EL ÚLTIMO VIAJE

Cuando oímos hablar por vez primera de la Nave Celeste, nos encontrábamos en una isla cuyo nombre, tal como las lenguas montalirianas articulan un sonido tan bárbaro, era Yarzik. Había transcurrido casi un año desde que el Golden Leaper saliera de Ciudad Lavre, y nosotros creíamos haber dado media vuelta al mundo. Tan sucia estaba nuestra pobre carabela de algas y conchas, que las velas apenas podían arrastrarla por el mar. Toda el agua potable que quedaba en los toneles se había vuelto verde y nociva, el pan estaba lleno de gusanos, y los primeros signos de escorbuto habían aparecido en algunos miembros de la tripulación.

—Sea peligroso o no —decretó el capitán Rovic—, tenemos que desembarcar en algún sitio. —Recuerdo que sus ojos centellearon. Se acarició la barba pelirroja y murmuró—: Además, ya hace mucho tiempo que preguntamos por las Ciudades Áureas. Quizá esta vez sepan dónde están.

Siguiendo el rumbo de aquel monstruoso planeta que se elevaba cada día más y más a medida que avanzábamos hacia el oeste, cruzamos tal desierto que las charlas sediciosas comenzaron otra vez. En el fondo de mi corazón, yo no podía culpar a la tripulación. Hay que vivirlo para comprenderlo. Un día tras otro sin ver más que agitadas aguas azules, espuma blanca, nubes en un cielo tropical; un día tras otro sin oír más que el viento, el ruido de las olas, el crujido del maderamen, y algunas noches, el estrépito de algún monstruo marino surcando el océano. Esto ya resultaba bastante terrible para unos marineros normales, hombres incultos que todavía creían que el mundo era plano. Pero, además, tener Tambur colgado encima del bauprés, y trepar a él, para que todos lo viéramos… era demasiado, según murmuraba la tripulación en el castillo de proa. ¿No lo dejaría caer sobre nosotros un Dios encolerizado?

Al fin, una delegación fue a hablar con el capitán Rovic. Aquellos hombres fornidos y toscos le pidieron, tímida y respetuosamente, que diéramos la vuelta. Pero sus camaradas se reunieron abajo, con el musculoso cuerpo ennegrecido por el sol y enfundado en raídas faldas escocesas, y la mano apretada en torno a dagas o cabillas de maniobra. Es verdad que los oficiales, agrupados en el alcázar, teníamos espadas y pistolas. Pero no éramos más que seis, incluidos el muchacho asustado que yo era entonces y el anciano astrólogo Froad, cuya túnica y barba blanca resultaban muy impresionantes de ver pero de escasa utilidad en una pelea.

Rovic permaneció mudo durante largo rato después de que el portavoz hubiera formulado su demanda. El silencio aumentó, hasta que el vano chillido del viento en nuestros obenques, y el vano destello del océano en el horizonte del mundo, fue todo lo que hubo. El aspecto de nuestro capitán era espléndido, pues se había puesto unos pantalones de color escarlata hasta debajo de la rodilla en cuanto supo que la delegación iría a visitarle, así como un casco y peto de armadura brillantes como un espejo. Las plumas ondeaban en torno a aquella cabeza de reluciente acero y los diamantes de sus dedos rivalizaban con los rubíes del mango de su espada. Sin embargo, cuando habló no lo hizo como un caballero de la corte de la Reina, sino con el pronunciado acento de Anday de su adolescencia como pescador.

—¿Así que vosotros daríais media vuelta, compañeros? Tenemos viento y sol, pero no estáis contentos. ¡Qué distintos de vuestros padres! No debéis conocer la leyenda de que el hombre sólo tenía que ordenar y las cosas se hacían, y precisamente por culpa de un hombre de Anday ahora debemos trabajar. Porque, veréis, no era demasiado pedirle que sostuviera el hacha para cortar un árbol, o que ordenara las gavillas que se dirigieran a su casa, pero cuando les dijo que le llevaran, Dios montó en cólera y nos arrebató ese poder. Aunque es verdad que, a modo de recompensa, Dios proporcionó a los habitantes de Anday suerte en el mar, suerte en los dados y suerte en el amor. ¿Qué otra cosa queréis, compañeros?

Estupefacto por esta respuesta, el portavoz se retorció las manos, enrojeció, miró hacia el puente, y tartamudeó que pereceríamos miserablemente… de hambre, sed, ahogados o triturados por aquella horrible luna, o saldríamos del limite del mundo…, el Golden Leaper ya había llegado más lejos que otra embarcación cualquiera desde la Caída del Hombre, y si regresábamos en seguida, nuestra fama duraría siempre…

—¿Acaso podemos comer la fama, Etien? —preguntó Rovic, todavía sereno y sonriente—. Hemos tenido peleas y tormentas, dificultades, y también grandes juergas; pero no hemos visto ni una maldita Ciudad Áurea, aunque todos sabemos que debe de estar en alguna parte, llena de tesoros para los que tengan el valor de ir a buscarlos. ¿Qué diablos os pasa, compañeros? ¿Es acaso éste un crucero de placer? ¿Qué dirían los extranjeros? ¡Cómo se reirían vuestros arrogantes caballeros de Sathayn, vuestros sucios buhoneros de Wondland, no sólo de nosotros, sino de todo Montalir, si ahora volviéramos atrás!

Así se burló de ellos. Sólo una vez tocó su espada, desenvainándola hasta la mitad, como si estuviera distraído, cuando recordó cómo habíamos resistido el huracán en Xingu. Pero ellos recordaron el motín que siguió, y cómo aquella misma espada había atravesado a tres marineros armados que le atacaron a la vez. Su dialecto les comunicó que daría lo pasado por olvidado, si ellos también lo hacían: sus obscenas promesas de desahogo entre lascivas tribus salvajes aún por descubrir, su recital de tesoros legendarios, su llamada a su orgullo de marineros y montalirianos, apaciguó el miedo. Y al final, cuando los vio maleables, lanzó el discurso provinciano. Avanzó unos pasos sobre el alcázar, con su reluciente casco y ondeantes plumas, y la bandera de Montalir exhibió sus colores desteñidos por el mar justo encima de su cabeza, y tal como dicen los caballeros de la Reina, dijo:

—Ya sabéis que yo no propongo regresar hasta que hayamos dado la vuelta a todo el globo y podamos ofrecer a Su Majestad ese regalo. Un regalo que no es oro ni esclavos, ni siquiera esa erudición de tierras lejanas que ella y su excelentísima Compañía de Aventuras Comerciales desean. No, lo que nosotros alzaremos en nuestras manos para darle, el día que amarremos nuevamente en los largos muelles de Lavre, será nuestra proeza: hacer algo que ningún hombre ha osado jamás, y hacerlo para su gloria.

Aún permaneció allí un rato más, rodeado por un silencio poblado de ruidos marinos. Después dijo tranquilamente: «Todo el mundo a sus puestos», giró sobre sus talones y volvió a entrar en su camarote.

Así continuamos algunos días más, los hombres deprimidos, pero no tristes, y los oficiales ocultando cuidadosamente sus dudas. Yo me encontré muy ocupado, no con los deberes del personal por los cuales se me pagaba ni con los estudios de capitanía que había emprendido —reducidos al máximo en aquellos días—, sino ayudando a Froad, el astrólogo. En aquellos aires balsámicos, él podía realizar su trabajo incluso a bordo. No le importaba gran cosa que nos hundiéramos o nos mantuviéramos a flote; ya había vivido demasiados años. Pero el conocimiento de los cielos que podía obtenerse allí, eso ya era otra cosa. Por la noche, instalado en la cubierta de proa y rodeado por el cuadrante, el astrolabio y el telescopio, envuelto por el resplandor del firmamento, parecía un santo de algún ventanal de Provien Minster.

—Mira aquello, Zhean. —Su delgada mano señaló un punto por encima de las olas que brillaban reflejaban la luz, más allá del cielo púrpura y las pocas estrellas que aún osaban mostrarse, en dirección a Tambur. En su plenitud y a medianoche se veía enorme, extendido sobre setenta grados del cielo, como un escudo verde y azul claro, cubierto de motas que se movían sobre su superficie. La luciérnaga que nosotros habíamos denominado Siett parpadeaba cerca del nebuloso borde del gigante. Balant, raramente visible y muy baja en el horizonte en nuestra parte del mundo, estaba muy alta en aquel lugar: un semicírculo, pero la parte oscura de su disco se hallaba teñida por la luminosa Tambur.

—Observa —declaró Froad—, ya no hay duda posible; se ve cómo el globo da vueltas en torno a su eje, y cómo las tormentas bullen en su aire. Tambur ha dejado de ser la más oscura y escalofriante de las leyendas, así como una terrible aparición cuando entramos en aguas desconocidas; Tambur es real. Un mundo como el nuestro. Inmensamente mayor, es cierto, pero un esferoide del espacio, alrededor del cual se mueve nuestro propio mundo, mostrando siempre el mismo hemisferio a su monarca. Las conjeturas de los antiguos se confirman triunfalmente. No es sólo que nuestro mundo sea redondo —uff, esto resulta evidente para cualquiera—, sino también que giramos en torno a un centro mayor, que a su vez gira alrededor del sol. Pero, la cuestión es, ¿qué tamaño tiene el sol?

—Siett y Balant son satélites internos de Tambur —recité yo, esforzándome por comprender—. Vieng, Darou y las otras lunas que se ven desde casa tienen caminos ajenos a los de nuestro propio mundo. De acuerdo. Pero ¿qué papel es el suyo?

—Eso no lo sé. Quizá la esfera de cristal que contiene las estrellas ejerza una presión hacia dentro. La misma presión, tal vez, que impulsó a la humanidad hacia el interior de la tierra, en épocas de la Caída del Cielo.

La noche era cálida, pero yo me estremecí, como si todas aquéllas fueran estrellas de invierno.

—Así que —articulé— también puede haber hombres en… Siett, Balant, Vieng… ¿e incluso Tambur?

—¿Quién sabe? Necesitaríamos muchas vidas para averiguarlo. ¡Y qué vidas serían! Da gracias al buen Dios, Zhean, por nacer en los albores de la edad venidera.

