El capitán Bahadur Torrance recibió la noticia tal como corresponde a un oficial de la Hermandad de Astronautas Federados. La oyó en silencio, no hablando más que para formular unas cuantas preguntas muy concretas. Al final dijo serenamente:
—Bien hecho, ciudadano Yamamura. Haga el favor de guardar el secreto hasta nueva orden. Pensaré en lo que debe hacerse. Puede retirarse.
Pero cuando el ingeniero hubo abandonado el camarote —la noticia no era de las que se comunican por el interfono—, se sirvió un whisky triple, se sentó y miró inexpresivamente la pantalla.
Había viajado mucho, había visto mucho, y le habían recompensado bien. Sin embargo, debido a la rapidez de los ascensos en su difícil trabajo, aún era demasiado joven para no estremecerse al oír su sentencia de muerte.
La pantalla mostraba tal multitud de estrellas, cegadoramente brillantes, que sólo un astronauta podía reconocerlas una por una. Torrance dirigió la mirada más allá de la Vía Láctea hasta identificar la estrella polar. Así que Valhalla estaría a tantos grados de distancia, en aquella dirección. No es que pudiera ver un sol de tipo G desde tan lejos, sin instrumentos ópticos más potentes que los existentes a bordo de la Hebe G.B. Pero sentía un cierto consuelo al saber que sus ojos miraban hacia la base más cercana de la Liga (casas, naves, hombres, anidaban en un verde valle de Freya) en aquella sección casi desconocida de nuestro brazo galáctico. Especialmente cuando no esperaba aterrizar allí nunca más.
La nave zumbaba a su alrededor, rasgando el espacio con una velocidad media que superaba ampliamente la de la luz y, sin embargo, aún era demasiado lenta para salvarle.
Bueno…, el deber del capitán era pensar primero en los demás. Torrance suspiró y se puso en pie. Dedicó un momento a componer su aspecto; la moral era importante, y mucho más en aquella ocasión. Más que el mono habitualmente usado en la nave, prefirió el uniforme completo: túnica azul, capa blanca y pantalones, galón dorado. Como ciudadano del planeta Ramanujan, se cubrió la negra cabeza aquilina con un turbante, que llevaba la Nave-y-Sol de la Liga Polesotécnica.
Enfiló un corredor hasta los apartamentos del propietario. El camarero salía en aquel momento, con una bandeja en la mano. Torrance le hizo una seña para que dejase la puerta abierta, hizo chocar los talones y se inclinó.
—Le pido perdón por la interrupción, señor —dijo—. ¿Puedo hablar confidencialmente con usted? Es urgente.
Nicholas van Rijn alzó la jarra de dos litros de cerveza que acababan de llevarle. Sus diversas papadas temblaron bajo la rígida perilla; el ruido de sus tragos llenó la habitación, desde la mesa abarrotada de papeles hasta el valioso tapiz Huy Brasealian que colgaba del tabique opuesto. Algo de Mozart se escapaba de una grabadora. Rubia, de ojos grandes, y realmente tridimensional, Jeri Kofoed estaba acurrucada en un sofá, muy cerca del sillón donde él se hallaba aposentado. Torrance, que estaba casado pero hacía mucho tiempo que no veía a su esposa, hizo un esfuerzo para mirar nuevamente al comerciante.
—¡Ahhh! —Van Rijn dejo la jarra vacía en una mesa y se enjugó la espuma del bigote—. Suciedad y pestilencia, pero no hay nada como la primera cerveza del día. Lo mejor es que esté tan fría y, maldita sea, ¿qué palabra es la adecuada? —Se llevó un velludo dedo a la frente—. Cada semana que pasa estoy más despistado. Ah, Torrance, cuando usted sea un pobre viejo, gordo y solitario, que empiece a perder facultades, volverá la vista atrás y me recordará, y entonces se arrepentirá de no haber sido más bueno conmigo. Pero será demasiado tarde. —Suspiró como un pequeño tornado y se rascó la piel del pecho. A la temperatura casi tropical que se empeñaba en mantener dentro de sus habitaciones, sólo necesitaba llevar un sarong enrollado a su cuerpo—. Bueno, ¿qué estupidez es ésta para que me aparte de mi trabajo y requiera toda mi atención?
Su tono era jovial. En realidad, había estado de muy buen humor desde que se escaparon de Adderkops. (¿Y quién no? Para un sencillo yate espacial, aunque estuviera dotado con motores ultrapotentes, esquivar a tres cruceros era más que una proeza; era casi un milagro. Van Rijn aún tenía cuatro enormes velas encendidas ante su estatuilla marciana de San Dismas). Claro que a veces lanzaba la vajilla al camarero cuando una bebida se retrasaba más de lo que él creía conveniente, y se enfurecía con todos los ocupantes de la nave por lo menos una vez al día. Pero esto era normal.
Jeri Kofoed arqueó las cejas.
—¿Tu primera cerveza, Nicky? —murmuró—. ¡Ni mucho menos! Hace dos horas…
—Ja, pero eso fue antes de medianoche. Si no medianoche de Greenwich, seguramente medianoche de algún planeta, ¿nie? Así que éste es un nuevo día. —Van Rijn cogió su larga pipa de la mesa y empezó a llenarla—. Bueno, siéntese, capitán Torrance, póngase cómodo y déjeme su encendedor. Parece un flan, muchacho. Todos los jóvenes carecen de aguante. Cuando yo era astronauta, por Judas, resolvíamos nuestros propios problemas. ¡Hoy día, muerte y condenación, todos vienen a preguntarme cómo han de sonarse la nariz! Nadie tiene valor excepto yo. —Se dio una palmada en la abultada barriga—. Así que, ¿qué es lo que ha pasado ahora?
Torrance se humedeció los labios.
—Preferiría hablar con usted a solas, señor.
Vio que los colores se retiraban del rostro de Jeri. No era una mujer cobarde. Los planetas fronterizos, incluso los pacíficos como Freya, no conocían el miedo. Ella había ido a un viaje que sabía peligroso porque una oportunidad como ésa —relacionarse con el príncipe mercante de la Compañía Solar de Especias y Licores, que era uno de los mayores poderíos de toda la Liga Polesotécnica— era demasiado buena para que una muchacha oportunista la rechazara. Había mantenido la serenidad durante el vuelo y la consiguiente huida, aunque estuvieron muy cerca de la muerte. Pero aún se hallaban muy lejos de su planeta, entre estrellas desconocidas, y acosados por el enemigo.
—Vete al dormitorio —le ordenó van Rijn.
—Por favor —susurró ella—. Me gustaría saber la verdad.
Los ojillos negros, situados muy cerca de la aguileña nariz de van Rijn, centellearon de ira.
—¡Rayos y truenos! —gritó—. ¿Cómo te atreves a replicarme? Cuando yo digo una cosa, por todos los diablos, ¡obedece!
Ella se levantó de un salto, con rebeldía. Sin ponerse en pie, él le dio una palmada en el lugar apropiado. Pareció la detonación de una pistola. Ella se sobresaltó, contuvo un chillido de rabia, y se dirigió a grandes zancadas hacia la habitación contigua. Van Rijn apretó el timbre para que acudiese el camarero.
—Llamo para que me traigan más cerveza —explicó a Torrance—. ¡Bueno, no se quede ahí con ojos de rana! No tengo tiempo para estupideces, aunque a los holgazanes como usted les sobre. Tengo que revisar todos los catálogos de precios de la pimienta y la nuez moscada antes de llegar a Freya. ¡Satán y Lucifer! Ese idiota de agente bien podría haber cargado el diez por ciento como mínimo, y no reducir el volumen de ventas. ¡Maldito sea! Que todos los santos me oigan y ayuden a un pobre viejo rodeado de inútiles sin cerebro.
Torrance mantuvo la calma con un esfuerzo.
—Muy bien, señor. Acabo de recibir un informe de Yamamura. Ya sabe que nos escapamos por un pelo durante el combate, y que sufrimos algunos desperfectos en la sala de máquinas. El convertidor no parecía estar averiado, pero después de taponar el agujero, los muchachos lo han revisado para asegurarse. Y resulta que casi la mitad del circuito del generador está fundido. Sólo podemos remplazar una parte. Si continuamos viajando a esta velocidad, quemaremos todo el convertidor en un plazo de cincuenta horas.
—Ah, y-y-ya. —Van Rijn se puso serio. El chasquido del encendedor, al acercárselo a la pipa, fue sorprendentemente alto—. No, hay ninguna posibilidad de detenernos para arreglarlo, ¿verdad? En cuanto aminoremos la velocidad, los malditos Adderkops caerán sobre nosotros, ¿no es así?
—No, señor. He dicho que no tenemos bastantes piezas de recambio. Esto es un yate, no una nave de guerra.
—De acuerdo, debemos mantener la velocidad. ¿A cuánto hemos de ir, para poder comunicarnos con Freya antes de que el motor explote?
—A un décimo de la velocidad máxima. Tardaríamos seis meses.
—No, amigo mío, no tanto. Nunca llegaríamos a la estrella de Valhalla. Los Adderkops nos encontrarían antes.
—Supongo que si. De todos modos, no tenemos provisiones para seis meses. —Torrance fijó la vista en el suelo—. Lo que se me ha ocurrido es que, bueno, podríamos llegar a una de las estrellas más cercanas. No creo que haya un planeta con una civilización industrial, cuyos habitantes pudieran hacernos los circuitos que necesitamos. Un planeta habitable, por lo menos… quizá…
—¡Nie! —Van Rijn meneó la cabeza hasta que sus grasientos bucles negros le rozaron los hombros—. ¿Quiere que tantos hombres y una mujer vivamos el resto de nuestros días en alguna asquerosa roca donde ni siquiera haya vidas? Prefiero recibir un proyectil de los Adderkops y morir como un caballero. ¡Vaya! —Apareció el camarero—. ¿Dónde se había metido? ¡Cerveza, por todos los diablos! ¿Cómo cree que voy a pensar con una boca como un desierto en pleno verano?
Torrance escogió cuidadosamente sus palabras. Van Rijn debía recordar que el capitán, en el espacio, era quien tiene la última palabra. Y, y sin embargo, no podía enfrentarse con él, pues tenía mucha experiencia en resolver toda clase de dilemas.
—Acepto cualquier sugerencia, señor, pero no puedo cargar con la responsabilidad de buscar un ataque enemigo.
Van Rijn se levantó y atravesó pesadamente el camarote, lanzando obscenidades y volcánicas nubes azules. Al pasar junto al estante donde se hallaba San Dismas, estrujó las velas con rabia. Esto pareció desatar una tormenta en su interior. Se volvió y dijo:
—¡Ja! Civilizaciones industriales, ja, quizá. No sólo los pestilentes Adderkops surcan esta región del espacio. Con un poco de suerte, entraremos en la zona detectora de alguna nave decente, ¿Nie? Dígale a Yamamura que extreme al máximo nuestra sensibilidad detectora hasta que podamos oír el aleteo de un mosquito en mi oficina de Djakarta en la Tierra, por mucha pereza que tengan los limpiadores. Después abandonaremos el rumbo directo y trazaremos un curso de búsqueda naval estándar a velocidad reducida.
—¿Y si encontramos alguna nave? Podría ser del enemigo, ¿sabe?
—Correremos ese riesgo.
—De todos modos, señor, perderemos tiempo. Nuestros perseguidores ganarán terreno mientras nosotros seguimos una hélice de inspección. Especialmente si transcurren varios días antes de que logremos persuadir a una tripulación no humana, que nunca habrá oído hablar de nuestra raza, para que nos lleve inmediatamente a Valhalla.
—Cruzaremos ese puente cuando lleguemos a él. ¿Se le ocurre una idea mejor?
—Pues… —Torrance reflexioné unos minutos, inútilmente.
El camarero entró con una nueva jarra de cerveza. Van Rijn se la arrancó de las manos.
—Creo que tiene razón, señor —dijo Torrance—. Iré a…
—¡Virginal! —chilló van Rijn.
Torrance dio un salto.
—¿Qué?
—¡Virginal! Es la palabra que estaba buscando. ¡La primera cerveza del día, tonto!
Alguien llamó a la puerta de su camarote. Torrance lanzó un gemido. Había tratado de dormir un poco, por lo menos, tras más horas de servicio de las que podía recordar. Pero cuando la nave viajaba en la oscuridad, buscando otra nave que tanto podía encontrarse cerca como no, y los cazadores se iban aproximando…
—Adelante.
Era Jeri Kofoed. Torrance se sobresaltó, se puso en pie de un salto e inclinó la cabeza.
—¡Ciudadana! ¡Qué… qué… qué sorpresa! ¿Puedo servirla en algo?
