Sir Thomas Graham se sentía culpable. Si hubiera apostado tres batallones británicos en la cima del Cerro del Puerco, éste no habría caído en manos francesas. Ahora lo había hecho y él tenía que confiar en que el coronel Wheatley mantuviera la larga línea del pinar en tanto que los hombres de Dilkes enmendaban el error de sir Thomas. Si fracasaban, y si la división francesa descendía por la colina y se dirigía rápidamente hacia el norte, se situarían en la retaguardia de Wheatley y tendría lugar una masacre. Había que expulsar a los franceses de la colina.
El general Ruffin tenía cuatro batallones en la cima y mantenía a dos batallones especialistas de granaderos de reserva. Aquellos soldados ya no llevaban granadas; se contaban en cambio entre los soldados más corpulentos de la infantería y eran famosos por su ferocidad en combate. El mariscal Victor, que sabía tan bien como sir Thomas Graham que la colina era la clave de la victoria, había cabalgado para reunirse con Ruffin; desde la cima, junto a la capilla en ruinas, Victor vio que la división de Leval avanzaba poco a poco hacia la pineda. Bien. Dejaría que lucharan solos y haría bajar a los hombres de Ruffin para ayudarlos. La playa estaba vacía en su mayor parte. Una brigada de infantería española descansaba no muy lejos del pueblo pero por alguna razón no participaba en el combate, en tanto que el resto del ejército español se hallaba a un largo trecho hacia el norte y, por lo que el mariscal vio a través de su catalejo, ni siquiera se molestaba en moverse.
La primera línea de Ruffin, de cuatro batallones, contaba con más de dos mil hombres. Al igual que los franceses del monte, formaban en columnas de divisiones y por debajo de ellos, en la ladera, había centenares de cuerpos, los restos del batallón del comandante Browne. Más allá de estos cadáveres había casacas rojas que al parecer habían acudido a retomar el Cerro del Puerco.
—¿Unos mil quinientos de esos malditos ingleses, quizá? —Victor calculó el número de recién llegados.
—Sí, calculo que algo así —dijo Ruffin. Era un hombre enorme, de bastante más de metro ochenta de estatura.
—Creo que ésos son los Guardias ingleses —dijo Victor. Estaba mirando a la brigada de Dilkes por el catalejo y veía claramente el estandarte azul del regimiento del Primero de la Guardia de Infantería—. Están sacrificando a sus mejores hombres —añadió el mariscal alegremente—, de modo que vamos a complacerles. ¡Arrasemos a esos cabrones!
Los ingleses habían empezado a subir por la colina. Había mil cuatrocientos, miembros de la Guardia en su mayor parte, pero con la mitad del 67.º a su derecha y, tras los soldados de Hampshire, más próximos al mar, dos compañías de fusileros. Avanzaron lentamente. Algunos de ellos habían recorrido más de kilómetro y medio a paso ligero para alcanzar el pie de la colina y, tras pasar la noche en vela de un lado para otro, estaban cansados. No siguieron la ruta del comandante Browne hasta la cima, sino que ascendieron más cerca de la playa, donde la ladera era mucho más empinada y los cañones franceses no podían inclinarse lo suficiente para dispararles, al menos mientras se hallaran en la pendiente más baja. Avanzaron en línea, pero aquella parte de la colina era accidentada, con un terreno arbolado y escabroso, por lo que la línea no tardó en perder la formación y dio la impresión de que los británicos se acercaban en un desorden amorfo que se extendía por el cuadrante noroeste del cerro.
El mariscal Victor aceptó un trago de vino de la cantimplora de un ayudante de campo.
—Dejémosles llegar casi a la cima —le sugirió a Ruffin—, pues allí los cañones pueden hacerlos pedazos. Obsequiémosles con botes de metralla, con una descarga de mosquetes y luego avancemos hacia ellos.
Ruffin asintió con la cabeza. Era exactamente lo que él había planeado hacer. La colina era empinada y cuando los británicos hubieran ascendido las tres cuartas partes de su falda estarían sin aliento, entonces los atacaría con cañones y mosquetes. Abriría boquetes en sus filas y luego mandaría a los cuatro batallones de infantería ladera abajo con bayonetas. Arrasarían a los británicos y el caos reinaría entre sus fugitivos antes de que alcanzaran el pie de la loma, entonces la infantería y los dragones podrían darles caza por la playa y el pinar. Pensó que luego podría enviar a los granaderos a que atacaran el flanco sur de la otra brigada británica.
Los casacas rojas ascendieron. Los sargentos se esforzaban por mantener la línea recta, pero era inútil en un terreno tan accidentado como aquél. Los voltigeurs franceses, los tiradores, habían descendido un trecho y disparaban contra los atacantes.
—¡No devuelvan los disparos! —gritó sir Thomas—. ¡Reserven las balas! ¡Les lanzaremos una descarga cerrada cuando lleguemos a lo alto! ¡No disparen! —La bala de un voltigeur le arrancó el sombrero a sir Thomas sin tocar su cabello cano. Él hizo avanzar a su caballo—. ¡Vamos, valientes! —gritó—. ¡Arriba! —Cabalgaba entre los últimos soldados del Tercero de la Guardia de Infantería, sus amados escoceses—. Éste es nuestro territorio, muchachos. ¡Echemos de aquí a esos granujas!
Los soldados del comandante Browne, los que aún seguían con vida, todavía estaban en la colina y continuaban disparando hacia arriba.
—¡Aquí viene la Guardia, muchachos! —gritó Browne—. ¡Ahora aseguraré todas nuestras vidas por medio dólar! —Había perdido a dos tercios de sus oficiales y a más de la mitad de sus soldados, pero ordenó a los supervivientes que cerraran filas y que se unieran al flanco del Primero de la Guardia de Infantería.
—Son idiotas —comentó el mariscal Victor, con más desconcierto que desprecio. ¿Mil quinientos hombres esperaban tomar una colina de sesenta metros guarnecida con artillería y con cerca de tres mil soldados de infantería? Bueno, la insensatez de los británicos sería su oportunidad—. Lánceles su descarga en cuanto la artillería haya disparado —le dijo a Ruffin—. Después hágalos bajar con las bayonetas —espoleó su caballo para acercarse a la batería—. Aguarde aquí hasta que estén a medio tiro de pistola —indicó al comandante de la batería. A esa distancia no podía fallar ninguno de los cañones. Sería una carnicería—. ¿Con qué ha cargado?
—Con botes de metralla.
—Buen chico —dijo Victor. Miró el fastuoso estandarte del Primero de la Guardia de Infantería y se imaginó las dos banderas desfilando por París. ¡El emperador estaría encantado! ¡Apoderarse de las banderas de la mismísima guardia del rey de Inglaterra! Pensó que probablemente el emperador usaría las banderas de mantel, o quizá de sábanas sobre las que fornicar con su nueva novia austríaca, y la idea hizo que se riera en voz alta.