Froad empezó nuevamente a tomar medidas. Un trabajo aburrido, pensaban los demás oficiales; pero yo había aprendido bastante acerca de las artes matemáticas para entender que, a partir de estas interminables tabulaciones, podía surgir el tamaño exacto de la Tierra, de Tambur, del sol, las lunas y las estrellas, los caminos que seguían a través del espacio y la dirección de Paraíso. De modo que los marineros, que murmuraban y hacían signos para conjurar al diablo cuando pasaban frente a nuestros instrumentos, se hallaban más cerca de la verdad que los caballeros de Rovic, porque Froad practicaba realmente una poderosa nigromancia.

Al fin vimos algas flotando sobre el mar, pájaros y enormes masas de nubes, los signos de tierra. Tres días más tarde divisamos una isla. Era de un color verde intenso bajo aquellos cielos en calma. El oleaje, aun más violento que en nuestro hemisferio, se estrellaba contra altos acantilados, se convertía en blanca espuma y volvía a alejarse sin dejar de rugir. Navegamos prudentemente a lo largo de la costa, con las banderas en la arboladura para facilitar el acercamiento, y los artilleros dispuestos junto al cañón con cerillas encendidas. Porque no sólo había corrientes y bancos desconocidos —peligros a los que estábamos habituados—, sino que habíamos tenido problemas con caníbales que se acercaron a nuestro barco en sus piraguas en otras ocasiones. Temíamos especialmente los eclipses. En ese hemisferio, el sol se oculta todos los días detrás de Tambur. En nuestra longitud, eso sucedía hacia media tarde y duraba casi diez minutos. Un panorama impresionante: el planeta primario, pues así era como Froad lo llamaba ahora, un planeta similar a Diell o Coint, con nuestro propio mundo reducido a un mero satélite, se convertía en un disco negro bordeado de rojo, en un cielo repentinamente lleno de estrellas. Un viento frío soplaba sobre el mar, e incluso las olas parecían apaciguarse. Sin embargo, tan imprudente es el alma del hombre que continuábamos trabajando, no deteniéndonos más que para una brevísima plegaria cuando el sol desaparecía, pensando más en la posibilidad de un naufragio en la oscuridad que en la Majestad de Dios.

Tan brillante es Tambur que proseguimos dando la vuelta a la isla cuando se hizo de noche. De sol a sol, doce mortales horas, mantuvimos al Golden Leaper navegando lentamente. Hacia el segundo mediodía, la persistencia del capitán Rovic fue recompensada. Una abertura en los acantilados nos reveló un largo fiordo. Orillas pantanosas cubiertas de árboles marinos nos aseguraron que, aunque la marea se adentraba en la bahía, no era una de esas que tanto temen los marineros. Como teníamos el viento en contra, aferramos las velas y bajamos los botes, impulsando nuestra carabela por la fuerza de los remos. Éste fue un momento vulnerable, especialmente tras percibir un pueblo dentro del fiordo.

—¿No sería mejor quedarnos fuera, capitán, y dejar que fueran ellos los primeros en acercarse? —aventuré yo.

Rovic escupió por encima de la borda.

—He comprobado que lo mejor es no mostrarse nunca vacilante —dijo—. Si una flotilla de canoas nos ataca, les daremos su merecido y así no volverán a molestarnos. Pero creo que, si demostramos no temerles desde el primer momento, hay menos posibilidades de que nos tiendan una emboscada después.

Demostró estar en lo cierto.

En el transcurso del tiempo, nos enteramos de que habíamos llegado al extremo oriental de un gran archipiélago. Sus habitantes eran extraordinarios marinos, considerando que sólo disponían de piraguas con flotadores laterales para sus viajes. Sin embargo, estas embarcaciones llegaban a medir hasta treinta metros de eslora. Con cuarenta paletas, o tres mástiles con velas de esterilla, tal embarcación casi podía igualar nuestra velocidad máxima, y era más manejable. Sin embargo, el reducido espacio de cargamento limitaba su radio de acción.

Aunque vivían en casas de madera y bálago, y únicamente poseían herramientas de piedra, los nativos eran gente cultivada. Cultivaban la tierra tan bien como pescaban; sus sacerdotes poseían un alfabeto. Altos y vigorosos, un poco más morenos y menos peludos que nosotros, tenían un aspecto impresionante, tanto desnudos, como era habitual, como vestidos con el traje ceremonial de plumas y ornamentos de concha. Habían formado un imperio a lo largo y a lo ancho del archipiélago, invadiendo las islas más septentrionales, y llevaban a cabo un activo comercio dentro de sus propias fronteras. Toda la nación se llamaba Hisagazi, y la isla que nosotros habíamos encontrado era Yarzik.

Todo esto lo fuimos averiguando lentamente, a medida que aprendíamos su idioma. Porque nos quedamos varias semanas en esa ciudad. El duque de la isla, Guzan, nos dio la bienvenida, proporcionándonos la comida, alojamiento y ayuda que necesitábamos. Por nuestra parte, los contentábamos con cristalería, rollos de tela Wondish y otras mercancías semejantes. No obstante, tropezamos con numerosas dificultades. Como la costa era demasiado pantanosa para varar una nave tan pesada como la nuestra, tuvimos que construir un dique seco a fin de poder carenar. Muchos de nosotros contrajimos una enfermedad desconocida, aunque todos nos recuperamos a tiempo, y esto nos retrasó todavía más.

—Sin embargo, creo que todas nuestras dificultades son una bendición —me dijo Rovic una noche. En cuando descubrió que yo era un secretario discreto, me confiaba algunos de sus pensamientos. El capitán es siempre un hombre solitario; y Rovic, pescador, pirata, navegante autodidacta, vencedor sobre la Gran Flota de Sathayn y ennoblecido por la misma Reina, debía sentir el peso de aquel necesario retraimiento con más fuerza que un caballero de nacimiento.

Yo esperé en silencio, en aquella choza de paja que le habían destinado. Una lámpara de saponita lanzaba una luz mortecina y enormes sombras sobre nosotros; el bálago crujía. Fuera, el húmedo terreno bajaba junto a las casas levantadas sobre pilotes y los frondosos árboles, hasta el fiordo donde relucía bajo Tambur. Oí débilmente el sonido de los tambores, un cántico y muchos pies en torno a la hoguera de los sacrificios. Realmente, las frescas colinas de Montalir parecían muy lejanas.

Rovic recostó su musculoso cuerpo, cubierto únicamente por una falda escocesa de marinero en aquel caluroso país. Se había hecho traer una civilizada silla del barco.

—Porque verás, muchacho —continuó—, en otros tiempos habríamos establecido comunicaciones suficientes para buscar oro. Bueno, también nos habríamos informado respecto al rumbo a seguir. Pero la verdad es que no habríamos oído más que la vieja historia: «Sí, señor extranjero, claro que hay un reino donde las calles están hechas de oro… a doscientos kilómetros hacia el oeste», cualquier cosa para librarse de nosotros, ¿eh? Pero en esta prolongada estancia he sonsacado al duque y los sacerdotes idólatras con mayor sutileza. He sido tan evasivo acerca de nuestro lugar de procedencia y de lo que ya sabemos, que se les ha escapado una porción de cosas que en otra ocasión no hubieran dicho.

—¿Sobre las Ciudades Áureas? —exclamé yo.

—¡Chist! No quiero que la tripulación se excite y amotine. Todavía no.

Su curtido rostro de afilada nariz cambió de expresión.

—Siempre he creído que esas ciudades eran un cuento de viejas —dijo. Mi sorpresa debió de reflejarse claramente en mi rostro, porque sonrió entre dientes y prosiguió—: Un cuento muy útil. Como un imán en un palo, nos está arrastrando alrededor del mundo. —Su regocijo se desvaneció. Volvió a adoptar aquella expresión, que no se diferenciaba mucho de la expresión de Froad al contemplar los cielos—. Naturalmente, yo también quiero oro. Pero si no lo encontramos durante este viaje, no me importará. Capturaré unos cuantos barcos de Eralia o Sathayn cuando estemos nuevamente en aguas de casa, y pagaré el viaje de esta forma. No dije más que la verdad aquel día en el alcázar, Zhean, que este viaje era su propia finalidad, hasta que pueda ofrecérselo a la Reina Odela, que una vez me diera el beso del ennoblecimiento.

Se arrancó de su ensoñación y dijo con brusquedad:

—Una vez le hube hecho suponer que lo sabía casi todo, logré que el duque Guzan me dijera que en la isla principal de este imperio Hisagazi hay algo sobre lo que apenas me atrevo a pensar. Una nave de los dioses, según él, y un dios viviente que vino de las estrellas. Cualquiera de los nativos te repetirá lo mismo. El secreto reservado a los nobles es que no se trata de una leyenda o murmuración, sino que es un hecho comprobado. Eso es lo que sostiene Guzan. Yo no sé qué pensar. Pero… me llevó a una cueva sagrada y me mostró un objeto procedente de esa nave. Era una especie de mecanismo de relojería, creo yo. Para qué sirve, no lo sé. Pero está hecho de un metal plateado muy brillante que me resulta totalmente desconocido. El sacerdote me desafió a romperlo. El metal no era pesado, sino liviano. Pero desafiló mi espada, hizo astillas una piedra con la que lo golpeé, y mi anillo de brillantes no pudo rayarlo.

Yo conjuré al diablo con un gesto. Un escalofrío me recorrió de la cabeza a los pies, columna vertebral, piel y cuero cabelludo, hasta quedar en carne de gallina. Porque los tambores murmuraban en la oscuridad de la jungla, y las aguas yacían como mercurio bajo el enorme Tambur, y todas las tardes ese planeta engullía al sol. ¡Oh, las campanas de Provien, oídas en las ventosas llanuras de Anday!

Cuando el Golden Leaper estuvo listo para navegar nuevamente, Rovic no tuvo dificultades en conseguir el permiso necesario para visitar al emperador de Hisagazi, que vivía en la isla principal. En cambio, hubiera tropezado con muchas dificultades para no hacerlo. A aquellas alturas, las canoas ya habían llevado la noticia de nuestra existencia de un rincón a otro del reino, y los grandes señores estaban ansiosos por ver a aquellos extranjeros de ojos azules. Limpios y satisfechos una vez más, nos desasimos de los brazos de morenas jovencitas y embarcamos. Alzamos el ancla, alzamos las velas, cánticos cuyos ecos hicieron escapar a los pájaros hasta los cercanos acantilados, y nos hicimos a la mar. Esta vez íbamos escoltados. El propio Guzan era nuestro piloto, un corpulento individuo de mediana edad cuya hermosura no afectaban demasiado los tatuajes verdes que su pueblo se grababa en el rostro y el cuerpo. Varios de sus hijos dejaron sus paletas sobre nuestra cubierta, mientras un enjambre de guerreros remaban junto a nosotros.

