CAPÍTULO 10

—Este combate no es cosa nuestra, señor —dijo Harper.

—Ya lo sé.

La admisión de Sharpe contuvo al corpulento irlandés, que no se esperaba que lo reconociera tan fácilmente.

—Deberíamos estar en Lisboa —insistió.

—Sí, deberíamos y estaremos allí, pero no hay ningún barco que vaya a Lisboa, ni lo habrá hasta que no se haya terminado con esta gente. —Sharpe movió la cabeza en dirección al Sancti Petri. Hacía más o menos una hora que había amanecido y a un kilómetro y medio, playa abajo, al otro lado del río, se distinguían uniformes azules. No era el color azul claro que llevaban los españoles, sino el azul más oscuro de los franceses. El enemigo había venido por el monte desde el interior y su aparición repentina motivó que las tropas del general Zayas formaran en batallones que ahora esperaban en la ribera norte del río. Lo extraño era que los franceses no hubiesen atacado el improvisado fuerte construido al otro lado del puente de pontones, sino que se encontraran mirando al sur, en dirección contraria al fuerte. Desde allí un cañón intentó disparar un proyectil contra las tropas francesas, pero la bala se quedó bastante corta y se clavó en la arena, y aquel disparo fallido convenció al comandante del fuerte de ahorrar munición.

—Lo que quiero decir, señor —siguió diciendo Harper—, es que sólo porque el señor Galiana quiera luchar…

—Ya sé lo que quiere decir —lo interrumpió Sharpe con aspereza.

—Entonces, señor, ¿qué diablos hacemos aquí?

Sharpe no dudaba de la valentía de Harper, sólo un idiota lo haría. No era cobardía lo que provocaba la protesta del fornido irlandés, sino un sentimiento de agravio. Lo único que explicaba que los franceses se hallaran de espaldas al río era que las fuerzas aliadas se encontraran más al sur, lo cual implicaba que el ejército del general Lapeña, lejos de marchar hacia el interior para atacar las construcciones de asedio de los franceses desde el este, había optado en cambio por avanzar siguiendo la costa. Así pues, dicho ejército se enfrentaba ahora a lo que, en opinión de Sharpe, parecían ser cuatro o cinco batallones de infantería francesa. Y ésa era la lucha de Lapeña. Si los quince mil hombres a las órdenes de Doña Manolito no conseguían aplastar a la fuerza más pequeña de la playa, entonces no había nada que Sharpe y cinco fusileros pudieran hacer para ayudar. A juicio de Sharpe, arriesgar esas cinco vidas era una irresponsabilidad; esto era lo que Harper quería decir, y Sharpe estaba de acuerdo con él.

—Le diré qué hacemos aquí —dijo Sharpe—. Estamos aquí porque le debo un favor al capitán Galiana. Todos nosotros le debemos un favor. De no ser por él estaríamos todos en una cárcel de Cádiz. De modo que, a cambio de eso, lo acompañamos al otro lado del río y en cuanto lo hayamos hecho habremos terminado.

—¿Al otro lado del río? ¿Eso es todo, señor?

—Eso es todo. Lo llevaremos al otro lado, le diremos a cualquier inútil español que se entrometa que salte al río y habremos terminado.

—¿Y por qué tenemos que acompañarlo al otro lado?

—Porque así nos lo ha pedido. Porque cree que le impedirán el paso si no va con nosotros. Porque ése es el favor que le debemos.

Harper parecía recelar.

—Entonces, si lo acompañamos al otro lado, señor, ¿podemos regresar a la ciudad?

—¿Echa de menos la taberna? —le preguntó Sharpe. Sus hombres habían acampado en el extremo de la playa hacía ya dos noches: dos días de constantes refunfuños por las raciones españolas que Galiana había dispuesto y dos días de añoranza por las comodidades de San Fernando. Sharpe lo comprendía, pero en el fondo se alegraba de que estuvieran incómodos. Los soldados ociosos se embarcan en alguna fechoría y los borrachos se meten en problemas. Era mejor que refunfuñaran—. En cuanto lo hayamos dejado sano y salvo al otro lado —dijo Sharpe— podrá regresar con los muchachos. Le daré órdenes por escrito. Y disponga una botella de ese vino tinto para aguardar mi llegada.

Harper, que ya había recibido lo que quería, puso cara de preocupación.

—¿Esperando su llegada? —preguntó cansinamente.

—No nos llevará mucho tiempo. Todo podría terminar al caer la noche. De modo que vamos, vaya a decirles a los muchachos que podrán volver en cuanto hayamos llevado al capitán Galiana al otro lado del puente.

Harper no se movió.

—¿Y usted qué va a hacer, señor?

—Oficialmente —dijo Sharpe haciendo caso omiso de la pregunta— nos han ordenado a todos que nos quedemos aquí hasta que ese condenado general de brigada, Moon, no diga lo contrario, pero no creo que le importe si ustedes regresan. No lo sabrá, ¿verdad?

—¿Pero usted por qué se queda, señor? —insistió Harper.

Sharpe tocó el extremo del vendaje que le sobresalía por debajo del chacó. El dolor de cabeza había desaparecido e imaginaba que no habría ningún peligro en quitarse el vendaje, aunque todavía notaba la herida tierna, de modo que se lo había dejado y lo empapaba escrupulosamente con vinagre cada día.

—Por el 8.º de línea, Pat —respondió—, por eso.

Harper miró hacia la costa donde los franceses permanecían en silencio.

—¿Está allí?

—No sé dónde están esos cabrones. Lo que sí sé es que los enviaron al norte y no pudieron ir al norte porque les volamos su maldito puente, de manera que lo más probable es que regresen aquí. Y si están aquí, Pat, entonces quiero saludar al coronel Vandal. Con esto —levantó el rifle.

—Entonces, ¿va a…?

—Sólo voy a deambular por la playa —lo interrumpió Sharpe—. Voy a buscarlo. Si lo veo le pegaré un tiro, eso es todo. Nada más, Pat, nada más. Me refiero a que no es nuestra lucha, ¿no es cierto?

—No, señor, no lo es.

—Pues eso es lo único que voy a hacer, y si no puedo encontrar a ese hijo de puta regresaré. Usted téngame preparada esa botella de vino. —Sharpe le dio una palmada en el hombro a Harper y se dirigió al lugar donde estaba el capitán Galiana a lomos de un caballo—. ¿Qué está ocurriendo, capitán?

Galiana disponía de un pequeño catalejo y estaba mirando hacia el sur.

—No lo entiendo —contestó.

—¿Qué es lo que no entiende?

—Allí hay tropas españolas. Detrás de las francesas.

—¿Los soldados del general Lapeña?

—¿Por qué están ahí? —preguntó Galiana—. ¡Deberían de estar marchando hacia Chiclana!

Sharpe miró al otro lado del río, por la larga playa. Los franceses formaban en tres filas, con sus oficiales a caballo y sus águilas relucientes bajo el sol de primera hora. Entonces, de forma absolutamente repentina, en lugar de estar recortándose contra el cielo, dichas águilas se vieron envueltas de humo. Sharpe vio la humareda de los mosquetes que se alzaba espesa y silenciosa hasta que, al cabo de unos segundos, el traqueteo llegó a sus oídos.

Tras aquella primera gran descarga el mundo quedó en silencio, salvo por el reclamo de las gaviotas y el bullir de las olas.

