Henry Wellesley parecía cansado, lo cual era comprensible. Se había pasado media noche en una recepción en honor del embajador portugués y luego lo habían despertado poco después del alba, cuando una delegación indignada llegó a la embajada británica. El hecho de que dicha delegación hubiera llegado tan temprano, mucho antes de que la mayoría de la ciudad se hubiese levantado, daba una idea de la urgencia de su protesta. Los dos diplomáticos de más edad, ambos vestidos de negro, habían sido enviados por la Regencia, el consejo que gobernaba lo que quedaba de España, y en aquellos momentos estaban los dos sentados muy rígidos en el salón del embajador donde el fuego recién encendido humeaba en el hogar a sus espaldas. Lord Pumphrey, que se había vestido a toda prisa y estaba pálido, tomó asiento a un lado de la mesa de Wellesley mientras que el intérprete permaneció de pie en el otro.
—Una pregunta, Sharpe —Wellesley recibió bruscamente al fusilero.
—¿Señor?
—¿Dónde estuvo anoche?
—En la cama, señor, toda la noche, señor —respondió Sharpe con actitud impasible. Lo dijo con el tono de voz que había aprendido siendo sargento, la voz que se utilizaba para mentir a los oficiales—. Me acosté temprano, señor, por la cabeza. —Se tocó el vendaje. Los dos españoles lo miraron con desagrado. A Sharpe lo acababa de despertar un criado de la embajada y se había puesto el uniforme a toda prisa, pero iba sin afeitar, tenía un aspecto sucio y cansado y estaba exhausto.
—¿Estuvo en la cama? —preguntó Wellesley.
—Toda la noche, señor —dijo Sharpe con la vista al frente a un par de centímetros por encima de la cabeza del embajador.
El intérprete repitió el diálogo en francés, el idioma de la diplomacia. El intérprete sólo estaba allí para traducir las palabras de Sharpe, porque todos los demás decían lo que tenían que decir en francés. Wellesley miró a la delegación y enarcó una ceja como para sugerir que no podían esperar enterarse de nada más por el capitán Sharpe.
—Le pregunto esto, Sharpe —le explicó el embajador—, porque anoche ocurrió lo que no deja de ser una pequeña tragedia. Un periódico ardió hasta los cimientos. Quedó destruido, lamentablemente. Por suerte nadie resultó herido, pero es triste.
—Muy triste, señor.
—Y el propietario del periódico, un hombre llamado…
—Wellesley hizo una pausa para mirar unas notas que había garabateado.
—Núñez, su excelencia —le brindó lord Pumphrey amablemente.
—Núñez, eso es, un hombre llamado Núñez afirma que lo hicieron unos británicos, y que dichos británicos estaban a las órdenes de un caballero con la cabeza vendada.
—¿Un caballero, señor? —preguntó Sharpe, insinuando que a él nunca lo confundirían con un caballero.
—He utilizado la palabra en sentido amplio, capitán Sharpe —dijo Wellesley con una aspereza sorprendente.
—Yo estaba en la cama, señor —insistió Sharpe—. Pero hubo rayos, ¿verdad? Me parece recordar una tormenta, ¿o quizá lo soñara?
—Hubo rayos, en efecto.
—Un rayo pudo provocar el incendio, señor, es lo más probable.
El intérprete explicó a la delegación que había habido rayos y uno de los diplomáticos visitantes señaló que habían encontrado pedazos de casquillo de granada entre los rescoldos. Los dos hombres volvieron a mirar a Sharpe mientras se traducían sus palabras.
—¿Granadas? —preguntó Sharpe con fingida inocencia—. Entonces debieron de ser los morteros franceses, señor.
La sugerencia de Sharpe provocó un torrente de palabras que el embajador resumió:
—Los morteros franceses, Sharpe, no tienen alcance suficiente para llegar a esa parte de la ciudad.
—Si les pusieran doble carga sí llegarían, señor.
—¿Doble carga? —inquirió lord Pumphrey con delicadeza.
—El doble de pólvora de lo habitual, milord. Arrojaría la granada mucho más lejos, pero a riesgo de hacer estallar el cañón. O quizás hayan encontrado una pólvora buena, ¿no, señor? Hasta ahora han estado utilizando una porquería que no era más que polvo, pero un barril de pólvora de carbón aumentaría su alcance. Es lo más probable, señor —Sharpe dijo esta tontería con confianza. Al fin y al cabo, él era el único soldado que había en la habitación y posiblemente era el que sabía más de pólvora, por lo que nadie cuestionó su opinión.
—Entonces probablemente fuera un mortero —sugirió Wellesley, y los diplomáticos aceptaron educadamente la ficción de que los cañones franceses habían destruido el periódico. Era evidente que no creían la historia e igualmente evidente que, a pesar de su indignación, no les importaba demasiado. Habían protestado porque tenían que hacerlo, pero no conseguirían nada con prolongar una discusión con Henry Wellesley quien, de hecho, era el hombre que financiaba el gobierno español. La ficción de que los franceses se las habían arreglado para aumentar el alcance de sus morteros en casi quinientos metros bastaría para aplacar la furia de la ciudad.
Los diplomáticos se marcharon con sendas expresiones de arrepentimiento y consideración. En cuanto se fueron, Henry Wellesley se reclinó de nuevo en su silla.
—Lord Pumphrey me ha contado lo que ocurrió en la catedral. Fue una pena, Sharpe.
—¿Una pena?
—¡Hubo bajas! —dijo Wellesley con severidad—. No sabemos cuántas, y no me atrevo a mostrar demasiado interés en averiguarlo. De momento nadie nos acusa directamente de ser los causantes de los daños, pero lo harán, lo harán.