Rovic llamó a Etien, el contramaestre, a su camarote.

—Eres un hombre de agallas —le dijo—. Te encargo que mantengas a nuestra tripulación alerta, y las armas dispuestas, por muy pacífico que eso parezca.

—¡Vamos, capitán! —El curtido rostro se arrugó con desaliento—. ¿Acaso crees que los nativos planean una traición?

—¿Quién sabe? —contestó Rovic—. Ahora bien, no digas nada a la tripulación. No saben disimular. Si la alegría o el miedo los dominaran, los nativos se darían cuenta en seguida y se inquietarían, lo cual empeoraría la actitud de nuestros propios hombres, hasta un punto que nadie puede predecir. Limítate a procurar, tan disimuladamente como puedas, que nuestros brazos nunca estén juntos y que nuestra gente no se separe.

Etien se serenó, hizo una inclinación de cabeza, y salió del camarote. Yo tuve la osadía de preguntar a Rovic lo que pensaba hacer.

—Todavía nada —dijo él—. Sin embargo, he tenido en mis propias manos un mecanismo de relojería que ni siquiera el gran Ban de Giair lograría imaginar; y me contaron muchos cuentos de una Nave que bajó del cielo, llevando a un dios o un profeta. Guzan cree que yo sé más de lo que pretendo, y confía en que seamos un nuevo y perturbador elemento en el equilibrio de las cosas, por medio del cual él pueda obtener sus ambiciones particulares. No creas que ha traído a tantos guerreros consigo por casualidad. En cuanto a mí… tengo la intención de enterarme de algo más.

Permaneció sentado un rato más, contemplando un rayo de sol que subía y bajaba en la pared cuando el barco se balanceaba. Finalmente:

—Las Escrituras nos dicen que el hombre habitó más allá de las estrellas antes de la Caída. Los astrólogos de una o dos generaciones atrás nos han dicho que los planetas son tan corpóreos como la Tierra. Un viajero procedente de Paraíso…

Cuando nos separamos, la cabeza me daba vueltas.

No tuvimos dificultad alguna en la travesía entre las islas. Al cabo de varios días divisamos la principal, Ulas-Erkila. Tiene ciento sesenta kilómetros de longitud, sesenta y cinco de anchura, y se levanta en pronunciadas y verdes pendientes hacia las montañas centrales, dominadas por un cono volcánico. Los hisagazi adoran a dos clases de dioses, los del agua y los del fuego, y creen que estas casas del Monte Ulas están dominadas por los últimos. Cuando vi aquella cima nevada que se recortaba sobre el cielo por encima de una cordillera esmeralda, manchando el azul del humo, experimenté lo mismo que los paganos. El acto más sagrado que un hombre puede realizar entre ellos es lanzarse al ardiente cráter de Ulas, y son muchos los guerreros ancianos que suben a la montaña para hacerlo. Las mujeres no pueden acercarse a ella.

Nikum, la sede real, está situada a la entrada de un fiordo, como el pueblo donde nos habíamos alojado. Pero Nikum es rica y grande, de un tamaño aproximado al de Roann. Hay más casas de madera que de bálago; también hay un macizo templo de basalto en la cima de un precipicio, dominando la ciudad, con huertos, jungla y montañas a su espalda. Los troncos de los árboles son tan grandes, que los hisagazi han construido aquí una serie de muelles como los de Lavre, en vez de amarraderos y plataformas flotantes que suben y bajan con las mareas, tal como ocurre en la mayor parte de los puertos del mundo. Nos ofrecieron un amarre de honor en el muelle central, pero Rovic dio la excusa de que nuestro barco era difícil de maniobrar y lo atracó a la entrada.

—En medio, tendríamos la torre de control justo encima —me dijo en susurros—. Quizá no hayan descubierto el arco, pero sus lanzadores de jabalina son inmejorables. Además, se acercarían demasiado al barco y podrían amarrar un grupo de canoas entre nosotros y la boca de la bahía. En cambio, aquí, podemos controlar el muelle mientras nos preparamos para una marcha rápida.

—Pero ¿tenemos algo que temer, capitán? —pregunté yo.

Él se retorció el bigote.

—No lo sé. Depende mucho de lo que crean realmente en esa nave divina… así como de lo que sea verdad. Pero lo que sí te aseguro es que no regresaremos sin esa verdad ante la reina Odela.

Los tambores redoblaron y numerosos lanceros emplumados acudieron para ver desembarcar a nuestros oficiales. Por encima de la línea de la marea alta se extendía un pasadizo real. (La gente del pueblo en este reino nada de una casa a otra cuando la marea alcanza el umbral de su casa, o cogen uno de sus primitivos botes si tienen alguna carga que llevar). Más allá de los campos de vides y caña de azúcar se alzaba el palacio, que era un edificio alargado hecho de troncos, con los pilares del tejado admirablemente tallados.

Iskilip, el sacerdote-emperador de Hisagazi, era un hombre anciano y corpulento. Un llamativo tocado de plumas, una túnica de plumones, un cetro de madera rematado con un cráneo humano, sus tatuajes raciales, su inmovilidad, todo le confería un aspecto inhumano. Se hallaba sentado en un estrado, bajo numerosas antorchas de fragante olor. Sus hijos estaban sentados con las piernas cruzadas a sus pies, y sus cortesanos a ambos lados. A lo largo de los muros se alineaban sus centinelas. No tenían nuestra costumbre de mantenerse en posición de firmes; pero eran jóvenes, vigorosos y ágiles, que llevaban escudos y petos de escamosos monstruos marinos, hachas de pedernal y lanzas de obsidiana que mataban con la misma facilidad que el hierro. Tenían la cabeza rapada, lo cual les hacía parecer aun más feroces.

Iskilip nos recibió cordialmente, pidió unos refrescos, y nos autorizó a sentarnos en un banquillo algo más abajo que su estrado. Formuló muchas preguntas. Los Hisagazi conocían muchas islas aparte de su propio archipiélago. Incluso sabían la dirección y la distancia aproximada de un país lleno de castillos que denominaban Yurakadak, aunque ninguno de ellos había llegado hasta tan lejos. A juzgar por su descripción de tercera mano, ¿qué otra cosa iba a ser más que Giair, donde el aventurero Hanas Tolasson había llegado por tierra? Entonces comprendí que realmente estábamos dando la vuelta al mundo. Sólo después de asimilar esta maravillosa idea, continué atendiendo a la conversación.

—Tal como ya he dicho a Guzan —manifestaba Rovic—, otra de las cosas que nos condujo hasta aquí fue el relato de que habíais sido bendecidos con una Nave del Cielo. Y él me demostró que era verdad.

Un siseo recorrió la estancia. Los príncipes se pusieron rígidos, los cortesanos borraron toda expresión de su rostro, los centinelas se agitaron y murmuraron. A través de los muros, oí el remoto sonido de la marea alta. Cuando Iskilip habló, a través de la máscara que era su semblante, su voz se había endurecido:

—¿Acaso has olvidado que sólo los iniciados pueden ver esas cosas, Guzan?

—No, Santo Padre —dijo el duque. El sudor se deslizaba por su rostro, aunque no era el sudor del miedo—. Sin embargo, este capitán lo sabía. Su gente también… por lo que yo pude comprender… todavía no sabe hablar perfectamente nuestra lengua… su gente también es iniciada. Es algo razonable, Santo Padre. Mira las maravillas que han traído. La sólida y brillante piedra que no es piedra, como la de este cuchillo que me regalaron… ¿o es el mismo material con que está hecha la Nave? Los tubos que hacen parecer cercanas las cosas más lejanas, como el que te han regalado a ti, Santo Padre, ¿no son semejantes al que posee el Mensajero?

Iskilip se inclinó hacia delante, en dirección a Rovic. La mano que sostenía el cetro temblaba hasta el punto de hacer crujir las mandíbulas fijas del cráneo.

—¿Te enseñaron a hacer todo esto las Personas Estelares? —exclamó—. Nunca me imaginé… El Mensajero nunca ha hablado de otros…

Rovic alzó las manos.

—No tan deprisa, Santo Padre, te lo ruego —dijo—. Nuestro conocimiento de la lengua es muy pobre. No he entendido ni una sola palabra.

Esto no era cierto. Sus oficiales habían recibido la orden de fingir un conocimiento del hisagazi menor del que realmente poseían. (Habíamos perfeccionado nuestro dominio de él practicando en secreto entre nosotros). De esta forma, él podía hablar con toda la ambigüedad que deseaba.

—Es mejor que hablemos en privado, Santo Padre —sugirió Guzan, lanzando una mirada a los cortesanos. Éstos le devolvieron una mirada de celos.

Iskilip se envolvió en su magnífico atavío. Sus palabras fueron contundentes, pero dichas con el tono débil de un hombre anciano e inseguro.

—No lo sé. Si estos extranjeros ya están iniciados, no hay duda de que podemos mostrarles lo que tenemos. Pero si no es así… si oídos profanos escucharan el relato del Mensajero…

Guzan levantó una mano dominadora. Intrépido y ambicioso, largamente encerrado en su insignificante provincia, aquel día se había inflamado.

—Santo Padre —dijo—, ¿por qué hemos mantenido en secreto toda la historia durante tantos años? En parte para obtener la obediencia del pueblo, es cierto. Pero además, ¿no temías tú y tus consejeros que todo el mundo viniera hasta aquí, codiciosos de noticias, si estaban enterados, y que fuéramos desbancados? Pues bien, si dejamos partir a los hombres de ojos azules con su curiosidad insatisfecha, estoy seguro de que volverán con refuerzos. Por lo tanto, no tenemos nada que perder revelándoles lo que sabemos. Si ellos no han tenido nunca un Mensajero, si no son de verdadera utilidad para nosotros, habrá tiempo suficiente para matarlos. Pero si realmente han sido visitados como nosotros, ¡no habrá nada que no podamos hacer ellos y nosotros juntos!

Esto fue dicho a toda velocidad y en voz muy baja, a fin de que los montalirianos no lo comprendiéramos. Y la verdad es que nuestros caballeros no lo comprendieron. Yo, que tenía buen oído, deduje el sentido; y Rovic mantuvo tan necia sonrisa de incomprensión que en seguida me di cuenta de que no había perdido una sola palabra.