—¿Por qué están aquí? —volvió a preguntar Galiana, y entonces los mosquetes dispararon por segunda vez, más numerosos en esta ocasión, y el fragor de la batalla inundó la mañana.

* * * *

Aproximadamente a unos cien pasos río arriba desde el puente de pontones, un riachuelo con régimen de marea se ramificaba del río Sancti Petri en dirección sur. Dicho riachuelo se conocía como el Almansa y era un lugar poblado de juncos, hierba, agua y terrenos pantanosos donde cazaban las garzas reales. El riachuelo se adentraba hacia el interior, disponiendo así que un ejército que se dirigiera hacia el norte por la costa se encontrara en una franja de tierra y playa que se estrechaba hasta terminar en el río Sancti Petri. El Almansa tenía un kilómetro y medio de longitud con la marea baja y el doble con la marea alta, y su presencia convertía el estrecho embudo de tierra en una trampa si otro ejército pudiera situarse detrás del primero y empujarlo hacia el norte, hacia el río. La trampa sería aún más letal si otra fuerza pudiera vadear el riachuelo y bloquear así la retirada por el puente de pontones.

El Almansa no suponía una barrera importante, pues podía vadearse casi en cualquier punto excepto en su desembocadura y, a las nueve y media de la mañana del día 5 de marzo de 1811, la marea apenas había empezado a subir y la infantería francesa pudo cruzarlo fácilmente. Chapotearon por las marismas, se deslizaron por la embarrada orilla, vadearon el lecho arenoso del riachuelo y luego ascendieron hasta las dunas y la playa que había más allá. Sin embargo, aunque el riachuelo no suponía un obstáculo para los soldados y los caballos, la artillería no podía franquearlo. Los cañones pesaban demasiado. Un doce libras francés, la pieza más conocida del arsenal del emperador, pesaba una tonelada y media, y para llevar un cañón, su armón, su cureña y sus servidores al otro lado del pantano harían falta ingenieros. Cuando el mariscal Victor ordenó a la división del general Villatte que vadeara el Almansa no había tiempo para llamar a los ingenieros, y menos para que éstos construyeran un camino improvisado que cruzara el río, de modo que la fuerza que Villatte condujo a bloquear la retirada de Lapeña estaba formada únicamente por infantería.

El mariscal Victor no era idiota. Adquirió su fama en Marengo y en Friedland, y desde que llegó a España había derrotado a dos ejércitos españoles: en Espinosa y en Medellín. Cierto que lord Wellington le había dado una buena paliza en Talavera, pero le beau soleil, el bello sol, como lo llamaban sus hombres, consideró ese revés como un capricho de la veleidosa fortuna.

—Un soldado que nunca ha sido derrotado no ha aprendido nada —le gustaba decir.

—¿Y qué aprendió usted de lord Wellington? —llegó a preguntarle el general Ruffin, un gigantón que estaba al mando de una de las divisiones de Victor.

—¡No volver a perder nunca, François! —respondió Victor, que se había echado a reír. Claude Victor era una persona simpática, extrovertida y jovial. Sus soldados lo adoraban. Él también había sido soldado raso. Sí, había sido artillero, que no era precisamente lo mismo que ser soldado de infantería, pero conocía a la tropa, los quería y esperaba que lucharan con la misma dureza con la que él los dirigía. Todos los soldados franceses decían que era un hombre bueno y valiente. Le beau soleil. Y no era idiota. Sabía que la infantería de Villatte, sin el apoyo cercano de la artillería, no podría hacer frente a los españoles que se aproximaban, pero podía retrasar a Lapeña. Podía contener alas fuerzas de Lapeña en la estrecha playa mientras las otras dos divisiones de Victor, las de Leval y Ruffin, rodeaban su retaguardia para cerrar la trampa. Obligarían al ejército aliado a permanecer en el embudo de tierra que terminaba en el río Sancti Petri y, aunque los soldados de Villatte sin duda tendrían que ceder frente a una presión cada vez mayor, las otras dos divisiones acudirían por detrás como ángeles vengadores. Sólo unos cuantos españoles y británicos podrían esperar cruzar el puente de pontones; al resto los apiñarían y los masacrarían hasta que, inevitablemente, los supervivientes se rindieran. ¡Y sería sencillo! El ejército aliado, al parecer ajeno al destino que le aguardaba, seguía formado en línea de marcha, extendido a lo largo de unos tres kilómetros por el camino de la costa. El mariscal había observado su avance desde Tarifa con creciente asombro. Tras verlos vacilar, cambiar de dirección, detenerse, avanzar y volver a cambiar el rumbo, comprendió que se oponía a unos generales enemigos que no sabían hacer su trabajo. Todo sería muy fácil.

Ahora Villatte se encontraba al otro lado del riachuelo y en posición. Él era el yunque. Y las dos almádenas, Leval y Ruffin, estaban preparadas para atacar. El mariscal Victor, desde la cima de una colina situada en el monte interior, inspeccionó por última vez el campo de batalla que había elegido y lo que vio le gustó. A su derecha, más cercano a Cádiz, se encontraba el río Almansa, que podía cruzar con infantería pero no con artillería, por lo que dejaría que Villatte librara su batalla allí sólo con mosquetería. En el centro, al sur del arroyo, había una extensión de monte que terminaba en un denso pinar que le impedía ver el mar. Los exploradores informaron de que la columna enemiga se hallaba en su mayor parte desplegada por el camino que penetraba en el bosque de pinos, por lo que el mariscal Victor enviaría a la división del general Leval a que atacara el pinar y se abriera paso hasta la playa de más allá. Un ataque como aquél quedaría amenazado en su flanco izquierdo por una colina que también ocultaba el mar. Ni siquiera podía llamársele colina, pues Victor calculó que no debía de alzarse más de sesenta metros por encima del monte circundante, pero era bastante empinada y estaba coronada por una capilla en ruinas y un grupo de árboles combados por el viento. En la colina no había tropas, lo cual resultaba asombroso, aunque Victor no creía que sus enemigos fueran tan idiotas como para dejarla desprotegida. Ocupada o no, había que tomar la colina y capturar el pinar. Entonces las dos divisiones de Victor podrían dirigirse al norte siguiendo la costa y conducir a los restos del ejército aliado a la más completa derrota en el estrecho espacio entre el mar y el riachuelo.

—¡Será como cazar conejos! —prometió Victor a sus edecanes—. ¡Como cazar conejos! ¡De modo que apresúrense! ¡Dense prisa! ¡Quiero tener a mis conejitos en la olla a la hora de comer!

* * * *

Sir Thomas tenía la mirada fija en la colina coronada por unas ruinas. Galopó por el sendero lleno de baches que serpenteaba por la falda de la colina que daba al mar y allí encontró a una brigada española en marcha. Formaban la brigada cinco batallones de tropas y una batería de artillería, todos los cuales estaban a las órdenes de sir Thomas porque seguían al bagaje y con Lapeña habían acordado que todas las unidades que fueran detrás del bagaje estarían bajo la autoridad de sir Thomas. Ordenó a los españoles, tanto a la infantería como ala artillería, que subieran a lo alto de la colina.

