda la voluntad de vivir y prevalecer que pudo, y se golpeó los puños sobre la mesa hasta hacerse sangre.

Las horas fueron transcurriendo con desesperante lentitud.

Al final, apenas pudo oír el mensaje que se escapó de sus labios exhaustos:

—Victoria.

—Tuya —sollozó.

—Nuestra.

A través de los instrumentos, los hombres vieron que la mortífera bola luminosa les dejaba atrás. Hubo una salva de aplausos.

—Vuelve —rogó Eloise.

—No puedo. Estoy demasiado cansado. Estamos fusionados, la nube y yo, y nos precipitamos hacia la estrella. —Como una mano herida que se extendiera para consolarla—. No sufras por mí. A medida que nos acerquemos, obtendré nuevas fuerzas gracias a su fulgor, y sustancia fresca de la nebulosa. Necesitaré cierto tiempo para arrancarme a su atracción. Pero ¿cómo voy a dejarte, Eloise? Espérame. Descansa. Duerme.

Sus compañeros la llevaron a la enfermería. Lucifer envió sueños de ardientes flores, regocijo, y los soles que constituían su hogar.

Pero ella se despertó gritando. El médico tuvo que administrarle un fuerte sedante.

Él no había comprendido realmente lo que significaría enfrentarse a algo tan violento como el espacio y el tiempo.

Su velocidad se acrecentó sorprendentemente. Esto le pareció a él; desde la Raven le vieron caer durante varios días. Las propiedades de la materia cambiaron. No pudo empujar con la fuerza o rapidez suficientes para escapar.

La radiación, los núcleos desnudos, las partículas nacidas y destruidas y vueltas a nacer se ensañaron con él. Su sustancia fue extraída, capa por capa. Fue menguando a medida que se aproximaba, cada vez más pequeño y denso, tan brillante que su luminosidad dejó de tener un significado. Finalmente, las fuerzas gravitacionales se adueñaron de él.

—¡Eloise! —gritó, en la agonía de su desintegración—. ¡Oh, Eloise, ayúdame!

La estrella le engulló. Se extendió en una línea infinitamente larga, se comprimió en una línea infinitamente delgada, y desapareció de la existencia.

La nave siguió su curso. Aún debía estudiar muchas otras cosas.

El capitán Szili visitó a Eloise en la enfermería. Físicamente se estaba recuperando.

—Diría que fue todo un hombre —declaró en voz baja—, si esto fuera un elogio suficiente. Ni siquiera pertenecíamos a su especie, y murió para salvarnos.

Ella le contempló con ojos tan secos que no parecía natural. Él tuvo que adivinar su respuesta.

—Es un hombre. ¿Acaso no tiene también un alma inmortal?

—Pues, uh, sí, si es que cree en el alma, sí, claro que la tiene.

Ella meneó la cabeza.

—Pero ¿por qué no puede descansar en paz?

Él miró a su alrededor en busca del médico y vio que estaban solos en la estrecha habitación metálica.

—¿A qué se refiere? —Se decidió a acariciarle la mano—. Ya sé que era un buen amigo suyo. Sin embargo, su muerte ha sido muy dulce. Rápida, limpia; no me importaría morir así.

—Para él… sí, supongo que sí. Tiene que haberlo sido. Pero… —Le fue imposible continuar. De pronto, se tapó los oídos—. ¡Basta! ¡Por favor!

Szili trató de apaciguarla y se marchó. En el pasillo encontró a Mazundar.

—¿Cómo está? —le preguntó el físico.

El capitán frunció el ceño.

—No muy bien. Espero que no se derrumbe completamente antes de que podamos llevarla a un psiquiatra.

—¿Por qué, qué le pasa?

—Cree que aún puede oírle.

Mazundar descargó un puño sobre la palma de la otra mano.

—Confiaba en que eso no ocurriera —suspiró.

Szili esperó que prosiguiese.

—Le oye —dijo Mazundar—. Es evidente que le oye.

—¡Pero eso es imposible! ¡Está muerto!

—No se olvide de la dilatación temporal —repuso Mazundar—. Cayó del cielo y pereció rápidamente, es verdad. Pero en tiempo de la supernova. No es el mismo tiempo que el nuestro. Para nosotros, el colapso estelar final requiere un número infinito de años. Y la telepatía no tiene límites de distancia. —El físico echó a andar apresuradamente, en dirección contraria a la cabina—. Siempre estará con ella.