CAPÍTULO 3

Dos hombres altos caminaban uno junto a otro por las murallas de Cádiz. Eran unas defensas enormes que rodeaban la ciudad para protegerla de los enemigos y del mar. La banqueta que daba a la bahía era ancha, tanto que cabrían en ella tres carruajes con sus respectivos caballos, uno al lado de otro, y aunque era un lugar que la gente frecuentaba cuando quería tomar el aire, nadie molestó a los dos hombres. Tres de los criados más altos iban delante para apartar a la multitud, tres más caminaban a ambos lados y aún iban algunos más detrás para evitar que cualquier desconocido molestara a su amo.

El hombre de más estatura, un hombre sumamente alto, vestía el uniforme de almirante español. Un uniforme con medias de seda blancas, bombachos rojos hasta las rodillas, fajín rojo y una casaca de color azul oscuro con un elaborado cuello rojo ribeteado con galón dorado. Su espada recta estaba envainada en una funda de piel de pescado negra y tenía una empuñadura de oro. El hombre presentaba un semblante demacrado, distinguido y distante, un rostro grabado por el dolor y endurecido por la decepción. Al almirante le faltaban la pantorrilla y el pie izquierdos, de modo que tenía la parte inferior de la pierna hecha de ébano, igual que el bastón con puño de oro con el que se ayudaba al andar.

Su compañero no era otro que el padre Salvador Montseny. El sacerdote llevaba sotana y un crucifijo de plata colgando sobre su pecho. El almirante había sido su compañero de presidio en Inglaterra después de Trafalgar y en ocasiones, cuando no querían que la gente de su entorno los entendiera, hablaban en inglés entre ellos. Aquel día no era así.

—Entonces, ¿la chica se confesó con usted? —preguntó el almirante, divertido.

—Se confiesa una vez al año —dijo Montseny—, el día de su onomástica. El trece de enero.

—¿Se llama Verónica?

—Caterina Verónica Blázquez —contestó Montseny—, y Dios la condujo hasta mí. Aquel día había otros siete sacerdotes confesando en la catedral, pero ella fue guiada hacia mí.

—De modo que mató a su chulo y luego al inglés y a sus sirvientes. Confío en que Dios le perdone por eso, padre.

Montseny no tenía ninguna duda sobre las opiniones de Dios.

—Lo que Dios quiere, mi señor, es una España santa y poderosa. Quiere nuestra bandera desplegada por toda Sudamérica, quiere un rey católico en Madrid y quiere que su gloria se refleje en nuestro pueblo. Yo hago el trabajo de Dios.

—¿Disfruta haciéndolo?

—Sí.

—Bien —dijo el almirante, y se detuvo junto a un cañón encarado ala bahía—. Necesito más dinero —anunció.

—Lo tendrá, mi señor.

—Dinero —repitió el almirante en tono de repugnancia. Era el marqués de Cárdenas. Nació para tener dinero y había hecho más, pero nunca había suficiente. Dio unos golpecitos en el cañón con la punta de su bastón—. Necesito dinero para sobornos —dijo agriamente— porque estos hombres no tienen coraje. Son abogados, padre. Abogados y políticos. Son escoria. —La escoria de la que hablaba el almirante eran los diputados a Cortes, el parlamento español que ahora se reunía en Cádiz, donde su principal cometido era elaborar una nueva constitución para España. Algunas personas, los liberales, querían una España gobernada por las Cortes, una España en la que los ciudadanos pudieran opinar sobre su propio destino, y como dichas personas hablaban de libertad y democracia el almirante los odiaba. Él quería una España como la de antes, una España dirigida por el rey y la Iglesia, una España consagrada a Dios y a la gloria. Él quería una España libre de extranjeros, una España sin franceses ni británicos, y para conseguirlo tendría que sobornar a los miembros de las Cortes y hacerle una oferta al emperador francés. La oferta diría: Dejad España y os ayudaremos a derrotar a los británicos en Portugal. El almirante sabía que los franceses aceptarían la oferta porque Napoleón estaba desesperado y quería terminar con la guerra en España. A ojos del mundo parecía que los franceses habían ganado. Habían ocupado Madrid y tomado Sevilla, por lo que ahora el gobierno español, si se le podía llamar gobierno, se aferraba al borde del territorio en Cádiz. No obstante, retener España implicaba mantener a cientos de miles de franceses en fortalezas, y siempre que dichos soldados salían de sus murallas eran hostigados por los guerrilleros. Si Bonaparte podía hacer las paces con un gobierno español bien dispuesto, dichas guarniciones quedarían libres para combatir en otros frentes.

—¿Cuánto dinero necesita? —preguntó Montseny.

—Con diez mil dólares puedo comprar las Cortes —respondió el almirante. Se quedó mirando una fragata británica que pasó navegando frente al extremo del largo malecón que protegía el puerto de Cádiz del Atlántico abierto. Vio la gran enseña que ondeaba en la popa de la fragata y lo invadió un sentimiento de odio. Él había observado cómo las naves de Nelson navegaban hacia él desde el cabo Trafalgar. Había respirado el humo de la pólvora y oído los gritos de los hombres que morían a bordo de su barco. Fue derribado por un pedazo de metralla que le destrozó la pierna izquierda, pero el almirante permaneció firme en el alcázar, gritándoles a sus hombres que lucharan, que mataran, que resistieran. Entonces vio que una multitud de marineros británicos, feos como monos, irrumpían a gritos en su cubierta, y lloró amargamente cuando la enseña española fue arriada y se izó la bandera británica. Rindió su espada y luego fue recluido como prisionero en Inglaterra, y ahora era el almirante cojo de un país roto que no tenía flota de guerra. Detestaba a los británicos—. Pero los ingleses nunca pagarán diez mil dólares por las cartas —dijo sin dejar de mirar la fragata.

—Creo que pagarán bastante dinero si los asustamos —repuso el padre Montseny.

—¿Cómo?

—Publicaré una de las cartas. La cambiaré, por supuesto. Y la amenaza implícita será que las publicaremos todas. —El padre Montseny hizo una pausa para dar tiempo a que el almirante pusiera objeciones a su propuesta; sin embargo, el almirante permaneció en silencio—. Necesito un escritor para que haga los cambios pertinentes —siguió diciendo Montseny.

—¿Un escritor? —preguntó el almirante en tono agrio—. ¿No puede efectuar los cambios usted mismo?

—Puedo —respondió Montseny—, pero cuando las cartas se hayan cambiado los ingleses declararán que son falsas. No podemos mostrar las originales a nadie porque éstas demostrarán que los ingleses tienen razón. De modo que debemos hacer copias nuevas, en inglés, escritas por un inglés, de ese modo aseguraremos que son las originales. Necesito un hombre que pueda escribir en perfecto inglés. Mi inglés es bueno, pero no lo suficiente. —Toqueteó el crucifijo, pensando—. Las cartas nuevas sólo tienen que convencer a las Cortes, y la mayoría de los diputados querrán creerlas, pero aun así los cambios han de ser convincentes. La gramática, la ortografía, deben ser precisas. Así pues, necesito un escribiente que pueda conseguirlo.

El almirante le quitó importancia con un ademán.

—Conozco a un hombre. Una criatura horrible. Sin embargo, escribe bien y le apasionan los libros ingleses. Lo hará, pero ¿cómo publicará usted las cartas?