—Conservamos el dinero, señor —dijo Sharpe—, y no iban a darnos las cartas. Estoy seguro de que lord Pumphrey ya se lo ha contado.
—Se lo he contado —confirmó Pumphrey.
—¿Y fue un sacerdote el que intentó engañarles?
—Wellesley parecía horrorizado.
—El padre Salvador Montseny —dijo lord Pumphrey agriamente.
Wellesley hizo girar la silla para mirar por la ventana. Era un día gris y una niebla fina emborronaba el pequeño jardín.
—Quizá podría haber hecho algo respecto al padre Montseny —comentó sin dejar de mirar la niebla—. Podría haber ejercido presión, podría haber hecho que lo destinaran a una misión en alguna Ciénaga dejada de la mano de Dios en las Américas, pero ahora resulta imposible. Sus actos en el periódico, Sharpe, lo han hecho imposible. Esos caballeros fingieron creernos, pero saben perfectamente que lo hizo usted, maldita sea. —Se dio la vuelta y su rostro mostró una repentina furia—. Le advertí que debíamos andarnos con cuidado. Le dije que no desacatara las convenciones. No podemos ofender a los españoles. Saben que el periódico se destruyó en un intento por evitar que las cartas se publicaran, y no estarán muy contentos con nosotros. ¡Puede que incluso lleguen al extremo de proporcionarles otra prensa a los hombres que tienen las cartas! ¡Dios santo, Sharpe! Hemos quemado una casa, destruido un negocio, profanado una catedral, herido a varios hombres, ¿y para qué? ¡Dígamelo! ¿Para qué?
—¿Para qué, señor? —dijo Sharpe, y dejó el ejemplar de El Correo de Cádiz en la mesa del embajador—. Creo que es una nueva edición, señor.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Henry Wellesley. Se había ruborizado al volver las páginas y verlas llenas con sus cartas, columna tras columna—. ¡Oh, Dios mío!
—Éste es el único ejemplar —dijo Sharpe—. Quemé el resto.
—¿Quemó? —empezó a decir el embajador, pero le falló la voz al ver que Sharpe había empezado a dejar las imprudentes cartas del embajador encima del periódico, una tras otra, como si estuviera repartiendo los naipes en una partida.
—Éstas son sus cartas, señor —dijo Sharpe, todavía con su tono de voz de sargento—, y hemos destruido la prensa que las publicó, señor, y hemos quemado los periódicos y les hemos enseñado a esos cabrones a no tomarnos a la ligera, señor. Tal como me dijo lord Pumphrey, señor, hemos frustrado sus bellaquerías. Aquí tiene, señor —dejó la última carta.
—¡Dios mío! —exclamó Henry Wellesley con la mirada fija en las cartas.
—Dios del cielo —terció lord Pumphrey débilmente.
—Podría ser que tuvieran copias, señor —comentó Sharpe—, pero sin las originales no pueden demostrar que las cartas sean reales, ¿verdad? Y de todos modos ahora no tienen forma de publicarlas.
—¡Dios mío! —repitió Wellesley, esta vez levantando la vista hacia Sharpe.
—Ladrón, asesino y pirómano —declaró Sharpe con orgullo. El embajador no dijo nada, simplemente se lo quedó mirando—. ¿Alguna vez ha oído hablar de un oficial español llamado capitán Galiana, señor? —le preguntó Sharpe.
Wellesley había vuelto a bajar la vista a las cartas y no parecía haber oído a Sharpe. Entonces dio un respingo, como si acabara de despertarse.
—¿Fernando Galiana? Sí, era un oficial de enlace del predecesor de sir Thomas. Un joven espléndido. ¿Aquí están todas las cartas?
—Todas las que ellos tenían, señor.
—Dios mío —dijo el embajador, que de repente se puso de pie, agarró las cartas y el periódico y los llevó hacia la chimenea. Lo arrojó todo a los carbones y observó cómo brillaba al arder—. ¿Cómo? —empezó a decir, pero decidió que lo mejor era que algunas preguntas quedaran sin respuesta.
—¿Esto es todo, señor? —preguntó Sharpe.
—Debo darle las gracias, Sharpe —dijo Wellesley sin dejar de mirar las cartas que se quemaban.
—Y a mis hombres, señor, a los cinco. Los voy a llevar de vuelta a la Isla de León, señor, y allí esperaremos un barco.
—Claro, claro, por supuesto. —El embajador se dirigió a toda prisa a su escritorio—. ¿Sus cinco hombres le ayudaron?
—Mucho, señor.
Se abrió un cajón y Sharpe oyó tintinear unas monedas. Fingió indiferencia. El embajador, que no quería que su generosidad, o su falta de ella, fuera evidente, envolvió las monedas en un trozo de papel que llevó a Sharpe.
—Quizá podría usted transmitir mi agradecimiento a sus compañeros.
—Por supuesto, señor; gracias, señor —Sharpe aceptó las monedas que le ofrecía.
—Pero, por su aspecto, parece que ahora debería irse a la cama —dijo Wellesley.
—Usted también, señor.
—Ahora ya estoy del todo despierto. Lord Pumphrey y yo nos quedaremos levantados. ¡Siempre hay trabajo que hacer! —De pronto Wellesley se mostraba contento, invadido por el alivio y la conciencia de que una pesadilla había terminado—. Y por supuesto, escribiré a mi hermano elogiándolo en los mejores términos. Tenga la seguridad de que lo haré, Sharpe.
—Gracias, señor.
—¡Dios mío! Se acabó. —El embajador miró las últimas llamas pequeñas que parpadeaban sobre el revoltijo ennegrecido de papeles que había sobre los rescoldos—. ¡Se acabó!