—Permanezcan allí —ordenó al comandante. La brigada era la tropa más cercana a la colina, pues la casualidad hizo que se encontraran allí cuando sir Thomas decidió guarnecer el cerro, pero el escocés estaba nervioso por tener que confiar la retaguardia del ejército a una brigada española que le era desconocida. Hizo dar la vuelta a su caballo, cuyos cascos levantaron la arena, y encontró al batallón de compañías de flanco de la guarnición de Gibraltar—. ¡Comandante Browne!

—¡A su servicio, sir Thomas! —Browne se descubrió rápidamente. Era un hombre fornido, de tez colorada y excelente humor.

—¿Sus muchachos son tenaces, Browne?

—Hay un héroe en cada uno, sir Thomas.

Sir Thomas se dio la vuelta en la silla. Se encontraba en el camino de la costa, allí donde éste atravesaba un mísero pueblo llamado Barrosa. En aquel lugar había una torre construida hacía mucho tiempo para defenderse de los piratas berberiscos, y aunque había enviado a un edecán a lo alto de la torre, la vista tierra adentro no era muy buena. En aquel punto la costa estaba bordeada de pinares que impedían la visión hacia el este, pero el sentido común le decía a sir Thomas que los franceses no tenían más remedio que atacar la colina, que era el punto más alto en la costa.

—Esos diablos están ahí en alguna parte —dijo sir Thomas señalando hacia el este—, y nuestro amo y señor me dice que no van a venir aquí, pero yo no lo creo, comandante. Y no quiero a esos diablos en la colina. ¿Ve a esos españoles? —Hizo un gesto con la cabeza hacia los cinco batallones que ascendían penosamente por la ladera—. Refuércelos, Browne, y retenga la colina.

—La retendremos —repuso Browne alegremente—, ¿y usted qué hará, sir Thomas?

—Nos han ordenado ir al norte —sir Thomas señaló la siguiente torre de vigilancia que había en la costa—. Me han dicho que bajo esa torre hay un pueblo llamado Bermeja. Nos concentraremos allí. Pero no abandone la colina, Browne, hasta que hayamos llegado todos. —Sir Thomas parecía decepcionado. Lapeña se escabullía rápidamente y sir Thomas no dudaba que sus dos brigadas tendrían que emprender un combate de retaguardia en Bermeja. Él hubiera preferido combatir aquí, donde la colina daba ventaja a sus tropas, pero el oficial de enlace le había traído las órdenes de Doña Manolito y éstas eran muy precisas. El ejército aliado debía retirarse hacia Cádiz. Ya no se hablaba de dirigirse tierra adentro para atacar Chiclana; ahora se trataba únicamente de poner en marcha una retirada ignominiosa. ¡Toda la campaña desperdiciada! Sir Thomas estaba enojado por ello pero no podía desobedecer una orden directa, de modo que retendría la loma para proteger la retaguardia del ejército mientras éste marchaba en dirección norte hacia Bermeja. Envió a unos edecanes a decir al general Dilkes y al coronel Wheatley que continuaran hacia el norte por el camino oculto en los pinares. Sir Thomas siguió adelante y salió del pueblo para adentrarse en los árboles, mientras el comandante Browne llevaba a sus Flanqueadores de Gibraltar a lo alto de la colina que se llamaba el Cerro del Puerco, aunque eso no lo sabía Browne ni ninguno de sus soldados.

La cima del Cerro del Puerco era como una ancha cúpula poco profunda. En el lado del mar destacaba una capilla en ruinas, así como un grupo de árboles azotados por el viento. Browne encontró a los cinco batallones españoles alineados frente alas ruinas. Tentado estuvo de pasar de largo junto a los españoles y apostarse a la derecha de su línea, pero estimó que sus oficiales protestarían si ocupaba ese lugar de honor, de modo que se conformó con situar a su pequeño batallón a la izquierda de la línea y allí desmontó y se dirigió al frente de sus hombres. Contaba con las compañías ligeras y de granaderos de los regimientos 9.º, 28.º y 82.º, soldados de élite de Lancashire, los Cola Plateada de Gloucestershire y los Santos de Norfolk. Las compañías de granaderos constituían la infantería pesada, pues eran soldados corpulentos y fuertes, seleccionados por su estatura y sus aptitudes para el combate, mientras que las compañías ligeras eran los tiradores. Se trataba de un batallón artificial, reunido solamente para esta campaña, pero Browne confiaba en su capacidad. Miró a los españoles y vio que habían desplegado la batería de cañones en el centro de la línea.

La línea británica y española, formada en la cima del Cerro del Puerco que daba al mar, quedaba oculta a quienquiera que mirara desde tierra adentro, lo cual significaba que los batallones no verían si se acercaban tropas francesas por el este. Claro que tampoco podrían bombardearlos los cañones enemigos si los franceses asaltaban la loma, por lo que Browne se contentó con dejar que sus Flanqueadores permanecieran donde estaban. Sin embargo, quería ver si algo amenazaba la colina, de modo que hizo una señal a su ayudante y los dos se abrieron camino por la hierba áspera.

—¿Cómo van sus forúnculos, Blakeney? —le preguntó Browne.

—Mejorando, señor.

—Son un asunto muy desagradable, los forúnculos. Sobre todo los del trasero. Y encuentro que las sillas de montar no ayudan mucho.

—No son demasiado dolorosos, señor.

—Haga que el cirujano los saje —le sugirió Browne— y será un hombre nuevo. ¡Dios mío!

Los dos hombres habían llegado al este de la cima y por debajo de ellos vieron la gran extensión de monte ondulado hacia Chiclana. Las últimas dos palabras del comandante habían sido provocadas por la visión de la infantería en la distancia. Vio a esos cabrones medio ocultos por árboles y montículos lejanos, pero no pudo dilucidar adónde se dirigían esos diablos de casaca azul. En una posición más inmediata vio a tres escuadrones de dragones franceses, diablos de casaca verde que cabalgaban hacia la colina.

—¿Cree usted que esos franceses quieren jugar con nosotros, Blakeney?

—Parece que se dirigen hacia aquí, señor.

—Entonces les daremos la bienvenida —repuso Browne, que dio media vuelta bruscamente y se dirigió hacia la capilla en ruinas. Frente a él había entonces una batería de cinco cañones y cuatro mil mosquetes españoles y británicos. Consideró que era más que suficiente para retener la loma.

Un estrépito de cascos proveniente del sur lo alarmó durante unos momentos. Entonces vio que la caballería aliada había llegado a lo alto de la colina. Había tres escuadrones de dragones españoles y dos de húsares de la Legión Alemana del Rey, todos ellos a las órdenes del general Whittingham, un inglés al servicio español. Whittingham se acercó a caballo a Browne, que seguía desmontado.

—Es hora de irse, comandante —le dijo Whittingham en tono cortante.

—¿Hora de irse? —Browne creyó haber oído mal—. ¡Me han ordenado que retenga esta colina! Y ahí abajo hay doscientos cincuenta dragones franceses —dijo Browne señalando hacia el noreste.

—Ya los he visto —repuso Whittingham. Tenía un rostro surcado de arrugas profundas, ensombrecido por su sombrero bicornio bajo el cual fumaba un cigarro fino al que no dejaba de dar golpecitos aunque no hubiera ceniza en la punta—. Es hora de retirarse —dijo.

—Tengo órdenes de retener la colina —insistió Browne— hasta que sir Thomas haya llegado al próximo pueblo. Y no lo ha hecho.