—Por favor. —Ella apoyó una mano en la suya. Llevaba una bata de corte atrevido e indecente, porque van Rijn no le había proporcionado otra cosa, pero la mirada que dirigió a Torrance no tenía nada que ver con ella.
—Tenía que venir, capitán. Si es que tiene corazón, debe escucharme.
Él le señaló una silla, le ofreció un cigarrillo y encendió uno para sí. El humo, inspirado profundamente hasta los pulmones, le calmó un poco. Se sentó al otro lado de la mesa.
—Si puedo ayudarla, ciudadana Kofoed, lo haré encantado. Uh… el ciudadano van Rijn…
—Está durmiendo. No tiene ningún derecho sobre mí; no he firmado ningún contrato ni nada por el estilo. —Su irritación dio paso a una sonrisa de ironía—. Oh, admito que todos estamos muy por debajo de él, tanto de hecho como en nivel social. En realidad, no contravengo sus deseos. La cuestión es que él no contestaría a mis preguntas, y si no averiguo lo que sucede tendré que empezar a gritar.
Torrance sopeso cierto número de factores. Una explicación privada, más detallada de lo que la tripulación había requerido, podía ser lo mejor para ella.
—Como usted quiera, ciudadana —dijo, y relató lo sucedido con el convertidor—. Podemos arreglarlo nosotros mismos —concluyó—. Si continuásemos viajando a gran velocidad, lo quemaríamos antes de llegar; y después, sin energía, no tardaríamos en morir. Si avanzáramos a velocidad segura, tardaríamos medio año en llegar a Valhalla, y eso es demasiado tiempo para el combustible que tenemos. Además, los Adderkops nos encontrarían al cabo de una o dos semanas.
Ella se estremeció.
—¿Por qué? No lo entiendo. —Se quedó mirando la brillante punta de su cigarrillo, hasta que recobró parte de su compostura, y también su sentido del humor—. En Freya puedo pasar por una muchacha atolondrada y mundana, capitán. Pero usted sabe, incluso mejor que yo, que Freya es un planeta insignificante en la misma frontera de la civilización humana. Apenas tenemos tráfico espacial, a excepción de las naves mercantes de la Liga, y ninguna permanece largo tiempo en puerto. En realidad, no sé nada de tecnología militar o política. Nadie me dijo que esto era más importante que una misión de vigilancia, porque no se me ocurrió preguntarlo. ¿Por qué iban los Adderkops a querer capturarnos?
Torrance consideró todos los aspectos del tema antes de formular una respuesta. Como astronauta de la Liga, le costó un gran esfuerzo comprender lo poco que el enemigo significaba realmente para los colonizadores que casi nunca abandonaban su mundo de origen. El nombre «Adderkop» procedía de Freya, y era un término despreciativo para referirse a los proscritos que fueron expulsados del planeta hacía un siglo. Sin embargo, desde entonces, los habitantes de Freya no habían tenido contacto directo con ellos. En algún lugar de las profundidades inexploradas más allá de Valhalla, los fugitivos se establecieron en un planeta desconocido. Tras varias generaciones, su número aumentó, y también el número de sus naves de guerra. Pero Freya seguía siendo demasiado fuerte para que se atrevieran a atacarlo, y no tenía empresas interplanetarias propias que pudieran saquear. ¿Por qué iba Freya a inquietarse?
Torrance decidió explicarse sistemáticamente, aunque tuviese que repetir lo evidente.
—Bueno —dijo—, los Adderkops no son estúpidos. Han logrado mantenerse al corriente de los acontecimientos, y saben que la Liga Polesotécnica quiere extender sus operaciones hasta esta región. Eso no les gusta. Significaría el fin de sus ataques contra planetas que no pueden defenderse, sus excesivos tributos y su costoso comercio. No es que la Liga esté compuesta de santos; no toleramos esa clase de cosas, pero sólo porque la piratería reduce los beneficios de nuestras compañías asociadas. Así que los Adderkops decidieron no hacernos la guerra total, sino hostigar nuestros puestos fronterizos hasta convencernos de que debíamos renunciar a nuestro empeño. Tienen la ventaja de conocer su propio sector espacial, lo cual no es en absoluto nuestro caso. Y realmente estuvimos a punto de dar por perdida toda esta región e intentarlo en otro lugar. El ciudadano van Rijn quiso realizar una última tentativa. La oposición que encontró fue tan grande que tuvo que venir hasta aquí y ponerse a la cabeza de la expedición él mismo.
»Supongo que ya sabe lo que hizo: utilizó una habilidad diabólica para sobornar y engañar, para extraer toda la información que poseían los prisioneros que habíamos hecho y para relacionar todos los sucesos entre sí. Obtuvo una pista que conduce a un sector sin explorar hasta el momento. Volamos hacia allí, descubrimos un rastro de neutrinos, y lo seguimos hasta un planeta colonizado por humanos. Como ya sabrá, lo más probable es que sea su mundo de origen.
»Si regresamos con esos informes, no volverá a haber dificultades con los Adderkops. Especialmente después de que la Liga envíe unas cuantas naves de batalla de clase estelar y amenace bombardear su planeta. Ellos son conscientes de lo que puede suceder. Fuimos localizados; varias naves de guerra se lanzaron sobre nosotros; tuvimos suerte al escapar. Sus naves están anticuadas, y hasta ahora sólo les hemos enseñado un limpio par de talones. Sin embargo, no creo que hayan abandonado la persecución. Enviarán a toda su flota en nuestra búsqueda. Las vibraciones de hiperpropulsión se transmiten instantáneamente y pueden detectarse hasta a un año luz de distancia. Así que si un Adderkop observa nuestra “estela” y la sigue, estando nosotros así, será el fin.
Ella aspiró profundamente el humo del cigarrillo, pero se mantuvo serena en apariencia.
—¿Qué planes tiene?
—Contratacar. En vez de intentar llegar a Freya, volamos en una hélice de inspección a velocidad media, con nuestros detectores a la escucha. Si descubrimos otra nave, emplearemos hasta el último aliento de nuestros motores para darle alcance. Si es un navío Adderkop, bueno, quizá podamos adueñarnos de él o algo por el estilo; disponemos de un par de armas ligeras en la torre blindada. Sin embargo, puede ser una nave no humana. Nuestros informes de espionaje, interrogatorio de prisioneros, evaluación de las observaciones efectuadas por exploradores, etcétera, indican que tres o cuatro especies distintas de esta región poseen la hiperpropulsión. ¡El espacio es tan condenadamente grande!
—¿Y si resulta ser una nave no humana?
—Haremos lo que parezca más indicado.
—Ya. —Su reluciente cabeza asintió. Permaneció sentada un rato más, sin hablar, antes de deslumbrarle con una sonrisa—. Gracias, capitán. No sabe lo mucho que me ha ayudado.
Torrance reprimió una tonta sonrisa.
—Ha sido un placer, ciudadana.
—Voy a la Tierra con usted. ¿Lo sabía? El ciudadano van Rijn me ha prometido un buen empleo.
Siempre lo hace, pensó Torrance.
Jeri se le acercó un poco más.
—Espero que tengamos más oportunidades para conocernos en el viaje a la Tierra, capitán. O incluso ahora mismo.
El timbre de alarma escogió aquel preciso momento para sonar.
La Hebe G. B. era un yate, no la fragata de un bucanero. Sin embargo, cuando Nicholas van Rijn se encontraba a bordo, la distinción resultaba muchas veces difícil de hacer. Así pues, tenía más piernas que la mayor parte de las naves, detectores de extraordinaria sensibilidad, y una tripulación experimentada en las tácticas de las reparaciones generales.
Podía oír la hiperemisión de otra nave antes de que se observaran sus propias vibraciones. Buscando una nave, establecía el rumbo fijo que seguía en aquel momento; y después vertía todo el jugo disponible para interceptarla. Si la desconocida hubiera mantenido la velocidad, habría habido contacto a las tres o cuatro horas. Sin embargo, su estela indicaba un cambio de rumbo, un intento de huir. La Hebe G. B. también cambió su curso, y siguió ganando terreno a su presa.
—Tienen miedo de nosotros —concluyó Torrance—. Y no se dirigen hacia el sol Adderkop. Esos dos hechos indican que no son Adderkops, pero que tienen razones para asustarse de los desconocidos. —Asintió, con cierta tristeza, pues durante las investigaciones preliminares había inspeccionado algunos planetas subdesarrollados que la nación de bandidos había visitado.
Viendo que el perseguidor seguía acortando distancias, la perseguida desconectó su hiperpropulsión. Al revertir a la velocidad intrínseca inferior a la luz, el convertidor fue reducido a la mínima potencia, y su nave se convirtió en una partícula infinitesimal en un espacio efectivamente infinito. La maniobra suele dar resultado; tras buscar inútilmente durante un rato, el enemigo se da por vencido y regresa a su base. Sin embargo, la Hebe G. B. estaba preparada. El conocido vector ultraligero, junto con el instante de la limitación, dio a las computadoras una idea aproximada de dónde se hallaba la presa. Siguió su rumbo hacia aquella zona del espacio y después continuó la búsqueda en un curso ya establecido, volviendo de vez en cuando al estado normal para tomar una muestra de la neblina de neutrino que emite cualquier motor nuclear. Esos motores nucleares conocidos como estrellas eran los que más neblina emitían; pero por medio del análisis estadístico, las computadoras aislaron una débil fuente cercana. La nave se dirigió hacia allí… y tenuemente recortada sobre el cielo, la otra nave apareció en sus pantallas.
Era de tamaño mucho mayor, tenía un cilindro con una nariz recortada y macizos conos de propulsión, numerosos huecos para botes auxiliares, y una sola torreta. Los principios físicos dictaban que la conformación general de todas las naves destinadas a un mismo propósito debían ser aproximadamente iguales. Pero cualquier astronauta podía darse cuenta de que aquélla no había sido construida por miembros de la civilización Técnica.
Hubo un disparo. Incluso con el diafragma de su visor, Torrance experimentó una ceguera momentánea. Los instrumentos le hicieron saber que la nave desconocida había disparado un proyectil termonuclear que sus propios roboartilleros interceptaron con un misil. El ataque había sido miserablemente lento y débil. Aquélla no era una nave de guerra; no constituía más peligro para la Hebe G. B. que el yate para los Adderkops que lo perseguían.
—Muy bien, ahora nos desharemos de esa insignificancia y hablaremos de negocios —dijo van Rijn—. Comuníquese y hágase entender. ¡De prisa! Después explíqueles que no queremos atacarles y sólo deseamos que nos lleven a Valhalla. —Titubeó antes de añadir, con un inequívoco guiño—. Les pagaremos bien.
—Puede resultar difícil, señor —contestó Torrance—. Nuestra nave es claramente humana, pero lo más probable es que los únicos humanos que ellos conozcan sean Adderkops.
—Bueno, si no queda más remedio, les abordaremos y les obligaremos a transportarnos, ¿nie? ¡Dese prisa, por todos los diablos! Si esperamos demasiado, como unos malditos holgazanes, no tardarán en atraparnos.
Torrance estuvo a punto de observar que se hallaban bastante seguros. Los Adderkops estaban muy lejos de la veloz nave terrestre. No podían tener ni idea de que habían desconectado la hiperpropulsión; cuando empezaran a sospecharlo, no tendrían ninguna posibilidad de encontrarles. Después recordó que el caso no era tan sencillo. Si la conferencia con aquellos desconocidos resultaba excesivamente larga —más de una semana, en el mejor de los casos—, los escuadrones Adderkop habrían entrado en esa región e incluso más allá. Probablemente iban equipados para varios meses, mientras que los humanos carecían de alimentos. Cuando se accionara una hiperpropulsión, no tardarían en detectarlo y darían alcance a la nave mercante sin ninguna dificultad. Su única esperanza residía en que alguien les llevara a Valhalla pronto, utilizando la ventaja inicial ya obtenida para compensar la desventaja que constituía la reducida velocidad.
—Estamos intentándolo en todos los canales, señor —dijo—. Sin respuesta por el momento. —Frunció el ceño con inquietud—. No lo comprendo. Deben saber que están a nuestra merced, y tienen que haber recibido nuestras llamadas; ya tendrían que haber entendido que queremos hablar con ellos. ¿Por qué no contestan? No les costaría nada.
—Quizá hayan abandonado la nave —sugirió el oficial de comunicaciones—. Es posible que tengan botes salvavidas con hiperpropulsión.
—No. —Torrance meneó la cabeza—. Los habríamos visto… Siga intentándolo, ciudadano Betancourt. Si no recibimos contestación en el plazo de una hora, nos acercaremos y abordaremos la nave.
Las pantallas receptoras continuaban vacías. Pero al término del período de gracia, cuando Torrance preparaba su coraza espacial, Yamamura le informó de algo nuevo. La potencia de neutrino se había incrementado en cierto lugar próximo a la popa de la nave desconocida. Se estaba desarrollando un proceso que incluía moderadas cantidades de energía.