El Correo de Cádiz —dijo el padre Montseny, nombrando el único periódico que se oponía a los liberales—. Publicaré una carta y en ella diré que los ingleses planean tomar Cádiz y convertirla en un segundo Gibraltar. Los ingleses lo negarán, por supuesto, pero nosotros tendremos otra carta con una firma falsificada.

—Harán algo más que negarlo —afirmó el almirante con rotundidad—, ¡convencerán a la Regencia para que cierre el periódico! —La Regencia era el consejo que gobernaba lo que quedaba de España, y gobernaba con la ayuda del oro británico, motivo por el cual sus miembros se mostraban ansiosos por mantener la cordialidad con los británicos. No obstante, una nueva constitución podía suponer una nueva Regencia, una que el almirante podía dirigir.

—La Regencia no podrá hacer nada si la carta está sin firmar —señaló Montseny con sequedad—. Los ingleses no se atreverán a reconocer su autoría, ¿verdad? Y los rumores nos pueden venir bien. En cuestión de un día todo Cádiz sabrá que su embajador escribió la carta.

Las cartas las había escrito el embajador británico en España y eran una patética profusión de palabras de amor. Incluso había una propuesta de matrimonio en una de ellas, una propuesta hecha a una chica, a una prostituta llamada Caterina Verónica Blázquez. Era una prostituta cara, seguro, pero una prostituta al fin y al cabo.

—El dueño del Correo es un hombre llamado Núñez, ¿no? —preguntó el almirante.

—Así es.

—¿Y publicará la carta?

—Ser sacerdote tiene una ventaja —dijo Montseny—. Los secretos del confesionario son sagrados, por supuesto, pero los cotilleos persisten. Los curas hablamos, mi señor, y yo sé cosas de Núñez que él no quiere que el mundo sepa. La publicará.

—Suponga que los ingleses intentan destruir el periódico —sugirió el almirante.

—Probablemente lo harán —afirmó Montseny sin darle importancia—, pero por una pequeña suma de dinero puedo convertir el edificio en una fortaleza y sus hombres pueden ayudar a protegerla. Entonces los británicos se verán obligados a comprar las cartas restantes. Estoy seguro de que, en cuanto hayamos publicado una, pagarán con generosidad.

—Los hombres se convierten en idiotas rematados con las mujeres —comentó el almirante. Sacó un largo cigarro negro del bolsillo y arrancó la punta con los dientes. Y se quedó allí plantado, esperando hasta que un par de niños pequeños vieron el cigarro y se acercaron corriendo. Cada uno de ellos llevaba un trozo de gruesa cuerda de lino que ardía por un extremo. El almirante señaló a uno de los chicos, que golpeó la cuerda dos veces contra el suelo para reavivar el fuego y luego la sostuvo para que el almirante se encendiera el cigarro. Con un movimiento de la mano le indicó que se dirigiera a los hombres que lo seguían y uno de ellos le lanzó una moneda—. Sería mejor —dijo el almirante— si poseyéramos tanto las cartas como el oro. —Observó la fragata británica que en aquellos momentos se encontraba cerca de los escollos situados frente al bastión de San Felipe y rezó para que la nave encallara. Quería ver cómo sus mástiles se inclinaban hacia delante, cómo el casco golpeaba contra las rocas, deseaba ver el barco escorado y hundiéndose y quería ver a sus marineros luchando por mantenerse a flote en la mar agitada; sin embargo, el barco rebasó el peligro serenamente, claro está.

—Sería mejor —dijo el padre Montseny— hacernos con el oro inglés y publicar las cartas.

—Sería una traición, por supuesto —señaló el almirante en tono suave.

—Dios quiere que España vuelva a ser grande, mi señor —afirmó Montseny con fervor—. Nunca es una traición hacer el trabajo de Dios.

El súbito retumbo de un cañón resonó monótono por la bahía y los dos hombres se volvieron a mirar una distante nube de humo blanco. Provenía de uno de los gigantescos morteros que los franceses habían emplazado en sus fuertes de la península del Trocadero y el almirante esperó que la granada se dirigiera contra la fragata británica. En cambio, el proyectil cayó en los muelles de la ciudad, a menos de un kilómetro al este. El almirante esperó a que la granada estallara y dio unas chupadas a su cigarro.

—Si publicamos las cartas —dijo—, las Cortes se volverán en contra de los británicos. Los sobornos asegurarán que así sea, y entonces podremos abordar a los franceses. ¿Estará dispuesto a ir a su encuentro?

—Muy dispuesto, mi señor.

—Le daré una carta de presentación, por supuesto. —El almirante ya había hecho sus propuestas a París. Había resultado fácil. Era bien sabido que odiaba a los británicos y había hablado con él un agente francés en Cádiz, pero la respuesta del emperador fue simple. Si ganaba la votación en las Cortes el rey de España, que en aquellos momentos se hallaba prisionero en Francia, les sería devuelto. Francia proclamaría la paz y España sería libre. Lo único que los franceses pedían a cambio era el derecho a mandar tropas por los caminos españoles para completar la conquista de Portugal y, de este modo, expulsar al ejército británico de lord Wellington hacia el mar. Como garantía de su buena voluntad, los franceses habían dado órdenes para que no se saquearan las propiedades del almirante en el Guadiana y ahora, a cambio, el almirante debía ganar la votación y romper así la alianza con Gran Bretaña—. En verano, padre —dijo.

—¿En verano?

—Se hará. Tendremos a nuestro rey. Seremos libres.

—Bajo el mandato de Dios.

—Bajo el mandato de Dios —asintió el almirante—. Consiga el dinero, padre, y haga quedar en ridículo a los ingleses.

—Es la voluntad de Dios —dijo Montseny—, de manera que así será.

Y entonces los británicos se irían al infierno.

* * * *

Todo resultó fácil tras el disparo que abatió a Sharpe.

El bote se deslizó por el Guadiana, que no dejaba de ensancharse, y penetró en la noche. Una luna brumosa plateaba las montañas e iluminaba el largo curso de agua que temblaba con el viento suave. Sharpe yacía inconsciente en el pantoque del bote, con la cabeza rota, ensangrentada y vendada, y el general de brigada, sentado en la popa con la pierna entablillada y las manos en los guardines del timón, se preguntó qué debía hacer. El amanecer los sorprendió entre colinas bajas sin una sola vivienda a la vista. Garzas y garcetas acechaban en busca de comida a la orilla del río.

—Necesita un médico, señor —dijo Harper, y el general percibió la angustia en la voz del irlandés—. Se está muriendo, señor.

—Respira, ¿no es verdad? —preguntó el general.

—Sí, señor —respondió Harper—, pero necesita un médico, señor.

—¡Santo Dios encarnado, hombre, yo no soy mago! No puedo encontrar un médico en un páramo, ¿o sí? —El brigadier sentía dolor y habló con más aspereza de lo que era su intención. Vio la expresión de hostilidad en el rostro de Harper y sintió una punzada de miedo. Sir Barnaby Moon se consideraba un buen oficial, pero no se sentía cómodo tratando con la tropa—. Si llegamos a una ciudad —dijo, intentando calmar al fornido sargento— buscaremos a un médico.

—Sí, señor. Gracias, señor.

El general de brigada esperaba que encontraran una ciudad. Necesitaban comida y un médico que pudiera examinarle la pierna rota en la que sentía un dolor punzante de mil demonios.