Al fin decidieron llevar a nuestro jefe —y a mi insignificante persona, ya que ningún magnate hisagaziano va a parte alguna sin acompañamiento— al templo. Iskilip en persona abría la marcha, seguido por Guzan y dos musculosos príncipes. Una docena de lanceros cerraba la marcha. Pensé que la espada de Rovic sería de escasa utilidad si surgían dificultades, pero apretó fuertemente los labios y seguí andando junto a él. Parecía tan ansioso como un niño por la mañana del Día de Acción de Gracias, con los dientes brillantes entre la barba puntiaguda y el gorro ladeado sobre la frente. Nadie habría podido creer que presentía algún peligro.

Nos pusimos en marcha hacia la puesta del sol; en el hemisferio de Tambur, la gente hacía menos distinción entre el día y la noche que nosotros mismos. Habiendo observado Siett y Balant en elevada posición de marea, no me sorprendí al ver que Nikum estaba casi hundido. Y sin embargo, mientras subíamos por el sendero que conducía al templo, me pareció no haber contemplado jamás un panorama tan extraño.

Debajo de nosotros se extendía una gran capa de agua, sobre la cual parecían flotar los musgosos tejados de la ciudad; los concurridos muelles, donde los mástiles y vergas de nuestro barco se balanceaban por encima de los mascarones de proa; el fiordo, serpenteando entre precipicios hacia su entrada, donde el oleaje rompía furiosamente contra los arrecifes. Las alturas que había sobre nosotros parecían negras, sobre una puesta de sol rojiza que llenaba casi la mitad del cielo y teñía las aguas. Tenue entre esas nubes, divisé el enorme cuarto creciente de Tambur, marcado con un blasón que nadie podía leer. Una columna de basalto tallada en forma de cabeza elevaba su contorno encima del planeta. A derecha e izquierda del camino crecía el césped, reseco por el calor del verano. El cielo estaba claro en el cenit, y púrpura en el este, donde habían aparecido las primeras estrellas. Aquella noche no encontré consuelo en las estrellas. Caminamos en silencio. Los pies descalzos de los nativos no hacían nada de ruido. Mis zapatos resonaban sordamente y las campanillas que Rovic llevaba en los dedos del pie ocasionaban un leve cascabeleo.

El templo era una audaz muestra arquitectónica. Dentro de un cuadrángulo de paredes basálticas guardadas por altas cabezas de piedra, había varios edificios del mismo material. Sólo los helechos recién cortados que formaban el tejado estaban vivos. Guiados por Iskilip, pasamos junto a acólitos y sacerdotes y nos dirigimos hacia una cabina de madera situada detrás del altar. Dos centinelas montaban guardia junto a la puerta. Se arrodillaron al verle. El emperador llamó con su curioso cetro.

Yo tenía la boca reseca y el corazón a punto de estallar. Casi esperaba ver aparecer en el umbral algún ser espantoso o radiante cuando la puerta se abriera. Así pues, mi sorpresa fue inmensa al no ver más que a un hombre, y de estatura corriente. Gracias a la lámpara que había dentro, discerní su habitación, limpia, austera, pero no desprovista de comodidades; podría haber sido la morada de un hisagazi cualquiera. Él mismo llevaba una sencilla falda de estera. Las piernas que había debajo eran delgadas y torcidas, como las de un hombre viejo. Su cuerpo también era delgado, pero erecto, sosteniendo orgullosamente la cabeza blanca. Tenía la piel más oscura que un montaliriano, y más clara que un hisagaziano, ojos castaños y barba rala. Su rostro difería sutilmente, en nariz, labios y forma de la mandíbula, de cualquier otra raza que yo hubiera visto hasta entonces. Pero era humano.

Nada más.

Entramos en la choza, dejando fuera a los lanceros. Iskilip se entregó a una ceremonia semirreligiosa de presentación. Vi que Guzan y los príncipes cambiaban de postura, inquietos e irrespetuosos. Su clase había presenciado muchas ceremonias semejantes. El rostro de Rovic era indescifrable. Hizo una cortés reverencia a Val Nira, Mensajero del Cielo, y explicó nuestra presencia en pocas palabras. Pero mientras hablaba, sus ojos se encontraron y vi que intentaba formarse una opinión del hombre estelar.

—Sí, éste es mi hogar —dijo Val Nira. La costumbre hablaba por él; había explicado lo mismo a tantos jóvenes nobles que su voz carecía de matices. Aún no había observado nuestros instrumentos metálicos, o bien no habían significado nada para él—. Durante… cuarenta y tres años, ¿no es así, Iskilip? Me han tratado lo mejor que han podido. Si a veces he tenido que contenerme para no gritar de soledad, es lo que un oráculo debe esperar.

El emperador se removió, inquieto, en su túnica.

—Su demonio le abandonó —explicó—. Ahora es simple carne humana. Éste es el verdadero secreto que mantenemos. No siempre fue así. Recuerdo cuando llegó. Profetizó cosas inmensas, y la gente sollozaba y caía de rodillas. Pero desde entonces su demonio ha regresado a las estrellas, y la potentísima arma que llevaba ha perdido toda su fuerza. Sin embargo, el pueblo no lo creería, así que simulamos todo lo contrario, para evitar que reine la inquietud entre ellos.

—Y alteren tus propios privilegios —dijo Val Nira. Su tono era cansado y sardónico—. Iskilip era joven entonces —añadió, dirigiéndose a Rovic—, y la sucesión imperial estaba en duda. Yo le di mi influencia. Él me prometió hacer algunas cosas por mí, a cambio.

—Lo intenté, Mensajero —dijo el monarca—. Tienes la prueba en todas las canoas hundidas y hombres ahogados. Pero la voluntad de los dioses fue otra.

—Evidentemente. —Val Mira se encogió de hombros—. Estas islas tienen pocos minerales, capitán Rovic, y ninguna persona capaz de reconocer los que yo necesitaba. Están demasiado lejos del continente para las canoas que poseen. No niego que lo intentaras, Iskilip… entonces. —Nos lanzó una rápida mirada—. Ésta es la primera vez que unos extranjeros gozan de la confianza imperial, amigos míos. ¿Estáis seguros de que podréis escapar con vida?

—¡Pero si son nuestros huéspedes! —exclamaron Iskilip y Guzan casi al unísono.

—Además —sonrió Rovic—, yo estaba al corriente del secreto. Mi país tiene sus propios secretos, para contraponer a éste. Sí, creo que podemos hacer un trato, Santo Padre.

El emperador tembló. Su voz se quebró.

—¿Así que vosotros también tenéis un Mensajero?

—¿Qué? —Val Nira nos contempló con estupefacción. Su semblante pasó del blanco al rojo mientras nos observaba. Después se sentó en el banco y empezó a sollozar.

—Bueno, no exactamente. —Rovic apoyó una mano en uno de sus hombros temblorosos—. Confieso que ninguna Nave Celestial ha amarrado en Montalir. Pero tenemos otros secretos, igualmente preciosos. —Sólo yo, que conocía su carácter, me di cuenta de su tirantez. Clavó los ojos en Guzan y miró al duque como un domador de animales salvajes. Y mientras tanto, amable y materialmente, siguió hablando con Val Nira—. Me imagino, amigo mío, que tu Nave naufragó en estas costas, pero que podría haber sido reparada si hubieras tenido ciertos materiales, ¿no es así?

—Sí… sí… escucha… —Tartamudeando y estremeciéndose al pensar que quizá pudiera ver nuevamente su hogar antes de morir, Val Nira trató de explicar lo ocurrido.

Las implicaciones doctrinales de lo que dijo son tan sorprendentes, e incluso peligrosas, que estoy seguro de que los dioses no querrían que yo las repitiera. Sin embargo, no creo que sean falsas. Si las estrellas son realmente soles como el nuestro, acompañados cada uno de ellos por planetas como el nuestro, esto destruye la teoría de la esfera de cristal. Pero Froad, a quien se lo explicamos después, no creyó que esto afectara a la religión verdadera. Las Escrituras nunca han dicho que Paraíso se encuentre directamente encima del lugar de nacimiento de la Hija de Dios; eso fue lo que todo el mundo supuso, durante los siglos en que la Tierra se consideró plana. ¿Por qué no podía ser Paraíso aquellos planetas de distantes soles, donde los hombres habitaban en magnificencia, poseían las arte antiguas y volaban de una estrella a otra con la facilidad con que nosotros íbamos de Lavre a Alayn Occidental?

Val Nira creía que nuestros antepasados habían sido desterrados a este mundo, varios miles de años atrás. Debían de tener que purgar las consecuencias de algún crimen o herejía, para ser abandonados tan lejos de cualquier territorio humano. Su nave debió de naufragar, y los supervivientes volvieron al salvajismo, y sólo gradualmente han obtenido sus descendientes algo de sabiduría. No creo que esto contradiga el dogma de la Caída. Más bien lo amplía. La Caída no fue el destino de toda la humanidad, sino el de unos pocos —nuestra propia sangre corrompida—, mientras que los otros seguían viviendo próspera y felizmente en los cielos.

Nuestro mundo aún está muy lejos de los senderos comerciales de los habitantes de Paraíso. Hoy día, muy pocos de ellos tienen interés en buscar nuevos reinos. Sin embargo, Val Nira fue uno de ellos. Viajó al azar durante varios meses hasta que encontró casualmente nuestra Tierra. Entonces, la maldición le alcanzó también a él. Algo falló. Descendió sobre Ulas-Erkila, y la Nave se negó a seguir volando.

—Sé cuál es la avería —dijo ardientemente—. No lo he olvidado. ¿Cómo iba a hacerlo? A lo largo de todos estos años, no ha pasado ni un solo día sin que yo me repitiera lo que debía hacerse. Cierto motor muy delicado de la Nave requiere mercurio. —Él y Rovic tuvieron que hablar un rato hasta que dedujeron que eso debía ser a lo que se refería por la palabra empleada—. Cuando el motor falló, aterricé con tanta brusquedad que el depósito explotó. Todo el mercurio, tanto el de reserva como el que estaba utilizando, se derramó. Esa cantidad, en un espacio cerrado y caluroso, me habría envenenado. Salí a toda prisa, olvidando cerrar la portezuela. Como la nave estaba inclinada, el mercurio corrió tras de mí. Cuando me hube recobrado del pánico, una tormenta tropical había diluido ese metal. Una serie de accidentes improbables, sí, eso es lo que me condenó a toda una vida de exilio. ¡Habría tenido más sentido perecer en aquel instante!