En aquellos momentos los voltigeurs se apresuraban cuesta arriba porque la línea británica se acercaba. Ya les faltaba poco para llegar, pensó Victor. Dejaría que llegaran casi a la cima porque así la línea se situaría justo delante de sus seis cañones. Echó un último vistazo al norte, a los hombres de Leval, y vio que se estaban acercando al pinar. En cuestión de media hora, pensó, aquel pequeño ejército británico se habría venido abajo. Haría falta al menos otra hora para volver a formar a las tropas y luego atacarían a los españoles que estaban en el extremo de la playa. ¿Cuántas banderas mandarían a París? ¿Una docena? ¿Una veintena? Quizá las suficientes para vestir todas las camas del emperador.
—¿Ahora, señor? —preguntó el comandante de la batería.
—Espere, espere —respondió Victor que, sabiendo que la victoria era suya, se dio la vuelta e hizo señas a los dos batallones de granaderos que había mantenido de reserva—. ¡Adelante! —gritó dirigiéndose a su general, Rousseau. No era momento para mantener tropas de reserva. Era el momento de lanzar a todos sus hombres, a los tres mil, contra un enemigo que contaba con menos de la mitad de efectivos que él. Tiró del brazo a un edecán—. ¡Dígale al director de la banda que quiero oír la Marsellesa! —Sonrió abiertamente. El emperador había prohibido la Marsellesa porque no le gustaban sus sentimientos revolucionarios, pero Victor sabía que la canción había conservado su popularidad y que serviría de estímulo a sus soldados para aniquilar a sus enemigos. Cantó un verso para sus adentros, «Le jour de gloire est arrivé», y se rió en alto. El comandante de la batería lo miró sorprendido—. ¡Ahora —le dijo Victor—, ahora!
—Tirez!
Los cañones dispararon y ocultaron la playa, el mar y la lejana ciudad blanca en medio de una nube de humo que se hinchaba.
—¡Ahora! —gritó el general Ruffin a sus comandantes de batallón.
El retroceso de las armas golpeó los hombros de los franceses. El humo inundó aún más el cielo.
—¡Calen bayonetas! —gritó el mariscal, y agitó su sombrero de penacho blanco hacia la humareda de los cañones—. ¡Y adelante, mes braves! ¡Adelante!
La banda tocó, los tambores redoblaron y los franceses se dispusieron a terminar el trabajo. El día de gloria había llegado.
* * * *
El coronel Vandal se encontraba a cierta distancia al norte de donde estaba Sharpe. El coronel se hallaba en el centro de su batallón, el cual formaba el flanco izquierdo de la línea francesa y Sharpe, a cierta distancia de los cañones de Duncan, estaba en el flanco derecho de la línea británica que todavía se solapaba con la más densa y numerosa formación francesa.
—Por aquí —gritó a sus fusileros, y corrió a situarse demás de las dos compañías del 47.º, cuyo contingente había quedado reducido al de una compañía grande, para colocarse después detrás del medio batallón del 67.º hasta que estuvo enfrente de Vandal.
—¡La cosa está muy negra! —El coronel Wheatley había vuelto a cabalgar hasta situarse detrás de Sharpe. En aquella ocasión le hablaba al comandante Gough, quien estaba al mando del 87.º, situado entonces a la izquierda de Sharpe—. Y no hay ni un maldito don que nos ayude —siguió diciendo Wheatley—. ¿Cómo están sus hombres, Gough?
—Mis soldados son denodados, señor —contestó Gough—, pero necesito más. Necesito más hombres —tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estrépito de las descargas. El 87.º había perdido a cuatro oficiales y a más de un centenar de soldados. Los heridos se encontraban entre los pinos, donde se les iban sumando más hombres a medida que las balas francesas alcanzaban su objetivo. Los encargados de cerrar las filas gritaban a los soldados ordenándoles que se agruparan en el centro, de manera que el 87.º se encogió. Seguían disparando, pero los residuos de pólvora obstruían sus mosquetes y cada cartucho costaba más de cargar.
—No hay más soldados —declaró Wheatley—, a menos que vengan los españoles. —Miró a lo largo de la línea enemiga. El problema era muy sencillo. Los franceses tenían demasiados hombres, por lo que podían reemplazar sus bajas mientras que él no podía. Podría derrotarlos cuerpo a cuerpo, pero la ventaja numérica de los franceses empezaba a importar. Podía esperar con la esperanza de que Lapeña mandara refuerzos, pero si no llegaban iría mermando inevitablemente, un proceso que sería cada vez más rápido a medida que su línea fuera encogiendo.
—¡Señor! —gritó un edecán, y al darse la vuelta, Wheatley vio que el oficial español que había ido a buscar refuerzos volvía de regreso.
Galiana frenó su montura al lado de Wheatley y, por un segundo, pareció demasiado alterado para hablar. Entonces soltó la noticia:
—El general Lapeña se niega a moverse Lo siento, señor.
Wheatley se quedó mirando al español.
—¡Dios mío! —exclamó en un tono sorprendentemente suave, y se volvió a mirar a Gough—. Creo, Gough, que tendríamos que darles acero —dijo.
Gough miró a la multitud de franceses a través de la humareda. Los estandartes del 87.º que se alzaban sobre la cabeza del coronel se agitaban al ser alcanzados por las balas.
—¿Acero? —preguntó.
—Tenemos que hacer algo, Gough. No podemos quedarnos aquí parados y morir.
Sharpe había perdido de vista a Vandal. Había demasiado humo. Vio a un francés que se agachaba junto al cadáver de un tirador portugués abatido y hurgaba en los bolsillos del muerto. Sharpe hincó la rodilla en el suelo, apuntó y disparó. Cuando el humo del rifle se disipó, vio que el francés estaba a cuatro patas con la cabeza gacha. Recargó. Estuvo tentado de atacar la bala sola en lugar de envolverla en su trozo de cuero engrasado. Pensó que los franceses podrían cargar en cualquier momento y que lo que había que hacer ahora era matarlos a toda prisa, hacer llover el fuego sobre ellos, y el rifle se cargaba con más rapidez poniendo la bala pelada. A esa distancia no importaba la imprecisión. Sin embargo, si volvía a ver a Vandal quería estar seguro de su disparo, de modo que tomó un parche de cuero, envolvió la bala y la atacó por el cañón del rifle.
—Vayan a por los oficiales —dijo a sus hombres.
Sharpe oyó el sonido de una pistola a sus espaldas y al volverse a mirar vio que el capitán Galiana había desmontado y estaba recargando su pequeña arma.
—¡Fuego! —gritó el teniente al mando de la compañía del 87.º más cercana, y los mosquetes escupieron humo.
Un soldado cayó en la primera fila con un agujero negro en la frente.
—¡Déjenlo! —gritó un sargento—. ¡Está muerto! ¡Recarguen!
—¡Calen bayonetas! —el grito venía de detrás del 87.º y se repitió a lo largo de la línea, debilitándose a medida que la orden se iba transmitiendo hacia el norte—. ¡Calen bayonetas!
—Dios salve a Irlanda —dijo Harper—. La situación es desesperada.
—No hay muchas opciones —repuso Sharpe. Los franceses estaban ganando por pura superioridad numérica. Estaban avanzando y el coronel Wheatley sólo podía retirarse o atacar. Retirarse significaba perder, pero al menos atacar era poner a prueba a los franceses.