Torrance se ajustó el casco.
—Daré una ojeada.
Delegó a una tripulación mínima —el mismo van Rijn, que protestaba ruidosamente, se encargó del puente— y condujo al grupo de abordaje hacia la antecámara de compresión principal. Suave como un deslizante tiburón (al fin y al cabo, era un experto astronauta, pensó el capitán con cierta sorpresa), la Hebe G. B. se adhirió a un rayo tractor y viró hacia la nave de mayor tamaño.
Ésta desapareció. El retroceso hizo que el yate se tambaleara.
—¡Belcebú y botulismo! —exclamó van Rijn—. Ha vuelto a la hiperpropulsión, ¿eh? ¡Ahora lo veremos! —El ulcerado convertidor chirrió al ser accionado, pero los motores tenían energía suficiente. Al cabo de un momento, la nave terrestre volvió a alcanzar a los extranjeros. Van Rijn lo puso en fase con tanta indiferencia que Torrance casi se olvidó de que éste era un trabajo considerado difícil por pilotos experimentados. Esquivó un desesperado rayo presor y unió su yate al casco de mayor tamaño con bandas de fuerza. Volvió a desconectar la hiperpropulsión, pues el convertidor no podía aguantar mucho más. Situada dentro del campo de fuerza de la embarcación desconocida, la Hebe G. B. se dejó arrastrar por ella, aunque el «tirón» de la masa adicional redujo considerablemente la velocidad. Si había esperado que el navío atacado se rindiera y volviese a su estado normal, sufrió una decepción. Los cascos unidos continuaron viajando a una velocidad superior a la de la luz hacia una constelación inexplorada.
Torrance reprimió un juramento, reunió a sus hombres, y salió al exterior.
Nunca había forzado la entrada de una nave hostil, pero supuso que no sería muy diferente que penetrar en una embarcación abandonada. Una vez hubo escogido el lugar, montó una tienda balón para conservar el aire; no le serviría de nada matar a la tripulación extranjera. Las antorchas de sus hombres vomitaban llamas; innumerables chispas actínicas manaban hacia atrás y danzaban a través de la gravedad cero. Mientras tanto, el resto de la patrulla se mantenía en sus puestos con lanzarrayos y granadas.
Más allá, las curvas de los dos cascos descendían hacia el infinito. Sin pantallas compensadoras electrónicas, el cielo estaba curiosamente distorsionado por la aberración y el efecto Doppler, como si los hombres ya hubieran muerto y se internaran en la otra existencia con dirección al Juicio. Torrance se concentró firmemente en los problemas prácticos. Una vez a bordo, y los no humanos hechos prisioneros, ¿cómo se comunicaría? Especialmente si antes tenía que abatir a algunos de ellos…
La envoltura exterior estaba desprendida. Estudió la estructura interna de la plancha con verdadera fascinación. Nunca había visto nada parecido hasta el momento. No había duda de que aquella raza había desarrollado los viajes espaciales de forma muy diferente a los hombres. Aunque la ingeniería debía obedecer las mismas leyes naturales, era radicalmente distinta en los detalles. ¿Qué era aquello más que una sustancia suberosa destinada a revestir el casco interior? ¿Acaso el circuito se hallaba encajado en ella, ya que no lo veía por ninguna parte?
La última defensa cedió en aquel instante. Torrance inspiró profundamente e iluminó el interior con una linterna. Sólo encontró oscuridad y vacío. Cuando entró en la nave, se dio cuenta de que flotaba, ingrávido; la gravedad artificial había sido desconectada. La tripulación estaba oculta en alguna parte y…
Y…
Torrance regresó al yate al cabo de una hora. Cuando llegó al puente, vio a Rijn sentado junto a Jeri. La muchacha empezó a hablar, observó con más atención el rostro del capitán, y apretó fuertemente los dientes.
—¿Y bien? —exclamó el comerciante con impaciencia.
Torrance se aclaró la garganta. Su propia voz le pareció desconocida y lejana.
—Creo preferible que venga usted mismo a dar un vistazo, señor.
—Habrá encontrado a la tripulación, ¿verdad? ¿Cómo son? ¿Qué clase de nave hemos capturado?
Torrance se decidió a contestar la última pregunta en primer lugar.
—Parece ser un navío de transporte de animales interestelares. La cabina de carga principal está llena de jaulas…, compartimientos ambientalmente controlados, diría yo…, con el surtido de criaturas más extrañas que he visto en mi vida fuera del zoológico de Ciudad Luna.
—¿Y qué diablos me importa eso a mí? ¿Dónde está el zoólogo y sus estúpidos amigos?
—Bueno, señor —se atragantó Torrance—. Estamos casi seguros de que se han escondido de nosotros. Entre los animales.
Se instaló un túnel entre la antecámara principal del yate y la entrada realizada en la otra nave. A través de él, bombearon aire y extendieron cables eléctricos, para iluminar el buque apresado. Por medio de extraños manejos en el generador gravítico de la Hebe G. B., Yamamura proporcionó cerca de un cuarto de la gravedad terrestre al navío extranjero, aunque no logró obtener una dirección uniforme.
Incluso en tales circunstancias, van Rijn paseaba tranquilamente. Llevaba un salame en una mano y una cebolla cruda en la otra, y no apartaba los ojos del puente capturado. Sólo podía ser esto, aunque estaba en la proa y no en el combés. Las pantallas visoras seguían en funcionamiento; eran demasiado pequeñas para los humanos, pero mostraban las mismas estrellas y, seguramente, por medio de la misma clase de compensadores ópticos. Una consola de mandos describía un semicírculo en la pared frontal, demasiado grande para que un hombre solo se hiciera cargo de ella. Sin embargo, el diseñador no debía haber pensado más que un piloto, pues sólo un asiento había sido colocado en el centro del arco.
Había sido. Una pequeña columna de metal se levantaba desde el suelo. Había otras estructuras similares en distintos puntos, y los agujeros de los tornillos revelaban el lugar donde las sillas estaban sujetas. Pero los asientos habían sido retirados.
Van Rijn mordisqueó la cebolla y dio un tirón a su perilla.
—Pestilentemente grande, este panel —dijo—. Debe ser una raza de míseros pulpos, ¿eh? ¡Miren qué complicado!
Agitó el salame alrededor del semicírculo. La consola, que parecía estar hecha de algún polímero de fluorocarburo, tenía muy pocos interruptores o botones, pero docenas de placas luminosas, cada una de las cuales debía medir unos veinte centímetros cuadrados. Algunas estaban hundidas. Evidentemente, eran los mandos. Un cauteloso experimento demostró que se necesitaba una firme presión para moverlos. El experimento terminó en seguida, pues la cabina de carga de la nave se abrió y perdieron gran cantidad de aire antes de que Torrance apretara la placa que había estado comprobando con la fuerza suficiente para que el casco se resellara. No era prudente manosear una nave de propulsión atómica desconocida, especialmente fuera el espacio galáctico.
—Deben de ser fuertes como caballos, para navegar con este sistema sin agotarse —prosiguió van Rijn—. El tamaño de todas las cosas nos lo hace suponer así, ¿nie?
—Bueno, no exactamente, señor —dijo Torrance—. Las pantallas visoras parecen hechas para enanos. Los contadores todavía más. —Señaló una hilera de instrumentos, no mayores que botones, sobre los cuales brillaba un solo número (o letra, o ideograma, o ¿qué? Se parecían vagamente a los signos de la antigua China). Ocasionalmente, uno de los símbolos cambiaba de valor—. Un humano no podría utilizarlos mucho tiempo sin fatigarse considerablemente la vista. Claro que tener unos ojos mejor adaptados que los nuestros al trabajo detallista no demuestra que no sean gigantes. Es indudable que no puede llegarse a este interruptor sin tener unos brazos muy largos, y parece diseñado para manos grandes. —Poniéndose de puntillas, lo tocó él mismo, apretando el enorme dispositivo bipolar que tenía sobre la cabeza, justo encima del hipotético asiento del piloto.
El conmutador se abrió.
Se oyó un gran estrépito en popa. Torrance fue lanzado hacia atrás por una súbita fuerza. Se agarró a un estante del tabique inmediato para recobrar el equilibrio. El fino metal se curvó al asirse.
—¡Mortaja voladora y bodoques! —exclamó van Rijn. Separando sus piernas columnarias, alzó un brazo y puso el interruptor en su posición inicial. El ruido cesó. La normalidad volvió. Torrance se acercó apresuradamente a la puerta del puente, un gran arco, y gritó por el pasillo:
—¡Ya está! ¡No se preocupen! ¡Todo está bajo control!
—¿Qué infiernos ha pasado? —inquirió van Rijn. con más estridencia de la que le era habitual.
Torrance reprimió un ligero escalofrío.
—Yo diría que es un interruptor de emergencia. —La voz le falló—. Conecta el campo de gravedad a toda velocidad hacia delante, para no perder ninguna fuerza en los compensadores de aceleración. Claro que al estar en hiperpropulsión no ha sido muy efectivo. Sólo nos ha dado un, uh, menos de un tirón G intrínseco. En estado normal habríamos acelerado varias G, como mínimo. Es para huidas rápidas y… y…
—¡Y usted, con un cerebro como grasa fermentada y plátanos en vez de dedos, ha tenido la buena idea de abrirlo!
Torrance se sintió enrojecer.
—¿Cómo iba a saberlo, señor? No debo haber aplicado más de medio kilo de fuerza. Los interruptores de emergencia no se disparan con un simple contacto, después de todo. Considerando lo mucho que cuesta mover una de esas placas de control, ¿a quién se le habría ocurrido que el interruptor respondería a tan poco?
Van Rijn lo inspeccionó con más atención.
—Ahora veo que hay un gancho a modo de seguro —dijo—. Deben de usarlo cuando la nave está en un planeta de elevada gravedad. —Escudriñó un agujero situado casi en el centro del panel, de un centímetro de diámetro y quince de profundidad. Al fondo se proyectaba una pequeña llave—. Esto debe de ser otro mando especial, ¿eh? Más seguro que un interruptor. Se necesitarían unas pinzas muy pequeñas para darle la vuelta. —Se rascó los untados rizos—. Pero, en este caso, ¿por qué no tienen las pinzas a mano? No veo ningún clavo, repisa o cajón donde pueda estar.
—No me extraña —dijo Torrance—, cuando todo el interior ha sido desmantelado… No hay nada más que un montón de escoria en la sala de máquinas; metal fundido, plástico carbonizado… ropa de cama, muebles, cualquier cosa que pudiera darnos una pista para identificarles, se halla convertido en cenizas en una caldera provisional. Utilizaron su propio convertidor para suministrar el calor. Ésta fue la causa del flujo de neutrino que observó Yamamura. Deben de haber trabajado como demonios.
—Pero no habrán destruido todas las herramientas necesarias y las máquinas, ¿verdad? Hubiera sido más sencillo que hicieran explotar la nave y a nosotros con ella. Yo sudaba como una oveja antes de esquilar, por miedo a que se decidiesen. No es una forma muy agradable para que un viejo pecador termine sus días, destrozado entre los hediondos vapores radiactivos a trescientos años luz de las viñas de la Tierra.
—N-n-no. Por lo que podemos saber, después de una inspección superficial, no han saboteado absolutamente nada que sea vital. Claro que no estamos seguros. El grupo de Yamamura necesitaría varias semanas para hacerse una idea aproximada de cómo funciona esta nave, por no hablar de los detalles prácticos. Pero no creo que la tripulación haya pensado en suicidarse. Nos tienen más atrapados de lo que ellos mismos se imaginan. Unidos en pleno espacio, hacia su estrella de origen, quizá. De todos modos, casi en dirección opuesta al rumbo que nos interesa.
Torrance se dirigió hacia la salida.
—Lo mejor será dar un vistazo más detenido al zoológico, señor —prosiguió—. Yamamura sugiere el establecimiento de cierto material… ¡para ayudarnos a distinguir a la tripulación de los animales!
La cabina de carga principal ocupaba casi la mitad del volumen de la inmensa nave. Un pasillo inferior y un angosto pasadizo superior se abrían paso entre una doble hilera de cubículos de dos pisos. Éstos sumaban noventa y seis, y eran idénticos. Cada uno de ellos tenía unos cinco metros de lado, placas fluorescentes ajustables en el techo y un plástico, flexible y probablemente inerte, en el suelo. A lo largo de las paredes laterales se veían estantes y barras paralelas, para las criaturas aficionadas a saltar o trepar. La pared trasera estaba conectada a máquinas blindadas; Yamamura no se atrevió a manipularlas, pero dijo que seguramente regulaban la atmósfera, la temperatura, gravedad, saneamiento y otros factores ambientales dentro de cada «jaula». La pared frontal, que daba al pasillo y pasadizo, era transparente. Encerraba una sólida antecámara de compresión, casi tan alta como el mismo cubículo, motorizada, pero controlada por unas sencillas ruedas. Sólo unos pocos compartimentos estaban vacíos.