Asió la mano de Rovic, levantando la vista desde su asiento hasta el capitán, que se hallaba en pie frente a él.

—¿Puede obtener el mercurio? —rogó—. No necesito más que el volumen de la cabeza de un hombre. Sólo eso, y unas cuantas reparaciones que pueden hacerse fácilmente con las herramientas de la Nave. Cuando levantaron este culto en torno a mí, tuve que entregarles ciertos objetos que poseía, ya que todos los templos provinciales debían poseer una reliquia. Sin embargo, nunca les entregué nada importante. Todo lo que necesito está aquí. Cinco litros de mercurio, y… ¡oh, Dios mío, es posible que mi esposa aún viva, en Terra!

Guzan, al fin, había empezado a comprender la situación. Hizo una seña a los príncipes, que levantaron sus hachas y dieron un paso adelante. La puerta de la choza se cerró en aquel momento. Rovic miró de Val Nira a Guzan, cuyo rostro se había afeado con la tensión. Mi capitán apoyó una mano sobre la espada. Fue la única muestra que dio de la proximidad del peligro.

—Deduzco, caballero —dijo con ligereza—, que desea usted reparar la Nave Celestial para que pueda volver a volar.

Guzan se estremeció. Nunca hubiera imaginado tal cosa.

—Pues, naturalmente —exclamó—. ¿Por qué no?

—Su dios les abandonaría. ¿Qué sería entonces de su poder en Hisagazi?

—No… no había pensado en ello —tartamudeó Iskilip.

Los ojos de Val Nira iban de uno a otro, como si presenciara un partido de tenis. Su enjuto cuerpo se estremeció.

—No —susurró—. No podéis. ¡No podéis retenerme!

Guzan asintió.

—Dentro de pocos años —dijo, no sin amabilidad—, igualmente nos abandonarías en una canoa mortuoria. Si, mientras tanto te retenemos en contra de tu voluntad, es posible que interpretes mal nuestros oráculos. Tranquilízate; te conseguiremos la piedra fluida. —Con una mirada de soslayo a Rovic—: ¿Quién irá a buscarla?

—Mis hombres —dijo el caballero—. Nuestro barco puede llegar fácilmente a Giair, donde hay naciones civilizadas que sin duda tendrán mercurio. Creo que podríamos regresar al cabo de un año.

—¿Acompañados por una flota de aventureros, que os ayudarán a apoderaros de la nave sagrada? —preguntó bruscamente Guzan—. O bien, una vez fuera de nuestras islas, quizá no vayáis siquiera a Yurakadak. Quizá continuéis hasta vuestro hogar, se lo expliquéis todo a vuestra Reina, y regreséis con el poder que ella tiene.

Rovic se apoyó en uno de los postes que aguantaban el tejado, como un gran felino con capa escarlata. Su mano derecha continuaba encima del mango de su espada.

—Supongo que nadie más que Val Nira sería capaz de hacer funcionar esa Nave —dijo lentamente—. ¿Acaso importa quién le ayude a repararla? ¡No creo que ninguna de nuestras naciones pudieran conquistar Paraíso!

—La Nave es muy fácil de manejar —exclamó Nira—. Cualquiera puede hacerla volar. Enseñé a muchos nobles las palancas que hay que accionar. La navegación entre las estrellas es lo difícil. Ninguna nación de este mundo podría siquiera llegar a mi planeta por sí sola, y mucho menos luchar contra nosotros; pero ¿por qué ibais a pensar en hacerlo? Te he dicho miles de veces, Iskilip, que los habitantes de la Vía Láctea no son peligrosos para nadie. Tienen tantas riquezas que no saben en qué emplearlas. Estarían encantados de gastar grandes cantidades para que los pueblos de este mundo volvieran a ser civilizados. —Con una mirada ansiosa y casi histérica a Rovic—: Plenamente civilizados, quiero decir. Os enseñaríamos nuestras artes. Os daríamos motores, autómatas, homúnculos, para que hicieran todo el trabajo pesado; y naves que vuelan por los aires; y un servicio de pasajeros regular para viajar de una estrella a otra…

—Hace cuarenta años que nos prometes lo mismo —dijo Iskilip—. No tenemos más que tu palabra.

—Y, finalmente, una oportunidad para confirmar su palabra —exclamé yo.

Con calculada severidad, Guzan dijo:

—Las cosas no son tan sencillas, Santo Padre. He observado a estos hombres procedentes del otro lado del océano durante muchas semanas, mientras estaban en Yarzik. Incluso en sus mejores momentos son crueles y avaros. No confío en ellos más que cuando puedo vigilarlos. Esta misma noche he visto cómo nos han engañado. Saben nuestra lengua mejor de lo que han admitido jamás. Y nos han hecho creer que tienen una especie de Mensajero. Si la Nave llegara a ser reparada, y ellos se apoderaran de ella, ¿quién sabe lo que serían capaces de hacer?

El tono de Rovic se suavizó todavía más.

—¿Qué propones, Guzan?

—Podemos discutirlo en otra ocasión.

Vi que los nudillos se apretaban en torno a las hachas. Hubo un momento en que solo se oyó la entrecortada respiración de Val Nira. Guzan se mantenía en rígida posición bajo la luz de la lámpara, frotándose la barbilla, con los ojos bajos, y pensando intensamente. Al fin habló:

—Quizá —dijo con voz tajante— una tripulación compuesta principalmente por hisagazis pudiera manejar tu barco, Rovic, y traer la piedra fluida. Podrían ir unos cuantos de tus hombres para enseñarles. El resto se quedaría aquí en calidad de rehenes.

Mi capitán no contestó. Val Nira gimió:

—¡No lo comprendéis! ¡Estáis haciendo una montaña de un grano de arena! Cuando mi pueblo venga, no habrá más guerras, ni opresiones. Os curarán de todas las enfermedades. Mostrarán amistad por todos y predilección por ninguno. Os lo ruego…

—¡Basta! —dijo Iskilip. Sus propias palabras sonaron indecisas—. Lo consultaremos con la almohada. Si es que alguien puede dormir después de tantas cosas extrañas.

Rovic dirigió su mirada más allá de las plumas del emperador, hacia la cara de Guzan.

—Antes de que decidamos nada… —sus dedos se apretaron en torno al mango de su espada hasta tener las uñas blancas. Acababa de ocurrírsele alguna idea. Pero mantuvo el mismo tono sereno—. En primer lugar, quiero ver esa Nave. ¿Podemos ir mañana?

Iskilip era el Santo Padre, pero se hallaba acurrucado debajo de su túnica emplumada. Guzan dio consentimiento con un gesto.

Nos dimos las buenas noches y seguimos hundiéndonos bajo Tambur. El planeta crecía hacia su plenitud, iluminando el patio con una luz fría, y dejando la choza a la sombra del templo. Sólo se veía un contorno negro, y un estrecho rectángulo iluminado en el centro de la puerta. Allí estaba en marcado el frágil cuerpo de Val Nira, que había venido de las estrellas. Estuvo contemplándonos hasta que desaparecimos de su vista.

Durante el camino de regreso, Guzan y Rovic negociaron en bruscas palabras. La Nave se encontraba a dos días de marcha hacia el interior de la isla, en la ladera del Monte Ulas. Iríamos a inspeccionarla en una expedición conjunta, pero sólo una docena de montalirianos obtuvieron el permiso. Después discutiríamos nuestra línea de acción.

Las linternas lanzaban una luz amarillenta sobre la popa de nuestra carabela. Habiendo rehusado la hospitalidad de Iskilip, Rovic y yo regresamos allí para pasar la noche. Un piquero que estaba de guardia en la pasarela me preguntó lo que habíamos averiguado.

—Pregúntamelo mañana —repuse débilmente—. La cabeza me da vueltas.

—Ven a mi camarote, muchacho, y tomaremos una copa antes de retirarnos —me invitó el capitán.

Sólo Dios sabe cuánto necesitaba el vino en aquel momento. Entramos en la cámara, abarrotada de instrumentos náuticos, libros y cartas impresas que ahora me parecían originales después de haber visto algunos de esos espacios donde el cartógrafo había dibujado sirenas y monstruos marinos. Rovic se sentó frente a la mesa, me señaló la otra silla con un gesto, y vertió el contenido de una garrafa en dos vasos de cristal de Quaynish. Entonces me di cuenta de que le preocupaba algo de gran importancia, mucho más que el problema de salvar nuestra vida.

Bebimos un poco, sin hablar. Oí el roce de olas en el casco, las ruidosas pisadas de los hombres que montaban guardia, el crujido del lejano oleaje… y nada más. Al fin, Rovic se apoyó cómodamente en el respaldo, con la vista clavada en el vino tinto de la mesa. No logré interpretar su expresión.

—Bueno, muchacho —dijo—, ¿qué opinas?

—No sé lo que debo opinar, capitán.

—Tú y Froad estáis un poco preparados para esta idea de que las estrellas son otros soles. Estáis educados. En cuanto a mí, he visto bastantes maravillas en mi época para que esto me parezca creíble. Sin embargo, el resto de nuestros hombres…

—Es una ironía que unos bárbaros como Guzan estén familiarizados desde hace años con esa idea, ya que han tenido al anciano del cielo para explicárselo a su clase durante más de cuarenta años. ¿Es realmente un profeta, capitán?

—Él lo niega. Juega al profeta porque debe hacerlo, pero es evidente que los duques y condes de este reino saben que es un truco. Iskilip es muy viejo, y está más que medio convertido a su propio credo artificial. Le oí murmurar algo sobre las profecías que Val Nira hizo largo tiempo atrás, profecías verdaderas. ¡Bah! Trucos de la memoria y su propio anhelo. Val Nira es tan humano y falible como yo. Los montalirianos estamos hechos de igual forma que estos hisagazis, a pesar de haber aprendido a usar el metal antes que ellos. El pueblo de Val Nira, a su vez, sabe más que nosotros; pero siguen siendo mortales, por el Cielo que sí. Debo recordar que lo son.

—Guzan lo recuerda.

—¡Bravo, muchacho! —Rovic frunció los labios—. Es listo, y audaz. Cuando nosotros llegamos, vio su oportunidad de abandonar su puesto como señor de una aburrida isla periférica. No permitirá que esa oportunidad se le escape sin luchar. Como muchos otros traidores, nos acusa de planear justamente lo que él espera hacer.

—Pero ¿qué es lo que desea?