—¿Espadas, señor? —preguntó Slattery.
—Calen espadas —contestó Sharpe. No era momento de preocuparse por si aquélla era o no su lucha. La batalla era trepidante. Otra descarga francesa cayó sobre las tropas de rojo. Luego, dos botes de metralla destrozaron a los soldados de casaca azul que habían disparado. Por delante de las filas un muchacho irlandés chillaba de un modo horrible, rodando por el suelo y agarrándose el vientre con las manos ensangrentadas. Un sargento lo acalló con un compasivo culatazo en la cabeza.
—¡Vamos, avancen! ¡Adelante! —bramó un comandante de brigada.
—¡El 87.º avanzará! —gritó Gough—. Faugh a ballagh!
—Faugh a ballagh! —respondieron los supervivientes del 87.º, y avanzaron.
—¡Con calma, muchachos! —gritó Gough—. ¡Con mucha calma!
Pero el 87.º no quería ir con calma. Una cuarta parte de sus integrantes estaban muertos o heridos y el resto experimentaban un sentimiento de furia hacia los soldados que los habían castigado durante la última hora, por lo que avanzaron con impaciencia. Cuanto antes cayeran sobre el enemigo, antes moriría dicho enemigo, y Gough no pudo retenerlos. Empezaron a correr, y mientras corrían profirieron un grito agudo, aterrador por sí mismo, y sus bayonetas de más de cuarenta centímetros brillaban al sol, que casi había alcanzado su cenit invernal.
—¡Adelante! —Los soldados situados a la derecha de Sharpe amoldaron el paso al del 87.º. Los artilleros de Duncan dieron la vuelta a sus cañones con los espeques para barrer el flanco de la línea francesa.
—¡Y maten! ¡Maten! —decía el abanderado Keogh a voz en cuello. Portaba su espadín en una mano y el sombrero bicornio en la otra.
—Faugh a ballagh! —bramó Gough.
El estruendo de los mosquetes franceses sonaba terriblemente cerca y los soldados caían destrozados, salpicando de sangre a sus vecinos, pero la carga ya no podía detenerse. Los casacas rojas avanzaron por toda la longitud de la línea con las bayonetas en ristre, porque quedarse quieto significaba morir y retirarse perder. Ya eran menos de mil y atacaban a un enemigo que los triplicaba en número.
—¡A por ellos! ¡A por ellos! —gritó un oficial de los Coliflores—. ¡Mátenlos! ¡Mátenlos!
La primera fila francesa intentó retroceder, pero las filas posteriores la empujaron hacia delante y los casacas rojas atacaron. Las bayonetas arremetieron. Los mosquetes dispararon a menos de un metro de distancia. Un sargento del 87.º gritaba como si estuviera instruyendo a los soldados en el cuartel.
—¡A fondo! ¡Recuperen! ¡Posición! ¡A Fondo! ¡Recuperen! ¡Posición! ¡En las costillas no, idiota! ¡En el vientre! ¡A fondo! ¡Recuperen! ¡Posición! ¡En el vientre, chicos, en el vientre! ¡A fondo!
A un irlandés se le quedó la bayoneta atrapada en las costillas de un francés. La hoja no salía y, desesperado, el hombre apretó el gatillo y se sorprendió de que el arma estuviera cargada. La explosión de gas y proyectil desatascó la bayoneta con una sacudida.
—¡En el vientre! —gritaba el sargento, pues era mucho menos probable que la bayoneta quedara atrapada en el estómago del enemigo que en sus costillas. Los oficiales que todavía iban a caballo disparaban sus pistolas por encima de los chacós de sus soldados. Los soldados entraban a fondo, recuperaban, volvían a tirar una estocada y algunos de ellos estaban tan enloquecidos por la batalla que no se preocupaban por su manera de combatir y se limitaban a arremeter con la culata del mosquete.
—¡Rájelo, muchacho! —gritó el sargento—. ¡No se limite a pinchar a ese cabrón! ¡Hágale un poco de daño! ¡A fondo! ¡Recuperen!
Eran los desechos de Inglaterra, Irlanda, Escocia y Gales. Eran los borrachos y los ladrones, la roña de los bajos fondos y de las cárceles. Vestían la casaca roja porque nadie más los quería, o porque estaban tan desesperados que no tuvieron alternativa. Eran la escoria de Gran Bretaña, pero sabían pelear. Siempre habían peleado, pero en el ejército les enseñaron a luchar con disciplina. Hallaron a sargentos y oficiales que los valoraban. También los castigaban, por supuesto, y los insultaban, los maldecían, los azotaban hasta que les sangraba la espalda y volvían a maldecirlos, pero los valoraban. Incluso los querían, y los oficiales que valían cinco mil libras al año estaban luchando junto a ellos en aquellos momentos. Los casacas rojas estaban haciendo lo que mejor sabían hacer, aquello por lo que les pagaban un chelín al día menos las retenciones: estaban matando.
El avance francés se detuvo. Ya no avanzaban poco a poco. Los soldados de sus primeras filas morían y los de detrás intentaban escapar a los salvajes de rostro ensangrentado que chillaban como demonios. «Faugh a ballagh! Faugh a ballagh!» Gough condujo su montura por entre sus soldados y abatió a tajos a un sargento francés. El grupo abanderado iba tras él, los alféreces portaban los dos estandartes y los sargentos iban armados con espontones, unas picas muy afiladas destinadas a proteger las banderas, aunque en aquellos momentos los sargentos habían tomado la ofensiva, atacando salvajemente a los franceses con las largas y estrechas hojas. El sargento Patrick Masterson era uno de los piqueros y era casi tan corpulento como Harper. Arremetía con el espontón contra los rostros franceses, uno tras otro, los abatía y así las bayonetas podían rematarlos. Se abrió camino a estocadas a través de la primera fila francesa y una bayoneta paró el golpe de su hoja, retiró el arma y volvió a arremeter, pero en el último segundo el sargento bajó la punta del espontón de manera que éste atravesó tela, piel y músculo y penetró en el vientre de un enemigo. La estocada fue tan fuerte que la hoja se hundió hasta la cruz, deteniendo el cuerpo del enemigo que quedó atrapado en el asta. El sargento desclavó al francés de una patada, acometió de nuevo y los casacas rojas se abrieron camino a bayonetazos por el hueco que había hecho. Algunos franceses yacían en el suelo ilesos, tapándose la cabeza con las manos y rezando para que aquellos diablos aulladores no los mataran. El abanderado Keogh propinó un tajo con la espada a un francés con bigote que le abrió un corte de mejilla a mejilla y el silbante impulso del movimiento de la hoja estuvo a punto de alcanzar a un casaca roja que se encontraba a su lado. Keogh ya no llevaba sombrero. Profería el grito de guerra del 87.º, Faugh a ballagh! Dejen paso, y las hojas se abrían camino a cuchilladas a través de las densas filas francesas.