Los humanos no habían llevado tubos fluorescentes hasta allí, pues no era necesario. Torrance y van Rijn avanzaron entre las sombras, rodeados de monstruos; la luz simulada de una docena de soles diferentes centelleaba a su alrededor: roja, naranja, amarilla, verdosa, azul eléctrico.
Una cosa parecida a un tiburón gigante, aparte de los zarcillos que oscilaban en torno a su cabeza, nadaba en un cubículo lleno de agua entre frondosas algas marinas. Junto a ella había una jaula repleta de minúsculos reptiles voladores, con relucientes escamas de diferentes tonalidades, zigzagueando y esquivándose en el aire. Justo enfrente, cuatro mamíferos reposaban entre amarillentos vapores —hermosas criaturas, del tamaño de un oso—, con las rayas del tigre, que solían andar a cuatro patas, pero se levantaban ocasionalmente; después se veían las uñas retráctiles entre unos dedos cortos y gruesos, y las mandíbulas carnívoras en la maciza cabeza. Más lejos, los humanos pasaron frente a media docena de bestias rojas parecidas a nutrias de seis patas, retozando en un tanque de agua. Las máquinas ambientales habían decidido que aquélla era su hora de comer, pues un tanque alimentador vomitó grandes cantidades de material proteínico en un camellón y los animales brincaron hasta él para desgarrarlo con sus colmillos.
—Alimentación automática —observó Torrance—. Creo que la comida debe sintetizarse sobre la marcha, según las especificaciones de cada animal, determinadas por métodos bioquímicos. Igual que para la tripulación. Por lo menos, no hemos encontrado nada parecido a una despensa.
Van Rijn se estremeció.
—¿Nada más que alimentos sintéticos? ¿Ni siquiera una copita de ginebra antes de cenar? —Se animó súbitamente—. Ah, quizá éste sea un buen mercado para nosotros. Hasta que se hagan cargo de la situación, podemos sobrecargarles el precio.
—Primero —replicó Torrance—, hemos de encontrarles.
Yamamura se hallaba casi en el centro de la cabina, enfocando una serie de instrumentos sobre una jaula. Jeri estaba junto a él, dándole lo que solicitaba, enchufando y desenchufando una pequeña fuente alimentadora. Van Rijn se acercó a ellos.
—¿Se puede saber lo que hacen? —preguntó.
El ingeniero jefe volvió un paciente rostro moreno hacia él.
—Tengo el resto de la tripulación examinando el almacén con todo detalle, señor —dijo—. Me reuniré con ellos en cuanto la ciudadana Kofoed haya aprendido esta tarea. Puede encargarse de la inspección rutinaria, mientras el resto de nosotros utilizamos nuestros conocimientos para… —Se interrumpió. Sonrió tristemente—. Es imposible que comprendamos el funcionamiento de esos artilugios en menos de un mes de trabajo, pues nuestros utensilios de investigación son muy limitados.
—No disponemos de un mes —dijo van Rijn—. ¿Está comprobando el estado de cada jaula individual?
—Sí, señor. Como es natural, todo está medido en los indicadores, pero no sabemos leerlos, así que tenemos que hacer las mediciones nosotros mismos. Ya lo he arreglado todo para obtener la presión atmosférica y la temperatura artificial, el espectro de iluminación, y así sucesivamente. Es un trabajo lento, en gran parte debido a toda la aritmética que necesitamos para convertir las lecturas en datos. Afortunadamente, no tenemos que comprobar todos los cubículos, ni siquiera la mayor parte.
—No —dijo van Rijn—. Incluso un ciudadano normal y corriente podría darse cuenta de que esta nave no ha sido hecha por peces o pájaros. La verdad es que siempre se necesita alguna clase de manos.
—O tentáculos. —Yamamura hizo un gesto hacia el compartimiento que se hallaba frente a él. La luz que reinaba en su interior era rojiza. Varias criaturas negras andaban agitadamente de un lado a otro. Tenían un cuerpo cuadrúpedo con patas cortas y gruesas, el tórax parecido al de un centauro, y la cabeza recubierta por un material óseo. Debajo de la cabeza, desprovista de cara, se veían seis gruesos y viscosos brazos, en dos grupos de tres. Dos de ellos terminaban en tres dedos sin huesos, pero probablemente muy fuertes.
—Sospecho que éstos son nuestros tímidos amigos —dijo Yamamura—. Si es así, habremos ganado mucho tiempo. Respiran hidrógeno bajo presión y triple gravedad, a una temperatura de setenta bajo cero.
—¿Son los únicos que prefieren ese tipo de clima? —preguntó Torrance.
Yamamura le dirigió una escrutadora mirada.
—Comprendo a lo que se refiere, capitán. No, no lo son. Mientras montaba este aparato y lo probaba, he descubierto que las condiciones de otros tres cubículos son similares. Y en ellos, los animales son indudablemente animales, serpientes y cosas por el estilo, que no podrían haber construido esta nave.
—Pero estos pulpos-caballos no pueden ser la tripulación, ¿verdad? —preguntó tímidamente Jeri—. Quiero decir que, si la tripulación recogiera animales de otros planetas, no llevarían consigo sus propios animales, ¿verdad?
—Quizá sí —dijo van Rijn—. Nosotros tenemos un gato y una pareja de loros a bordo de la Hebe G. B., ¿nie? Por otra parte, hay muchos planetas con condiciones muy similares y aire saturado de hidrógeno, de igual modo que la Tierra y Freya son muy parecidos dentro de los planetas de oxígeno. Así que esto no prueba nada. —Se volvió hacia Yamamura, con el aspecto de un globo giratorio—. Veamos, aunque la tripulación extrajera el aire antes de que les abordáramos, ¿por qué no verificar sus depósitos de reserva? Si encontramos aire almacenado como el que respiran esos impostores…
—Ya había pensado en ello —dijo Yamamura—. En realidad, casi fue lo primero que ordené a mis hombres. No han descubierto nada; y no creo que tengan éxito. Lo que encontraron fue un colector catalítico adaptable. Por lo menos, lo parece, aunque necesitaríamos varios días para saberlo con seguridad. De todos modos, supongo que renueva el aire gastado y actúa de quimiosintetizador para sustituir las pérdidas de los compuestos inorgánicos simples. Es probable que la tripulación dejara escapar el aire antes de nuestro abordaje. Cuando nos vayamos, si lo hacemos, abrirán la puerta de su jaula particular a fin de que el aire salga por la rendija. El regulador ambiental hará que el quimiosintetizador lo sustituya automáticamente. Entonces, la nave se llenará de la clase de gas que necesitan para aventurarse a salir y reparar debidamente las cosas. —Se encogió de hombros—. Todo esto, en el caso de que lo necesiten. Quizá las condiciones terrestres les sienten a la perfección.
—Uh, sí —dijo Torrance—. ¿Qué les parece si seguimos trabajando, y alineamos las especies posiblemente inteligentes?
Van Rijn le siguió.
—¿Qué clase de inteligencia tienen esos malolientes bichos? —gruñó—. ¿Y por qué esta estúpida mascarada?
—No tiene nada de estúpida hasta el momento —repuso secamente Torrance—. Hemos sido arrastrados por una nave que no sabemos cómo detener. Deben confiar en que nos demos por vencidos y nos larguemos, o que sigamos tan desconcertados como hasta ahora hasta que la nave entre en su región de origen. En ese instante, probablemente un navío de guerra, o lo que tengan, nos detectará, se acercará y nos abordará para descubrir lo que ha ocurrido.
Se detuvo frente a un compartimiento.
—Me pregunto si…
El cuadrúpedo que había dentro era del tamaño de un elefante, aunque de complexión más esbelta, indicadora de una gravedad inferior a la de la Tierra. Tenía la piel verde y ligeramente escamosa, con un collarín de plumas a lo largo de la espalda. Los ojos con los que lo observaba todo eran atentos y enigmáticos. Tenía una trompa similar a la de los elefantes, que acababa en una anilla de seudodáctilos que debían ser tan sensibles y fuertes como los dedos humanos.
—¿Hasta qué punto podría desenvolverse una raza con un solo brazo? —murmuró Torrance—. Aproximadamente igual que nosotros, me imagino, aunque no con tanta facilidad. Podrían compensarlo con algo más de fuerza. Ese tórax podría doblar una barra de hierro.
Van Rijn lanzó un gruñido y pasó de largo un cubículo de ungulados con plumas. Se detuvo frente al siguiente.
—Aquí hay unas bestias que podrían ser las que buscamos —dijo—. Tuvimos una parecida en la Tierra. ¿Cómo se llamaba? ¿Quintila? No, gorila. O chimpancé, mejor dicho, del tamaño de un gorila.
Torrance sintió que el corazón le daba un vuelco. Las dos secciones contiguas encerraban cuatro animales de una especie que parecía extremadamente prometedora. Eran bípedos, de piernas cortas y brazos largos. Medían unos dos metros de altura estando de pie, tenían brazos de tres metros, que indudablemente podrían hacer funcionar por sí solos la consola de mandos. Las muñecas, tan gruesas como el muslo de un hombre, terminaban en unas manos proporcionadas, con cuatro dedos y un verdadero pulgar. Los pies de tres dedos estaban hechos para andar, como los pies del hombre. Su cuerpo estaba recubierto de vello pardo. Tenían la cabeza relativamente pequeña, y acabada en punta, con grandes hocicos y brillantes ojos debajo de unas cejas cavernosas. Mientras paseaban de un lado a otro, Torrance vio que estaban divididos en machos y hembras. A cada lado del cuello tenían un lumen cerrado por esfínteres. La luz que había sobre ellos era del color blanco amarillento característico de una estrella tipo solar.
Tuvo que hacer un esfuerzo para responder:
—No estoy seguro. Estas enormes mandíbulas tienen que requerir los correspondientes músculos maxilares, ligados a un reborde de la coronilla. Eso restringiría su capacidad craneal.
—¿Y si tuvieran el cerebro en el vientre? —inquirió van Rijn.
—Bueno, algunas personas lo tienen —murmuró Torrance. Al ver que el comerciante reprimía una carcajada, se apresuró a añadir—: No, la verdad es que eso sería difícil de creer, señor. Los senderos neurales habrían de ser demasiado largos. Todos los animales que conozco, siempre que posean un sistema nervioso central, tienen el cerebro cerca de los principales órganos sensitivos, que están localizados en la cabeza. Sin duda, un cerebro relativamente pequeño, dentro de unos límites, no significa que estas criaturas no sean inteligentes. Sus neuronas pueden ser mucho más eficaces que las muestras.
—¡Puf, qué asco! —dijo van Rijn—. ¡Puede, puede, puede! —Mientras proseguían su inspección de las extrañas figuras añadió—: Tampoco podemos guiamos demasiado por la atmósfera o la luz. Si se ha escondido, la tripulación podría variar las condiciones en las que suelen vivir, sin perjuicio para sí mismos. Igual que la gravedad, en un veinte o treinta por ciento.
—Confío en que respiren oxígeno, aunque… ¡Oh!
Torrance se detuvo en seco. Al cabo de un momento, se dio cuenta de lo que le había parecido tan extraño en las diversas figuras iluminadas por el fulgor anaranjado. Estaban recubiertas por una sustancia quitinosa, no eran mucho mayores que un casco militar más o menos cuadrado y tenían casi la misma forma. Cuatro patas cortas y gruesas se proyectaban desde la parte inferior para transportarles torpemente sobre unos pies con talones, así como un par de cortos tentáculos rematados por un grupo de cilios. No tenían nada especial, considerando a los animales extraterrestres, excepto los dos ojos situados debajo de cada casco: tan grandes y relativamente humanos como, bueno, los ojos de un pulpo.
—Tortugas —exclamó van Rijn—. Armadillos, como máximo.
—No puede haber ningún peligro en que Jer… la ciudadana Kofoed verifique su medio ambiente —dijo Torrance.
—Quizá sea una pérdida de tiempo.
—Me pregunto lo que deben de comer. No les veo la boca.
—Esos tentáculos parecen ventosas capilares. Apuesto a que son parásitos, o sanguijuelas excesivamente crecidas, o alguna cosa parecida a uno de mis competidores. Vámonos.
—¿Qué haremos una vez vayamos establecido qué especies podrían ser la tripulación? —preguntó Torrance—. ¿Intentar comunicarnos con ellos uno por uno?
—No nos servirían de mucho, la verdad. Se han escondido porque no quieren comunicarse. A menos que les demostremos que no somos Adderkops…, pero no sé cómo.