—¡Remen! —les espetó a los soldados, pero no les sirvió de mucho. Las palas pintadas chocaban con cada golpe de remo y cuanto más remaban los soldados, menos parecían avanzar, y el general se dio cuenta de que estaban luchando contra la marea que subía. Debían de encontrarse a kilómetros del mar, y aun así la marea fluía contra ellos y seguía sin aparecer ningún pueblo o ciudad a la vista.

—¡Su señoría! —gritó el sargento Noolan desde la proa, y el general vio que había surgido otro bote por un recodo del ancho río. Era un bote de remos, aproximadamente del mismo tamaño que la lancha que ellos habían requisado, y estaba atestado de hombres que sabían cómo utilizar los remos, aparte de otros hombres armados con mosquetes, por lo que el general tiró del timón para encarar el bote hacia la orilla portuguesa.

—¡Remen! —gritó, y soltó una maldición cuando los remos volvieron a enredarse—. ¡Dios Santo! —exclamó, pues el bote desconocido se acercaba rápidamente. Su tripulación era experta, por lo que el bote avanzaba por las aguas de creciente y el general de brigada Moon maldijo por segunda vez, tras lo cual el comandante de la embarcación que se aproximaba se puso en pie y lo saludó.

El grito fue proferido en inglés. El oficial al mando del bote ostentaba el azul de la armada y provenía de un balandro británico que patrullaba el largo tramo del Guadiana con régimen de marea. El balandro los rescató, alzaron a Sharpe del pantoque, les dieron de comer a todos y los condujeron hacia el mar, donde fueron transportados en un bote de remos hasta el navío de su majestad, el Thornside, una fragata de treinta y seis cañones; Sharpe permaneció ajeno a todo aquel movimiento. Para él sólo existía el dolor.

Dolor y oscuridad, y un crujido que hizo que Sharpe soñara que volvía estar a bordo del barco de su majestad, el Pucelle, navegando incesantemente por el océano Índico, y que lady Grace estaba con él, y en su delirio volvió a ser feliz, pero entonces se despertó a medias, supo que ella estaba muerta y tuvo ganas de llorar. Los crujidos persistían, el mundo se balanceaba y había dolor, negrura, un repentino fogonazo de una terrible brillantez y de nuevo la oscuridad.

—Me parece que ha parpadeado —dijo una voz.

Sharpe abrió los ojos y la cabeza le dolió como si tuviera brasas al rojo en ella.

—¡Dios mío! —exclamó entre dientes.

—No, señor, soy yo, Patrick Harper, señor. —El sargento se inclinó sobre él. Había un techo de madera parcialmente iluminado por unos estrechos haces de luz del sol que penetraban por un pequeño enrejado. Sharpe cerró los ojos—. ¿Sigue aquí, señor? —preguntó Harper.

—¿Dónde estoy?

—En el barco de su majestad, el Thornside, señor. Una fragata, señor.

—¡Dios Santo! —gimió Sharpe.

—Ha recibido unas cuantas plegarias durante este último día y medio, ya lo creo.

—Tome —ordenó otra voz. Una mano pasó por debajo de sus hombros y lo alzó, de manera que el dolor pareció atravesarle la cabeza como un cuchillo y Sharpe soltó un grito ahogado—. Bébase esto —dijo la voz.

El líquido era amargo y Sharpe se atragantó con él, pero fuera lo que fuese lo hizo dormir y volvió a soñar, y volvió a despertarse, y en aquella ocasión era de noche y fuera, en el pasillo al que daba su diminuto camarote, un farol que se balanceaba con el vaivén del barco hizo que las sombras recorrieran a toda velocidad las paredes de lona y eso lo mareó.

Volvió a dormirse, consciente a medias de los sonidos de una embarcación, de los pies descalzos sobre las tablas de arriba, del crujido de un millar de cuadernas, de la acometida del agua y del intermitente son de la campana. Se despertó poco después de amanecer y descubrió que tenía la cabeza envuelta con unas vendas gruesas. El dolor seguía horadándole el cerebro pero no era tan intenso, de modo que bajó los pies de la litera y se mareó de inmediato. Se sentó en el oscilante borde del catre con la cabeza entre las manos. Tenía ganas de vomitar, pero no tenía más que bilis en el estómago. Sus botas estaban en el suelo, en tanto que su uniforme, su rifle y su espada se balanceaban colgados de una percha de madera en la puerta. Cerró los ojos. Se acordó del coronel Vandal disparando el mosquete. Pensó en Jack Bullen, el pobre Jack Bullen.

La puerta se abrió.

—¿Qué diablos está haciendo? —le preguntó Harper alegremente.

—Quiero subir a cubierta.

—El cirujano dice que debe descansar.

Sharpe le dijo a Harper lo que podía hacer el cirujano.

—Ayúdeme a vestirme —le dijo. No se molestó con las botas ni con la espada, simplemente se puso sus pantalones de peto de la caballería francesa y su casaca verde raída, se apoyó en el fuerte brazo de Harper y salieron los dos del camarote. El sargento empujó a Sharpe por una empinada escalera de cámara, subieron a la cubierta de la fragata y allí Sharpe se aferró a la red de los coyes.

Soplaba un viento fresco que resultaba agradable. Sharpe vio que la fragata se deslizaba por delante de una costa llana y pálida salpicada de torres de vigilancia.

—Le traeré una silla, señor —dijo Harper.

—No necesito una silla —repuso Sharpe—. ¿Dónde están los hombres?

—Se han acomodado todos delante, señor.

—No va debidamente vestido, Sharpe —les interrumpió una voz y, al volver la cabeza, Sharpe vio al general de brigada Moon entronizado cerca del timón de la fragata. Se hallaba sentado en una silla con la pierna entablillada apoyada en un cañón—. No lleva puestas las botas —observó el general de brigada.

—Es mucho mejor ir descalzo en cubierta —declaró una voz jovial—. De todos modos, ¿qué hace usted descalzo? Di órdenes de que debía permanecer abajo. —Un hombre regordete con ropa de civil le sonrió a Sharpe—. Soy Jethro McCann, cirujano de este cascarón —se presentó y sostuvo un puño cerrado en alto—. ¿Cuántos dedos le estoy mostrando?

—Ninguno.

—¿Y ahora?

—Dos.

—Los Deshollinadores saben contar —dijo McCann—. Estoy impresionado. —Los Deshollinadores eran los fusileros, así llamados porque sus uniformes de color verde oscuro a menudo parecían negros como los harapos de un deshollinador de chimeneas—. ¿Puede caminar? —le preguntó McCann, y Sharpe logró dar unos cuantos pasos antes de que una ráfaga de viento sacudiera la fragata y lo mandara de nuevo contra la red de los coyes—. Camina bastante bien —dijo McCann—. ¿Le duele?

—Está mejorando —mintió Sharpe.

—Es usted un cabrón con suerte, señor Sharpe, y perdone que se lo diga. Con una suerte bárbara. Lo alcanzó una bala de mosquete. El proyectil le dio de refilón, motivo por el cual sigue usted aquí, pero le hundió una parte del cráneo. Yo se la volví a poner en su sitio. —McCann sonrió con orgullo.

—¿La volvió a poner en su sitio? —preguntó Sharpe.