—Salvo por la dama, señor —dijo Sharpe—. Caterina. Ella aún conserva algunas cartas, ¿no?
—¡Oh, no! —repuso el embajador alegremente—. No, no. ¡Se acabó de verdad! Gracias, Sharpe.
Sharpe se marchó de allí. Se dirigió al patio y allí olió el aire. Era una mañana gris, exhausta tras la lluvia nocturna. La veleta de la atalaya de la embajada indicaba que el viento soplaba del oeste. Un gato se le restregó contra los tobillos y Sharpe se inclinó para acariciarlo, luego desenvolvió las monedas. Quince guineas. Supuso que tenía que darle una a cada uno de sus hombres y quedarse el resto. Se las metió en el bolsillo, sin estar seguro de si era una recompensa generosa o no. Decidió que probablemente no lo fuera, pero de todos modos sus hombres se pondrían muy contentos. Les daría dos guineas a cada uno y con eso podrían comprar una gran cantidad de ron.
—Ve a buscar un ratón —le dijo al gato—, porque es lo que estoy haciendo yo.
Cruzó el arco y entró en el patio más pequeño donde los criados barrían las escaleras y ordeñaban la vaca de la embajada. La puerta trasera de casa de lord Pumphrey estaba abierta y una mujer bajó por la escalera para recoger la leche. Sharpe aguardó hasta que la mujer se volvió de espaldas, en cuyo instante subió las escaleras corriendo y entró en la cocina donde acababan de encender el fogón. Subió también las siguientes escaleras de dos en dos y abrió la puerta que había en lo alto para encontrarse en un pasillo embaldosado. Subió más escaleras, éstas mullidamente alfombradas, pasando frente a pinturas de paisajes españoles de casas blancas, rocas amarillas y cielos azules. En el descansillo había una estatua de un cuerpo desnudo en mármol blanco. La estatua era de tamaño natural y tenía un sombrero bicornio puesto en la cabeza. Había una puerta abierta y Sharpe vio a una mujer que quitaba el polvo de un dormitorio, que supuso que sería el de su señoría. Pasó con sigilo y la mujer no lo oyó. El siguiente tramo de escaleras era más estrecho y conducía a un rellano con tres puertas cerradas. La primera de ellas daba a otra escalera ascendente que probablemente condujera a las dependencias del servicio. La segunda era la puerta de un trastero abarrotado de muebles que no se utilizaban, maletas y sombrereras. La última puerta daba a un dormitorio.
Sharpe se metió dentro y cerró la puerta. Sus ojos tardaron unos instantes en acostumbrarse a la penumbra, pues los postigos de las dos ventanas altas estaban cerrados, pero luego vio una tina vacía frente a la chimenea, donde humeaban los restos del fuego de la noche anterior. Había un escritorio, dos sofás, un armario ropero grande con espejos en las puertas y una cama con dosel y con las cortinas bordadas corridas.
Sharpe caminó por las mullidas alfombras, abrió los postigos que tenía más cerca y, más allá de los tejados, vio la bahía de Cádiz, donde unos haces errantes de acuosa luz solar se abrían paso por los huecos entre las nubes para teñir de plata las pequeñas olas.
Alguien gruñó en la cama y gimió levemente, como si le molestara haber sido despertado por la nueva luz que se filtraba por las colgaduras de la cama. Sharpe se acercó a la otra ventana y abrió los postigos. Dispuestas en el asiento de la ventana, colocadas en unos soportes de caoba, había seis pelucas doradas. En uno de los sofás habían dejado un vestido azul junto con un collar y unos pendientes de zafiros. Volvió a oírse el gemido y Sharpe se acercó a la cama y retiró la cortina de un tirón.
—¡Buenos días! —dijo alegremente.
Y Caterina Verónica Blázquez abrió la boca para gritar.
—Me llamo Sharpe —dijo antes de que la mujer alarmara a los habitantes de la casa.
Caterina cerró la boca.
—Richard Sharpe —añadió.
Ella asintió con la cabeza. Tenía la ropa de cama aferrada, cubriendo su cuerpo hasta la barbilla. La cama era ancha y estaba claro que otra persona la había ocupado durante la noche, pues las almohadas todavía mostraban la señal de su cabeza. Sharpe estaba seguro de que había sido la cabeza del embajador. El general de brigada Moon lo había visto venir a la casa, y Sharpe no podía culpar a Henry Wellesley por ser incapaz de entregar a su puta porque Caterina Blázquez era una auténtica belleza. Tenía unos rizos cortos y dorados que eran bonitos incluso alborotados, unos grandes ojos azules, una nariz pequeña, una boca generosa y una piel suave y pálida. En una tierra de mujeres de ojos oscuros, cabello oscuro y piel morena, ella relucía como un diamante.
—La he estado buscando —dijo Sharpe—. Y no soy el único.
Ella movió levemente la cabeza, lo cual, junto a su expresión asustada, expresó que tenía miedo de quienquiera que la buscara.
—Me entiende, ¿verdad? —le preguntó Sharpe.
Un ligero asentimiento con la cabeza. Alzó más las sábanas y se tapó la boca. Era un buen lugar para esconderla, pensó Sharpe. Aquí la mujer no corría peligro; ninguno por parte de lord Pumphrey, por supuesto, y vivía con la comodidad de la que un hombre querría que disfrutara su amante. Aquí estaba segura, al menos hasta que los chismes de los criados revelaran su presencia en casa de Pumphrey. Caterina estaba examinando a Sharpe, recorriendo con la mirada su uniforme raído, viendo la espada, volviendo de nuevo la vista a su rostro y sus ojos, cuando menos, estaban un poco más abiertos.