—¡Se han ido! —Whittingham señaló hacia la playa donde la cola del tren de bagaje avanzaba pesadamente hacia el norte del Cerro del Puerco.

—¡Retendremos la colina! —insistió Browne—. ¡Son mis órdenes, maldita sea!

Un cañón situado a unos cincuenta pasos a la derecha de Browne disparó de pronto y el caballo de Whittingham se fue hacia un lado y agitó la cabeza frenéticamente. Whittingham calmó al animal y volvió a acercarse a Browne. Chupó su cigarro y observó a los dragones que habían aparecido en la línea del horizonte del este, o al menos las cabezas con casco del escuadrón que iba en cabeza habían aparecido por encima de la línea y los artilleros españoles les dieron la bienvenida con una bala de cañón que silbó por el cielo del este. Un trompeta dio un toque desde las filas francesas, pero el hombre estaba tan sorprendido o tan nervioso que las delicadas notas se quebraron y tuvo que volver a empezar. El toque de trompeta no dio lugar a ninguna actividad extraordinaria por parte de los dragones que, sorprendidos al ver que los aguardaba tan magna fuerza, se quedaron debajo de la cima este. Dos de los batallones españoles hicieron avanzar a sus tiradores y estos soldados de la infantería ligera iniciaron un esporádico fuego de mosquete.

—Están demasiado lejos —comentó Browne en tono mordaz, y miró a Whittingham con el ceño fruncido—. ¿Por qué no carga contra esos cabrones? —le preguntó—. ¿No es eso lo que se supone que tiene que hacer? —Whittingham disponía de cinco escuadrones mientras que los franceses sólo tenían tres.

—Si se queda aquí, Browne, quedará aislado —dijo Whittingham dando unos golpecitos al cigarro—. Aislado, así quedará. Nuestras órdenes son claras. Esperar hasta que el ejército haya pasado y luego seguir.

—Mis órdenes son claras —insistió Browne—. ¡Retengo la colina!

Se hicieron avanzar más tiradores españoles. La aparente inactividad de los dragones alentaba a las compañías ligeras. Browne pensó que los jinetes franceses se retirarían, pues debían de ser conscientes de que no tenían ninguna posibilidad de echar a toda una brigada de la cima de una colina, sobre todo cuando dicha brigada estaba reforzada por su propia artillería y caballería. Algunos de los jinetes enemigos cabalgaron entonces hacia el norte y desenvainaron las carabinas que portaban en la silla.

—Esos hijos de puta quieren hacernos frente —dijo Browne—. ¡Por Dios que no me importa! Su caballo se está meando en mis botas.

—Lo siento —dijo Whittingham, e hizo avanzar un paso a su montura. Miró a las compañías ligeras españolas. Su mosquetería no estaba causando daños significativos—. Tengo órdenes de retirarme —dijo tenazmente— en cuanto el ejército haya dejado atrás la colina y eso es lo que han hecho, han dejado atrás la colina —dio otra chupada al cigarro.

—¿Ve eso? Esos cabrones buscan una escaramuza —dijo Browne. Estaba mirando más allá de Whittingham, hacia el lugar donde al menos treinta de los franceses con casco habían desmontado y estaban avanzando en una línea de tiradores para oponerse a los españoles—. No se ve a menudo, ¿verdad? —preguntó Browne con la misma indiferencia, como quien percibe algún fenómeno durante un paseo por el campo—. Se supone que los dragones son infantería montada, lo sé, pero casi siempre se quedan en la silla, ¿no le parece?

—Hoy en día no existe la infantería montada —declaró Whittingham sin tener en cuenta el hecho de que los dragones estaban desmintiendo su afirmación—. No funciona. No es ni carne ni pescado. No puede quedarse aquí, Browne —continuó diciendo. Volvió a dar unos golpecitos al cigarro y por fin un poco de ceniza le cayó en las botas—. Nuestras órdenes son seguir al ejército hacia el norte y no quedarnos aquí.

El cañón español que había disparado se recargó entonces con metralla y sus servidores hicieron girar la pieza para apuntar a los dragones desmontados que avanzaban en una línea de tiradores por la cima de la colina. Los artilleros no se atrevían a disparar todavía porque sus propios tiradores se hallaban en medio. El sonido de los mosquetes resultaba poco sistemático. Browne vio que dos de los tiradores españoles se reían.

—Lo que tendrían que hacer —dijo— es acercarse a esos canallas, herirlos y provocar una carga. Entonces podrían matar a todos esos condenados.

Los dragones desmontados abrieron fuego. Sólo fueron unas cuantas balas de mosquete que hendieron el aire sobre la cima y ninguna de ellas causó daño, pero su efecto fue extraordinario. De pronto, en los cinco batallones españoles se empezaron a dar órdenes enérgicas. Hicieron retroceder a las compañías y avanzar a las dotaciones de los cañones y, ante el completo asombro del comandante Browne, los cañones y los cinco batallones sencillamente huyeron. Siendo amable lo hubiera podido llamar una retirada precipitada, pero no estaba de humor para ser amable. Huyeron. Se marcharon con toda la rapidez y cobardía de la que fueron capaces, bajando a trompicones por la ladera que daba al mar, rodeando las casuchas de Barrosa y enfilando hacia el norte.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Dios mío! —Los dragones enemigos parecían estar igual de atónitos que el comandante Browne ante el efecto de su insignificante descarga, pero los soldados desmontados corrieron de nuevo hacia sus caballos.

—¡Formen en cuadro! —gritó el comandante Browne, consciente de que un solo batallón en una línea de dos en fondo constituiría un objetivo tentador para tres escuadrones de dragones. Las espadas de hoja recta, largas y pesadas, ya estarían saliendo de sus vainas con un susurro—. ¡Formen en cuadro!

—¡No debe quedarse aquí, Browne! —le gritó Whittingham al comandante mientras éste se alejaba. Su caballería había seguido a los españoles y el general espoleó el caballo y fue tras ellos.

—¡Tengo mis órdenes! ¡Tengo mis órdenes! ¡Formen en cuadro, muchachos! —Los Flanqueadores de Gibraltar formaron en cuadro. Era un batallón poco numeroso, de poco más de quinientos mosquetes, pero en cuadro estarían bastante protegidos contra los dragones—. ¡Súbanse los pantalones, muchachos —gritó Browne— y calen bayonetas!

Todos los dragones habían vuelto a montar y se acercaban por la cima. Llevaban las espadas desenvainadas. Sus guiones, unos banderines triangulares, portaban una N de Napoleón bordada en oro. Sus cascos estaban bruñidos.

—Tienen buen aspecto, ¿no es cierto, Blakeney? —comentó Browne mientras volvía a encaramarse ala silla. El general Whittingham había desaparecido, Browne no lo veía, y al parecer los Flanqueadores estaban solos en el Cerro del Puerco. La primera fila del cuadro hincó una rodilla en el suelo. Los dragones habían formado tres líneas. Estaban vigilando el cuadro, conscientes de que la primera descarga del mismo podría acabar con su primera fila, pero preguntándose de todos modos si podrían desbaratar a los casacas rojas—. Quieren morir, muchachos —gritó Browne—, y vamos a complacerles. Es nuestro sagrado deber.