—Sí, bueno, no es difícil —dijo el cirujano con ligereza—, no es más difícil que ensamblar una junta a bisel. —En realidad había resultado terriblemente difícil. El doctor había tenido que trabajar durante una hora y media bajo la inadecuada luz de un farol mientras tiraba de la cuña de hueso con una sonda y unos fórceps. Los dedos le resbalaban con la sangre y el limo y había llegado a pensar que nunca lograría liberar el hueso sin dañar el tejido cerebral, pero finalmente había conseguido sujetar el borde astillado y volver a poner el trozo en su sitio—. Y aquí está —siguió diciendo McCann—, tan vivo y ligero como si tuviera dos años. Y la buena noticia es que tiene cerebro —percibió el desconcierto de Sharpe y asintió enérgicamente con la cabeza—. ¡Lo tiene! ¡En serio! Lo vi con mis propios ojos, desmintiendo así la terca opinión de la armada de que los soldados no tienen absolutamente nada en la cabeza. Escribiré un artículo para el Review. ¡Seré famoso! Se ha descubierto un soldado con cerebro.

Sharpe intentó sonreír fingiendo que le hacía gracia, pero sólo consiguió hacer una mueca. Se llevó la mano al vendaje.

—¿Se irá el dolor?

—Poco sabemos sobre las heridas en la cabeza —explicó McCann—, salvo que sangran mucho; sin embargo, en mi opinión profesional, señor Sharpe, o se caerá muerto o quedará como nuevo.

—Es un consuelo —dijo Sharpe. Se sentó en un cañón y miró la lejana tierra por debajo de las distantes nubes—. ¿Cuánto falta para llegar a Lisboa?

—¿A Lisboa? ¡Navegamos rumbo a Cádiz!

—¿A Cádiz?

—Es nuestro emplazamiento —dijo McCann—, pero enseguida encontrará un barco que vaya a Lisboa. ¡Ah! El capitán Pullifer está en cubierta. Póngase derecho.

El capitán era un hombre enjuto, de rostro estrecho y aspecto adusto, con planta de espantapájaros, y Sharpe se fijó en que iba descalzo. De hecho, de no haber sido por la capa de sal incrustada en su gabán, Sharpe podría haber confundido a Pullifer con un marinero común y corriente. El capitán habló brevemente con el general de brigada, caminó por cubierta a grandes zancadas y se presentó a Sharpe.

—Me alegra que este en pie —le dijo con aire taciturno. Tenía un cerrado acento de Devon.

—A mí también, señor.

—Lo llevaremos a Cádiz en un santiamén y, allí, un médico como Dios manda podrá mirarle la cabeza. McCann, si quiere robarme el café lo encontrará en la mesa del camarote.

—Sí, señor —repuso el doctor. Resultó evidente que a McCann le hizo gracia el insulto de su capitán, cosa que a Sharpe le sugirió que Pullifer no era la fiera adusta que aparentaba.

—¿Puede andar, Sharpe? —le preguntó el capitán con brusquedad.

—Parece que estoy bien, señor —contestó Sharpe, y Pullifer sacudió la cabeza para indicarle al fusilero que debía ir con él a la barandilla de popa. Moon miró a Sharpe al pasar.

—Anoche cené con su general de brigada —dijo Pullifer cuando se quedó a solas con Sharpe bajo la gran mesana. Hizo una pausa, pero Sharpe no dijo nada—. Y esta mañana he hablado con su sargento —prosiguió Pullifer—. Es extraño cómo difieren las historias, ¿verdad?

—¿Difieren, señor?

Pullifer, que tenía la mirada fija en la estela del Thornside, se volvió a mirar a Sharpe.

—Moon dice que todo fue culpa suya.

—¿Que dice qué? —Sharpe no estaba seguro de haberlo oído bien. Tenía la cabeza llena de un dolor pulsátil.

Probó a cerrar los ojos, pero como no sirvió de nada volvió a abrirlos.

—Dice que se le ordenó volar un puente, pero que usted escondió la pólvora bajo el equipaje de las mujeres, lo cual va en contra de las reglas de la guerra, y que luego se entretuvo y los franchutes tomaron ventaja, y que él acabó con un caballo muerto, una pierna rota y sin sable. Y según dice, el sable era de lo mejor de Bennett.

Sharpe no dijo nada, se limitó a quedarse mirando un pájaro blanco que volaba casi rozando la superficie recortada del agua.

—Infringió las normas de la guerra —dijo Pullifer agriamente—, pero, que yo sepa, la única norma en la maldita guerra es ganar. Voló el puente, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Aunque perdió uno de los mejores sables de Bennett —Pullifer parecía divertido—, de modo que esta mañana su general de brigada me pidió prestado papel y pluma para escribirle un informe a lord Wellington. Llenará la carta de ponzoña contra usted. Se preguntará por qué se lo estoy contando, ¿no?

—Me alegro de que me lo cuente —dijo Sharpe.

—Porque usted es como yo, Sharpe. Usted salió del escobén. Yo empecé como marinero ala fuerza. Tenía quince años y me había pasado ocho pescando caballa frente a las costas de Dawlish. De eso hace treinta años. No sabía leer ni escribir y no distinguía un sextante de un trasero, sin embargo ahora soy capitán.

—Salido del escobén —dijo Sharpe, deleitándose con el argot de la marina para designar a un soldado que ha ascendido de la tropa a la oficialía—. Pero nunca dejan que se le olvide, ¿verdad?

—En la armada no es tan malo —afirmó Pullifer a regañadientes—. Valoran más el arte de la navegación que la alcurnia. No obstante, treinta años en el mar te enseñan un par de cosas sobre los hombres, y tengo la sensación de que su sargento decía la verdad.

—Puede apostar a que sí —repuso Sharpe con vehemencia.

—Así pues le estoy advirtiendo, nada más. Yo que usted escribiría mi propio informe y enturbiaría un poco las aguas. —Pullifer levanto la vista a las velas, no encontró nada que criticar y se encogió de hombros—. Vamos a recibir unas cuartas descargas de mortero al entrar en Cádiz, pero todavía no nos han alcanzado nunca.

Por la tarde el viento del oeste amainó y el Thornside aminoró la marcha y se bamboleó en las largas olas del Atlántico. Cádiz apareció lentamente a la vista, una ciudad de brillantes torres blancas que parecían flotar en el océano. Al atardecer el viento se había convertido en un suspiro que sólo agitaba las velas de la fragata y Pullifer se contentó con esperar hasta la mañana siguiente para acercarse. Una gran embarcación mercante que se hallaba mucho más próxima a tierra entraba deslizándose en el puerto con el último aliento del viento. Pullifer la observó a través de un gran catalejo.

—Es el Santa Catalina —anunció—. Lo vimos en las Azores hace un año —plegó el catalejo—. Espero que tenga más viento que nosotros. De lo contrario nunca llegará a la zona sur del puerto.

—¿Eso importa? —preguntó Sharpe.

—Los malditos franchutes la utilizarán para hacer prácticas de tiro.

Por lo visto el capitán estaba en lo cierto, pues en cuanto oscureció Sharpe oyó el sonido amortiguado de unos cañones pesados que atronaban en la distancia. Eran los morteros franceses que disparaban desde tierra y Sharpe observó sus monstruosos fogonazos desde el castillo de proa del Thornside. Cada fogonazo era como un relámpago difuso que perfilaba un kilómetro y medio de costa y desaparecía en un latido, una brillantez repentina que se confundía en la humareda que persistía bajo las estrellas. Un marinero interpretaba una triste melodía al violín y un pequeño haz de luz de un farol salía por la escalera de cámara del camarote de popa, donde el general de brigada se encontraba cenando otra vez con el capitán Pullifer.