—Anoche estuve ocupado —dio Sharpe—. Fui a buscar unas cartas. ¿Recuerda las cartas?
Otro ligero asentimiento con la cabeza.
—No se preocupe, las he recuperado. Se las he entregado al señor Wellesley, claro. Las quemó.
Ella bajó la ropa de cama un par de centímetros y lo recompensó con un atisbo de sonrisa. Sharpe intentó calcularle la edad. ¿Veintidós? ¿Veintitrés? En todo caso era joven. Joven y, a juzgar por lo que estaba viendo, perfecta.
—No obstante, hay más cartas, ¿verdad, querida?
La joven enarcó ligeramente las cejas cuando Sharpe la llamó «querida», luego lo negó con un movimiento de cabeza apenas perceptible.
Sharpe suspiró.
—Sé que soy un oficial británico, querida, pero no soy tonto. ¿Sabe lo que significa tonto?
Ella asintió.
—Pues permítame que le cuente un cuento. Henry Wellesley le escribió un montón de cartas que no debería haber escrito y usted las guardó. Las guardó todas, querida. Pero su chulo se las quitó casi todas, ¿verdad? E iba a venderlas y a compartir el dinero con usted, pero lo asesinaron. ¿Sabe quién lo hizo?
Dijo que no con la cabeza.
—Un sacerdote. El padre Salvador Montseny.
Ella volvió a enarcar ligeramente las cejas.
—Y el padre Montseny mató al hombre que mandaron para comprárselas —prosiguió Sharpe—, y anoche intentó matarme a mí, lo que pasa es que yo soy mucho más duro de pelar. Así pues, perdió las cartas, perdió el periódico que las publicaba y ahora es un sacerdote muy enojado, querida. Pero sabe una cosa. Sabe que usted no destruyó todas las cartas. Sabe que guardó algunas. Las guardó por si acaso necesitaba el dinero. Pero cuando mataron a su chulo usted se asustó, ¿verdad? Por lo que fue corriendo a Henry y le contó una sarta de mentiras. Le dijo que le habían robado las cartas, y le dijo que no había más. Pero hay más, y las tiene usted, querida.
La mujer lo negó de un modo poco convincente, con un levísimo movimiento, suficiente para hacer temblar sus rizos.
—Y el sacerdote está enojado, encanto —continuó diciendo Sharpe—. Quiere esas otras cartas. De un modo u otro encontrará una prensa, pero primero tendrá que conseguir las cartas, ¿no? Así pues, vendrá a por usted, Caterina, y es un hombre malvado armado con un cuchillo. Le rajará su bonito vientre de un extremo a otro.
Otro temblor de sus rizos. Levantó más la ropa de cama para taparse la nariz y la boca.
—¿Cree que no puede encontrarla? —le preguntó Sharpe—. Yo he dado con usted. Y sé que tiene las cartas.
Esta vez no hubo ninguna reacción, sólo los grandes ojos mirándole. No había miedo en esos ojos. Sharpe se dio cuenta de que era una muchacha que había aprendido el enorme poder que entrañaba su físico y ya sabía que Sharpe no iba a hacerle daño.
—Así pues, querida, dígame dónde están las otras cartas y habremos terminado —dijo Sharpe.
Lentamente, la mujer retiró la ropa de cama para descubrirse la boca. Se quedó mirando a Sharpe con aire de gravedad, por lo visto pensando en su respuesta, y luego frunció el ceño.
—Dígame, ¿qué se hizo en la cabeza? —le preguntó.
—Me interpuse en el camino de una bala.
—Fue una estupidez por su parte, capitán Sharpe —esbozó una sonrisa que desapareció enseguida. Tenía una voz lánguida y pronunciaba las vocales con acento norteamericano—. Pumps me habló de usted. Dijo que es peligroso.
—Lo soy, y mucho.
—No, no lo es. —Le sonrió y luego se dio media vuelta en la cama para mirar la esfera de un ornamentado reloj que hacía tictac en la repisa de la chimenea—. ¡Si ni siquiera son las ocho!
—Habla usted bien el inglés.
La mujer se recostó en la almohada.
—Mi madre era norteamericana. Papá era español. Se conocieron en Florida. ¿Ha oído hablar de Florida?
—No.
—Se encuentra al sur de los Estados Unidos. Antes pertenecía a Gran Bretaña, pero ustedes tuvieron que devolvérsela a España tras la guerra de la independencia. Allí no hay muchas cosas aparte de indios, esclavos, soldados y misioneros. Papá era capitán de la guarnición en San Agustín —frunció el ceño—. Si Henry lo encuentra aquí se enfadará.
—Esta mañana no volverá —dijo Sharpe—. Está trabajando con lord Pumphrey.
—¡Pobre Pumps! —dijo Caterina—. Me cae bien. Habla mucho conmigo. Dese la vuelta.
Sharpe obedeció y luego fue desplazándose poco a poco hacia un lado para poderla ver en los espejos de las puertas del ropero.
—Y apártese de los espejos —añadió Caterina.
Sharpe la obedeció otra vez.
—Ahora ya puede volverse —le dijo. Se había puesto una chaqueta azul de seda que se anudó a la barbilla dirigiéndole una sonrisa a Sharpe—. Cuando traigan el desayuno y el agua tendrá que esperar ahí dentro —señaló una puerta que había junto al armario ropero.
—¿Bebe agua para desayunar? —le preguntó Sharpe.
—El agua es para el baño —repuso ella. Tiró de un cordón que hacía sonar una campanilla en el interior de la casa—. También les diré que reaviven el fuego —prosiguió—. ¿Le gusta el jamón? ¿Pan? Si las gallinas han puesto también habrá huevos. Les diré que estoy hambrienta —escuchó hasta que oyó unos pasos en las escaleras—. Escóndase —le ordenó a Sharpe.