—¡Espere! ¿Por qué iban a esconderse, si ya han tenido contacto con los Adderkops? No les serviría de nada.
—¿Y quién le ha dicho tal cosa? —repuso van Rijn—. Para llamarles de algún modo, les bautizaremos con el nombre de Eksers. Muy bien. Los Eksers hace tiempo que viajan por el espacio, pero el espacio es tan grande que nunca se han tropezado con humanos. Entonces surge la nación Adderkop, en este sector donde nunca había habido humanos. Los Eksers oyen hablar de esa horrible especie nueva que también se ha aventurado en el espacio. Aterrizan en planetas primitivos que los Adderkops han invadido, hablan con los nativos, quizá plantaran cámaras automáticas donde creyesen que los Adderkops no tardarían en presentarse, quizá espiaran los campamentos Adderkops desde lejos o capturasen una solitaria nave Adderkop. Así que saben cómo son los humanos, pero no gran cosa más. No quieren que los humanos conozcan su existencia, así que esquivan el encuentro; no quieren problemas. Por lo menos, hasta que estén preparados para declararles la guerra. ¡Fétidas planchas del infierno! Torrance, debemos establecer relaciones amistosas con esta tripulación, para que nos lleve a Freya y después vaya a decir a sus líderes que no todos los humanos somos tan malos como los repugnantes Adderkops. De lo contrario, quizá nos despertemos un buen día y nos enteremos de que los Eksers han atacado algunos de nuestros planetas, y antes de que la lucha termine, habremos gastado billones de créditos. —Agitó los puños en el aire y vociferó como un toro herido—. ¡Es nuestro deber evitarlo!
—Yo diría que nuestro primer deber es regresar vivos a casa —respondió secamente Torrance—. Tengo mujer e hijos.
—Entonces, deje de lanzar miradas lánguidas a Jeri Kofoed. Yo la vi primero.
La búsqueda desembocó en una nueva posibilidad. Cuatro organismos de la altura de un hombre y la complexión de una oruga de robustas patas, envueltos por una luz verdosa. Tenían el cuerpo azul oscuro, con manchas plateadas. Un torso semejante al de los centauroides tentaculados, pero más corpulento, y con dos brazos verdaderos. Las manos carecían de pulgares, pero seis dedos dispuestos alrededor de tres cuartos de círculo podían realizar las mismas cosas. No era que unas manos perfectas demostraran una inteligencia efectiva; en la Tierra, no sólo los simios sino numerosos reptiles y anfibios las poseían, aunque fueran los hombres quienes las tenían más perfeccionadas, y los antepasados simiescos del hombre estaban tan bien equipados en este aspecto como actualmente. Sin embargo, la cabeza redonda y cara plana de estos seres, los grandes y brillantes ojos debajo de unas antenas emplumadas de función confusa, las pequeñas mandíbulas y los delicados labios, todo resultaba prometedor.
¿Prometedor, en qué sentido?, pensó Torrance.
Tres días después se dirigió hacia la sala de máquinas de la nave Ekser por el pasillo central.
El corredor era un gran hemicilindro revestido con el mismo plástico gris que las jaulas; allí, las pisadas casi no se oían y las palabras no resonaban. Pero reinaba una vibración más profunda, el zumbido casi subliminal del hipermotor, que impulsaba a la nave hacia una estrella desconocida a través de la oscuridad, y anunciaba su presencia a cualquier otra nave que se hallara a un año luz de ellos. Los fluorescentes instalados por los humanos estaban muy distanciados, así que uno pasaba por bandas de sombras. Varias habitaciones sin puerta se abrían al pasillo. Algunas todavía estaban llenas de suministros, y por muy peculiar que fuera la forma de las herramientas, e inimaginable su utilidad, proporcionaba la seguridad de que uno seguía viviendo, y aún no era un espectro a bordo del Buque Fantasma. Sin embargo, otras cabinas estaban vacías. Y su desnudez hacía estremecer a Torrance.
En ningún sitio quedaban indicios personales. Los libros, tanto codificados como amplificados, sobrevivían, pero en la simbología de un planeta extranjero. Los huecos existentes en los estantes sugerían que todos los volúmenes ilustrados habían sido sacrificados. Se veía claramente que todos los cuadros que adornaban las paredes habían sido arrancados. En las grandes cabinas privadas, en una todavía más grande que debió de ser el salón, así como en la sala de máquinas, taller y puente, sólo quedaban los bolardos utilizados para sujetar los muebles. En los tabiques de las cabinas se abrían largos nichos y pequeños cubículos, pero como toda la ropa de cama había sido destruida en una caldera, resultaba imposible adivinar cuáles eran las literas… si es que había. Ropa, ornamentos, utensilios de cocina y mesa, todo había sido destruido. Una de las habitaciones debía de haber sido un lavabo, pero los sanitarios también fueron arrancados. Otra podía haber sido utilizada para estudios científicos, seguramente de animales capturados, pero estaba tan destrozada que ningún humano podía estar seguro.
Por Dios, no tienes más remedio que admirarlos, pensó Torrance. Capturados por seres a los cuales todos los indicios señalaban como monstruos sin conciencia, los extranjeros no habían escogido la solución más fácil, la explosión atómica que aniquilaría a ambas tripulaciones. Podrían haberlo hecho, pero aquélla era una nave zoológica. Sin embargo, viendo una posibilidad de sobrevivir, se asieron a ella, con una osadía imaginativa que pocos humanos habrían igualado. Ahora se hallaban a la vista de todos, esperando que los monstruos se marchasen —sin hacer explotar su nave por mero despecho— o que apareciera otra astronave para rescatarlos. No tenían medios para saber que sus capturadores no eran Adderkops, o que aquel sector pronto estaría lleno de escuadrones Adderkops; los bandidos raramente se aventuraban a llegar tan cerca de Valhalla. Dentro de los límites de la información disponible, los extranjeros actuaban con completa lógica. Pero, ¡qué valor se necesitaba!
Me gustaría poder identificarlos y hacernos amigos, pensó Torrance. Los Eksers serían unos magníficos amigos para la Tierra, O Ramanujan, o Freya, o toda la Liga Polesotécnica. Con una sonrisa irónica: Apostaría algo a que no se dejarían engañar tan fácilmente como cree el viejo Nick. Incluso es posible que le engañen a él. ¡Cómo me gustaría presenciarlo!
Sin embargo, mis razones son más personales, pensó con desolación. Si no aclaramos pronto este malentendido, ni ellos ni nosotros podremos explicarlo. Y tiene que ser pronto. Si tenemos otros tres o cuatro días de gracia, podemos considerarnos muy afortunados.
El pasillo desembocaba en un pozo, con rampas que descendían en varias curvas hasta un par de puertas automáticas. Una de las puertas conducía a la sala de máquinas y Torrance ya lo sabía. Al otro lado, un convertidor nuclear proporcionaba energía al sistema eléctrico de la nave, conos gravíticos e hiperpropulsión; los principios que regulaban todo el proceso le eran conocidos, pero los motores con los que debía enfrentarse eran máquinas revestidas de metal y con símbolos extranjeros. Se dirigió hacia la otra puerta, que conducía a un taller. La mayor parte del equipo allí almacenado era identificable, a pesar de que apareciese deformado ante sus ojos: torno, prensa taladradora, osciloscopio, reactivo de cristal. Lo demás constituía un misterio. Yamamura se hallaba sentado frente a una improvisada mesa, y ajustaba la pieza de un aparato electrónico. A su alrededor se veían otros dispositivos, mezclados en una cesta. Su rostro estaba horriblemente demacrado, y sus manos temblaban. Había trabajado sin descanso, tomando estimulantes para no dormirse.
Cuando Torrance entró, el ingeniero estaba hablando con Betancourt, el encargado de las comunicaciones. Toda la tripulación de la Hebe G. B. se hallaba bajo la dirección de Yamamura, en un frenético intento de desbordar a los Eksers averiguando por sí sólos cómo funcionaba la nave.
—He identificado la disposición eléctrica básica, señor —decía Betancourt—. No perforan directamente el convertidor tal como nosotros; es evidente que no tienen nuestros métodos reductores. En cambio, utilizan un permutador térmico para activar un generador extremadamente grande… sí, lo mismo que usted identificó como una dinamo tipo armadura… y obtienen la corriente alterna de la nave a partir de él. Cuando se necesita corriente continua, la corriente alterna pasa por una serie de planchas rectificadoras que, por su aspecto, deben de ser de óxido de cobre. Están desnudas, detrás de una pantalla protectora, aunque pasa tanta corriente a través de ellas que están demasiado calientes para mirarlas de cerca. Todo me parece bastante primitivo.
—O, simplemente, distinto —suspiró Yamamura—. Nosotros utilizamos un convertidor de fusión, una de cuyas ventajas es que podemos obtener directamente la corriente eléctrica. Ellos pueden haber perfeccionado una planta energética que utilice moderadamente los elementos pesados con pequeñas fracciones embaladoras positivas. Recuerdo que se experimentó en la Tierra hace mucho tiempo, y se descartó por impráctico. Pero quizá los Eksers sean mejores ingenieros que nosotros. Dicho sistema tendría la ventaja de necesitar menos refinamiento de combustible… lo cual seria una verdadera ventaja para una nave que merodeara entre planetas inexplorados. Quizá sea suficiente para justificar ese torpe permutador térmico y ese sistema rectificador. No lo sabemos.
Contempló fijamente los cables que estaban soldando.
—No sabemos absolutamente nada —dijo. Al ver a Torrance—: Bueno, continúe trabajando, ciudadano Betancourt. Y recuerde, festina lente.
—¿Por miedo a destrozar la nave? —preguntó el capitán.
Yamamura asintió.
—Los Eksers tenían que saber que una nave tan pequeña como la nuestra no podía generar un campo de hiperfuerza tan grande como para remolcar su propia embarcación a casa —repuso—. Por lo tanto, se habrán asegurado de que sus capturadores no sepan dominarla a su antojo. Es posible que haya algún explosivo listo para detonar si damos algún paso en falso; y, ¿cómo íbamos a reparar el mecanismo destruido? Así pues, debemos actuar con la mayor precaución. Con tanta precaución que las posibilidades de entender los mandos antes de que los Adderkops nos den alcance son casi nulas.
—De todos modos, sirve para mantener ocupada a la tripulación.
—Eso es bastante útil. Bueno, señor, casi tengo el aparato básico terminado. Todo parece ir bien. Ahora sólo tiene que decirme el animal que debo investigar primero. —Como Torrance vacilase, el ingeniero explicó—: Tengo que adaptar el equipo para la criatura en cuestión, ¿comprende? Especialmente si respira hidrógeno.
Torrance meneó la cabeza.
—Oxígeno. En realidad, viven en un medio ambiente tan similar al nuestro que podríamos entrar tranquilamente en su jaula. Los goriloides. Así los hemos denominado Jeri y yo. Esos bípedos lanudos de dos metros de estatura con cara de mono.
Yamamura puso también cara de mono.
—¿Unos animales tan grandes? ¿Acaso han mostrado algún signo de inteligencia?
—No. Pero, ¿qué otra cosa esperaba de los Eksers? Jeri Kofoed y yo hemos hecho mil intentos delante de las jaulas de las especies posibles; les hemos hablado por signos, hecho dibujos, todo lo que se nos ha ocurrido, para comunicarles que no somos Adderkops y que también a nosotros nos persiguen. Naturalmente, no hemos tenido suerte. Todos los animales nos contemplaron con interés, excepto los goriloides… lo cual puede o no puede demostrar algo.
—¿A qué animales se refiere? He estado tan ocupado…
—Bueno, podemos llamarlos monos atigrados, centauros tentaculados, elefantoides, bestias con casco y orugas. Ya sé que esto es extender la cuestión; los monos atigrados y las bestias con casco son altamente improbables, por no decir absolutamente, y los elefantoides no son mucho más convincentes. Los goriloides poseen el tamaño más adecuado y las manos de aspecto más efectivo, y, como he dicho, respiran oxígeno, así que los examinaremos en primer lugar. Supongo que los próximos, en orden de probabilidad, son las orugas y los centauros tentaculados. Pero las orugas, aunque también respiren oxígeno, son de un planeta de alta gravedad; su presión de aire nos ocasionaría narcosis en muy poco tiempo. Los centauros tentaculados respiran hidrógeno. En cualquier caso, tendremos que trabajar con traje espacial.
—Con los goriloides ya tendré bastantes problemas, muchísimas gracias.
Torrance miró hacia la improvisada mesa.
—¿Qué se propone hacer exactamente? —preguntó—. He estado demasiado ocupado en solucionar este problema para interesarme por su propio trabajo.