—¿No le han invitado, señor? —le preguntó Harper.

Los fusileros de Sharpe y los Connaught Rangers estaban repantigados en torno a un nueve libras de largo cañón que había en el castillo de proa.

—Me invitaron —dijo Sharpe—, pero el capitán consideró que estaría más a gusto comiendo en la sala de oficiales.

—Aquí arriba hicieron budín de ciruelas —dijo Harper.

—Estaba bueno —añadió Harris—, muy bueno.

—Nosotros hemos comido lo mismo.

—A veces pienso que debería haberme enrolado en la marina —comentó Harper.

—¿Ah sí? —Sharpe estaba sorprendido.

—Budín de ciruelas y ron.

—Pero no muchas mujeres.

—Eso es cierto.

—¿Cómo tiene la cabeza, señor? —le preguntó Daniel Hagman.

—Sigue en su sitio, Dan.

—¿Le duele?

—Duele —admitió Sharpe.

—Vinagre y papel de estraza, señor —dijo Hagman con seriedad—. Siempre funciona.

—Yo tenía un tío que recibió un golpe en la cabeza —explicó Harper. Aquel hombre del Ulster poseía un repertorio inagotable de familiares que habían sufrido las más variadas desgracias—. Lo embistió una cabra, eso fue, ¡y se podría haber llenado el Lough Cockatrillen con su sangre! Por Dios que había sangre por todas partes. ¡Mi tía creía que estaba muerto!

Sharpe, al igual que los fusileros y los Rangers, esperó.

—¿Y lo estaba? —preguntó al cabo.

—¡No, por Dios! Aquella noche ya volvía a estar ordeñando las vacas, aunque la pobre cabra ya no volvió a ser la misma. Bueno, ¿y qué vamos a hacer en Cádiz, señor?

Sharpe se encogió de hombros.

—Tomar un barco rumbo a Lisboa. Debe de haber docenas de barcos que vayan a Lisboa. —Se dio la vuelta cuando dos estallidos llegaron a sus oídos por encima del agua, pero no había nada que ver. Los distantes fogonazos ya se habían apagado y las granadas de mortero no fulguraban al caer al suelo. La intermitente luz de los faroles brillaba en los blancos muros de la ciudad, aunque la costa estaba oscura. El agua negra besaba los costados de la fragata y las velas se estremecían con la brisa.

Al amanecer el viento había arreciado y el Thornside puso rumbo sudeste hacia la entrada de la bahía de Cádiz. La ciudad ya estaba más próxima y Sharpe vio las sólidas murallas grises sobre las que relucían las blancas viviendas, con sus muros tachonados de achaparradas torres de vigilancia y campanarios entre los que se alzaba el humo. En las torres brillaban unas luces, y al principio Sharpe quedó desconcertado por los destellos. Después cayó en la cuenta de que era el sol al reflejarse en los catalejos que observaban el acercamiento del Thornside. Un bote del práctico del puerto se cruzó en el camino de la fragata y su capitán agitó los brazos para mostrar que disponía de uno para subir a bordo de la fragata, pero Pullifer había efectuado aquella traicionera aproximación en muchas ocasiones y no necesitaba guía. Las gaviotas revoloteaban alrededor de los mástiles y velas de la fragata, la cual se deslizó por el batir del agua que señalaba el Bajo del Diamante hasta que la bahía se abrió frente a su proa. El Thornside viró hacia el sur y penetró en la bahía, observado por una multitud desde las murallas de la ciudad. Entonces se hizo evidente que el humo que se alzaba por encima de esas murallas no era solamente el del fuego de las cocinas, sino que en su mayor parte provenía de un barco mercante que ardía en el puerto. Era el Santa Catalina, con su casco abarrotado de tabaco y azúcar. Una granada de un mortero francés había caído entre el palo mayor y el de trinquete, atravesando la tapa de una escotilla y restallando a unos cuantos palmos bajo cubierta. La tripulación había aparejado una bomba y echó agua en el fuego. Dio la impresión de que habían dominado el incendio, pero una brasa penetró de alguna manera entre los fardos y de repente se inflamó. El fuego oculto se extendió en secreto y su humo quedó disfrazado por el vapor de la bomba de agua. Entonces, a popa del palo mayor, la cubierta estalló en nuevas llamas, brillantes e inesperadas, y el incendio prendió las jarcias alquitranadas, de manera que toda la intrincada red de drizas, mástiles y velas quedó bordeada de fuego. La humareda bullía en la línea del horizonte de la ciudad, sobre la cual las gaviotas se lamentaban y el humo oscuro flotaba en el aire.

El Thornside pasó a un cuarto de milla del mercante en llamas. El resto del puerto de Cádiz, plácido bajo un viento suave, parecía indiferente al barco que ardía. Una flota completa de buques de guerra británicos se hallaba anclada al sur y Pullifer ordenó que se dispararan unas salvas para saludar al almirante. En aquellos momentos los morteros franceses disparaban contra el Thornside, pero las sólidas granadas cayeron a ambos lados de la nave sin causar daños, aunque levantando una fuente de rocío. En la pantanosa tierra firme se distinguían tres fuertes franceses, todos ellos dotados de morteros capaces de alcanzar los muelles de la ciudad de Cádiz, situada en su istmo como un puño apretado que protegiera la bahía. El teniente Theobald, alférez del Thornside, se encontraba atareado con un sextante, aunque en lugar de sostenerlo verticalmente, tal como uno haría para encararlo al sol o para intentar atrapar una estrella en los espejos del instrumento, él lo utilizaba de forma horizontal. Bajó el sextante y frunció el ceño. Movió los labios mientras realizaba unos cálculos que articuló a medias y luego se acercó a Sharpe y a Harper, que estaban apoyados en la barandilla en medio del barco.

—Desde el barco incendiado hasta el fuerte —anunció Theobald— hay una distancia de tres mil trescientos veintiocho metros.

—¡Demonios! —exclamó Sharpe, impresionado. Si el teniente tenía razón, la granada del mortero había recorrido más de tres kilómetros.

—De los veintiocho metros no respondo.

Otro mortero disparó desde la península del Trocadero. La granada desapareció en las nubes bajas y el humo del mortero flotó sobre el fuerte, una masa baja y oscura en el cabo bordeado de marismas. Se vio una salpicadura blanca muy cerca de la costa de la ciudad.

—¡Más lejos todavía! —dijo Theobald, atónito—. ¡Eso debe de haber rondado los tres mil cuatrocientos metros! —Eran casi mil metros más de alcance que el de cualquier mortero—. ¡Y las granadas también son enormes! ¡De unos sesenta centímetros de diámetro!

Sharpe pensó en ello.

—Es el mortero francés más grande que haya visto nunca —dijo—, es un doce pulgadas.

—Por Dios que eso es muy grande —terció Harper.

—Éstos los fabrican en Sevilla —explicó Theobald—, o al menos eso es lo que dicen los prisioneros. Son, en efecto, unos artilugios muy grandes. Deben de hacer falta unas veinte libras de pólvora para lanzar un proyectil a semejante distancia. ¡Gracias a Dios que no son precisos!

—Eso dígaselo a esos pobres desgraciados —dijo Sharpe, señalando con un gesto de la cabeza hacia el lugar donde la tripulación del Santa Catalina estaba subiendo a una chalupa.