Sharpe entró en una pequeña habitación inundada de ropa de Caterina. Había una mesa con espejo abarrotada de bálsamos, cosméticos y lunares artificiales. Detrás del espejo había una ventana y, al asomarse al exterior donde clareaba el día, Sharpe vio que la flota levaba anclas y salía de la bahía rumbo al norte. El ejército se había puesto en marcha. Se quedó mirando los barcos y pensó que su lugar estaba allí, con los soldados, mosquetes, cañones y caballos metidos en las bodegas. Los soldados iban a la guerra y allí estaba él, en el vestidor de una puta.
El desayuno llegó al cabo de media hora, cuando el fuego ya ardía y el baño estaba lleno de agua humeante.
—Los criados odian llenar el baño —comentó Caterina, que tomó asiento en un montón de almohadas— porque les supone mucho trabajo, pero yo insisto en bañarme cada día. Ahora el agua estará demasiado caliente, de modo que puede esperar. Desayunemos un poco. Sharpe tenía un hambre canina. Se sentó en la cama para comer y entre bocado y bocado hacía preguntas:
—¿Cuándo se marchó de…? ¿Cómo lo ha llamado, Florida?
—Mi madre murió cuando yo tenía dieciséis años. Papá nos había dejado mucho antes. No quería quedarme allí.
—¿Por qué no?
—¿Quedarme en Florida? —se estremeció al pensarlo—. No es más que un pantano caluroso lleno de serpientes, caimanes e indios.
—¿Y cómo vino aquí?
—En barco —respondió ella con una seria mirada en sus ojos grandes—. Era un camino demasiado largo para hacerlo nadando.
—¿Usted sola?
—Me trajo Gonzalo.
—¿Gonzalo?
—El hombre que murió.
—¿El hombre que iba a vender las cartas?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y ha estado trabajando con Gonzalo desde entonces?
Volvió a asentir.
—En Madrid, Sevilla y ahora aquí.
—¿Al mismo juego?
—¿Juego?
—¿Fingir ser de buena cuna, conseguir unas cartas y venderlas?
La mujer sonrió.
—Obtenemos mucho dinero, capitán Sharpe. Más de lo que podría soñar.
—Yo no necesito soñar, querida. Una vez robé las joyas de un rey indio.
—¿De modo que es rico? —preguntó ella con un brillo en los ojos.
—Lo perdí todo.
—Es usted un descuidado, capitán Sharpe.
—¿Y ahora qué hará sin Gonzalo?
Ella puso mala cara.
—No lo sé.
—¿Se quedará con Henry? ¿Será su amante?
—Él es muy bueno conmigo —dijo Caterina—, pero no creo que me lleve de vuelta a Londres. Y acabará regresando, ¿no es cierto?
—Regresará —confirmó Sharpe.
—Pues tendré que encontrar a otra persona —dijo—, pero no usted.
—¿Yo no?
—Alguien rico —respondió con una sonrisa.
—Y tiene que mantenerse alejada del padre Salvador Montseny —le dijo Sharpe.
Ella se estremeció de nuevo.
—¿De verdad es un asesino? ¿Un sacerdote?
—Es un hombre de lo más desagradable, querida. Y quiere sus cartas. La matará para conseguirlas.
—Pero usted también quiere mis cartas.
—Sí.
—Y Pumps dice que es usted un asesino.
—Lo soy.
Caterina pareció considerar su dilema un momento, luego señaló el baño con un gesto de la cabeza.
—Es hora de lavarse —dijo.
—¿Quiere que vuelva a entrar en esa habitación? —le preguntó Sharpe.
—Por supuesto que no. El baño es para usted. Apesta. Desnúdese, capitán Sharpe, yo le frotaré la espalda.
Sharpe era un buen soldado. Obedeció.
* * * *
—Me gusta Henry Wellesley —comentó Sharpe.
—A mí también —dijo Caterina—, pero es… —hizo una pausa mientras pensaba— serio.
—¿Serio?
—Triste. Su esposa le hizo daño. Pumps dice que no era hermosa.
—No puedes creerte todo lo que diga Pumps.
—Pero creo que tiene razón. Algunas mujeres no son hermosas y sin embargo vuelven locos a los hombres. Ella ha vuelto triste a Henry. ¿Vas a dormir?
—No —contestó Sharpe. La cama era la más cómoda que había probado nunca. Un colchón de plumas, sábanas de seda, almohadas grandes y Caterina—. Debo marcharme.
—El uniforme no está seco. —Ella se había empeñado en lavar el uniforme en el agua usada para el baño y la ropa estaba entonces apoyada en dos sillas frente al fuego.
—Hemos de marchamos —se corrigió Sharpe.
—¿Hemos?
—Montseny quiere encontrarte. Y para obtener las cartas te hará daño.
Ella lo pensó.
—Cuando murió Gonzalo —dijo—, vine aquí porque estaba asustada. Y porque éste es un lugar seguro.
—¿Crees que Pumps te protegerá?
—Nadie osaría entrar aquí. ¡Es la embajada!
—Montseny osará —afirmó Sharpe—. La puerta principal de la casa de lord Pumphrey no está vigilada, ¿verdad? Y si los criados ven a un sacerdote confiarán en él. Montseny puede entrar fácilmente. Yo lo hice.
—Pero, si me voy contigo, ¿cómo viviré? —preguntó.
—Igual que todo el mundo.
—Yo no soy todo el mundo —repuso ella con indignación—, ¿y acaso no me has dicho que vas a regresar a Lisboa en barco?