Era lo mismo en toda la longitud de la línea. Bayonetas contra conscriptos, ferocidad contra un repentino terror que te descomponía el vientre. El combate había sido equilibrado, incluso se había inclinado a favor de los franceses tal como conjeturaba su superioridad numérica, pero Wheatley había dado el paso y las leyes de las matemáticas habían sucumbido a las leyes más crueles del entrenamiento severo y de los hombres más duros. Los casacas rojas estaban avanzando, poco a poco, puesto que luchaban contra un enemigo agolpado y tropezaban con los cuerpos que habían dejado en la hierba resbaladiza por la sangre, pero aun así avanzaban.
Entonces apareció una calesa en la linde del bosque y Sharpe volvió a ver a Vandal.
* * * *
En el Cerro del Puerco los franceses avanzaron para hacerse con la victoria. Los cuatro batallones que habían bordeado la cima salieron los primeros y los dos batallones de granaderos se apresuraron a incorporarse a su flanco izquierdo. La única preocupación del general de los granaderos, Rousseau, era que sus hombres llegaran demasiado tarde para compartir la victoria.
Los británicos seguían en la cuesta y su línea todavía era irregular. Habían sido alcanzados por los botes de metralla, aunque los cañones franceses ya no podían disparar porque la infantería de casaca azul había avanzado y los artilleros ya no podían ver sus objetivos de casaca roja. No obstante, Victor sabía que la artillería no iba a ser necesaria. Las bayonetas del emperador decidirían esta victoria. Los tambores tocaron el pas de charge y las águilas se alzaron en alto mientras tres mil franceses se lanzaban por el lado norte de la cima y vitoreaban mientras cargaban hacia la victoria.
Se enfrentaban a la Guardia de Infantería británica, medio batallón de soldados de Hampshire, dos compañías de fusileros y los restos de las compañías de flanco que habían marchado hacia la batalla desde Gibraltar. Aquellos soldados de casaca roja y casaca verde, con una inferioridad numérica de dos a uno, habían marchado durante toda la noche y estaban cuesta abajo respecto al enemigo.
—¡Apunten! —rugió sir Thomas Graham, que había sobrevivido milagrosamente a la explosión de los botes de metralla que se habían llevado por delante a tres escoceses de las filas que tenía justo enfrente. Lord William Russell le había devuelto su maltrecho sombrero y sir Thomas lo sostuvo en alto, luego lo hizo descender rápidamente para señalar las dos columnas intactas que acudían a la carga desde lo alto de la colina con las bayonetas caladas—. ¡Fuego!
Dispararon mil doscientos mosquetes y doscientos rifles. En general el alcance era de menos de sesenta pasos, aunque en los flancos la distancia era mucho mayor, y las balas cayeron sobre los trescientos hombres de la primera fila de las columnas francesas deteniéndolas. Fue como si un ángel vengador hubiera golpeado la cabeza de las columnas francesas con una espada gigantesca. Sus primeras filas quedaron desbaratadas y ensangrentadas e incluso cayeron algunos soldados de las segundas filas. La carnicería bastó para detener la carga y los soldados de las terceras y cuartas filas tropezaron y cayeron sobre los muertos y moribundos que tenían delante. Los casacas rojas no vieron los efectos de su descarga porque el humo de sus propios mosquetes los envolvía. Ellos esperaban que las dos columnas irrumpieran a través de la humareda con las bayonetas en ristre y por consiguiente hicieron lo que estaban entrenados para hacer: recargaban. Las baquetas rasparon contra los cañones. El orden correcto de filas y columnas se había desmoronado durante el ascenso y, aunque algunos oficiales gritaban a sus compañías que hicieran fuego por secciones, la mayoría de los soldados sólo disparaban para salvar la vida. No esperaban a que un oficial o sargento les marcara el ritmo de las descargas; ellos recargaban, alzaban el mosquete, apretaban el gatillo y volvían a cargar.
Los manuales de instrucción insistían en al menos diez acciones para cargar un mosquete. Empezaba con: «Primer movimiento: Manipular el cartucho» y terminaba con la orden de disparar. En algunos batallones los sargentos de instrucción lograban encontrar hasta diecisiete acciones distintas, todas las cuales había que aprender, dominar y practicar. Algunos soldados, unos cuantos, llegaban a la instrucción con cierto conocimiento previo de las armas de fuego. En su mayor parte eran chicos de campo que sabían cómo cargar una escopeta de caza, pero tenían que olvidarlo todo. Un recluta podía tardar un minuto entero, o incluso más, en cargar un mosquete, pero cuando se ponían la casaca roja y los mandaban a luchar por su rey, podían hacerlo en quince o veinte segundos. Era ésta la pericia necesaria por encima de todo lo demás. Los guardias de la colina quizá tuvieran un aspecto magnífico y no había ninguna unidad de infantería más espléndida cuando ocupaban su puesto frente al palacio de Saint James o Carlton House, pero si un soldado no sabía morder un cartucho, cebar la cazoleta, cargar el arma, atacarla y disparar en veinte segundos, entonces no era un soldado. En la colina aún había casi mil supervivientes de la guardia que disparaban por su vida. Lanzaban un disparo tras otro hacia la nube de humo y sir Thomas Graham, montado detrás de ellos, sabía que estaban hiriendo a los franceses, y no sólo los herían, sino que también los mataban.
Los franceses habían vuelto a avanzar en columna. Siempre avanzaban en columna. Ésta tenía trescientos soldados de ancho y nueve filas en fondo, lo cual implicaba que gran parte de los franceses no podían utilizar sus mosquetes, mientras que todos los casacas rojas y verdes podían disparar su arma. Las balas convergían en los franceses, que iban cerrando filas, y frente a los guardias y los hombres de Hampshire había pequeñas llamas en la hierba, allí donde el relleno había iniciado un fuego.
Sir Thomas contuvo el aliento. Sabía que aquél era un momento en el que las órdenes no servirían de nada, en el que incluso animar a sus soldados supondría gastar saliva inútilmente. Ellos sabían lo que hacían y lo estaban haciendo tan bien que hasta estuvo tentado de pensar que quizá podría hacerse con una victoria en lo que había parecido una derrota segura. Sin embargo, el estrépito de una descarga bien orquestada hizo que se dirigiera a la derecha de la línea, donde vio las filas intactas de los granaderos franceses que descendían por la ladera a través del humo de su descarga inaugural. Vio que la guardia escocesa daba la vuelta para hacer frente a este nuevo enemigo y los fusileros, que mantenían una formación más extendida por la falda de la colina que daba al mar, se agruparon más para disparar contra los refuerzos franceses.
Sir Thomas siguió sin decir nada. Tenía el sombrero en la mano y observaba a los granaderos que descendían por la ladera. Vio que todos los soldados de las tropas francesas portaban un sable corto además del mosquete. Constituían la élite enemiga, los hombres elegidos para hacer el trabajo más duro, y acudían frescos a la lucha; sin embargo, acudían otra vez en columna y el ala izquierda de la línea de sir Thomas, sin recibir ninguna orden por parte de éste ni de nadie más, había dado media vuelta hacia ellos para que se beneficiaran de su entrenamiento. El medio batallón del 67.º se encontraba justo delante de los granaderos que, a diferencia de los primeros cuatro batallones, no quedaron frenados por los primeros disparos que los alcanzaron, sino que siguieron adelante.