—Me imagino que quiere la Nave para sí mismo. Val Nira ha dicho que era fácil de manejar. La navegación entre las estrellas sería demasiado difícil para cualquiera excepto él; además, ningún hombre en sus cabales querría jugar a los piratas en la Vía Láctea. Sin embargo… si la Nave permaneciera aquí, en la Tierra, sin elevarse más que un kilómetro encima del suelo… el tirano que la utilizara podría conquistar más territorios que el mismo Lame Darveth.

Me horroricé.

—¿Quiere decir que Guzan no intentaría siquiera buscar Paraíso?

Rovic hizo una mueca tan sombría que comprendí su deseo de estar solo. Me escabullí hacia mi litera de popa.

El capitán se despertó antes del alba, para preparar a nuestros hombres. Evidentemente había llegado a una decisión, y ésta no era agradable. Pero una vez establecía un curso a seguir, raramente lo variaba. Sostuvo una larga conferencia con Etien que salió del camarote con semblante asustado. Como si quisiera tranquilizarse a sí mismo, el contramaestre empezó a dar órdenes a voz en grito.

Los doce hombres escogidos iban a ser Rovic, Froad, yo mismo, Etien, y ocho miembros de la tripulación. Nos entregaron cascos y petos, mosquetes y afilados cuchillos. Como Guzan nos había dicho que el camino hacia la Nave era difícil, preparamos un carro de suministros en el muelle. Etien supervisó su desembarco. Yo me quedé estupefacto al ver que casi todo lo que transportaba, hasta hacer crujir los ejes, eran barriles de pólvora.

—¡Pero si no llevamos ningún cañón! —protesté.

—Ordenes del capitán —replicó Etien. Me volvió la espalda. Tras una ojeada al rostro de Rovic, nadie osó preguntarle la razón. Recordé que deberíamos subir una ladera. Una carretada de pólvora, con la mecha encendida, lanzada desde arriba hacia un ejército hostil, podía ganar una batalla. Pero ¿acaso Rovic preveía un conflicto abierto?

Claro que sus órdenes a los hombres y oficiales que se quedaban allí era justo lo que sugerían. Tenían que permanecer a bordo del Golden Leaper, manteniendo el barco a punto para luchar o largar amarras.

Cuando salió el sol, dijimos nuestras oraciones a la Hija de Dios y descendimos al muelle. La madera resonaba bajo nuestras botas. Una fina neblina envolvía la bahía; la media luna que era Tambur se hallaba a gran altura en el cielo. La ciudad de Nikum parecía dormida cuando pasamos junto a ella.

Guzan se reunió con nosotros en el templo. Se suponía que un hijo de Iskilip estaba a cargo de la expedición, pero el duque hizo caso omiso del joven igual que nosotros. Llevaban a un centenar de guardias, con capa de escamas, la cabeza rapada, y tatuados con tempestades y dragones. El débil sol de la mañana se reflejaba en las cabezas de obsidiana de las lanzas. Nuestro acercamiento fue contemplado en silencio. Pero cuando nos detuvimos frente a aquella tropa desordenada, Guzan se adelantó. Él también iba vestido de cuero, y llevaba la espada que Rovic le había regalado en Yarzik. El rocío brillaba sobre su capa de plumas.

—¿Qué lleváis en esa carreta? —inquirió.

—Suministros —contestó Rovic.

—¿Para cuatro días?

—Quédate con sólo diez hombres —dijo Rovic fríamente—, y yo dejaré el carro.

Sus ojos se encontraron, pero Guzan se apresuró a desviarlos y dar las órdenes. Nos pusimos en marcha, unos cuantos montalirianos rodeados por guerreros paganos. La jungla se extendía ante nosotros, espesa y verdísima, hasta la mitad de la ladera de Ulas. Allí, la montaña se volvía negra y desnuda, hasta la nieve que rodeaba su cráter.

Val Nira caminaba entre Rovic y Guzan. Me pareció extraño que el instrumento de la voluntad de Dios estuviera tan marchito. Tendría que haber sido alto y arrogante, con una estrella en la frente.

Durante el día, por la noche en el campamento y nuevamente a lo largo del día siguiente, Rovic y Froad le interrogaron acerca de su país. Como es natural, su conversación se desarrolló en fragmentos. Yo no oí nada, puesto que tuve que empujar la carreta a lo largo del estrecho, difícil y empinado sendero. Los hisagazis no tenían animales de carga por lo que hacían escaso uso de la rueda y carecían de rutas apropiadas. Pero lo poco que oí me mantuvo despierto.

¡Ah, maravillas aún mayores de las que los poetas han imaginado para Elf! Ciudades enteras construidas en una sola torre de más de dos kilómetros de altura. El cielo resplandecía de tal modo que nunca reinaba la oscuridad después de la puesta del sol. La comida no se obtenía de la tierra, sino en laboratorios alquímicos. Hasta los campesinos más pobres tenían una veintena de máquinas que les servían más humilde y eficazmente que un millar de esclavos; y poseían un carruaje aéreo que les permitía dar la vuelta a su mundo en menos de un día; una ventana de cristal en la cual aparecían imágenes teatrales, para distraer sus numerosos ratos de ocio. Bajeles entre los soles, cargados con las riquezas de un millar de planetas; pero ninguna de las naves iba armada ni escoltada, porque no había piratas y ese reino estaba en tan buenas relaciones con las otras naciones estelares que la guerra no tenía razón de ser. (Estos países extranjeros, al parecer, son más semejantes a lo sobrenatural que el de Val Nira, en el sentido de que las razas que los componen no son humanas, aunque saben hablar y razonar). En esta tierra feliz hay pocos delitos. Cuando se produce alguno, el criminal no tarda en ser capturado por las artes del cuerpo de policía; pero no es ahorcado, ni siquiera deportado a ultramar. En lugar de eso, le curan la mente para que no vuelva a experimentar el deseo de violar alguna ley. Regresa a su casa y vive como un ciudadano especialmente respetado, pues la gente sabe que ya es completamente digno de confianza. En cuanto al gobierno…, pero aquí perdí el hilo de la conversación. Creo que en teoría es una república, y en la práctica una leal comunidad de hombres, escogidos por medio de un examen, que vela por el bienestar de todos los demás.

¡Naturalmente, pensé que aquello era Paraíso!

Nuestros marineros escuchaban boquiabiertos. Rovic mantuvo una actitud reservada, pero se retorcía incesantemente el bigote. Guzan, para quien esto constituía una vieja historia, se fue agitando. Era evidente que no veía con agrado nuestra intimidad con Val Nira, y la facilidad con que asimilábamos las ideas que éste nos comunicaba.

Pero la cuestión es que procedemos de un país donde siempre se ha alentado la filosofía natural y la mejora de las artes mecánicas. Yo mismo, en mi corta vida, había presenciado la sustitución de la noria en regiones donde hay pocos ríos provistos de la moderna forma a base de molinos de viento. El reloj de péndulo fue inventado un año antes de mi nacimiento. Había leído muchas novelas acerca de las máquinas voladoras que no pocos hombres han tratado de inventar. Acostumbrados a vivir a tan vertiginoso ritmo del progreso, los montalirianos estábamos preparados para asimilar conceptos aun más amplios.

Por la noche, sentado con Froad y Etien alrededor de la fogata que ardía en nuestro campamento, hablé de ello con el sabio.

—Ah —canturreó él—, en el día de hoy, la Verdad se ha desvelado ante mis ojos. ¿Has oído lo que ha dicho el hombre de las estrellas? ¿Las tres leyes del movimiento planetario en torno al sol, y la gran ley de atracción que las explica? ¡Por todos los santos, esa ley puede reducirse a una corta frase, y su desarrollo tendrá a los matemáticos ocupados durante trescientos años!

Clavó la vista más allá de las llamas, y las otras fogatas alrededor de las cuales dormían los paganos, y la penumbra de la jungla, y el colérico resplandor volcánico en el cielo. Yo empecé a interrogarle.

—Dejémoslo estar, muchacho —gruñó Etien—. ¿Acaso puede explicarse cuándo un hombre se enamora?

Me acerqué un poco más a la sólida y consoladora figura del contramaestre.

—¿Qué piensa usted de todo esto? —pregunté, en voz baja, pues la jungla susurraba y crujía por todos lados.

—Yo he dejado de pensar hace tiempo —dijo—. Después de aquel día en el alcázar, cuando el patrón nos animó a navegar con él aunque saliéramos del borde del mundo, y cayéramos echando espuma entre las estrellas… Bueno, sólo soy un pobre marinero, y mi única oportunidad de regresar a casa es seguir al capitán.

—¿Incluso más allá del cielo?

—Quizá eso sea menos peligroso que seguir dardo la vuelta al mundo. El hombrecillo juró que su embarcación estaba en buen estado, y no existen tormentas entre los soles.

—¿Acaso podemos confiar en su palabra?

—Oh, sí. Incluso un viejo marinero como yo ha visto suficientes hombres para saber cuándo uno miente. No temo a la gente de Paraíso, y el capitán tampoco. Excepto en un sentido… —Etien se rascó la barba, y frunció el ceño—. En cierto sentido que no puedo precisar, han asustado a Rovic. No teme que vengan con antorchas y espadas; pero hay algo en ellos que le asusta.

Noté que el suelo se estremecía imperceptiblemente. Ulas se había aclarado la garganta.

—Parece como si estuviéramos provocando la ira de Dios…

—Tampoco es eso lo que preocupa al capitán. Nunca ha sido demasiado piadoso. —Etien se rascó, bostezó, y se puso en pie—. Me alegro de no ser el capitán. Que él decida lo que hemos de hacer. Ya es hora de que vosotros y yo nos vayamos a dormir.

Pero yo dormí muy poco aquella noche.

Creo que Rovic descansó bien. Sin embargo, cuando amaneció el nuevo día, su aspecto era macilento. Me pregunté por qué. ¿Acaso pensaba que los hisagazi nos atacarían? En este caso, ¿por qué había venido? A medida que la pendiente se hacía más empinada, la carreta era tan difícil de arrastrar y empujar, que olvidé mis temores para coger aliento.

No obstante, cuando llegamos al lugar donde se encontraba la Nave, al atardecer, también olvidé mi cansancio. Y después de un torrente de juramentos, nuestros marineros se apoyaron en silencio sobre las picas. Los hisagazis, poco comunicativos, se agacharon en señal de respeto. Sólo Guzan permaneció en pie. Contemplé su expresión mientras observaba aquella maravilla. Era una expresión de codicia.