—He adaptado algunas cosas para el maletín médico —dijo Yamamura—. Una especie de olfalmoscopio, por ejemplo, porque los instrumentos de la nave usan claves cromáticas y símbolos finamente trazados, así que los Eksers deben de tener ojos tan buenos como los nuestros. Y aquí hay un indicador de impulsos nerviosos. Detecta los flujos sinápticos y refleja una imagen tridimensional en aquella caja de cristal, además de mostrarnos todo el sistema nervioso funcionando como una serie de líneas luminosas. Al relacionar esta amplia anatomía, habremos identificado toscamente el sistema simpático y parasimpático, o sus equivalentes, o así lo espero. Y el cerebro. Y, lo que importa realmente, los grados de actividad cerebral más o menos independiente de los otros senderos nerviosos. Es decir, si el animal piensa o no.
Se encogió de hombros.
—Conmigo funciona muy bien. Lo que no sé es si funcionará en un no humano, especialmente en este tipo de atmósfera. Estoy seguro de que tendrá algún defecto.
—Siempre podemos intentarlo —repuso Torrance con preocupación.
—Supongo que el viejo Nick se ha sentado a pensar —dijo Yamamura con estridente voz—. Hace mucho rato que no le veo.
—Tampoco nos ha estado ayudando a Jeri y a mí —dijo Torrance—. Nos comentó que nuestras tentativas para comunicarnos serían inútiles hasta que pudiéramos demostrar a los Eksers que sabemos quiénes son. Y dijo que, incluso así, la única comunicación posible, al principio, sería con gestos hechos por una pistola.
—Probablemente tenga razón.
—¡No tiene razón! Lógicamente, quizá, pero no psicológicamente; ni moralmente. Se sienta en sus habitaciones con una caja de coñac y un montón de cigarros. El cocinero, que debería estar aquí ayudando, ha tenido que quedarse a bordo del yate para hacerle sus malditas comidas de gourmet. ¡Cualquiera diría que no le importa que volemos por los aires!
Recordó su juramento de fidelidad, su posición de oficial, y muchas otras cosas. Parecían absurdas, estando al borde de la extinción. Pero la costumbre era grande. Tragó saliva y dijo con voz ronca:
—Lo siento. Haga el favor de olvidar mis palabras. Cuando esté preparado, ciudadano Yamamura, examinaremos a los goriloides.
Seis hombres y Jeri se quedaron en el pasillo con sendos revólveres cargados. Torrance deseó fervientemente que no se vieran obligados a disparar. Y también deseó que, si debían hacerlo, él siguiera con vida.
Hizo una seña a los cuatro miembros de la tripulación que estaban a su espalda.
—Adelante, muchachos.
Se humedeció los labios. El corazón le dio un vuelco. Ser capitán era muy bonito hasta que llegaba un momento como aquél, cuando tenías que justificar tus privilegios especiales.
Dio la vuelta a la rueda de control exterior. El motor de la antecámara de compresión zumbó y se abrieron las puertas. Y él entró en una jaula de los goriloides.
Los diferenciales de presión no eran tan importantes como para inquietarse por ellos, pero después de tanto tiempo a un cuarto de gravedad, entrar en un campo donde sólo reinaba un diez por ciento menos que en la Tierra era como una bofetada. Se tambaleó, estuvo a punto de caerse, intentó respirar normalmente en un aire cálido y denso y lleno de hedores desconocidos. Apoyándose en la pared, observó a los cuatro bípedos. Sus pardos y lanudos cuerpos se elevaban hasta alturas imponentes, donde se veían sus toscas caras. Unos ojos sombreados por espesas cejas le contemplaban. Reposó una mano sobre su pistola. Él tampoco quería disparar. Era imposible saber qué efecto provocaría el arma en el sistema nervioso de un no humano; y si éstos constituían realmente la tripulación de la nave, lo peor que podía hacer era infligir graves daños a uno de ellos. Pero no estaba acostumbrado a ser el más bajo y frágil. El contacto de la nudosa culata era un consuelo.
Uno de los machos lanzó un profundo rugido, y adelantó un paso. Su afilada cabeza dio una sacudida hacia delante, los esfínteres de su cuello se abrieron y cerraron como bocas succionantes; sus mandíbulas se separaron para mostrar unos dientes blanquísimos.
Torrance retrocedió hacia una esquina.
—Intentaré apartar de los otros a ese que lleva la voz cantante —dijo en voz baja—. Entonces, no le dejen escapar.
—De acuerdo. —Un corpulento nómada de ojos rasgados procedente de Altai desenrolló una cuerda. Detrás de él, los otros tres extendieron una red tejida para este propósito.
El goriloide se detuvo. Una de las hembras lanzó un grito. El macho pareció decidirse. Impidió que los demás se movieran con un gesto extrañamente humano y avanzó hacia Torrance.
El capitán desenfundó su pistola, apuntó temblorosamente, volvió a enfundarla, y extendió ambas manos.
—Amigos —dijo, con voz ronca.
Su esperanza de que la mascarada diese resultado le pareció súbitamente ridícula. Dio un salto hacia la antecámara de comprensión. El goriloide lanzó un gruñido y le atacó. Torrance no reaccionó con bastante rapidez. La mano le desgarró la camisa y dejó una senda de sangre en su pecho. Cayó de rodillas, traspasado por el dolor. El lazo del nómada de Altai voló por los aires y cayó en picado. Atrapado por los tobillos, el goriloide se desplomó. Su peso sacudió el cubículo.
—¡A él! ¡Cuidado con los brazos! Aquí…
Torrance se puso vacilantemente en pie. Más allá de la refriega, donde cuatro hombres se esforzaban por cubrir a un rugiente monstruo con una red, vio a las tres criaturas restantes. Estaban amontonadas en el rincón opuesto, aullando sin cesar. El compartimiento era como el interior de un tambor.
—Sáquenlo en seguida —jadeó Torrance—; antes que los demás ataquen.
Extrajo nuevamente la pistola. Si eran inteligentes, sabrían que aquello debía de ser un arma. De todos modos, podían atacar… Hábilmente, el hombre de Altai enlazó un brazo, rodeó el torso del gigante con la cuerda y estiró el nudo corredizo. La red cayó sobre él. Inmovilizado por las cuerdas de resistente fibra, el goriloide fue arrastrado hasta la entrada. Otro de los machos avanzó, paso a paso. Torrance se mantuvo firme. Los aullidos animales y los gritos humanos le rodeaban, le envolvían. La herida le hizo tambalear. Vio con insólita claridad el hocico lleno de dientes que podía destrozarle la cabeza, los ojillos rojos de furia, las manos tan parecidas a las suyas pero de piel negra, cuatro dedos, y enormes…
—¡Todo listo, capitán!
El goriloide dio un salto hacia delante. Torrance se escabulló por la antecámara de compresión. El gigante le siguió. Torrance se apuntaló en el pasillo y le apuntó con la pistola. El goriloide se detuvo en seco, se estremeció, miró a su alrededor con algo parecido al asombro, y retrocedió. Torrance cerró la antecámara de compresión.
Después se sentó y empezó a temblar.
Jeri se inclinó sobre él.
—¿Se encuentra bien? —preguntó—. ¡Oh! ¡Está herido!
—No es nada —murmuró—. Dame un cigarrillo, por favor.
Ella sacó uno de la bolsa del cinturón y, con una serenidad admirable, le dijo:
—Supongo que sólo es una contusión y un arañazo profundo. De todos modos, lo mejor será asegurarse y esterilizarlo. Puede infectarse.
Él asintió, pero no se movió de donde estaba hasta haber terminado el cigarrillo. Al final del corredor, los hombres de Yamamura habían sujetado al cautivo a un armazón de acero. Ileso pero indefenso, el animal lanzó un grito y trató de morder al ingeniero cuando éste se aproximó con sus utensilios. Todo hacía pensar que devolverlo al cubículo sería casi tan difícil como sacarlo.
Torrance se levantó. A través de la pared transparente, vio que el goriloide hembra rasgaba furiosamente un pedazo de tela, y entonces se dio cuenta de que había perdido él turbante durante la lucha. Suspiró.
—No podremos hacer gran cosa hasta que Yamamura emita su veredicto —dijo—. Vámonos, nos conviene descansar un rato.
—Primero hay que curarle la herida —dijo firmemente Jeri, asiéndole por un brazo. Se dirigieron hacia el hueco de entrada, atravesaron el tubo, y entraron en el continuo medio peso de la Hebe G.B. que van Rijn prefería. Apenas hablaron mientras Jeri le quitaba la camisa a Torrance, mojaba la herida con desinfectante universal, que apestaba a demonios, y la vendaba. Después, él sugirió que tomaran una copa.
Entraron en el salón. Con gran sorpresa por parte de ambos, y desagrado por parte de Torrance, van Rijn se encontraba allí. Se hallaba sentado a la mesa de caoba, vestido con su sarong habitual, con una botella a su derecha y un cigarro de Triquinopoly a su izquierda. Un montón de papeles se extendía ante él.
—Ah, vamos —dijo, alzando la vista—. ¿Qué hay?
—En estos momentos, están examinando a un goriloide. —Torrance se dejó caer en un sillón. Como el camarero había sido requerido para la partida de captura, Jeri fue a buscar las bebidas. Su voz llegó hasta ellos, desafiante:
—El capitán Torrance ha estado a punto de perecer en el intento. ¿Es que ni siquiera podías venir a verlo, Nick?
—¿De qué hubiera servido ir a verlo, como un turista con ojos de besugo? —replicó el comerciante—. No hago ningún secreto de ello; ya soy demasiado viejo y gordo para cazar monos de tamaño familiar. Por otra parte, mis conocimientos técnicos no son suficientes para ayudar a Yamamura. —Lanzó una bocanada de humo y añadió complacientemente—: Además, éste no es mi trabajo. Yo no soy un especialista, no tengo ningún diploma universitario, y he estudiado en la dura escuela de la vida. Sin embargo, he aprendido a hacer que ellos hagan las cosas por mí, y también a hacer algo de provecho con sus actos.
Torrance respiró profundamente. Una vez desaparecida la tensión, empezaba a sentirse inmensamente cansado.
—¿Qué estaba haciendo? —preguntó.
—Inspeccionaba los informes de ingeniería sobre la nave Ekser —dijo van Rijn—. Ordené que todo el mundo anotara lo que iba viendo. Es posible que en alguna de estas notas esté la pista que necesitamos. Si los goriloides no son los Eksers, quiero decir. Sin embargo, pueden serlo, y no veo forma de eliminarlos como no sea con las pruebas de Yamamura.
Torrance se restregó los ojos.
—Quizá no lo sean —dijo—. La mayor parte de lo que hemos visto parece diseñado para unas manos grandes. Pero algunas herramientas, principalmente, son tan pequeñas que… oh, bueno, supongo que un no humano podría estar tan desconcertado como nosotros ante un surtido de nuestras propias herramientas. ¿Acaso tiene sentido que una misma raza utilice almádenas y agujas de grabar?
Jeri volvió con dos vasos de whisky y soda. La siguió con la mirada. Enfundada en una ajustada blusa y una falda por encima de las rodillas, valía la pena mirarla. Se sentó junto a él, en vez de hacerlo junto a van Rijn, cuyos ojillos centellearon.
Sin embargo, el anciano habló suavemente:
—Me gustaría que me hiciera una lista, ahora mismo, de las demás posibilidades, y de lo que le impulsa a pensar así. Yo también las he considerado, pero mis propias ideas no están todavía muy claras y quizá me sirva de mucho algo que pueda ocurrírsele a usted.
Torrance asintió. Le complacía hablar de su trabajo, a pesar de que él lo había supervisado una docena de veces con Jeri y Yamamura.
—Bueno —dijo—, los centauros tentaculados no parecen muy probables. Ya sabe a los que me refiero. Viven bajo una luz rojiza y una gravedad mucho menor que la de la Tierra. Un sol mortecino y una baja temperatura podrían ser la causa de que su planeta retuviera hidrógeno, porque eso es lo que respiran, hidrógeno y argón. Ya sabe qué aspecto tienen: el cuerpo parecido a un rinoceronte, un torso con cabeza de huesos planos y tentáculos en forma de dedos. Como los goriloides, son lo suficientemente grandes como para pilotar fácilmente esta nave.
»Todos los demás respiran oxígeno. Los que llamamos orugas —los largos, con muchas patas, de color azul y plata, con las extrañas manos y la cara de expresión, particularmente inteligente— proceden de un mundo poco convencional. Debe de ser grande. Están bajo tres G en su jaula, y su ajuste de fluido corporal se descompondría, si estuvieran acostumbrados a un peso mucho menor. No obstante, su planeta tiene oxígeno y nitrógeno en vez de hidrógeno, con una presión doce veces superior a la de la atmósfera terrestre. La temperatura es bastante alta, cincuenta grados. Me imagino que su mundo, aunque de masa casi joviana, está tan cercano a su sol que el hidrógeno se evaporó, dejando un campo para la evolución similar al de la Tierra.