Sir Thomas sabía que era así como debía combatir una columna. Era un ariete, y aunque la cabeza de la columna debía sufrir de manera horrible, el impulso de su mole la llevaría a través del enemigo hacia una victoria sangrienta. En un campo de batalla tras otro de una Europa sufriente, las columnas del emperador habían recibido su castigo y habían seguido marchando para ganar. Y esta columna, integrada únicamente por tropas de élite, estaba descendiendo por la ladera y acercándose aún más. Si penetraba en la delgada línea de soldados de rojo y verde haría conversión derecha y mataría a los soldados de sir Thomas con sables y culatas de mosquete. Y seguía acercándose. Sir Thomas se situó detrás del 67.º, listo para emprenderla a tajos y morir con sus hombres si los granaderos tenían éxito. Entonces un oficial dio la orden de disparar.
Se formó una nube de humo delante de sir Thomas. Luego más humo. El 67.º estaba disparando descargas por secciones y los Deshollinadores se hallaban a su derecha y no se molestaban en envolver las balas en cuero porque a esa distancia no podían fallar, por lo que sus disparos eran casi tan rápidos como los de los casacas rojas que tenían al lado. A la izquierda de sir Thomas se encontraban sus escoceses, y sabía que ellos no se hundirían. El ruido de la mosquetería era como el de una enorme hoguera de madera seca. El aire apestaba a huevos podridos. Una gaviota chilló en alguna parte y en la lejanía por detrás de sir Thomas tronaron los cañones en el monte, pero él no podía apartar la vista de lo que estaba ocurriendo a su espalda. La batalla iba a decidirse en aquel lugar y momento precisos. De pronto se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y soltó aire, se volvió a mirar a lord William y vio que su señoría observaba inmóvil y con los ojos muy abiertos el humo de los mosquetes.
—Puede respirar, Willie.
—¡Dios Santo! —exclamó lord William, soltando el aliento—. ¿Sabe que hay una brigada española detrás de nosotros? —le preguntó a sir Thomas.
Sir Thomas se volvió y vio a las tropas españolas en la playa. Éstas no hicieron amago de proporcionarle refuerzos y aunque él les ordenara que subieran por la colina, sabía que llegarían demasiado tarde para serle de ayuda. El combate no podía durar tanto tiempo, y sir Thomas menó la cabeza.
—Malditos sean, Willie —dijo—. Malditos sean.
Lord William Russell tenía una pistola lista para disparar contra el primer granadero que apareciera por entre la humareda, pero a los granaderos los había detenido el fuego de rifles y mosquetes. Los soldados de sus primeras filas estaban muertos y los que iban detrás intentaban recargar y responder a los disparos, pero cuando una columna dejaba de moverse se convertía en un blanco gigante, y los hombres de sir Thomas la estaban acribillando. Aunque los granaderos eran tropas de élite, no podían disparar tan rápido como los casacas rojas.
El general Dilkes, cuyo caballo sangraba por la grupa y el brazo, se acercó a sir Thomas. No dijo nada, simplemente se quedó mirando y luego alzó la vista colina arriba, hacia el lugar donde se hallaba el mariscal Victor sentado en su caballo con su sombrero de penacho blanco en la mano bajada. El mariscal Victor contemplaba a tres mil soldados inmovilizados por la mosquetería. No dijo nada. Ahora todo dependía de sus hombres.
A la izquierda de la línea británica, más allá del Primero de la Guardia de Infantería, el comandante Browne luchaba con los Flanqueadores que le quedaban. Menos de la mitad de los hombres que habían subido por la ladera seguían siendo capaces de disparar un mosquete, pero lanzaban sus descargas contra la columna francesa más próxima y, en su entusiasmo, subieron más arriba para atacar el flanco de la columna.
—¿Usted no ama a estos granujas? —le gritó sir Thomas al general Dilkes, y a Dilkes le sorprendió tanto la pregunta que soltó una risotada—. Es hora de acometerlos a la bayoneta —dijo sir Thomas.
Dilkes asintió. Estaba observando a los casacas rojas que disparaban sus mortíferas descargas y le pareció que acababa de ver a sus hombres hacer un milagro.
—Echarán a correr, doy fe —afirmó sir Thomas, y esperó no equivocarse.
—¡Calen bayonetas! —Dilkes recuperó la voz.
—¡A por ellos, muchachos! —sir Thomas agitó el sombrero y galopó para situarse de nuevo detrás de la línea—. ¡A por ellos! ¡Échenlos de mi colina! ¡Fuera de mi colina!
Y los casacas rojas, como sabuesos a los que acabaran de soltar, subieron por la ladera con las bayonetas. El mariscal Victor, en la cima, oyó los gritos cuando las hojas empezaron a realizar su trabajo.
—¡Luchen, por el amor de Dios! —exclamó sin dirigirse a nadie en concreto, pero sus seis batallones estaban retrocediendo. El pánico había contagiado sus filas. Los últimos soldados, los que menos peligro corrían, retrocedían poco a poco y las primeras filas estaban siendo atacadas salvajemente por los casacas rojas. La banda, que estaba situada a cierta distancia por detrás de la línea y seguía tocando la prohibida Marsellesa, intuyó que se avecinaba el desastre y la música titubeó. El director intentó volver a formar a sus músicos, pero en aquellos momentos el ruido más fuerte eran los roncos gritos de guerra de los británicos. En lugar de tocar, la banda se dispersó y los músicos echaron a correr. La infantería fue la siguiente—. Los cañones —dijo Victor a un ayudante de campo—, llévense los cañones de la colina. —Una cosa era perder un combate y otra muy distinta que capturaran los queridos cañones del emperador, de modo que los artilleros fueron a buscar los tiros y se llevaron cuatro de los cañones hacia el este, lejos de la loma. Había dos que no podían salvar porque los casacas rojas estaban demasiado cerca, por lo que dichas piezas se perdieron. El mariscal Victor y sus edecanes siguieron a los cuatro cañones y los restos de sus seis batallones corrieron para salvar la vida, cruzaron la cima y bajaron por la falda este, y tras ellos iban los casacas rojas y casacas verdes con las bayonetas y la victoria.
Tanto el general Rousseau, que había comandado los granaderos, como el general Ruffin, que había estado al mando de la división derrotada, estaban heridos y quedaron atrás. Sir Thomas fue informado de su captura, pero no dijo nada; se limitó a dirigirse a la cima de la colina en el lado que daba al interior, desde donde pudo ver cómo corría su enemigo vencido. Recordó aquel momento de hacía mucho tiempo en Tolosa, cuando los soldados de Francia habían insultado a su esposa muerta y le habían escupido en la cara cuando él protestó. En aquel entonces sir Thomas había simpatizado con los franceses. Había pensado que sus ideales de libertad, fraternidad e igualdad eran un modelo para Gran Bretaña. Había amado Francia.
Pero de eso hacía diecinueve años. Diecinueve años en los que sir Thomas nunca había olvidado que los franceses se burlaron de su esposa muerta, de modo que se puso de pie en los estribos e hizo bocina con las manos:
—¡Acuérdense de mí! —gritó. Lo gritó en inglés, pero no importaba porque los franceses corrían demasiado deprisa y estaban demasiado lejos para oírle—. ¡Acuérdense de mí! —repitió a voz en cuello, y tocó su anillo de boda.