Entonces, por detrás de la capilla en ruinas, llegó un único escuadrón de húsares de la Legión Alemana del Rey. Cabalgaban en dos filas, llevaban pantalones de peto grises, casacas azules, cascos bruñidos e iban armados con sables. Montaban apiñados, bota con bota, y al pasar junto a la esquina del cuadro de Browne la primera fila se puso al galope. Los dragones los superaban en número, pero ellos fueron a la carga y Browne oyó el sonido metálico del sable contra la espada. Los dragones, que no habían iniciado su avance, fueron obligados a retroceder. Cayó un caballo, un dragón salió del combate con un corte en el rostro que le llegaba hasta el hueso y un húsar regresó al cuadro con una espada clavada en el vientre. El húsar cayó de la silla a unos cincuenta metros de la primera fila de Browne y su caballo regresó inmediatamente a la refriega, un completo barullo de soldados, caballos y polvo. Los húsares, habiendo rechazado la primera línea de dragones, dieron la vuelta y los franceses salieron tras ellos, pero entonces la trompeta lanzó a la segunda línea de alemanes contra los franceses y los dragones se vieron arrojados hacia atrás por segunda vez. El primer semiescuadrón volvió a formar y el caballo sin jinete ocupó su puesto en la línea. Un sargento y dos soldados de los Santos colocaron al húsar herido dentro del cuadro. Estaba claro que el hombre se estaba muriendo. Levantó la mirada hacia Browne, mascullando en alemán.

—¡Sáquele esa maldita espada! —le espetó Browne al cirujano del batallón.

—Eso lo matará, señor.

—¿Y si se la deja?

—Morirá.

—¡Pues rece por el alma de ese pobre hombre! —dijo Browne.

Los húsares ya habían regresado. Los dragones se habían retirado dejando seis cadáveres en la colina. Quizá fueran más numerosos que el único escuadrón de alemanes, pero mientras éstos permanecieran cerca de la infantería de casacas rojas los dragones eran vulnerables a las descargas cerradas, por lo que su comandante los llevó ladera abajo para esperar refuerzos.

Browne aguardó. Oía disparos de mosquete a lo lejos, hacia el norte. Eran descargas cerradas, pero se trataba del combate de otro, de modo que no hizo caso del ruido. Le habían encomendado mantener la colina y, dada su proverbial terquedad, se quedó bajo el pálido cielo por el que el viento traía el olor del mar. El jefe del escuadrón de húsares, un capitán, solicitó educadamente entrar en el cuadro y saludó a Browne tocando el borde del casco con la mano.

—Creo que ahora los dragones ya no le molestarán —dijo.

—Le estoy muy agradecido, capitán, agradecido de veras.

—Soy el capitán Dettmer —dijo el oficial.

—Lamento lo de este muchacho —comentó Browne señalando con la cabeza al húsar moribundo.

Dettmer miró al húsar.

—Conozco a su madre —informó con tristeza, y volvió de nuevo la mirada a Browne—. Hay infantería aproximándose a la colina —siguió diciendo—. Los he visto cuando combatíamos.

—¿Infantería?

—Demasiada —afirmó Dettmer.

—Vamos a ver —dijo Browne, y ordenó que dos filas abandonaran el cuadro y condujo al capitán Dettmer a través del hueco. Los dos hombres se dirigieron al trote hasta el borde oriental de la colina y Browne contempló el desastre que se aproximaba.

—¡Dios mío! —exclamó—. No tiene buena pinta.

La última vez que había inspeccionado el monte éste era un páramo de arena, hierba, pinos y matorrales. Había divisado infantería en la distancia, pero ahora el monte entero estaba cubierto de azul. Todo el ancho mundo era una masa de casacas azules y blancos cinturones cruzados. Vio un batallón tras otro de franceses cuyas águilas relucían bajo el sol de la mañana mientras su ejército avanzaba hacia el mar.

—¡Dios mío! —volvió a decir Browne.

Porque sólo la mitad del ejército francés marchaba por el pinar que los ocultaba desde el mar. La otra mitad iba a por Browne y a por sus quinientos treinta y seis mosquetes.

Venían directamente a por él. Eran miles.

Sharpe trepó a la duna de arena más alta que había a la vista y apuntó el catalejo hacia el otro lado del río Sancti Petri. Vio las espaldas de los franceses en la playa y el humo oscuro de los mosquetes en tomo a sus cabezas, pero la imagen se agitaba porque la lente no estaba firme.

—¡Perkins!

—Traiga aquí su hombro. Sea útil.

Perkins le sirvió de apoyo para el catalejo. Sharpe se acercó al ocular. Incluso con el anteojo bien apoyado resultaba difícil saber qué estaba ocurriendo porque los franceses formaban una línea de tres en fondo y la humareda de su pólvora no dejaba ver nada más allá. Disparaban continuamente. Sharpe no veía toda la línea francesa, pues las dunas ocultaban su flanco izquierdo, pero al menos delante de sí tenía a un millar de soldados. Vio dos águilas y supuso que había al menos dos batallones más ocultos por las dunas.

—Son lentos, señor —Harper se había acercado y se quedó detrás de él.

—Sí, son lentos —coincidió Sharpe. Los franceses estaban disparando por batallones, lo cual significaba que los tiradores más lentos marcaban el ritmo de los disparos. Calculó que ni siquiera conseguían tres disparos por minuto, aunque parecía bastarles porque los franceses sufrían muy pocas bajas. Fue moviendo el catalejo muy despacio a lo largo de su línea y vio que sólo habían arrastrado a seis cuerpos tras las filas, donde los oficiales montaban y desmontaban. Oyó los mosquetes españoles, aunque no los vio, y en una o dos ocasiones, cuando el humo empezaba a disiparse, distinguió un atisbo de los españoles con su uniforme azul claro y le pareció que su línea se encontraba a unos trescientos pasos como mínimo de los franceses. A esa distancia sería lo mismo que si escupieran—. No están lo bastante cerca —dijo Sharpe entre dientes.

—¿Puedo mirar, señor? —preguntó Harper.

Sharpe reprimió un comentario ácido al estilo de que ésta no era la lucha de Harper y en cambio le cedió el puesto en el hombro de Perkins. Harper dirigió el catalejo hacia el mar y miró allí donde las olas se agitaban alrededor de una pequeña isla coronada por las antiguas ruinas de un fuerte. Una docena de barcos de pesca se hallaban más allá de la línea del oleaje que corría hacia la playa. Los pescadores estaban mirando el combate y había más espectadores que, atraídos por el traqueteo de los mosquetes, se acercaban a caballo desde San Fernando. Sin duda no tardarían en llegar curiosos desde Cádiz.

Sharpe le cogió el catalejo a Harper, lo plegó y deslizó los dedos por la pequeña placa metálica engastada en el tubo más largo, revestido de nogal. En la placa se leía CON GRATITUD, AW, 23 DE SEPTIEMBRE, 1803, y Sharpe recordó la actitud frívola de Henry Wellesley al decir que el catalejo, un magnífico instrumento hecho por Matthew Berge de Londres, no era el generoso regalo que Sharpe siempre había creído, sino un catalejo de más que lord Wellington no quería. No es que eso importara. 1803, pensó. ¡Cuánto tiempo había transcurrido! Intentó acordarse del día en que lord Wellington, entonces sir Arthur Wellesley, quedó aturdido y Sharpe lo protegió. Creía haber matado a cinco hombres en la refriega, pero no estaba seguro.