—Ha sido un disparo casual —afirmó Theobald—. ¿Qué tal tiene hoy la cabeza?

—Me duele.

—Nada que un toque femenino no pueda curar —comentó Theobald.

Una granada de mortero cayó a cierta distancia de la aleta de babor, salpicó la cubierta de agua y su mecha humeante dejó una levísima estela gris flotando en el suave viento. El siguiente proyectil cayó a unos cien metros de distancia y el otro lo hizo más lejos aún; entonces los cañones dejaron de disparar porque se hizo patente que la fragata se había puesto fuera de su alcance.

El Thornside ancló al sur de la ciudad, cerca de los demás buques de guerra británicos y de la multitud de pequeños barcos mercantes. El general de brigada Moon se acercó ruidosamente a Sharpe con unas muletas que le había hecho el carpintero del barco.

—De momento usted se quedará a bordo, Sharpe.

—Sí, señor.

—Oficialmente a las tropas británicas no se les permite la entrada a la ciudad, de modo que si no podemos encontrar un barco que zarpe hoy o mañana le conseguiré alojamiento en la Isla de León —apuntó hacia el territorio llano al sur del fondeadero—. Mientras tanto iré a presentar mis respetos en la embajada.

—¿La embajada, señor?

Moon le dirigió una mirada de exasperación a Richard Sharpe.

—Tiene ante sus ojos —le dijo— lo que queda de la España soberana. Los franceses dominan el resto de este maldito país exceptuando unas cuantas fortalezas, de manera que ahora mismo nuestra embajada se encuentra aquí en Cádiz en lugar de estar en Madrid o en Sevilla. Le haré llegar las órdenes.

Dichas órdenes llegaron poco después de mediodía y mandaban a Sharpe y a sus hombres a la Isla de León, donde tendrían que esperar hasta que un buque de transporte que se dirigiera al norte abandonara el puerto. La chalupa que los llevaba a la costa se abrió paso entre la flota anclada, que en su mayor parte era de barcos mercantes.

—Se rumorea que van a llevar un ejército al sur —le explicó a Sharpe el guardiamarina que comandaba la chalupa.

—¿Al sur?

—Quieren desembarcar en algún lugar de la costa —prosiguió el guardiamarina—, marchar sobre los franceses y atacar las líneas de asedio. ¡Por Dios, cómo apestan! —Señaló cuatro buques prisión que hedían como alcantarillas abiertas. Aquellos buques habían sido barcos de guerra, pero ahora estaban desarbolados y sus troneras abiertas se hallaban protegidas por barras de hierro a través de las cuales unos hombres veían pasar el pequeño bote—. Son buques prisión, señor —dijo el guardiamarina—, atestados de franchutes.

—Me acuerdo de ése —terció el contramaestre, que señaló el buque más próximo con la cabeza—. Estuvo en Trafalgar. Lo dejamos hecho astillas. La sangre le manaba del costado. Nunca vi cosa igual.

—Allí los don estaban en el bando equivocado —comentó el guardiamarina.

—Ahora están de nuestro lado —dijo Sharpe.

—Esperemos que así sea, señor. Confiamos en ello. Ya está, señor, ha llegado sano y salvo, y espero que se le cure la testa.

La Isla de León albergaba a cinco mil soldados británicos y portugueses que ayudaban a defender Cádiz de los sitiadores franceses. Unos cañonazos desganados atronaban desde las líneas de asedio situadas a varios kilómetros al este. La pequeña ciudad de San Femando se encontraba en la isla y allí Sharpe rindió informe a un nervioso comandante que parecía desconcertado por el hecho de que un grupo de vagabundos del 88.º y del South Essex le hubiera llovido del cielo.

—Sus hombres pueden ocupar un sitio en las líneas de tiendas —dijo el comandante—, pero usted se alojará en San Fernando, por supuesto, con los demás oficiales. ¡Dios mío!, ¿qué es lo que queda libre? —revisó la lista de alojamientos.

—Sólo será por una noche o algo así —dijo Sharpe.

—Depende del viento, ¿no? Mientras sople del noroeste no va a poder ni acercarse a Lisboa. Ya lo tengo. Puede compartir una casa con el comandante Duncan. Es artillero, de modo que no le importará. Ahora mismo no está. Se ha ido de caza con sir Thomas.

—¿Sir Thomas?

—Sir Thomas Graham. Está al mando aquí. Le encanta el críquet. El críquet y la caza. Claro que no hay muchos zorros, por lo que en lugar de eso van tras los perros vagabundos. Lo hacen entre las líneas y los franceses son muy amables por no interferir. Supongo que necesitará un espacio para su ordenanza, ¿no?

Sharpe nunca había tenido ordenanza, pero decidió que aquél era el momento de permitírselo.

—¡Harris!

—¿Señor?

—Ahora es usted mi ordenanza.

—¡Qué alegría, señor!

—San Fernando está bastante bien en invierno —dijo el comandante—. En verano hay demasiados mosquitos, pero en esta época del año resulta muy agradable. Hay muchas tabernas, un par de ellas con buenos burdeles. Desde luego, hay sitios peores en los que pasar la guerra.

El viento no cambió aquella noche, ni la siguiente. Sharpe declaró una jornada de arreglos y remiendos para sus soldados y para los hombres del sargento Noolan. Limpiaron y arreglaron uniformes y armas, y a cada momento del día Sharpe rezaba para que el viento soplara del sur o del este. Encontró a un cirujano de regimiento que consideró que examinar la herida de Sharpe causaría más daño que otra cosa.

—Si ese tipo de la marina le volvió a poner el hueso en su sitio —dijo aquel hombre—, hizo todo lo que la medicina moderna puede hacer; Mantenga el vendaje tenso, capitán, manténgalo húmedo, rece sus oraciones y tome ron para mitigar el dolor.

El comandante Duncan, con quien Sharpe compartía entonces alojamiento, resultó ser un escocés afable. Dijo que al menos había media docena de barcos esperando para realizar la travesía hasta Lisboa.

—Así pues, en cuatro o cinco días estará en casa —siguió diciendo—, en cuanto el viento cambie. —Duncan había invitado a Sharpe a la taberna más cercana, insistiendo en que la comida era adecuada y haciendo caso omiso del pretexto de Sharpe de que no tenía dinero—. Los don comen muy tarde —dijo Duncan—, de manera que nos vemos obligados a beber hasta que el cocinero se despierta. Es una vida dura. —Pidió una jarra de vino tinto y en cuanto se la trajeron apareció en la puerta de la taberna un joven y delgado oficial con uniforme de caballería.

—¡Willie! —Duncan saludó al soldado de caballería con evidente placer—. ¿Bebe con nosotros?

—Estoy buscando al capitán Richard Sharpe, y supongo que es usted, ¿verdad, señor? —le sonrió a Sharpe y le tendió la mano—. Willie Russell, ayudante de campo de sir Thomas.

—Lord William Russell —dijo Duncan.

—Pero basta con Willie —se apresuró a replicar lord William—. ¿Usted es el capitán Sharpe? En tal caso, señor, se requiere su presencia. Tengo un caballo para usted y debemos cabalgar como el viento.

—¿Mi presencia?