Y al sur de donde él se encontraba, más allá del pinar, un cañón abrió fuego.
Sir Thomas se dio la vuelta y espoleó a su cansado caballo porque la batalla no se había ganado todavía.
* * * *
—¡Oh, maldita sea! —exclamó Sharpe. La calesa había pasado junto a él dando tumbos, con las ruedas girando sin tocar el suelo, había rebasado la esquina de la columna francesa a toda velocidad para volcar luego a unos veinte pasos del borde de la columna. La mujer, que llevaba un velo negro, estaba aparentemente ilesa, pues intentaba ayudar al general de brigada a ponerse en pie, pero una docena de franceses de las últimas filas de la columna habían visto el accidente y también habían visto en él un beneficio. Un hombre adornado con galón también podía ir engalanado de dinero, por lo que abandonaron la columna a toda prisa con la intención de revolverle los bolsillos al hombre del suelo. Sharpe desenvainó la espada y echó a correr.
—Tenemos trabajo, chicos. Vamos —dijo Harper.
Los fusileros habían ido avanzando hacia el flanco de la columna. Se estaba librando una batalla horrible entre los casacas rojas y los franceses, una batalla de bayoneta y culata de mosquete, pero Sharpe había visto al coronel Vandal montado en su caballo. Vandal se encontraba entre la concentración de franceses, cerca del águila de su regimiento, y estaba golpeando con el sable no a los casacas rojas, sino a sus propios hombres. Les estaba gritando que lucharan, que mataran, y su pasión retenía a los soldados de manera que el flanco izquierdo francés era el único que no se estaba retirando, sino que combatía con tesón contra los irlandeses que les atacaban por el frente. Sharpe pensó que si se dirigía a un lado de la columna quizá pudiera disparar su rifle sin obstáculos, pero ahora tenía que rescatar al general de brigada Moon, que intentaba proteger a la mujer del velo. Moon tiró de ella para que se pusiera a su lado y trató de encontrar la pistola, pero el arma se le había caído del bolsillo del faldón cuando salió despedido de la calesa. Desenvainó su sable nuevo, uno barato que había comprado en Cádiz, y se encontró con que la hoja estaba rota, y en aquel preciso momento la marquesa gritó porque los franceses se acercaban armados con bayonetas.
Entonces apareció un soldado de casaca verde por la izquierda de Moon. El soldado portaba una espada de caballería, un arma tan brutal como difícil de manejar, y su primer golpe alcanzó a un francés en la garganta. Brotó la sangre y el chorro llegó más alto que el águila en su mástil. Al hombre se le dobló la cabeza hacia atrás mientras su cuerpo seguía corriendo. Sharpe se dio la vuelta, le atravesó el vientre con la espada a un segundo soldado, haciendo girar el arma rápidamente para evitar que la carne atrapara la hoja, luego apoyó la bota derecha en el estómago del soldado para poder afirmarse y liberar la hoja de un tirón. Una bayoneta le perforó la casaca, pero el capitán Galiana estaba allí y su fina espada se clavó en el costado del francés.
El general de brigada Moon, aferrando la mano de la marquesa, se limitó a mirar. Sharpe había matado a un soldado y abatido a otro en el tiempo que se tardaría en matar una mosca. Ahora otros dos franceses fueron a por Sharpe y Moon esperaba que el fusilero se alejaría de su desenfrenado ataque pero, por el contrario, él fue a su encuentro y apartó una bayoneta con la espada antes de conducir la hoja hacia el rostro del soldado. Una bota en la entrepierna hizo que el soldado se encogiera. El segundo arremetió con la bayoneta y Moon pensó que mataría a Sharpe, pero el fusilero había esquivado el ataque con súbita velocidad y se volvió contra su atacante. Moon vio la ferocidad en el rostro del fusilero y sintió una inesperada lástima por el francés que se enfrentaba a él. «Cabrón», gruñó Sharpe, y la espada entró a fondo, con fuerza y rapidez, y el francés soltó el mosquete y se aferró a la hoja que le atravesaba el vientre. Sharpe la sacó en el preciso momento en el que llegaba Perkins, que arremetió contra el soldado con la bayoneta. Harper ya estaba junto a Sharpe y apretó el gatillo del fusil de descarga múltiple que hacía el mismo ruido que un cañonazo. Dos franceses salieron despedidos hacia atrás con los cinturones cubiertos de sangre. Los demás ya habían tenido suficiente y corrían de vuelta a la columna.
—¡Sharpe! —lo llamó Moon.
Sharpe hizo caso omiso del general de brigada. Envainó la espada y se descolgó el rifle del hombro. Hincó la rodilla en el suelo y apuntó a Vandal.
—Toma, hijo de puta —dijo, y apretó el gatillo. La boca del rifle quedó oculta por el humo y cuando éste aclaró Vandal todavía seguía vivo, seguía montado en su caballo y seguía utilizando la cara de la hoja del sable para llevar a sus soldados contra los irlandeses de Gough. Sharpe soltó una maldición—. ¡Dan! —llamó a Hagman—. ¡Péguele un tiro a ese cabrón!
—¡Sharpe —volvió a gritar el general de brigada—, el cañón!
Sharpe se dio la vuelta. Vio, con gran sorpresa, que la mujer del velo era Caterina y se preguntó qué clase de maldito idiota era el brigadier para traer a una mujer a semejante carnicería. Luego miró el obús francés abandonado y vio que todavía tenía un estopín saliendo del oído. Ello significaba que el cañón de tubo corto estaba cargado. Sharpe recorrió la hierba chamuscada con la mirada buscando el botafuego, pero no lo vio. El medio batallón del 67.º, las dos compañías de los Coliflores y los supervivientes de los cazadores portugueses avanzaban más allá del cañón para enfrentarse al último batallón de reserva de Leval que se apresuraba hacia el flanco izquierdo del atribulado 8.º. Sharpe pensó que el cañón podía resultar más útil si se apuntaba contra dicho batallón de reserva, pero entonces se acordó del pobre Jack Bullen.
—¡Sargento! ¡Quiero darle la vuelta a este maldito cañón!
Harper, Galiana, Sharpe y Harris alzaron el timón e hicieron girar el obús de manera que apuntara al 8.º de línea.
—¡Tome, Sharpe! —el general de brigada le lanzó una caja de yesca.
—¡Quítense de en medio! —ordenó Sharpe a sus demás fusileros. Entonces hizo saltar una chispa y sopló el lino carbonizado de la caja hasta que prendió una llama. Sacó todo el lino de la caja, chamuscándose los dedos, y se inclinó sobre la rueda del cañón para dejar caer la masa ardiendo sobre el estopín. Oyó el chisporroteo de la pólvora y se apartó.