—Sí, pero tú estarás más segura en la Isla de León. Allí hay muchos soldados británicos para defenderte. También puedes venir a Lisboa conmigo. —Ella le recompensó la sugerencia con una sonrisa y el silencio—. Ya lo sé —siguió diciendo Sharpe—, no soy lo bastante rico. Dime, ¿por qué le has mentido a Henry?
—¿Mentirle? —abrió los ojos, grandes e inocentes.
—Cuando llegaste aquí, cariño, le dijiste que no tenías ninguna carta. Le dijiste que habías perdido las que Gonzalo no tenía. Mentiste.
—Pensé que quizá, si las cosas salían mal… —empezó a decir, y se encogió de hombros.
—¿Todavía tendrías algo que poder vender?
—¿Es algo malo?
—Pues claro que es malo —respondió Sharpe en tono severo—, aunque resulta de lo más prudente. ¿Cuánto quieres por ellas?
—Se te está chamuscando el uniforme —dijo. Salió de la cama y fue a darle la vuelta a la guerrera y los pantalones. Sharpe la observó. Era una belleza. «Vuelve locos a los hombres», pensó. Ella regresó a la cama y volvió a deslizarse a su lado.
—¿Cuánto? —le preguntó Sharpe.
—Gonzalo dijo que me conseguiría cuatrocientos dólares.
—Te estaba engañando —dijo Sharpe.
—No lo creo. Pumps dijo que no podía conseguir más de setecientos.
Sharpe tardó un momento en comprender lo que estaba diciendo.
—¿Lord Pumphrey dijo eso?
Ella asintió, muy seria.
—Dijo que podía ocultar el dinero en las cuentas. Diría que era para sobornos, pero que sólo podía ocultar setecientos.
—¿Y te daría eso por las cartas?
Ella volvió a asentir.
—Dijo que conseguiría setecientos dólares, se quedaría doscientos y me daría quinientos. Pero tendría que esperar, hasta que se encontraran las otras cartas. Dijo que las mías no serían valiosas hasta que no fueran las únicas.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Sharpe.
—Te has escandalizado —a Caterina le hacía gracia.
—Lo suponía honesto.
—¿Pumps? ¿Honesto? —se rió—. Me cuenta sus secretos. No debería hacerlo, pero él quiere saber los míos. Quiere saber lo que Henry dice sobre él, de modo que hago que me cuente cosas primero. ¡No es que Henry me cuente ningún secreto! De modo que le digo a Pumps lo que quiere oír. Me contó un secreto sobre ti.
—Yo no tengo secretos con lord Pumphrey —dijo Sharpe con indignación.
—Él tiene uno sobre ti —insistió ella—. ¿Una chica en Copenhague? ¿Llamada Ingrid?
—Astrid.
—Astrid, eso es. Pumps hizo que la mataran —dijo Caterina.
Sharpe se la quedó mirando.
—¿Que hizo qué? —preguntó al cabo de unos instantes.
—Astrid y su padre. Pumps hizo que les cortaran el cuello. Está muy orgulloso de ello. Me hizo prometer que no se lo diría a nadie.
—¿Mató a Astrid?
—Me dijo que ella y su padre sabían demasiados secretos que los franceses querrían averiguar y que no podía confiar en que mantuvieran la boca cerrada, por lo que les dijo que se fueran a Inglaterra y no quisieron, de modo que los hizo matar.
Habían pasado cuatro años desde que Sharpe estuvo en Copenhague durante la invasión del ejército británico. Él quiso quedarse en Dinamarca, abandonar el ejército y establecerse con Astrid, pero el padre de la muchacha había prohibido el matrimonio y ella era una chica obediente. Así pues, Sharpe abandonó el sueño y volvió a Inglaterra.
—Su padre solía mandar información a Gran Bretaña —explicó Sharpe—, pero se disgustó con nosotros cuando capturamos Copenhague.
—Pumps dice que estaba al tanto de muchos secretos.
—Así es.
—Ahora ya no sabe ninguno —dijo Caterina con crueldad—, y Astrid tampoco.
—Hijo de puta —dijo Sharpe, pensando en lord Pumphrey—, maldito hijo de puta.
—¡No debes hacerle daño! —exclamó Caterina con expresión seria—. Me gusta Pumps.
—Dile a Pumps que el precio de las cartas es de mil guineas.
—¡Mil guineas!
—En oro —dijo Sharpe—. Díselo, y dile que puede entregarte el dinero en la Isla de León.
—¿Por qué allí?
—Porque yo estaré allí —repuso Sharpe—, y tú también. Y mientras yo esté allí estarás a salvo de ese sacerdote asesino.
—¿Quieres que me marche de aquí? —preguntó ella.
—Tienes las cartas —dijo Sharpe—, ya es hora de que saques dinero de ellas. Si te quedas aquí será otro quien haga el negocio. Y lo más probable es que te maten para conseguir las cartas. De manera que dile a Pumps que quieres mil guineas y que si no te las da me contarás lo de Astrid.
—¿Estabas enamorado de ella?
—Sí —contestó Sharpe.
—¡Qué bonito!
—Dile a lord Pumphrey que si quiere seguir con vida tiene que pagarte mil guineas. Pide dos mil y quizá te las dé.
—¿Y si no paga?
—Le cortaré el cuello.
—Eres un hombre muy malo —le dijo ella al tiempo que le ponía el muslo izquierdo sobre las piernas.
—Ya lo sé.
Caterina se quedó pensando unos segundos y adoptó una expresión compungida.
—A Henry le gusta tenerme aquí. Se disgustará si me voy a la Isla de León.
—¿Te importa?
—No —escrutó el rostro de Sharpe—. ¿De verdad Pumps pagará mil guineas?
—Probablemente pagará más —contestó Sharpe, y le dio un beso en la nariz.