—¡En la embajada, señor! Para conocer al ministro plenipotenciario de su majestad y enviado extraordinario en la corte de España. ¡Dios santo, esto es matarratas! —Había probado un poco del vino de Duncan—. ¿Alguien se ha meado en él? ¿Está listo, Sharpe?

—¿Me llaman de la embajada? —preguntó Sharpe, confuso.

—Así es, y llega tarde. Ésta es la tercera taberna en la que le he buscado, y tuve que tomarme una copa en cada una, ¿no? La nobleza obliga y todo eso. —Sacó a Sharpe de la taberna—. ¡Debo decir que es un honor conocerle! —dijo lord William, obsequioso, y se percató de la incredulidad de Sharpe—. No, en serio. Estuve en Talavera. Allí me hirieron, ¡pero usted capturó un águila! Eso sí que fue darle en las narices a Boney, ¿eh? Aquí está, su caballo.

—¿De verdad tengo que ir? —preguntó Sharpe.

Durante un segundo lord William Russell adoptó una expresión pensativa.

—Creo que sí —respondió con seriedad—, porque no sucede a diario que un enviado extraordinario y ministro plenipotenciario mande a buscar a un capitán. Y para ser embajador no es mal tipo. ¿Puede montar?

—A duras penas.

—¿Qué tal la cabeza?

—Me duele.

—Sí, claro. Una vez me caí de un caballo y me golpeé la cabeza contra un tocón de árbol, ¡estuve un mes sin poder pensar! Para serle sincero, no estoy seguro de haberme curado. Suba.

Sharpe se acomodó en la silla y siguió a lord William Russell fuera de la ciudad, hacia el istmo arenoso.

—¿Está muy lejos? —preguntó.

—A unos diez kilómetros. ¡Es un buen paseo! Con la marea baja vamos por la playa, pero esta noche tendremos que ir por el camino. Se reunirá con sir Thomas en la embajada. Es un tipo estupendo. Le gustará. A todo el mundo le gusta.

—¿Y Moon?

—Me temo que también estará allí. Ese hombre es un animal, ¿no le parece? Que conste que conmigo se ha mostrado muy cortés, probablemente porque mi padre es duque.

—¿Duque?

—De Bedford —dijo lord William con una sonrisa—. Pero no se preocupe, yo no soy el heredero, ni siquiera el siguiente al heredero. Yo soy el que tiene que morir por el rey y por la patria. Moon le tiene antipatía, ¿verdad?

—Eso he oído.

—Le está culpando a usted de todos sus males. Dice que perdió su sable. Uno de Bennett, ¿eh?

—Nunca había oído hablar de Bennett —dijo Sharpe.

—Es un cuchillero de Saint James, terriblemente bueno y horriblemente caro. Dicen que puedes afeitarte con uno de los sables de Bennett, aunque no es que lo haya intentado.

—¿Por eso han enviado a buscarme? ¿Para quejarse?

—¡Por Dios, no! Fue el embajador quien mandó a buscarle. Me imagino que querrá emborracharle.

El istmo se estrechó. A la izquierda de Sharpe quedaba el ancho Atlántico, en tanto que a su derecha se extendía la bahía de Cádiz. El borde de la bahía parecía blanco en la penumbra, una blancura interrumpida por cientos de pirámides relucientes.

—Sal —le explicó lord William—. Aquí hay una gran industria, mucha sal.

De pronto Sharpe sintió vergüenza de su uniforme andrajoso.

—Creía que a los soldados británicos no se les permitía entrar en la ciudad.

—A los oficiales sí, pero sólo a los oficiales. Los españoles están persuadidos de que si apostamos una guarnición en la ciudad nunca nos marcharemos. Creen que convertiríamos el lugar en otro Gibraltar. ¡Ah! Hay una cosa importante que debe saber, Sharpe.

—¿Qué es, milord?

—¡Llámeme Willie, por Dios! Todo el mundo lo hace. Pues la cosa absolutamente importante, la cosa que nunca hay que olvidar, y no hay que romper esta regla aunque esté borracho hasta las cejas, es que nunca se debe mencionar a la esposa del embajador.

Sharpe miró al vivaz lord William con desconcierto.

—¿Por qué tendría que mencionarla? —preguntó.

—No debe hacerlo —replicó lord William con ímpetu— porque sería un acto de muy mal gusto. Se llama Charlotte y se fugó. Charlotte la Ramera. Se largó con Harry Paget. Fue horrible, la verdad. Un escándalo terrible. Si pasa algún tiempo en la ciudad verá unos cuantos de éstos. —Rebuscó en uno de sus bolsillos y sacó un broche—. Tome —añadió lord William, que le lanzó el objeto a Sharpe.

El broche era una baratija hecha de hueso. Representaba un par de cuernos. Sharpe lo miró y se encogió de hombros.

—¿Cuernos de vaca?

—Los cuernos del cornudo, Sharpe. Así es como llaman al embajador, el Cornudo. Nuestros enemigos políticos llevan este distintivo para burlarse de él, pobre hombre. Él se lo toma bien, pero estoy seguro de que duele. Así pues, por lo que más quiera, no pregunte por Charlotte la Ramera, sea buen chico.

—No es probable que lo haga, ¿no cree? —le preguntó Sharpe—. Ni siquiera conozco a ese hombre.

—¡Pues claro que lo conoce! —replicó lord William alegremente—. Él lo conoce a usted.

—¿Me conoce? ¿De qué?

—¿De verdad no sabe quién es el Enviado Extraordinario de su Británica Majestad a España?

—¡Pues claro que no!

—¿El hermano menor del ministro de asuntos exteriores? —dijo lord William, y vio que Sharpe seguía sin saber a quién se refería—. También es el hermano menor de Arthur Wellesley.

—¿Arthur Wellesley?, ¿se refiere a lord Wellington?

—El hermano de lord Wellington, en efecto —repuso lord William—, y la cosa empeora. Charlotte se fugó con el repugnante Paget y Henry obtuvo el divorcio, lo cual significa que tuvo que conseguir que el Parlamento aprobara una ley y eso, créame, supuso un montón de problemas, de manera que Henry vino aquí y conoció a una chica particularmente atractiva. Creyó que era respetable y no lo era en absoluto, y le escribió unas cartas. Pobre Henry. Y la muchacha es muy guapa, ¡guapísima! Mucho más guapa que Charlotte la Ramera, pero todo este enredo resulta francamente embarazoso y todos fingimos que nada de esto ha ocurrido nunca. Por lo tanto no diga nada, Sharpe, absolutamente nada. La discreción personificada, Sharpe, eso es lo que se espera de usted. La discreción personificada. —Guardó silencio porque habían llegado a las sólidas puertas y enormes bastiones que protegían la entrada sur de la ciudad. Había centinelas, mosquetes, bayonetas y cañones de larga boca en las troneras. Lord William tuvo que mostrar un pase. Sólo entonces se abrieron los portones con un crujido y Sharpe pudo recorrer los muros, arcos y túneles de las murallas hasta dar a las calles estrechas de la ciudad delimitada por el mar. Había llegado a Cádiz.

* * * *

Para sorpresa de Sharpe, Henry Wellesley le cayó bien. Era un hombre delgado que tendría cerca de cuarenta años, apuesto como su hermano mayor, aunque su nariz no era tan aguileña y tenía el mentón más ancho. No poseía la fría arrogancia de lord Wellington. Él, en cambio, parecía tímido e incluso delicado. Se puso de pie cuando Sharpe entró en el comedor de la embajada y dio la impresión de estar realmente contento de ver al fusilero.