El obús retrocedió con estrépito, levantando las ruedas del suelo con el retroceso. Era un obús de seis pulgadas y lo habían cargado con un bote de metralla. Las balas penetraron en el flanco francés con la misma fuerza que la descarga cerrada de un batallón. El cañón estaba demasiado cerca para que los proyectiles se extendieran a lo ancho, pero allí donde cayeron abrieron un sangriento agujero en las apiñadas filas y Sharpe, que se hizo a un lado corriendo, vio que Vandal había desaparecido. Sharpe volvió a desenvainar la espada y esperó, pues quería volver a encontrar al coronel. Tras él, los soldados del 67.º, del 47.º y del 20.º portugués iniciaron sus descargas contra el batallón de reserva. Los cañones de Duncan lo hicieron trizas con granadas y metralla. En algún lugar había un hombre aullando como un perro.
El coronel Vandal se hallaba en el suelo. Su caballo se estaba muriendo, relinchando mientras sacudía la cabeza contra el suelo arenoso. El propio Vandal se hallaba aturdido, pero no creyó que estuviera herido. Logró ponerse de pie y vio que los casacas rojas se estaban acercando a su águila.
—¡Mátenlos! —gritó, y el grito no fue más que un ronco gemido en una garganta reseca. Un sargento enorme armado con pica arremetía contra los sargentos franceses que protegían el estandarte—. ¡Mátenlos! —volvió a gritar, y entonces un casaca roja joven y flacucho se abalanzó hacia la bandera de un salto y tajó con su espada al subteniente Guillemain que había tenido el honor de portar el águila del emperador. Vandal arremetió con su sable contra el oficial delgado y notó que la punta de la hoja le alcanzaba las costillas. El casaca roja hizo caso omiso de la estocada y, con la mano que tenía libre, agarró el asta del águila e intentó arrancársela de las manos a Guillemain. Dos sargentos franceses mataron a aquel hombre, atravesándolo con sus alabardas de hoja larga, maldiciéndolo, y Vandal vio que la vida se extinguía de los ojos del casaca roja antes de que hubiera llegado al suelo. Entonces, uno de los sargentos franceses de cuyo ojo izquierdo no quedaba más que un hoyo de sangre gelatinosa, retrocedió y un vozarrón enorme les gritó a los franceses: «Faugh a ballagh!».
El sargento Masterson había visto cómo mataban al abanderado Keogh y ahora Masterson estaba furioso. Había abatido a uno de los asesinos con la hoja del espontón y arremetió contra el segundo, alcanzándolo con el filo de la punta de lanza. Recuperó el arma y arremetió con la pica contra la garganta de Guillemain. El teniente empezó a gorgotear, la sangre burbujeaba en su garganta, y Vandal fue a coger el águila, pero Masterson ladeó el espontón de manera que el cuerpo agonizante de Guillemain cayera frente al coronel. Entonces Masterson le arrebató el águila al francés. El capitán Lecroix gritó con incoherente furia y atacó a Masterson con la espada, pero un casaca roja le clavó la bayoneta en las costillas y otro le golpeó la cabeza con el mosquete. Lo último que Lecroix vio en este mundo fue al enorme sargento irlandés agitando el valioso estandarte. Utilizaba el águila para golpear a los solados que intentaban quitársela y entonces llegó una nueva acometida de casacas rojas por cada lado de Masterson y sus bayonetas se pusieron a trabajar.
—¡A fondo! —gritaba un sargento con voz aguda y cascada—. ¡Recuperen! ¡Posición! ¡A fondo!
Una oleada de franceses intentó recuperar el águila, pero ahora las bayonetas irlandesas estaban frente a ella.
—¡A fondo! ¡Recuperen! —voceaba el sargento, mientras detrás de él, Masterson bramaba incoherencias y agitaba el águila por encima de su cabeza—. ¡A fondo! ¡Recuperen! ¡Hagan su trabajo como es debido!
Dos soldados agarraron a Vandal por los hombros y lo llevaron lejos de los irlandeses salpicados de sangre. El coronel no estaba gravemente herido. Le habían clavado una bayoneta en el muslo pero se sentía incapaz de andar, de hablar e incluso de pensar. ¡El águila! Portaba una corona de laurel alrededor del cuello, una corona de bronce dorado con la que la ciudad de París había obsequiado a los regimientos que se habían distinguido en Austerlitz, ¡y ahora un imbécil saltarín agitaba el águila en el aire! Vandal sintió que lo invadía una oleada de cólera. ¡No iba a perderla! Recuperaría el águila del emperador aunque tuviera que morir en el intento. Ordenó a los dos soldados que lo soltaran. Se puso de pie apresuradamente. «Pour l’empereur!», gritó, y echó a correr hacia Masterson con la intención de abrirse paso a la fuerza entre los soldados que se lo obstruían. Pero de pronto aparecieron más enemigos a su izquierda y se dio la vuelta, paró una arremetida, entró a fondo para matar a ese hombre y vio, para su sorpresa, que se trataba de un oficial español quien, a su vez, esquivó la acometida de Vandal y le lanzó una rápida estocada. Acudieron más franceses a ayudar a su coronel. «¡Recuperen el águila!», les gritó Vandal, y embistió al español con la esperanza de alejarlo y poder unirse al ataque contra el casaca roja que tenía su águila. La espada rasgó la casaca y el fajín amarillo del español y le hizo una herida sangrante en el vientre, pero en aquel preciso momento alguien apartó de un empujón al oficial español y un hombre alto con casaca verde golpeó el sable de Vandal con una hoja enorme, tras lo cual simplemente alargó la mano y agarró al coronel por el cuello de la guerrera. El hombre de casaca verde tiró de Vandal alejándolo de la refriega, lo arrojó al suelo y le pegó una patada al coronel a un lado de la cabeza. Unos rifles dispararon y un torrente de irlandeses hicieron retroceder a los últimos franceses. Vandal intentó rodar por el suelo para alejarse de su atacante, pero recibió otro puntapié. Cuando miró hacia arriba tenía aquella espada enorme en el cuello.
—¿Se acuerda de mí? —le preguntó el capitán Sharpe.
Vandal arremetió con el sable, pero Sharpe paró el golpe con una facilidad irrisoria.
—¿Dónde está mi teniente? —le preguntó.
Vandal seguía sosteniendo el sable. Se dispuso a alzarlo para arremeter contra el fusilero, pero Sharpe apretó la punta de la pesada espada de caballería en el cuello del coronel.
—Me rindo —dijo Vandal.
La presión aminoró.
—Deme el sable —le ordenó Sharpe.
—Le doy mi palabra de que no intentaré nada —dijo Vandal—, y según las normas de guerra puedo quedarme con el sable. —El coronel sabía que su batalla había terminado. Sus hombres se habían ido y los irlandeses los estaban acosando más al este con las bayonetas. Por toda la longitud de la línea los franceses corrían, y por toda la longitud de la línea unos soldados ensangrentados perseguían al enemigo, aunque no fueron muy lejos. Habían marchado durante toda la noche y combatido durante toda la mañana y estaban exhaustos. Siguieron al enemigo derrotado hasta que se cercioraron de que el ejército desbaratado no se detendría para volver a formar, entonces se dejaron caer en el suelo y se maravillaron de seguir con vida—. Le doy mi palabra —repitió Vandal.
—Le he dicho que me dé el sable —gruñó Sharpe.
—Puede quedarse con su arma —terció Galiana—. Ha dado su palabra.