—¿Y tú qué quieres? —le preguntó ella.
—Lo que tú quieras darme.
—¡Ah, eso! —repuso.
* * * *
Zarpó toda la flota menos los faluchos españoles, que no pudieron vencer el embate de las terribles olas vestigio de la tormenta y que por lo tanto volvieron a la bahía perseguidos por las inútiles salpicaduras de las granadas de mortero francesas. Las embarcaciones británicas de mayor tamaño se abrieron paso por la mar gruesa y se dirigieron al sur, una multitud de velas bordeando Cádiz para desaparecer más allá de cabo de Trafalgar. El viento seguía soplando del oeste y al día siguiente los españoles se encontraron con un mar más propicio y las siguieron.
Al marcharse la mayor parte del ejército, San Fernando quedó vacía. Seguían presentes algunos batallones en la Isla de León, pero guarnecían las largas construcciones defensivas de la cala pantanosa que protegía la isla y la ciudad del ejército del mariscal Victor, aunque dicho ejército abandonó sus líneas de asedio dos días después de que zarparan los faluchos españoles. El mariscal Victor conocía perfectamente los planes de los aliados. El general Lapeña y el general Graham zarparían con sus tropas rumbo al sur y luego, tras desembarcar cerca de Gibraltar, marcharían hacia el norte para atacar las construcciones de asedio francesas. Victor no tenía ninguna intención de permitir que sus líneas fueran atacadas por la retaguardia. Llevó a gran parte de su ejército hacia el sur en busca de un lugar donde pudiera interceptar a las fuerzas británicas y españolas. Dejó algunos hombres vigilando las líneas francesas, al igual que los británicos habían dejado algunos protegiendo sus propias baterías. Cádiz aguardaba.
El viento cambió, tornándose en un frío viento del norte. La bahía de Cádiz estaba despoblada de barcos en su mayor parte, excepto por las pequeñas embarcaciones pesqueras y los buques prisión desprovistos de mástiles. Los fuertes franceses del Trocadero disparaban granadas de mortero con desgana, pues con la ausencia del mariscal Victor las guarniciones parecían haber perdido el entusiasmo. El viento siguió soplando obstinadamente del norte y los barcos no pudieron zarpar rumbo a Lisboa. Sharpe, de nuevo en la Isla de León, esperó.
Una semana después de que hubiera zarpado el último de los barcos aliados y un día después de que el mariscal Victor se hubiera alejado de las construcciones de asedio, Sharpe cogió prestados dos caballos del establo de sir Thomas Graham y cabalgó hacia el sur siguiendo la orilla, por donde el mar rompía blanco en la arena infinita. Lo habían invitado a montar por la playa e iba acompañado de Caterina.
—Baja los talones —le dijo ella—. Baja los talones y endereza la espalda. Montas como un campesino.
—Soy un campesino. Odio los caballos.
—A mí me encantan —dijo ella. Caterina montaba como un hombre, a horcajadas, tal como había aprendido a hacer en la América española—. Detesto montar a mujeriegas —le explicó. Llevaba pantalones, una chaqueta y un sombrero de ala ancha sujeto con un pañuelo—. No soporto el sol —dijo—. Te vuelve la piel correosa. ¡Deberías ver a las mujeres en Florida! Parecen caimanes. Si no llevara sombrero tendría un rostro como el tuyo.
—¿Estás diciendo que soy feo?
Ella se rió, rozó las espuelas contra los flancos de la yegua y viró para acercarse al agitado borde del mar. Los cascos de los caballos levantaban una espuma blanca allí donde las olas bullían en la playa. Dio la vuelta y se acercó a Sharpe con los ojos brillantes. Había llegado a San Fernando el día anterior, viajando en un coche alquilado de los establos que había a la entrada de la ciudad, cerca del Observatorio Real; detrás del coche tres mozos de cuadra llevaban caballos cargados con sus ropas, cosméticos y pelucas. Caterina había saludado a Sharpe con un beso recatado, luego señaló al cochero y a los mozos.
—Hay que pagarles —dijo con ligereza antes de entrar en la casa que Sharpe había alquilado. Había muchas casas vacías ahora que el ejército se había marchado. Sharpe pagó a los hombres y luego miró, compungido, las pocas monedas que le quedaban.
—¿El embajador se ha disgustado contigo? —le preguntó Sharpe a Caterina cuando se reunió con ella en la casa.
—Henry está callado. Siempre se vuelve silencioso cuando se disgusta. Pero le dije que tenía miedo de quedarme en Cádiz. ¡Qué casa más mona!
—¿Henry quería que te quedaras?
—Por supuesto que quería que me quedara. Pero yo insistí.
—¿Y lord Pumphrey?
—Dijo que traería el dinero. —Ella le brindó una sonrisa deslumbrante—. ¡Dos mil doscientas guineas!
El sargento Harper había observado la llegada de Caterina con un semblante inexpresivo.
—¿Ahora forma parte del personal, señor?
—Estará un tiempo con nosotros —respondió Sharpe.
—¡Qué sorpresa!
—Y si ese maldito sacerdote se asoma por aquí, mátelo.
Sharpe dudaba que Montseny se acercara siquiera a la Isla de León. El sacerdote había sido derrotado y si tenía un poco de sentido común abandonaría la lucha. Ahora, lo mejor que podía esperar su facción era que el mariscal Victor venciera al ejército aliado, pues entonces Cádiz caería inevitablemente y los políticos que habitaban sus muros desearían hacer la paz con Francia antes de que ocurriera el desastre.