Los ingenieros españoles se encontraban colocando los tablones sobre los últimos nueve o diez metros del puente de pontones. Los tablones, que formaban la pasarela del puente, se guardaban en la orilla de Cádiz para evitar que nadie cruzara sin autorización, pero era evidente que ahora el general Zayas quería abrir el puente y Sharpe vio, con aprobación, que había tres batallones españoles preparándose para cruzar. Estaba claro que Zayas había decidido atacar a los franceses por su retaguardia.

—Pronto nos marcharemos —le dijo a Harper.

—Perkins —gruñó Harper—, vaya con los demás.

—¿No puedo mirar por el catalejo, sargento? —le rogó Perkins.

—No es lo bastante mayor. Muévase.

Los tres batallones tardaron mucho en cruzar. El puente, construido a partir de botes más que de pontones, era estrecho y se balanceaba de modo alarmante. Cuando Sharpe y sus hombres se reunieron con el capitán Galiana ya casi había un centenar de espectadores curiosos llegados de San Fernando o de Cádiz, y algunos de ellos intentaban convencer a los centinelas de que les permitieran cruzar el puente. Otros treparon a las dunas para enfocar sus catalejos hacia los distantes franceses.

—A nadie le permiten cruzar el puente —comentó Galiana, nervioso.

—No van a dejar que crucen los civiles, ¿no? —dijo Sharpe—. Pero dígame una cosa, ¿qué hará en el otro lado?

—¿Qué voy a hacer? —dijo Galiana, y estaba claro que no tenía la respuesta—. Echar una mano —sugirió—. Es mejor que no hacer nada, ¿no cree? —El último batallón de españoles había cruzado ya y Galiana avanzó a caballo. Desmontó a poca distancia del puente y se preparó para guiar a su caballo por los inestables tablones pero, antes de llegar a la pasarela, un pelotón de soldados españoles empujaron una barricada improvisada que bloqueó el acceso. Un teniente levantó una mano hacia Galiana a modo de advertencia.

—Viene conmigo —dijo Sharpe antes de que Galiana pudiera decir nada. El teniente, un hombre alto de mentón grande y sin afeitar, lo miró con aire amenazador. Estaba claro que no comprendía el inglés, pero no iba a echarse atrás—. He dicho que viene conmigo —repitió Sharpe.

Galiana habló con rapidez en español y señaló a Sharpe.

—¿Tiene órdenes? —cambió al inglés mirando a Sharpe.

Sharpe no tenía órdenes. Galiana volvió a hablar, explicando que a Sharpe le habían encomendado entregar un mensaje al teniente general sir Thomas Graham y las órdenes estaban en inglés, idioma que, por supuesto, el teniente hablaba, ¿no? El propio Galiana, explicó el capitán español, era el oficial de enlace de Sharpe. Éste ya había sacado su autorización para obtener raciones que le permitía llevarse de los almacenes del cuartel general de San Fernando ternera, pan y ron para cinco fusileros. Le tendió el papel con brusquedad al teniente quien, al verse enfrentado a fusileros hostiles y al conciliatorio Galiana, no tuvo más remedio que ceder. Ordenó que retiraran los obstáculos.

—Al final lo he necesitado —dijo Galiana. Sostenía las riendas muy cerca de la cabeza de la yegua y le daba palmaditas en el cuello continuamente mientras el animal avanzaba con cautela por la pasarela de tablones. El puente, mucho menos robusto que el que Sharpe había volado en el Guadiana, temblaba a su paso y se combaba contra la corriente bajo la presión de la pleamar. En cuanto llegaron sanos y salvos a la otra orilla, Galiana montó y condujo a Sharpe hacia el sur, pasando junto a los terraplenes de arena del fuerte provisional construido para proteger los pontones.

El general Zayas había formado a sus tres batallones en una línea perpendicular a la playa, por donde en aquellos momentos avanzaban lentamente. De vez en cuando el oleaje bañaba las botas de los soldados de las filas que daban a la derecha. Los sargentos ordenaban a voz en cuello a sus hombres que mantuvieran la formación. Los estandartes españoles brillaban contra el cielo pálido. Se oyó el estallido de un cañón en la distancia, un sonido más grave que el de los mosquetes, un retumbo en el aire. Se desvaneció, pero por encima del constante chasquido de los mosquetes más cercanos, Sharpe creyó oír otros mosquetes que disparaban, aunque mucho más lejos.

—Ahora ya pueden volver —le dijo a Harper.

—Veamos primero qué hacen estos muchachos —respondió Harper, señalando a los tres batallones españoles con un movimiento de la cabeza.

Lo único que tuvieron que hacer los mentados muchachos fue aparecer. El general Villatte, al ver que sus hombres estaban a punto de ser atacados por la retaguardia, les ordenó replegarse hacia el este al otro lado del río Almansa. Se llevaron a sus heridos. Al ver que se marchaban, los españoles profirieron gritos de victoria y luego cambiaron de frente hacia las dunas para hostigar a los franceses que se retiraban y que ahora se encontraban casi doblados en número. Galiana, de pie en los estribos, estaba exultante. Seguro que las fuerzas combinadas españolas, sumándose desde el norte y el sur, podrían entonces perseguir a los franceses hasta el otro lado del riachuelo y hacerlos retroceder por los senderos que llevaban a Chiclana, pero en aquel preciso momento la artillería abrió fuego desde la otra orilla del río Almansa. Se había emplazado una batería de doce libras en el suelo firme hacia el este y su primera salva fue de granadas comunes que estallaron levantando chorros de arena y humo. El avance español se vio frenado y los soldados se pusieron a cubierto tras las dunas. Los cañones dispararon por segunda vez y las balas surcaron las filas que no se habían refugiado a tiempo. Los últimos miembros de la infantería francesa ya habían vadeado el riachuelo y estaban formando una nueva línea para enfrentarse a los españoles desde el otro lado de la marea que subía. Los cañones quedaron en silencio y la humareda flotó por encima del agua, cuyo nivel aumentaba lentamente. Los franceses se conformaron entonces con esperar. La fuerza con la que habían bloqueado la retirada del ejército aliado había sido rechazada, pero sus cañones todavía podían arrojar granadas y balas contra cualquier otra fuerza que marchara hacia el puente. Trajeron una segunda batería y esperaron a que empezara la derrota aplastante desde el sur mientras los batallones españoles, satisfechos con haber echado al enemigo de la playa, se apostaban entre las dunas.

Galiana, decepcionado por el hecho de que no se hubiera seguido con la persecución al otro lado del Almansa, cabalgó hacia un grupo de oficiales españoles y regresó entonces con Sharpe.

—El general Graham está al sur con órdenes de traer hasta aquí la retaguardia.

Sharpe vio una bruma de humo de mosquete que se alejaba flotando de una colina situada a unos tres kilómetros o más hacia el sur.

—Como todavía no viene podría ir yo a su encuentro —dijo—. Ahora ya puede marcharse, Pat.

Harper lo consideró.

—¿Y qué va a hacer usted, señor?

—Voy a dar un paseo por la playa.

Harper miró a los demás fusileros.

—¿Alguien quiere dar un paseo por la playa conmigo y el señor Sharpe? ¿O quieren regresar y convencer a ese teniente tan desagradable de que nos deje cruzar el puente?