»El elefantoide procede de un planeta con sólo la mitad de nuestra gravedad. Es el único animal grande con un tronco rematado por dedos. Vive en un aire demasiado tenue para nosotros, lo cual indica que la gravedad de su cubículo tampoco es simulada.
Torrance dio un largo trago.
—Los demás viven en unas circunstancias ambientales muy parecidas a las terrestres —prosiguió—. Por esta razón, creo que tienen más probabilidades de ser los Eksers. Pero la verdad es que, excepto los goriloides, dichas probabilidades son muy remotas. Las bestias del casco…
—¿Cómo dice? —inquirió van Rijn.
—Oh, ¿no las recuerdas? —contestó Jeri—. Esas ocho o nueve criaturas como tortugas jorobadas, no mucho mayores que nuestra cabeza. Se arrastran sobre pies con uñas, agitando unos pequeños tentáculos que terminan en filamentos. Les sirven para comer una mezcla casi líquida que las máquinas vierten en su comedero. No tienen nada parecido a unas manos efectivas… los tentáculos no podrían hacer muchas cosas… pero les hemos dedicado parte de nuestro tiempo porque tienen unos ojos que parecen más desarrollados que los de la mayoría de los parásitos.
—Los parásitos no son inteligentes —dijo van Rijn—. Tienen otras formas de vida mucho mejores, te lo aseguro. Hay que averiguar si son realmente parásitos, en su ambiente original, y no tienen manos escondidas dentro de la concha, antes de descartarlos completamente. ¿Qué otros hay?
—Los monos atigrados —dijo Torrance—. Esos carnívoros rayados que parecen osos. Pasan la mayor parte del tiempo a cuatro patas, pero se levantan y caminan sobre las extremidades posteriores de vez en cuando, y además tienen manos. Torpes, sin pulgares, con uñas retráctiles, pero en todas las extremidades. ¿Son tan buenas cuatro manos sin pulgares como dos con pulgares? No lo sé. Estoy demasiado cansado para pensar.
—Y eso es todo, ¿eh? —Van Rijn se llevó la botella a los labios. Tras un buen trago la dejó, eructó y sacó una nube de humo por su majestuosa nariz.
—¿Cuáles serán los próximos, en el caso de que fallen los goriloides?
—Seguramente, las orugas, a pesar de la presión del aire —dijo Jeri—. Después… oh… los centauros tentaculados, me imagino. Después quizá los…
—¡Rayos y centellas! —Van Rijn descargó un puñetazo sobre la mesa. La botella y los vasos se tambalearon—. ¿Cuánto tiempo se necesita para atrapar y examinar a cada ejemplar? Horas, ¿nie? Y entre uno y otro, hay que ajustar el aparato a un nuevo conjunto de características. Además, Yamamura no tardará en derrumbarse si no puede dormir pronto, ¿y qué otro es capaz de hacer su trabajo? Mientras tanto, los malditos Adderkops van acercándose. ¡No tenemos tiempo para ese método! Si no son los goriloides, sólo la lógica podrá ayudarnos. Tenemos que deducir quiénes son los Eksers por los hechos que poseemos.
—Adelante. —Torrance apuro su bebida—. Yo me voy a dormir un rato.
Van Rijn se sonrojó de cólera.
—¡Eso es! —exclamó—. Igual que todo el mundo. Descansen y huelguen, bailen y canten, diviértanse durante todo el día. Porque siempre tienen al pobre Nicholas van Rijn para encargarle el trabajo y trasladarle la responsabilidad. Oh, querido San Dismas, ¿por qué no haces que por lo menos otra persona sirva para algo?
Torrance fue despertado por Yamamura. Los goriloides no eran los Eksers. No distinguían los colores y eran incapaces de concentrarse en los instrumentos de la nave; tenían el cerebro muy pequeño, y casi toda la masa estaba únicamente destinada a funciones animales. Calculaba que su inteligencia podía equipararse a la de un perro.
El capitán se hallaba en el puente del yate, porque era un lugar conocido, y trataba de acostumbrarse a la idea de que estaba predestinado.
El espacio nunca le había parecido tan hermoso como en aquel momento. No estaba familiarizado con las constelaciones locales, pero su experta mirada identificó Perseo, Auriga, Taurus, no muy distorsionados ya que se encontraba en la dirección de la Tierra (y de Ramanujan, donde doradas torres se elevaban por encima de la bruma para reflejar los primeros rayos de sol, medio oculto tras el azulado Monte Gandhi). También distinguió algunas estrellas individualmente: la rojiza Betelgeuse, la ambarina Espiga, las estrellas piloto por las que se había guiado a lo largo de toda su vida como astronauta. El resto del cielo estaba invadido por pequeñas hogueras congeladas, en una oscuridad despejada e interminable. La Vía Láctea lo circundaba con su frío color plateado, una nebulosa lanzaba destellos verdes, y otra galaxia daba vueltas en el misterioso borde de la visibilidad. Pensaba menos en los planetas que conocía, incluso en el suyo propio, que en aquel viaje entre ellos próximo a finalizar. Porque así ocurriría, en una explosión de violencia demasiado rápida para sentirla. Era mejor desaparecer limpiamente cuando los Adderkops llegaran, que acabar en sus calabozos.
Apagó el cigarrillo. Al regresar, su mano acarició las queridas formas de los mandos. Conocía cada interruptor y botón tan bien como sus propios dedos. Aquella nave era suya; en cierto modo, era él mismo. No como la otra, cuyo insensato tablero de mandos necesitaba un gigante y un enano, cuyo interruptor de emergencia se conectaba con una mera presión si no estaba debidamente asegurado, cuyo…
Un ligero ruido de pasos le hizo girar en redondo. Irracionalmente, tanta era su tensión, el corazón le dio un vuelco. Al ver que era Jeri, todos sus músculos se relajaron, pero el pulso continuó latiéndole apresuradamente.
Ella avanzó lentamente. La luz del techo se reflejaba en su cabello dorado y sus ojos azules. Pero evitó la mirada que él le dirigía, y su boca temblaba ligeramente.
—¿Qué la trae por aquí? —preguntó él. Su voz fue aun más dulce de lo que se había propuesto.
—Oh… lo mismo que a usted. —Miró la pantalla. Durante el tiempo transcurrido desde que capturaron la nave extranjera, una estrella roja visible desde proa no había dejado de aumentar en tamaño. En aquel momento brillaba ominosamente, a un año luz de distancia. Ella hizo una mueca y le volvió la espalda—. Yamamura está adaptando su equipo —dijo con un hilo de voz—. Ningún otro sabe lo suficiente para ayudarle, pero el cansancio le hace temblar hasta tal punto que apenas puede hacerlo por sí mismo. El viejo Nick sigue en sus habitaciones, fumando y bebiendo. Ya ha terminado la primera botella, y está empezando la segunda. Yo no podía respirar; había demasiado humo. Y no dice una palabra; excepto para sí, en malayo o algo parecido. No he podido resistirlo más.
—No tenemos más remedio que esperar —dijo Torrance—. Hemos hecho todo lo que podíamos, hasta que nos sea posible examinar la oruga. Tendremos que hacerlo con traje espacial, en su propia jaula, y confío en que no nos ataquen.
Ella se desesperó.
—¿Por qué inquietarse? —dijo—. Estoy al corriente de la situación tan bien como usted. Aunque las orugas sean los Eksers, en las condiciones actuales, necesitaremos dos días para demostrarlo. Dudo que nos quede tanto tiempo. Si ponemos rumbo a Valhalla dentro de dos días, lo más probable es que nos detengan y ataquen antes, de llegar. Claro que, si las orugas tampoco son otra cosa más que animales, no tendremos tiempo para estudiar a una tercera especie. ¿Por qué inquietarse?
—No podemos hacer nada más —dijo Torrance.
—Sí, una cosa. No me refiero a esta desagradable e inútil lucha, como si fuéramos ratas acorraladas. ¿Por qué no podemos aceptar que vamos a morir, y empleamos el tiempo para… ser nuevamente humanos?
Sorprendido, él apartó la mirada del cielo para fijarla en ella.
—¿Qué quiere decir?
Ella abatió las pestañas.
—Supongo que eso depende de lo que cada uno prefiera. Quizá usted desee, bueno, poner en orden sus pensamientos o algo así.
—¿Y usted? —preguntó él, sin atreverse a respirar.
—A mí no me gusta pensar. —Sonrió desesperadamente—. Me temo que soy una persona bastante superficial. Me gustaría disfrutar de la vida mientras pudiese. —Desvió los ojos de él—. Pero no encuentro a nadie con el que me gustara hacerlo.
Él, o sus manos, la asieron por los hombros desnudos y la hicieron dar la vuelta hacia él. Ella se sintió indefensa bajo la presión.
—¿Está segura? —dijo rudamente Torrance. Ella cerró los ojos y alzó la cara, con los labios entreabiertos. Él la besó. Al cabo de un segundo, ella respondió a la caricia.
Al cabo de un minuto, Nicholas van Rijn apareció en el umbral.
Se quedó inmóvil un instante, con la pipa en la mano, y el arma enfundada en el cinturón, antes de lanzar furiosamente la pipa al suelo.
—¡Magnífico! —chilló
—¡Oh! —gimió Jeri.
Se desasió apresuradamente. Un acceso de cólera se adueñó de Torrance. Apretó los puños y se dirigió hacia van Rijn.
—¡Magnífico! —repitió el comerciante. Los tabiques parecieron estremecerse con su voz—. Por todos los demonios piojosos, ¡qué escena tan conmovedora! ¡La cola de Satanás es una ratonera! ¡Yo paso hora tras hora devanándome los sesos para salvar su asquerosa vida, y usted, vástago ilegitimo de una serpiente con caspa y garrapatas, se dedica a conquistar a mi propia secretaria, obtenida con el dinero que he ganado con sudores y lágrimas! ¡Gárgolas y Götterdämmerung! ¡De rodillas y a pedirme perdón, o le hago pedazos y se los doy a comer a los perros!
Torrance se detuvo, a pocos centímetros de van Rijn. Era ligeramente más alto que el comerciante, aunque menos robusto, y por lo menos treinta años más joven.
—Fuera —dijo con voz ahogada.
Van Rijn se sonrojó de ira.
—Fuera —repitió Torrance—. Aún soy el capitán de esta nave. Pienso hacer lo que me plazca, sin que interfiera ningún parásito malhablado. ¡Salga del puente, o me veré obligado a darle una patada en el trasero!
El color desapareció de las mejillas de van Rijn. Permaneció inmóvil durante varios segundos.
—Maldita sea —murmuró, al fin—. ¡Por todos los demonios del infierno! Tiene el valor de replicarme.
Su puño izquierdo se adelantó en un gancho largo. Torrance lo interceptó, aunque la fuerza estuvo a punto de hacerle caer. Descargó su puño izquierdo sobre el estómago del comerciante, se hundió en los músculos de grasa, y rebotó ligeramente magullado. Entonces, van Rijn disparó el puño derecho. Todo el cosmos hizo explosión en torno a Torrance. Salió despedido por los aires, cayó de espaldas, y quedó tendido cuan largo era.
Cuando recobró el conocimiento, van Rijn le aguantaba la cabeza y le ofrecía coñac que una llorosa Jeri había ido a buscar.
—Tenga, muchacho. Con cuidado. Un traguito de esto, ¿eh? Pasa sin sentir. Bueno, vamos a ver, sólo ha perdido un diente y ya lo arreglaremos en cuanto lleguemos a Freya. Incluso puede ponerlo en la lista de gastos. Así, esto le hace sentir más feliz, ¿nie? Oye, muchacha, Jarry, Jelly, comoquiera que te llames, dame esa píldora. ¡Salud! Y después, a levantarse, y como nuevo. No debe perderse la diversión.
Con una sola mano, van Rijn ayudó a Torrance a ponerse en pie. El capitán se apoyó un momento en el comerciante, hasta que la píldora borró todos sus dolores y entumecimientos. Entonces, a través de unos labios hinchados, preguntó:
—¿Qué sucede? ¿A qué se refiere?
—Pues ya sé quiénes son los Eksers. Vine a buscarle para que me ayudara a sacarles de la jaula. —Van Rijn dio un ligero codazo a Torrance y le susurró con la misma suavidad que un huracán—: No se lo diga a nadie o tendré demasiadas peleas, pero me gustan los hombres de pelo en pecho como usted. Cuando lleguemos a casa, pienso sacarle de este yate y ponerle al mando de un escuadrón comercial. Le gustaría, ¿eh? Pero venga, aún nos queda mucho trabajo por hacer.