El lugar podía calificarse de desértico. Habíamos sobrepasado el límite de la vegetación. El terreno que se extendía debajo de nosotros era como un mar de color verde, bordeado por un océano plateado. Nos encontrábamos entre enormes rocas negras, cenizas y porosa toba. La montaña subía en acantilados, barrancos y precipicios hacia la nieve y el humo, que se elevaba cerca de un kilómetro hacia el cielo. Y allí estaba la Nave.

Y la Nave era una belleza.

La recuerdo muy bien. De longitud —mejor dicho, altura, puesto que se hallaba apoyada sobre la cola— era casi igual que nuestra carabela; de forma, parecía la cabeza de una lanza, de color blanco brillante, sin oxidar a pesar de los cuarenta años transcurridos. Eso era todo. Pero las palabras resultan insuficientes. ¿Acaso pueden describir las nítidas curvas, la iridiscencia del bruñido metal, una cosa que era orgullosa y espléndida y que, en su misma forma, parecía querer volar? ¿Cómo puedo conjurar el hechizo que envolvía a esa Nave que habían hendido la luz de las estrellas?

Permanecimos largo tiempo inmóviles. Se me nubló la vista. Me enjugué los ojos, contrariado de que me vieran tan afectado, hasta que vi brillar una lágrima en la pelirroja barba de Rovic. Pero el semblante del capitán era inexpresivo. Cuando habló, se limitó a decir, con voz monótona:

—Adelante, vamos a acampar.

Los centinelas hisagazis no osaban aproximarse más de aquellos centenares de metros a un ídolo tan poderoso como era la Nave. Nuestros marineros se alegraron de mantener la misma distancia. Pero cuando hubo oscurecido y todo estuvo en orden Val Nira nos condujo a Rovic, Froad, Guzan y yo hacia la embarcación.

Mientras nos acercábamos, una puerta doble situada en el costado se abrió silenciosamente y una pasarela de desembarco descendió desde ella. Iluminada por la luz de Tambur y los rojizos reflejos de las nubes de humo, la Nave ya era bastante extraña para lo que yo podía resistir. Cuando me recibió de ese modo, como si un fantasma estuviera de guardia, lancé un gemido y eché a correr. Las cenizas crujieron bajo mis botas; inspiré una bocanada de aire sulfuroso.

Pero, al llegar al límite del campamento, me atreví a volver la vista atrás. El oscuro terreno eclipsaba la luz, de modo que la Nave aparecía sola en su grandeza. Regresé sobre mis pasos.

El interior estaba iluminado por paneles luminosos, fríos al tacto. Val Nira explicó que el gran motor que los accionaba estaba intacto, y que producía energía con sólo bajar una palanca. Tal como yo lo entendí, esto se lograba cambiando la parte metálica de una sal en luz… lo cual no entiendo en absoluto. El mercurio era necesario para una parte de los mandos, que canalizaban la energía del motor hacia otro mecanismo encargado de impulsar la Nave hacia el cielo. Inspeccionamos el depósito roto. El impacto del aterrizaje había sido realmente enorme, para torcer y doblar aquella aleación tan gruesa. Y, sin embargo, Val Nira había sido protegido por fuerzas invisibles, y el resto de la Nave no había sufrido daños importantes. Fue a buscar algunas herramientas, que flameaban, zumbaban y giraban, e hizo algunas reparaciones en la parte rota. Evidentemente, no habría tenido dificultades en completar el trabajo, y sólo necesitaba cinco litros de mercurio para dar nueva vida a la embarcación.

Nos enseñó muchas otras cosas aquella noche. No hablaré de ellas, porque ni siquiera recuerdo con claridad tantas rarezas, y no sería capaz de encontrar las palabras adecuadas. Baste saber que Rovic, Froad y Zhean pasaron varias horas en la Colina Elf.

Igual que Guzan. Aunque ya había acudido allí con anterioridad, como parte de su iniciación, nunca había visto tantas cosas hasta entonces. Sin embargo, observándole atentamente, vi en él menos admiración que codicia.

No hay duda de que Rovic observó lo mismo. Había pocas cosas que Rovic no observara. Cuando abandonamos la Nave, su silencio no se debía a la estupefacción como el de Froad o el mío. En aquel momento, pensé que estaba inquieto por las dificultades que Guzan no dejaría de plantear. Ahora, mirando hacia atrás, creo que estaba triste.

La cuestión es que, mucho después de que todos nos acostáramos, él permanecía levantado, mirando hacia la Nave iluminada por el planeta.

A primera hora de una mañana fría, Etien me despertó a sacudidas.

—Arriba, muchacho, hay trabajo que hacer. Carga las pistolas y coge el puñal.

—¿Qué? ¿Qué va a suceder? —pregunté, mientras luchaba por desembarazarme de la helada manta. La noche pasada parecía un sueño.

—El capitán no ha dicho nada, pero es evidente que espera una batalla. Avisa a los de la carreta y ayúdanos a trasladarnos a la torre volante. —La corpulenta figura de Etien permaneció agachada junto a mí. Después dijo lentamente—: Creo que Guzan se propone matarnos en esta montaña. Un oficial y unos cuantos tripulantes bastan para manejar el Golden Leaper, ir a Giair y volver. El resto de nosotros le causaría menos problemas con la garganta cortada.

Me arrastré por el suelo, temblando de pies a cabeza. Después de armarme, cogí algo de comida del almacén común. Los hisagazis que nos acompañaban llevaban pescado seco y una especie de pan hecho con algas en polvo. Sólo los santos sabían cuándo tendría la oportunidad de volver a comer. Fui el último en reunirme con Rovic junto a la carreta. Los nativos avanzaban tétricamente hacia nosotros, inseguros sobre lo que pretendíamos.

—En marcha, muchachos —dijo Rovic. Dio las órdenes. Cuatro hombres empezaron a arrastrar la carreta por el rocoso camino hacia la Nave, donde ésta relucía entre la neblina. Los demás permanecimos allí, con las armas preparadas. Guzan corrió hacia nosotros, acompañado por un soñoliento Val Nira.

La cólera oscurecía su semblante.

—¿Qué estáis haciendo? —gritó.

Rovic le dirigió una tranquila mirada.

—Como es posible que nos quedemos algún tiempo aquí, estamos inspeccionando las maravillas de la Nave…

—¿Qué? —exclamó Guzan—. ¿A qué te refieres? ¿Es que no habéis visto bastante por ser la primera vez? Tenemos que regresar a casa, y prepararnos para ir en busca de la piedra fluida.

—Ve tú, si quieres —dijo Rovic—. Yo prefiero quedarme. Y puesto que no confías en mí, debo comunicarte que el sentimiento es recíproco. Mis hombres permanecerán en la Nave, y la defenderán si es necesario.

Guzan se enfureció, pero Rovic no le hizo el menor caso. Nuestros hombres continuaron empujando la carreta sobre el desigual terreno. Guzan señaló a sus lanceros, que se acercaban en una masa desordenada, pero compacta. Etien dio la orden. Nosotros ocupamos nuestras posiciones. Las picas inclinadas hacia delante, y los mosquetes apuntando.

Guzan retrocedió. Le habíamos hecho varias demostraciones con armas de fuego en su isla de origen. Indudablemente podía superarnos con el número, si se decidía, pero las pérdidas serían elevadas.

—No existe razón para luchar, ¿verdad? —ronroneó Rovic—. Sólo tomo las precauciones más sensatas. La Nave es un premio muy valioso. Podría traer el Paraíso para todos… o el dominio de unos pocos sobre toda la Tierra. Hay quienes preferirían lo último. No te he acusado de estar entre ellos. Sin embargo, por cuestiones de prudencia, tomo a la Nave como rehén y fortaleza, durante el tiempo que desee permanecer aquí.

Creo que en aquel momento me convencí de las verdaderas intenciones de Guzan, no como una suposición nuestra sino como un hecho evidente. Si realmente hubiese querido alcanzar las estrellas, su única preocupación habría sido preservar la Nave. No habría extendido el brazo, agarrando al pequeño Val Nira entre sus fuertes manos, ni habría retrocedido con el hombre de las estrellas a modo de escudo contra nuestro fuego. Tampoco su intención tiene importancia, salvo para mi propia conciencia. La ira contorsionaba su arrugado semblante. Nos chilló:

—¡Pues yo también retendré a un rehén! ¡Que os aproveche el refugio!

Los hisagazis se arremolinaron en torno a nosotros, alzando las lanzas y hachas, pero sin hacer ademán de seguirnos. Nos abrimos paso por la negra ladera. El sol empezaba a calentar. Froad se retorció la barba.

—Diablos, capitán —dijo—, ¿cree que piensan sitiarnos?

—No aconsejaría a nadie que se aventurara salir solo —dijo Rovic secamente.

—Pero sin Val Nira para explicarnos las cosas, ¿de qué nos sirve permanecer en la Nave? Es mejor que regresemos. Poseo algunos textos matemáticos que puedo consultar. La cabeza me da vueltas respecto a esa ley que hace girar a los planetas. Debo preguntar al hombre de Paraíso lo que sabe de…

Rovic le interrumpió, ordenando a tres hombres que ayudaran a levantar una rueda encallada entre dos piedras. Estaba de muy mal humor. Confieso que su decisión me pareció una locura. Si Guzan se proponía traicionarnos, no habíamos ganado gran cosa inmovilizándonos en la Nave, donde podía matarnos de hambre. Habría sido mejor obligarle atacar al aire libre, donde hubiéramos tenido la oportunidad de vencerle. Y si Guzan no planeaba caer sobre nosotros en la jungla —o en cualquier otra parte—, esto era una insensata provocación. Pero no me atreví a interrogarle.

Cuando llegamos con la carreta a la Nave, la pasarela volvió a descender para nosotros. Los marineros se sobresaltaron y lanzaron un juramento. Rovic se arrancó con un esfuerzo de su amargura, para calmarlos.

—Serenidad, muchachos. Ya he estado a bordo y dentro no hay ningún peligro. Ahora hemos de llevar la pólvora hasta allí, y almacenarla tal como habíamos planeado.