Los fusileros no dijeron nada hasta que sonó otro cañón a lo lejos, en dirección sur. Entonces Harris frunció el ceño.

—¿Qué está pasando ahí abajo? —preguntó.

—No tiene nada que ver con nosotros —le contestó Sharpe.

En ocasiones Harris podía ser un abogado cuartelero, y estaba a punto de protestar diciendo que el combate no era asunto suyo. Entonces cruzó su mirada con la de Harper y decidió no decir nada.

—Sólo vamos a dar un paseo por la playa —dijo Harper—, hace un buen día para dar un paseo —vio la mirada socarrona que le dirigió Sharpe—. Estaba pensando en los Faughs, señor. Están allí arriba, todos esos pobres muchachos de Dublín, allí están, y pensé que quizá les gustara ver a un irlandés como es debido.

—¿Acaso vamos a combatir? —quiso saber Harris.

—¿Qué cree usted que es, Harris? ¿Un maldito soldado? —preguntó Harper mordazmente. Se cuidó mucho de no cruzar su mirada con la de Sharpe—. Pues claro que no vamos a combatir. Ya ha oído al señor Sharpe. Daremos un paseo por la playa, eso es lo único que vamos a hacer, maldita sea.

Y eso hicieron. Fueron a dar un paseo por la playa.

* * * *

Sir Thomas, convencido de que su retaguardia se hallaba bien protegida por la brigada apostada en el Cerro del Puerco, estaba animando a sus tropas por el camino que atravesaba el largo pinar que bordeaba la playa.

—¡No está lejos, muchachos! —gritaba sir Thomas cabalgando a lo largo de la línea—. ¡No tenemos que ir muy lejos! ¡Vamos, anímense! —Miraba a la derecha cada pocos segundos, esperando a medias la aparición de un soldado de caballería que le trajera noticias de un avance enemigo. Whittingham se había encargado de apostar vedettes en la linde interior del bosque, pero no aparecía ninguno de esos hombres y sir Thomas imaginó que los franceses se contentaban con dejar que el ejército aliado se retirara ignominiosamente a Cádiz. Más adelante, habían cesado los disparos. Era evidente que una fuerza francesa había bloqueado la playa, pero ya los habían echado; por otra parte, también se habían detenido los disparos desde el sur. Sir Thomas consideraba que sólo se había tratado de una mera discusión, probablemente una patrulla de caballería se había acercado demasiado a la gran brigada española en la cima del Cerro del Puerco.

Se detuvo para ver marchar a los casacas rojas y se fijó en que los soldados, cansados, erguían la espalda al verle.

—No falta mucho, muchachos —les dijo. Pensó en lo mucho que apreciaba a aquellos hombres—. Que dios les bendiga, muchachos —gritó—, ya falta poco. —«Ya falta poco, ¿para qué?», se preguntó con amargura. Aquellos soldados exhaustos llevaban marchando toda la noche cargados con mochilas, morrales, armas y raciones, y todo para nada, todo para escabullirse en retirada a la Isla de León.

Se oyó una confusión de gritos al norte. Un soldado dio el alto a alguien y sir Thomas miró camino abajo pero no vio nada ni oyó ningún disparo. Al cabo de un momento un oficial montado de los Cola Plateada se acercó con un retumbo por el camino, con dos jinetes detrás. Eran civiles armados con mosquetes, sables, pistolas y cuchillos. Guerrilleros, pensó sir Thomas, dos de los hombres que tanto complicaban la vida a los ejércitos franceses que ocupaban España.

—Quieren hablar con usted, señor —dijo el oficial de los Cola Plateada.

Los dos guerrilleros empezaron a hablar de inmediato. Hablaban deprisa, con excitación, y sir Thomas los calmó.

—Mi español es flojo —les dijo—, de manera que háblenme más despacio.

—Los franceses —dijo uno de ellos, que señaló hacia el este.

—¿Por dónde han venido ustedes? —preguntó sir Thomas. Uno de los hombres explicó que formaban parte de un grupo mayor que llevaba siguiendo de cerca a los franceses los últimos tres días. Seis de ellos habían salido a caballo de Medina Sidonia y éstos dos eran los únicos supervivientes porque unos dragones los habían sorprendido poco después del alba. Los habían perseguido a los dos hacia el mar y ellos habían cruzado el monte a caballo.

—Que está lleno de franceses —dijo el otro hombre con seriedad.

—Que vienen hacia aquí —añadió el primero.

—¿Cuántos franceses hay? —preguntó sir Thomas.

—Todos —respondieron los dos hombres al unísono.

—Pues echemos un vistazo —dijo sir Thomas, y condujo a los dos hombres y a sus edecanes hacia el interior a través de los pinos. Tuvo que agacharse para pasar bajo las ramas. El bosque era ancho y profundo, espeso y umbroso. El suelo, de arena, estaba cubierto de pinocha que amortiguaba el ruido de los cascos de los caballos.

El bosque terminaba bruscamente, dando paso al monte ondulado que se extendía bajo el sol de la mañana. Y allí, llenando el ancho mundo, había cinturones cruzados blancos sobre casacas azules.

—¿Señor? —dijo uno de los guerrilleros señalando a los franceses, como si los hubiera hecho aparecer él mismo.

—¡Dios mío! —exclamó sir Thomas en voz baja. Después estuvo un rato sin decir nada, limitándose a observar al enemigo que se acercaba. Los dos guerrilleros creyeron que el general se había quedado mudo de la impresión. Al fin y al cabo estaba viendo cómo se aproximaba el desastre.

Pero sir Thomas estaba pensando. Se estaba fijando en que los franceses marchaban con los mosquetes colgados. No veían tropas enemigas delante de ellos así que, en lugar de marchar para entablar batalla, marchaban hacia la batalla. Había una diferencia. Unos soldados que marcharan hacia la batalla podían llevar los mosquetes cargados, pero no amartillados. La artillería no estaba desplegada y a los franceses les llevaría tiempo hacerlo, puesto que las pesadas piezas de los cañones tenían que alzarse desde la posición de marcha a la posición de disparo. En resumen, aquellos franceses no estaban preparados para combatir, concluyó sir Thomas. Esperaban que hubiera un combate, pero todavía no. Sin duda creían que primero debían cruzar el pinar y sólo entonces esperarían el principio de la matanza.

—Deberíamos seguir al general Lapeña —dijo el oficial de enlace con nerviosismo.

Sir Thomas no le hizo ningún caso. Todavía estaba pensando, tamborileando con los dedos en el pomo de la silla de montar. Si continuaba hacia el norte, los franceses cortarían el paso a la brigada en la colina situada por encima de Barrosa. Harían conversión derecha y atacarían por la playa, por lo que sir Thomas se vería obligado a intentar una defensa improvisada con su flanco izquierdo expuesto a un ataque. Pensó que no, que sería mejor enfrentarse a esas tropas allí. No sería un combate fácil, pues se convertiría en una terrible barahúnda, pero era mejor eso que continuar hacia el norte y que su sangre tiñera el mar de rojo.