Torrance le siguió en una nube a través de la pequeña nave y el tubo, hasta la embarcación extranjera, por un corredor y una rampa que conducían a la cabina zoológica. Van Rijn hizo una seña a los astronautas que montaban guardia para evitar cualquier sorpresa por parte de los Eksers. Desenfundaron sus respectivas pistolas y se aproximaron a él, trocando su actitud indolente por otra de vigilancia cuando le vieron detenerse frente a una antecámara de compresión.
—¿Esos? —balbuceó Torrance—. Pero… yo pensaba que…
—Pensaba lo que ellos esperaban que pensara —dijo ampulosamente van Rijn—. La idea era buena. Podría haber dado resultado, sin contar a los Adderkops, en el caso de que Nicholas van Rijn no hubiera estado aquí. Bueno, vamos a ver. Entramos y les obligamos a salir, asegurándonos de que vean nuestras armas con toda claridad. Confío en que no tengamos que recurrir a la fuerza. Espero que no, cuando les expliquemos por dibujos que conocemos su secreto. Después nos llevarán a Valhalla, lo cual les haremos entender gracias a los diagramas astronáuticos que el capitán Torrance ya ha preparado. Cooperarán bajo amenazas, como prisioneros, al principio. Pero a lo largo del viaje, podemos utilizar medios establecidos para comunicarnos alimentariamente… no, terror e impuestos, quiero decir rudimentariamente…, sea como sea, les diremos que no todos los humanos son Adderkops, que queremos ser amigos suyos y venderles cosas. ¿De acuerdo? ¡Adelante!
Entró en la antecámara de compresión, levantó a un ser con casco y lo sacó pataleando de la jaula.
Una vez en ruta, Torrance no dispuso de tiempo para otra cosa a excepción de su trabajo. Primero hubo que sellar el agujero de entrada a la nave prisionera, mientras se trasladaban los suministros y equipo necesario desde la Hebe G.B. Después tuvo que librar al yate de su propia hiperpropulsión; en las pocas horas restantes antes de que el convertidor se fundiera, podía atraer la atención de algún Adderkop. Después comenzó el viaje, y aunque los Eksers trazaron el rumbo que ellos les marcaron, debían estar constantemente vigilados para evitar que recurrieran a algún ardid suicida. Todos los momentos libres habían de dedicarse a la urgente cuestión de inventar un idioma común con ellos. Torrance también debía supervisar a su tripulación, calmar sus temores y mantener una constante vigilancia ante posibles naves enemigas. Si detectaban alguna, los humanos desconectarían la hiperpropulsión y confiarían en no ser descubiertos. No vieron ninguna, pero la tensión era considerable.
Durmió algunos ratos.
Por lo tanto, no tuvo oportunidad de hablar largo y tendido con van Rijn. Supuso que el comerciante habría tenido una afortunada corazonada, y dejó de inquietarse.
Hasta que Valhalla se convirtió en un minúsculo disco amarillo, que eclipsaba a todas las demás estrellas; una nave patrullera de la Liga les cerró el paso; y, una vez dadas todas las explicaciones, les escoltó hasta Freya a velocidad inferior a la de la luz.
El capitán de la patrulla insinuó que le gustaría subir a bordo. Torrance trató de evitarlo.
—Cuando estemos en órbita, ciudadano Agilik, estaré encantado. Pero en este momento, todo está muy desorganizado. Estoy seguro de que podrá entenderlo.
Desconectó el extraño interfono que ya había aprendido a manejar.
—Será mejor que baje a asearme —dijo—. No me he bañado desde que abandonamos el yate. Prosiga, ciudadano Lafarge. —Titubeó—. Y… uh… ciudadano Jukh-Barklakh.
Jukh lanzó un gruñido. El goriloide estaba demasiado ocupado para hablar, agachado donde debía estar el asiento del piloto, y apretando las distintas planchas de control con sus grandes manos mientras conducía la nave hacia una senda hiperbólica. Barklakh, el ser del casco que se hallaba sobre sus hombros, y no tenía cuerdas vocales propias, agitó un tentáculo antes de hundirlo en el pozo protector a fin de girar una delicada llave de ajuste. El otro tentáculo permaneció enterrado en el sólido cuello del goriloide, alimentándose con su sangre, recibiendo impulsos sensoriales y emitiendo las órdenes motonerviosas de un hábil piloto espacial.
Al principio, la disposición pareció un poco vampírica a Torrance. Pero aunque los antepasados de los seres con casco podían haber sido parásitos de los antepasados de los goriloides, ya no lo eran. Se habían convertido en seres simbióticos. Ellos suministraban los ojos y el intelecto, mientras que los enormes animales suministraban fuerza y manos. Ninguna de las dos especies servía de mucho por sí misma; en combinación, eran algo bastante especial. Una vez se acostumbro a la idea, Torrance no encontró más desagradable el espectáculo de ver a un ser con casco utilizando las garras para subir a un goriloide que a un hombre montando a caballo. Y una vez los seres con casco se acostumbraron a la idea de que aquellos humanos no eran enemigos, les mostraron un inequívoco afecto.
Indudablemente piensan en los hermosos ejemplares nuevos que podemos venderles para su zoológico, pensó Torrance. Dio una palmadita sobre la concha de Barklakh, acarició la piel de Jukh, y abandonó el puente.
Después de bañarse y ponerse ropa limpia, se sintió mejor. Pensó que lo mejor sería avisar a van Rijn, y llamó al camarote que el comerciante había aislado con una cortina igual que él mismo.
—Adelante —tronó la voz de bajo. Torrance entró en un cubículo azul de humo. Van Rijn se hallaba sentado encima de una caja de coñac vacía, aguantando un cigarro con una mano y a Jeri con la otra, pues la muchacha estaba arrellanada en su regazo.
—Bueno, siéntese, siéntese —rugió cordialmente—. Encontrará una botella debajo de esos trapos sucios del rincón.
—Sólo quería decirle, señor, que deberemos recibir al capitán de nuestra escolta cuando entremos en órbita alrededor de Freya, lo cual será pronto. Cortesía profesional, ¿sabe? Es natural que él se muestre ansioso por conocer a los Eks… uh… los Togru-Kon-Tanakh.
—Estupendo, tráigalo a bordo, muchacho. —Van Rijn frunció el ceño—. Pero adviértale que se traiga su propia botella, y no tarden demasiado. Yo quiero aterrizar; estoy harto del espacio. ¡Creo que echaré a correr descalzo sobre la suave y fresca tierra de Freya, maldita sea!
—¿No le gustaría cambiarse de ropa? —insinuó Torrance.
—¡Ooh! —exclamó Jeri, corriendo hacia el camarote que ocupaba de vez en cuando.
Van Rijn se apoyó en la pared, se arremangó el sarong y cruzó las velludas piernas mientras decía:
—Si ese capitán viene a conocer a los Eksers, que los conozca. Yo ya estoy cómodo así. Y no pienso entretenerle contándole cómo supe cuáles eran. Eso lo mantendré secreto para venderlo en exclusiva al sindicato informativo que más me ofrezca. ¿Entendido?
Sus ojos le miraron con inquietante agudeza. Torrance tragó saliva.
—Sí, señor.
—Muy bien. Ahora siéntese, muchacho. Ayúdeme a poner en orden mi relato. Yo no tengo su esmerada educación, he sido un pobre trabajador desde que tenía doce años, así que necesitaré algo de ayuda para escoger unas palabras tan elegantes como mi lógica.
—¿Lógica? —repitió Torrance, estupefacto. Parpadeó varias veces, principalmente porque el humo del tabaco le hacía escocer los ojos—. Creí que había adivinado…
—¿Qué? ¿Tan poco me conoce? No, no, maldito sea. Nicholas van Rijn nunca adivina nada. Lo supe. —Cogió la botella, dio un trago y añadió con magnanimidad—: Es decir, una vez Yamamura descubrió que los goriloides solos no podían ser los seres que buscábamos. Entonces me puse a devanarme los sesos y a reflexionar.
»Verá, fue una simple eliminación. El elefantoide estaba descartado. Quizá, en una emergencia, uno de ellos pudiera pilotar esta nave por el espacio… pero no aterrizar, recoger animales salvajes, cuidarlos y todo lo demás. Por otra parte, si algo falla, no puede hacer nada.
Torrance asintió.
—Yo lo consideré desde el punto de vista de un astronauta —dijo—. Me inclinaba a excluir al elefantoide en este terreno. Pero admito que no se me ocurrió que el aspecto de cazador de animales hacía imposible que ésta pudiera ser una expedición de un solo ser.
—De todos modos, era demasiado grande —dijo van Rijn—. En cuanto a los monos atigrados, igual que usted, nunca los torné en serio. Quizá sus antepasados fueran más pequeños y más bípedos, pero esta especie tiende nuevamente a ser cuadrúpeda. Los animales no se especializan en tenerlo todo; cerebro, tamaño, dientes carnívoros y garras felinas a la vez.
»Las orugas tenían bastantes posibilidades, hasta que me acordé de aquella ocasión en que usted conectó accidentalmente el maldito interruptor de aceleración de emergencia. A menos que esté bien sujeto, lo cual es imposible excepto en casos muy especiales, se conecta con mucha facilidad. Con tanta facilidad que su propio peso lo conectaría bajo tres gravedades terrestres. O, por lo menos, siempre habría este peligro. Además, esa repisa con la que se tropezó… no construirían repisas tan livianas en planetas de alta gravedad.
Lanzó una bocanada de humo.
—Bueno, podían ser los centauros tentaculados —prosiguió—. Eso era un gran contratiempo para nosotros, porque el hidrógeno y el oxígeno hacen explosión. Inspeccioné detenidamente los informes de la nave, confiando encontrar algo que los eliminara. Y, por todos los diablos, así fue. Por una cosa como ésta, regalaré a San Dismas un mantel para el altar, no demasiado caro. Verá, los Eksers utilizan rectificadores de óxido de cobre, expuestos al aire. El óxido de cobre y el hidrógeno, a una temperatura no muy alta tal como la que pronto desarrollaría con una fuerte electricidad, se convierten en agua y cobre puro. Puf, se acabó el rectificador. Por lo tanto, esta nave no estaba diseñada para seres que respirasen hidrógeno. —Sonrió—. Usted ha recibido tanta educación científica que se ha olvidado de la química elemental.
Torrance hizo chasquear los dedos y lanzó una exclamación contra sí mismo.
—Por eliminación, llegué a las criaturas del casco —dijo van Rijn—. El único problema era que no podían ser los constructores. Es verdad que podían manejar ciertas herramientas y mandos, como aquella llave enterrada, pero no todas. Y son demasiado lentas y pequeñas. ¿Cómo era posible que hubieran vivido el tiempo suficiente para inventar una nave espacial? Además, los seres tan pequeños no tienen espacio para un verdadero cerebro. Y los animales acorazados y los parásitos están en el mismo caso. Tampoco tienen buena vista. Sin embargo, las criaturas del casco parecían tener muy buena vista, por lo que nosotros sabíamos. En cualquier caso, tienen unos ojos muy similares a los humanos.
»Me acordé de que en estos camarotes había compartimientos grandes y pequeños. ¿Literas para dos tipos de seres? Y pensé: “¿Acaso el cerebro humano es una tortuga por estar recubierto de hueso? ¿Un parásito porque se alimenta de la sangre de otros sitios?” Bueno, quizá algunos que yo conozco pero que no nombraré, como Jean Harleman, de Cultivadores de Té & Café de Venus, S. A., tenga tortugas parásitas en vez de cerebro. Pero yo, no. Y eso es todo. Q. —dijo ufanamente van Rijn— E.D.[1]
Ronco de tanto hablar, cogió la botella. Torrance se quedó unos minutos más, pero como el otro no parecía dispuesto a seguir la conversación, se levantó para irse.
Jeri se cruzó con él en el umbral. Enfundada en un ajustado vestido azul de pronunciado escote que se adhería a su cuerpo como una capa de barniz, estaba deslumbradora. Torrance se detuvo en seco. Ella le observó detenidamente, como si no pudiera apartar la mirada de él.
—Abrigos de nutria marina —murmuró soñadoramente van Rijn—. Gemas marcianas. Un apartamento en las Torres Estelares.
Ella correteó hacia él y le acaricio la cabeza.
—¿Estás cómodo, Nicky, cariño? —ronroneó—. ¿Quieres que te traiga alguna cosa?
Van Rijn guiñó un ojo a Torrance.
—Su técnica, aquella vez en el puente… por lo que pude observar, fue deplorable —dijo al capitán—. Por otra parte, usted no es viejo, ni gordo, ni está solo; tiene una feliz familia para disfrutar.
—Uh… sí —repuso Torrance—. Así es. —Dejó caer la cortina y regresó al puente.