Eso era asunto de otros. Sharpe montaba a caballo por una larga playa azotada por el mar. Al este quedaban las dunas de arena y, tras ellas, las marismas. Al oeste tenía el Atlántico y al sur, allí donde terminaba la playa en la desembocadura de un río, había soldados españoles con sus uniformes de color azul cielo. Desde el extremo más alejado de las marismas llegaba un retumbo de disparos, el sonido de los cañones franceses bombardeando las baterías británicas que protegían la Isla de León. El sonido era débil e intermitente como el de truenos distantes.
—Pareces contento —dijo Caterina.
—Lo estoy.
—¿Por qué?
—Porque esto está limpio —contestó Sharpe—. No me gustaba Cádiz. Demasiados callejones, demasiada oscuridad, demasiada traición.
—Pobre capitán Sharpe —se mofó ella con una sonrisa radiante—. ¿No te gustan las ciudades?
—No me gustan los políticos. Todos esos malditos abogados aceptando sobornos y pronunciando discursos pomposos. Lo que va a ganar la guerra es eso de ahí —movió la cabeza para indicar el lugar donde los soldados de casaca azul trabajaban en el agua poco profunda. Había dos faluchos anclados en la desembocadura del río y unas chalupas transportaban a los soldados hasta la playa. Los faluchos iban cargados hasta los topes de vigas de madera, anclas y cadenas, y montones de tablones, los materiales necesarios para hacer un puente de botes. No eran pontones propiamente dichos, pero las chalupas servirían y el puente resultante sería estrecho aunque, debidamente anclado, resultaría bastante seguro.
El capitán Galiana se contaba entre los oficiales. Fue Galiana quien había invitado a Sharpe al extremo de la playa y entonces se adelantó a caballo para saludar al fusilero.
—¿Qué tal su cabeza, capitán?
—Va mejorando. Ya no me duele tanto como antes. Es el vinagre, que la cura. ¿Me permite que le presente a la señorita Caterina Blázquez? Capitán Fernando Galiana.
Si Galiana se sorprendió por el hecho de que una joven no tuviera acompañante, lo ocultó, haciendo en cambio una reverencia y dirigiéndole una sonrisa cordial a Caterina.
—Lo que estamos haciendo —explicó en respuesta a la primera pregunta que le hizo ella— es construir un puente y protegerlo con un fuerte en la otra orilla.
—¿Por qué? —preguntó Caterina.
—Porque si el general Lapeña y sir Thomas no consiguen llegar a las construcciones de asedio francesas, señorita, necesitarán un puente para regresar ala ciudad. Confío en que el puente no sea necesario, pero el general Lapeña consideró prudente hacerlo. —Galiana le dirigió una mirada atribulada a Sharpe, como si deplorara semejante derrotismo.
Caterina consideró la respuesta de Galiana.
—Pero si pueden construir un puente, capitán, ¿por qué llevar el ejército hacia el sur en barco? —preguntó—. ¿Por qué no cruzar aquí y atacar a los franceses?
—Porque éste, señorita, no es un buen lugar para combatir. Si se cruza el puente, aquí no encuentras nada más que playa delante y una cala a la izquierda. Si cruzamos por aquí los franceses nos atraparían en la playa. Sería una matanza.
—Navegaron hacia el sur —le explicó Sharpe—, para así poder marchar tierra adentro y atacar a los franceses por la retaguardia.
—¿Y lamentas no estar con ellos? —le preguntó Caterina a Sharpe. Había percibido un deje de envidia en su voz.
—¡Ojalá estuviera allí! —dijo Sharpe.
—Ojalá estuviera yo también —intervino Galiana.
—Hay un regimiento en el ejército francés —dijo Sharpe— con el que tengo una cuenta pendiente. El 8.º regimiento de línea. Quiero volver a encontrármelos.
—Quizá lo haga —dijo Galiana.
—No, estoy en el lugar equivocado —repuso Sharpe con amargura.
—Pero el ejército avanzará desde allí —Galiana señaló tierra adentro— y los franceses marcharán para enfrentarse a él. Creo que un hombre resuelto podría cabalgar rodeando el ejército francés y reunirse con nuestras fuerzas. Un hombre resuelto que, supongamos, conozca el terreno.
—Que es usted —dijo Sharpe—, no yo.
—Yo conozco el terreno —dijo Galiana—, pero quienquiera que esté al mando del fuerte tendrá órdenes de evitar que crucen el puente tropas españolas no autorizadas. —Hizo una pausa mirando a Sharpe—. Sin embargo, no tendrán órdenes de detener a los ingleses.
—¿Cuántos días tardarán en llegar? —preguntó Sharpe.
—¿Tres? ¿Cuatro?
—Tengo órdenes de embarcar rumbo a Lisboa.
—Ahora no va a zarpar ningún barco hacia Lisboa —le dijo Galiana con seguridad.
—Podría cambiar el viento —dijo Sharpe.
—No tiene nada que ver con el viento —replicó Galiana—, sino con la posibilidad de que el general Lapeña resulte derrotado.
Por lo que Sharpe había oído, todo el mundo esperaba que Lapeña, Doña Manolito, recibiera una paliza a manos de Victor.
—¿Y si resulta vencido? —preguntó en tono apagado.
—Entonces querrán que todas las embarcaciones disponibles se preparen para evacuar la ciudad —respondió Galiana—, por cuyo motivo no se permitirá que salga ningún barco hasta que se haya decidido la situación.
—¿Y usted espera una derrota? —le preguntó Sharpe crudamente.
—Lo que yo espero es que usted me pague el favor que me debe —contestó Galiana.
—¿Llevándolo al otro lado del puente?
Galiana sonrió.
—Éste es el favor, capitán Sharpe. Lléveme al otro lado del puente.
Y Sharpe pensó que aún podría ser que volviera a encontrarse con el coronel Vandal.