—Milord —miró a lord William Russell con una formalidad inusitada—, salude de mi parte al coronel Wheatley y dígale que traiga aquí su brigada y se enfrente a esos tipos. Dígale que mande a sus tiradores lo antes posible. Quiero que los chicos de la ligera entablen combate mientras viene el resto de la brigada. Los cañones han de situarse aquí. Justo aquí —apuntó con la mano al suelo que pisaba su caballo—. ¡Dese prisa, no hay tiempo que perder! —Hizo señas a otro edecán para que se acercara, un joven capitán que llevaba la casaca roja con vueltas azules del Primero de la Guardia de Infantería—. James, salude de mi parte al general Dilkes y dígale que quiero que traiga aquí su brigada —señaló a la derecha—. Debe ocupar su posición entre los cañones y la colina. ¡Ordénele que primero envíe a sus tiradores! ¡Enseguida! ¡Tan pronto como pueda!

Los dos edecanes se perdieron de vista entre los árboles. Sir Thomas se quedó un momento mirando a los franceses que se acercaban y que en aquel momento se encontraban a menos de ochocientos metros de distancia. Se iba a arriesgar mucho. Quería caer sobre ellos mientras se hallaran desprevenidos, pero sabía que llevaría tiempo hacer llegar a sus batallones a través de la espesura, motivo por el cual había pedido que las compañías ligeras acudieran primero. Podían formar una línea de tiradores en el monte, podían empezar a matar a los franceses, y lo único que podría hacer sir Thomas sería esperar que los tiradores contuvieran al enemigo el tiempo suficiente para que llegara el resto de los batallones e iniciaran sus mortíferas descargas cerradas. Miró al oficial de enlace.

—Hágame el favor —le dijo— de ir al encuentro del general Lapeña y decirle que los franceses se acercan al pinar, que es mi intención entablar combate y que sería un honor —estaba eligiendo las palabras con cuidado— que el general pudiera conducir a los soldados hacia el flanco derecho del enemigo.

El español salió al galope y sir Thomas volvió la mirada hacia el este. Los franceses se acercaban en dos enormes columnas. Tenía pensado enfrentarse a la columna del norte con la brigada de Wheatley, en tanto que el general Dilkes y sus guardias se enfrentarían a la columna más cercana al Cerro del Puerco. Eso le hizo pensar en los españoles de la colina. Seguro que los franceses mandarían a su columna meridional a ocupar dicha loma y no podía permitirse que lo hicieran, de lo contrario podrían bajar en tropel desde la cima para atacar el flanco derecho de su precipitada defensa. Dio la vuelta y se encaminó hacia el sur, conduciendo a los edecanes que quedaban hacia el Cerro del Puerco.

Mientras cabalgaba de vuelta entre los pinos pensó que aquella loma era su única ventaja. En su cima había cañones españoles que podían disparar contra los franceses de abajo. La colina era una fortaleza que protegía su vulnerable flanco derecho, y si conseguían contener a los franceses en la llanura, la brigada de la colina podía utilizarse para atacar el flanco enemigo. «Gracias a Dios que aún mantenemos la colina», eso pensaba cuando salió de entre los árboles.

Cuál no fue su sorpresa al comprobar que el Cerro del Puerco había quedado abandonado y, mientras sir Thomas había cabalgado hacia el sur, los primeros batallones franceses empezaron a subir por la ladera del este. Ahora el enemigo ocupaba el Cerro del Puerco y las únicas tropas aliadas a la vista eran los quinientos hombres de los Flanqueadores de Gibraltar. En lugar de ocupar el terreno elevado, se encontraban formando una columna de marcha al pie de la colina.

—¡Browne! ¡Browne! —gritó sir Thomas mientras se dirigía a medio galope hacia la columna—. ¿Por qué está aquí? ¿Qué ocurre?

—La mitad del ejército francés está trepando por la maldita loma, sir Thomas.

—¿Dónde están los españoles?

—Echaron a correr como conejos.

Sir Thomas se quedó mirando fijamente a Browne durante un segundo.

—Bueno, mal asunto, Browne —dijo—, pero tiene que volver a dar media vuelta ahora mismo y atacar.

El comandante Browne abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Quiere que ataque a la mitad de su ejército? —preguntó, incrédulo—. ¡He visto venir a seis batallones y una batería de artillería! Yo sólo tengo quinientos treinta y seis mosquetes. —Browne, abandonado por los españoles, observó la concentración de infantería y de cañones que se acercaba a la colina y decidió que la retirada era mejor que el suicidio. No había más tropas británicas a la vista y no tenía esperanzas de que le mandaran refuerzos, de manera que resolvió conducir a sus Flanqueadores de Gibraltar hacia el norte, alejándose de la colina. Y ahora le estaban diciendo que volviera, y él respiró hondo, como si se armara de valor para enfrentarse a la dura prueba—. Si tenemos que hacerlo —dijo, aceptando su suerte con estoicismo— lo haremos.

—Deben hacerlo —dijo sir Thomas—, porque necesito la colina. Lo siento, Browne, la necesito. Pero no se preocupe, el general Dilkes viene hacia aquí. Yo mismo lo haré venir en su ayuda.

Browne se volvió hacia su ayudante.

—¡Comandante Blakeney! ¡Línea de tiradores! ¡Volvemos colina arriba! ¡Echaremos a esos diablos!

—¿Sir Thomas? —lo interrumpió un edecán que señaló hacia la cima, donde ya empezaban a aparecer los primeros batallones franceses. Comenzaban a verse casacas azules contra la línea del horizonte, un gran despliegue de casacas azules dispuestos a bajar por la ladera y a abrirse camino por el pinar.

Sir Thomas miró a los franceses.

—La división ligera no los detendrá, Browne —dijo—. Tendrá que lanzarles unas cuantas descargas.

—¡Orden cerrado! —les gritó Browne a sus soldados, que ya habían empezado a desplegarse para formar una línea de tiradores.

—Ahí arriba tienen una batería de cañones, sir Thomas —comentó el edecán en voz baja.

Sir Thomas hizo caso omiso de la información. Daba igual si los franceses tenían toda la artillería del emperador en la cima; aun así había que atacarlos. Había que echarlos de la colina, lo cual implicaba que las únicas tropas disponibles tenían que ascender por la ladera y efectuar un asalto que mantuviera a los franceses en su lugar hasta que los guardias del general Dilkes vinieran en su ayuda.

—Vaya con Dios, Browne —dijo sir Thomas en voz tan baja que el comandante no lo oyó. Sir Thomas sabía que estaba enviando a la muerte a los hombres de Browne, pero tenían que morir para dar tiempo a que llegara la Guardia. Mandó a un edecán a buscar a los hombres de Dilkes—. Dígale que no haga caso de mi última orden —dijo sir Thomas— y que traiga a sus hombres aquí con suma rapidez. ¡Con suma rapidez! ¡Vaya!

Sir Thomas había hecho lo que había podido. La costa entre los pueblos de Barrosa y Bermeja era tres kilómetros de confusión, en los que se desarrollaban dos ataques franceses: uno contra el pinar, mientras que el otro ya había capturado la crucial colina. Sir Thomas, consciente de que el enemigo se encontraba al borde de la victoria, debía jugárselo todo a la capacidad ofensiva de sus hombres. Sus dos brigadas estarían en inferioridad numérica, y una de ellas tenía que atacar cuesta arriba. Si cualquiera de las dos fracasaba, todo el ejército estaría perdido.

Los primeros rifles y mosquetes dispararon por detrás de él, en el monte abierto del otro lado del pinar.

Y Browne condujo a sus hombres ladera arriba.