Debido a mi frágil constitución, no fui elegido para transportar los pesados barriles, sino que me colocaron al pie de la pasarela para vigilar a los hisagazis. Aunque estábamos demasiado lejos para distinguir las palabras, vi que Guzan subía a una roca y les arengaba. Los guerreros agitaron sus armas en dirección a nosotros y lanzaron feroces alaridos. No se atrevieron a atacar. Me pregunté lo que estaría ocurriendo. Si Rovic había previsto un sitio, explicaba que hubiésemos traído la pólvora… No, no lo explicaba, porque había más personas de las que una docena de hombres podían matar en varias semanas de tiroteo, aunque hubiésemos tenido suficientes balas… ¡y casi no teníamos comida! Miré allá de las venenosas nubes volcánicas, hacia Tambur, donde reinaban tormentas que podían engullirnos a todos nosotros, y me pregunté qué demonios estaban al acecho para tentar a los hombres.

Me sobresalté con horror al oír un indignado grito procedente del interior de la nave. ¡Froad! Eché a correr por la pasarela, pero recordé mi deber a tiempo. Oí que Rovic le amonestaba y ordenaba a la tripulación que siguieran adelante. Froad y Rovic debieron entrar solos en el compartimiento del piloto, donde hablaron durante más de una hora. Cuando el anciano salió, ya no protestaba. Pero al bajar por la pasarela lloraba.

Rovic le siguió, con una expresión más sombría de las que yo le había visto jamás. Los marineros aparecieron detrás, algunos consternados, otros aliviados, pero principalmente mirando hacia el campamento hisagazi. Eran simples marineros; la Nave no significaba para ellos más que un extraño e inquietante objeto. Etien fue el último en salir, andando hacia atrás por la pasarela metálica mientras desenrollaba un largo cable.

—¡Formen! —gritó Rovic. Los hombres ocuparon sus posiciones—. Zhean y Froad, vosotros en el centro —dijo el capitán—. Seréis más útiles llevando munición de repuesto que luchando. —Se colocó a la vanguardia.

Yo agarré a Froad por una manga.

—Por favor, se lo ruego, maestro, ¿qué sucede? —Sollozaba demasiado para poder contestarme.

Etien se agachó, con un trozo de pedernal y acero en las manos. Me oyó —porque el silencio era absoluto— y dijo con voz dura:

—Hemos colocado los barriles de pólvora a largo del casco, muchacho, con regueros de pólvora entre uno y otro. Aquí está la mecha.

No pude hablar, ni siquiera pude pensar, tan monstruoso era todo. Como si estuviera inmensamente lejos, oí el chasquido de la piedra sobre el metal en los dedos de Etien, le oí avivar las chispas con un soplo y añadir:

—Una buena idea, creo yo. Ya te dije la otra noche que seguiría al capitán sin temer la maldición de Dios… pero no le tentemos demasiado.

—¡Adelante! —La espada de Rovic centelleó al salir de su vaina.

Nuestros pies crujían con estrépito sobre la montaña mientras nos alejábamos a paso rápido. No miré hacia atrás. No pude. Todavía estaba debatiéndome en una pesadilla. Puesto que Guzan se hubiera movido para interceptamos de todos modos, nos dirigimos en línea recta hacia su tropa. Él dio un paso adelante cuando nos detuvimos al borde del campamento. Val Nira apareció temblando detrás de él. Oí vagamente las palabras.

—¿Y bien, Rovic, qué ocurre ahora? ¿Listo para regresar a casa?

—Sí —dijo el capitán. Su voz era inexpresiva—. Hasta el término del viaje.

Guzan le miró de soslayo con creciente desconfianza.

—¿Por qué has abandonado la carreta? ¿Qué has dejado allí?

—Suministros. Vamos, en marcha.

Val Nira miraba fijamente la cruel forma de nuestras picas. Tuvo que humedecerse los labios unas cuantas veces antes de poder balbucear:

—¿De qué estáis hablando? No hay razón alguna para dejar comida aquí. Se estropeará con el tiempo hasta… hasta… —Se interrumpió al observar la expresión de Rovic. La sangre se retiró de su cara.

—¿Qué ha hecho? —susurró.

De repente, Rovic alzó la mano que tenía libre y se tapó la cara.

—Lo que era mi deber —repuso con voz ronca—. Hija de Dios, perdóname.

El hombre de las estrellas nos contempló un momento más. Después dio media vuelta y echó a correr. Pasó a toda velocidad junto a los sorprendidos guerreros, y se internó en la cenicienta ladera, en dirección a la Nave.

—¡Vuelva! —chilló Rovic—. ¡Está loco, no podrá…!

Tragó saliva con esfuerzo. Mientras observaba aquella pequeña, tambaleante y solitaria figura, que corría por una montaña de fuego hacia La Más Hermosa, la espada se escapó de su mano.

—Quizá sea mejor —dijo, como una bendición.

Guzan alzó su propia espada. Con la capa de escamas y las ondeantes plumas, su aspecto era tan impresionante como el de Rovic enfundado en su armadura.

—Dime lo que has hecho —exclamó—, o te mato en este mismo instante.

No prestó atención a nuestros mosquetes. También él había soñado.

También él dejó de soñar cuando la Nave explotó.

Ni siquiera aquel casco adamantino podía resistir una carretada de pólvora cuidadosamente colocada, detonada al mismo tiempo. El estallido me hizo caer de rodillas, y el casco se abrió por la mitad. Retorcidos pedazos de metal blanco salieron disparados sobre la ladera. Vi que uno de ellos chocaba con una roca y se partía en dos. Val Nira desapareció, destruido con demasiada rapidez para ver lo que ocurría; así pues, en el último momento, Dios fue misericordioso con él. A través de las llamas, humareda y un ruido aterrador que siguieron, vi caer la Nave. Rodó ladera abajo, salpicando la montaña con sus destrozadas entrañas. Entonces la ladera retumbó y se deslizó en persecución suya, enterrándola, y el polvo ocultó el cielo.

Ya no me atrevo a recordar nada más.

Los hisagazis lanzaron un alarido de terror y huyeron. Debieron pensar que el infierno había llegado a la Tierra. Guzan se mantuvo firme. Cuando el polvo nos envolvió, ocultando la tumba de la Nave y el blanco cráter del volcán, tiñendo el sol de color rojo, saltó encima de Rovic. Un mosquetero levantó su arma. Etien la bajó de un manotazo. Permanecieron inmóviles mientras contemplábamos luchar a aquellos dos hombres, sobre la insegura tierra volcánica, sabiendo que tenían derecho a hacerlo. Las chispas brotaban en cuanto las afiladas hojas se rozaban. Al fin, la habilidad de Rovic prevaleció. Alcanzó a su enemigo en la garganta.

Concedimos a Guzan un entierro decente y nos internamos en la jungla.

Aquella noche, los guardias reunieron el valor suficiente para atacarnos. Los mosquetes nos fueron de una gran ayuda, pero, principalmente, tuvimos que emplear la espada y la pica. Nos abrimos camino entre ellos porque no teníamos otro lugar adonde ir más que el mar.

Ellos retrocedieron, pero se apresuraron a difundir la noticia de lo ocurrido. Cuando llegamos a Nikum, todas las fuerzas que Iskilip pudo obtener estaban sitiando al Golden Leaper y esperando impedir la entrada de Rovic. Volvimos a formar en cuadro, sin importarnos cuántos miles podían ser, ya que sólo una veintena nos atacaba a la vez. Sin embargo, dejamos seis buenos hombres sobre el barro rojo de aquellas calles. Cuando los hombres de la carabela comprendieron que Rovic regresaba, bombardearon la ciudad. Eso prendió fuego al bálago de los tejados y distrajo al enemigo hasta el punto de que un destacamento de la nave fue capaz de acudir en nuestra ayuda. Fuimos avanzando hacia el muelle, subimos a bordo y asimos el cabrestante.

Ultrajados y muy valientes los hisagazis se acercaron con sus canoas a nuestro casco, donde el cañón no podía ser disparado. Subieron uno encima de los hombros del otro hasta llegar a la barandilla. De este modo subió todo el grupo, y la lucha que les expulsó de los puentes fue cruel. Fue entonces cuando me hicieron añicos la clavícula, que sigue molestándome ahora.

Pero, al fin, salimos del fiordo. Soplaba un fresco viento procedente del este. Con las velas desplegadas, no tardamos en dejar atrás al enemigo. Contamos a los muertos, vendamos a los heridos y nos fuimos a dormir.

Al amanecer del día siguiente, habiéndome despertado el dolor de la herida y el dolor aún más agudo que sentía en mi interior, subí al alcázar. El cielo estaba cubierto de nubes. El viento había aumentado de intensidad y el mar se extendía, agitado por las olas, hasta un horizonte grisáceo. Las cuadernas gemían y las jarcias hacían palletes. Permanecí una hora mirando hacia popa, envuelto por el aire helado que entumece el dolor.

Cuando oí el ruido de unas botas a mi espalda no me volví. Sabía que pertenecían a Rovic. Se quedó largo rato junto a mí, con la cabeza descubierta. Observé que empezaba a palidecer.

Finalmente, sin mirarme todavía, de cara a un viento que arrancaba lágrimas de nuestros ojos dijo:

—Aquel día, tuve la oportunidad de hablar con Froad. Lo lamentó, pero reconoció que yo tenía razón. ¿Te ha hablado de ello?

—No —repuse yo.

—A ninguno de nosotros nos gusta hablar de ello —dijo Rovic.

Al cabo de unos momentos prosiguió:

—No tenía miedo de que Guzan o cualquier otro se apoderara de la Nave y tratara de convertirse en un tirano. Los hombres de Montalir habríamos sabido cómo dominar a cualquiera de esos bribones. Tampoco tenía miedo de los habitantes del Paraíso. Ese pobre hombrecillo estaba diciendo la verdad. Nunca nos hubieran hecho daño… voluntariamente. Nos hubieran traído preciosos regalos, enseñado sus artes esotéricas y permitido visitar las estrellas.

—Entonces, ¿por qué? —salté yo.

—Algún día, los sucesores de Froad resolverán los enigmas del universo —dijo—. Algún día, nuestros descendientes construirán su propia Nave, y partirán hacia el destino que ellos mismos elijan.

La espuma se agitaba en torno nuestro hasta mojarnos el cabello. Noté un gusto salado en los labios.

—Mientras tanto —dijo Rovic—, surcaremos los mares de esta tierra, escalaremos sus montañas, trazaremos mapas, haremos conquistas y llegaremos a entenderlo. ¿Lo ves, Zhean? Esto es lo que la Nave nos habría arrebatado.

Entonces yo también empecé a llorar. Él apoyó una mano sobre mi hombro sano y se quedó conmigo mientras el Golden Leaper, con todas las velas desplegadas, seguía su curso hacia el oeste.