El general de brigada Moon los estaba mirando e hizo una mueca de dolor cuando Sharpe volvió a propinarle un puntapié al francés y luego le hizo un corte en la muñeca con la espada de la caballería pesada. Vandal soltó la empuñadura de piel de serpiente del sable y Sharpe se agachó a recoger la hoja caída. Miró el acero, esperando encontrarse un nombre francés grabado en él, pero allí en cambio ponía Bennett.
—La ha robado, cabrón —dijo Sharpe.
—¡Le di mi palabra! —protestó Vandal.
—Pues póngase de pie —repuso Sharpe.
Vandal, a quien las lágrimas le emborronaban la vista no por el dolor físico sino por la pérdida del águila, se levantó.
—Mi sable —exigió, parpadeando.
Sharpe le lanzó el sable al general de brigada Moon y luego golpeó a Vandal. Sabía que no debía hacerlo, pero la furia lo consumía y lo golpeó justo entre los ojos. Vandal cayó de nuevo, agarrándose la cara con las manos, y Sharpe se inclinó sobre él.
—¿No se acuerda, coronel? —preguntó—. La guerra es la guerra y no hay reglas. Me lo dijo usted. Dígame, ¿dónde está mi teniente?
Entonces Vandal reconoció a Sharpe. Vio el vendaje que asomaba por debajo del chacó andrajoso y recordó al hombre que había volado el puente, el hombre al que creía haber matado.
—Su teniente —le contestó con voz temblorosa— está en Sevilla, donde se le está tratando con honor. ¿Lo oye? Con honor, tal como usted debería tratarme a mí.
—Levántese —dijo Sharpe. El coronel se puso de pie y se encogió cuando Sharpe le hizo dar la vuelta tirando de una de sus charreteras doradas. Luego Sharpe señaló y añadió—: Mire, coronel, ahí está su maldito honor.
El sargento Patrick Masterson, con una sonrisa amplia como todo Dublín, desfilaba con el águila capturada.
—¡Por Dios, muchachos! —gritaba—. ¡Tengo su cuco!
Y Sharpe se echó a reír.
* * * *
El Thornside dejó atrás la escollera del Bajo del Diamante, frente a las costas de Cádiz, y puso rumbo al oeste, hacia el Atlántico. No tardaría en alterar el rumbo para dirigirse a la desembocadura del Tajo y a Lisboa. En tierra, un almirante con una sola pierna miraba la nave que iba perdiéndose en la distancia y notó el sabor de la bilis en su boca. En aquellos momentos todo Cádiz estaba alabando a los británicos, a los británicos que habían capturado un águila y humillado a los franceses. Ya no había ninguna esperanza de una nueva Regencia en España, ni de una paz sensata con el emperador, porque la fiebre de la guerra había llegado a Cádiz y su héroe era sir Thomas Graham. El almirante se dio la vuelta y se marchó a casa ruidosamente.
Sharpe observó la costa que se iba perdiendo de vista. Estaba al lado de Harper.
—Lo siento, Pat.
—Sé que lo siente, señor.
—Era un amigo.
—Ya lo creo que lo era —repuso Harper. El fusilero Slattery había muerto. Sharpe no vio lo ocurrido, pero mientras él y Galiana habían echado a correr hacia la columna que se desintegraba para ir en busca de Vandal, un último disparo descarriado de mosquete le atravesó la garganta a Slattery, que se había desangrado hasta morir en las faldas de Caterina.
—No era nuestra lucha —dijo Sharpe—. Tenía usted razón.
—De todos modos, fue un combate excepcional —dijo Harper—, y usted obtuvo a su hombre.
El coronel Vandal se había quejado a sir Thomas Graham. Protestó diciendo que el capitán Sharpe lo había herido cuando él ya se había rendido, que el capitán Sharpe lo había insultado y atacado y que el capitán Sharpe le había robado el sable. Lord William Russell le había explicado a Sharpe lo de la queja y había meneado la cabeza.
—Debo decirle que esto es serio, Sharpe. No puede ofender a un coronel, ¡ni siquiera a uno francés! ¿Qué cree que le harán a nuestros oficiales si se enteran de lo que le hacemos a los suyos?
—No lo hice —mintió Sharpe, tercamente.
—Pues claro que no lo hizo, mi querido compañero, pero Vandal ha expresado su queja y me temo que sir Thomas insiste en que tiene que haber una comisión de investigación.
Sin embargo, la investigación nunca llegó a realizarse. El general de brigada sir Barnaby Moon escribió su propio informe del incidente diciendo que él se encontraba a menos de veinte pasos de la captura del coronel, que había visto todas las medidas que había tomado el capitán Richard Sharpe y que éste se había comportado como un caballero y un oficial. Al recibir el informe de Moon, sir Thomas le pidió disculpas a Sharpe personalmente.
—Teníamos que tomarnos en serio la queja, Sharpe —explicó sir Thomas—, pero si ese desgraciado francés hubiera sabido que había un general de brigada mirando, nunca hubiera inventado semejante sarta de mentiras. Y además, Moon a usted no lo puede ni ver, lo ha dejado muy claro, de modo que no es precisamente probable que lo exonerara si existiera la más mínima posibilidad de causarle problemas. De modo que puede olvidarse del tema, Sharpe, y debo decirle que me alegro. No quería pensar que fuese usted capaz de hacer lo que afirmaba Vandal.
—Por supuesto que no lo soy, señor.
—¿Y qué me dice del general de brigada Moon, eh? —le preguntó sir Thomas, riéndose—. ¡Moon y la viuda! ¿Es viuda? Quiero decir si lo es de verdad, ¿o sólo son las sobras de Henry?
—Que yo sepa no, señor, no.
—Bueno, ahora es una esposa —dijo sir Thomas, divertido—. ¡Esperemos que nunca descubra quién es ella en realidad!
—Es una dama encantadora, señor.
Sir Thomas lo miró con cierta sorpresa.
—Sharpe —le dijo—, deberíamos ser todos tan generosos como usted. ¡Qué amable es lo que ha dicho! —entonces sir Thomas le dio las gracias efusivamente y Henry Wellesley se las volvió a dar aquella noche, una noche durante la cual lord Pumphrey se encontró con que tenía asuntos que atender fuera de la embajada.
Hasta sir Barnaby Moon le había dado las gracias a Sharpe, no solamente por devolverle el valioso sable, sino por haberle salvado la vida.
—Y la vida de lady Moon, Sharpe.
—Fue un honor, señor.
—La señora insiste en que debo darles una recompensa apropiada a sus hombres, Sharpe —dijo Moon, y depositó en su mano unas monedas—, pero también lo hago con mucho gusto en mi propio nombre. Es usted un hombre valiente, Sharpe.
—Y usted un hombre afortunado, señor. La señora es muy guapa.
—Gracias, Sharpe —le respondió el general de brigada—, gracias. —Se le había vuelto a romper la pierna en la caída de la calesa, por lo que se iba a quedar unos cuantos días más en Cádiz, pero Sharpe y sus hombres eran libres de abandonar la ciudad. Así pues, zarparon rumbo a Portugal, hacia Lisboa, hacia el ejército, el South Essex y la Compañía Ligera. Navegaban de vuelta a casa.