—Mi querido amigo —dijo—, tome asiento. Ya conoce al general de brigada, por supuesto.

—Sí, señor.

Moon le dirigió una mirada muy fría a Sharpe y ni siquiera lo saludó con la cabeza.

—Y permítame que le presente a sir Thomas Graham —dijo Henry Wellesley—. El teniente general sir Thomas Graham, que está al mando de nuestra guarnición en la Isla de León.

—Me siento honrado de conocerle, Sharpe —dijo sir Thomas. Era un escocés alto, de constitución fuerte, cabello cano, rostro tostado por el sol y una mirada muy astuta.

—Y creo que ya conoce a William Pumphrey —dijo Wellesley cuando le presentó al último comensal.

—¡Dios mío! —exclamó Sharpe sin querer. Conocía a lord Pumphrey, en efecto, pero aun así se había quedado asombrado al verlo. Lord Pumphrey, mientras tanto, le mandó un beso a Sharpe soplándose la punta de los dedos.

—No incomode a nuestro invitado, Pumps —dijo Henry Wellesley, aunque demasiado tarde, pues Sharpe ya se encontraba violento. Lord Pumphrey tenía ese efecto en él, y en bastantes más hombres también. Sharpe sabía que trabajaba para el Ministerio de Asuntos Exteriores, y había coincidido con su señoría en Copenhague y luego en Portugal, y Pumphrey seguía siendo tan extravagante como siempre. Aquella noche iba ataviado con una chaqueta de color lila bordada con hilo de plata y en su enjuta mejilla llevaba un ornamental lunar de terciopelo negro—. William es nuestro primer secretario de estado aquí —explicó Henry Wellesley.

—Lo cierto, Richard, es que me destinaron aquí para asombrar a los nativos —comentó lord Pumphrey lánguidamente.

—Cosa que sin duda ha conseguido —terció sir Thomas.

—Es muy amable, sir Thomas —dijo lord Pumphrey brindándole una reverencia al escocés—, muy amable.

Henry Wellesley se sentó y empujó un plato hacia Sharpe.

—Pruebe las pinzas de cangrejo —le instó—. Son una delicia local, pescados en las marismas. Las rompe y chupa la carne.

—Lamento haber llegado tarde, señor —dijo Sharpe.

A juzgar por los restos que había en la mesa, estaba claro que la cena había terminado, y resultaba igualmente obvio que Henry Wellesley no había comido nada. Vio que Sharpe miraba su plato limpio.

—Tengo que asistir a una cena formal, Sharpe —le explicó el embajador—, y las cenas españolas empiezan sumamente tarde, y la verdad es que no puedo cenar dos veces todas las noches. De todos modos, este cangrejo me tienta. —Tomó una pinza y utilizó un cascanueces para abrir el caparazón. Sharpe se dio cuenta de que el embajador sólo había roto la pinza para mostrarle cómo se hacía y él, agradecido, cogió también un cascanueces—. ¿Cómo tiene la cabeza, Sharpe? —le preguntó Henry Wellesley.

—Va mejorando, señor, gracias.

—Las heridas en la cabeza son una cosa muy fea —comentó el embajador—. En la India tuve un ayudante que se abrió la cabeza y pensé que el pobre tipo había muerto. Pero en cuestión de una semana ya estaba en pie y andaba por ahí, totalmente curado.

—¿Ha estado en la India, señor? —preguntó Sharpe.

—Dos veces —respondió Henry Wellesley—. En la administración civil, por supuesto. Me gustó ese lugar.

—A mí también —dijo Sharpe. Estaba hambriento y rompió otra pinza, que sumergió en un cuenco de mantequilla derretida. Menos mal que lord William Russell también tenía hambre y los dos compartieron el plato mientras los demás fumaban unos cigarros.

Era febrero pero hacía calor suficiente para tener las ventanas abiertas. El general de brigada Moon no decía nada, conformándose con fulminar a Sharpe con la mirada en tanto que sir Thomas Graham se quejaba amargamente de sus aliados españoles.

—Las embarcaciones adicionales no han llegado de las Baleares —refunfuñó— y no he visto ni uno solo de los mapas que prometieron.

—Estoy seguro de que llegarán ambas cosas —dijo Henry Wellesley.

—Y los barcos que ya tenemos sufren la constante amenaza de lanchas incendiarias. Los franceses están construyendo cinco ingenios de ese tipo.

—Estoy seguro de que tanto usted como el almirante Keats estarán encantados de ocuparse de las lanchas incendiarias —afirmó Henry Wellesley con rotundidad, y entonces miró a Sharpe y cambió de tema—. El general de brigada Moon me ha dicho que se deshicieron del puente sobre el Guadiana.

—Lo hicimos, señor.

—Es un alivio. En general, sir Barnaby —Wellesley se volvió a mirar al general de brigada—, fue una operación de lo más exitosa.

Moon se revolvió en la silla y crispó el rostro al sentir el dolor punzante en la pierna.

—Podría haber salido mejor, su excelencia.

—¿Cómo es eso?

—Tendría que ser soldado para entenderlo —repuso Moon con brusquedad. Sir Thomas frunció el ceño con desaprobación ante la grosería del general, pero Moon no cedió ni un ápice—. Como mucho —prosiguió— sólo fue un éxito imperfecto. Un éxito muy imperfecto.

—Serví en el 40.º de Infantería —dijo Henry Wellesley—. Quizá no fue mi mejor momento, pero no desconozco la vida del soldado. De modo que dígame por qué fue imperfecto, sir Barnaby.

—Las cosas podían haber ido mejor —dijo Moon como si eso zanjara el tema.

El embajador tomó el cigarro con la punta cortada que le ofrecía un criado y se inclinó para encenderlo en la lumbre que éste le brindó.

—Y yo aquí —dijo—, invitándole a que nos hable de su triunfo. Es usted tan reticente como mi hermano, sir Barnaby.

—Me halaga que me compare con lord Wellington, su excelencia —dijo Moon con frialdad.

—En una ocasión Arthur sí que me contó una de sus hazañas —dijo Henry Wellesley—, y no es una de la que salga muy airoso. —El embajador sopló una voluta de humo hacia la araña de cristal. Sir Thomas y lord Pumphrey estaban sentados muy quietos, como si supieran que algo se estaba tramando en la habitación, en tanto que Sharpe, que intuía la tensa atmósfera, dejó las pinzas de cangrejo—. Fue derribado del caballo en Assaye —siguió diciendo el embajador—. Creo que el lugar se llama así. Sea como fuere, quedó atrapado en las filas enemigas, todo el mundo había seguido galopando y Arthur me aseguró que supo que iba a morir. Estaba rodeado de enemigos, todos fieros como ladrones, y entonces apareció de la nada un sargento británico. ¡De la nada, me dijo! —Henry Wellesley agitó el cigarro como si fuera un mago que lo hubiera hecho aparecer de repente—. Y Arthur me contó que lo que ocurrió a continuación fue la mejor actuación militar que había presenciado en su vida. Él calcula que dicho sargento abatió a cinco hombres. Al menos a cinco hombres, me dijo. ¡Ese tipo los mató! Él solo.

—¡A cinco hombres! —exclamó lord Pumphrey con verdadera admiración.

—Al menos cinco —confirmó el embajador.

—Los recuerdos de la batalla pueden ser muy confusos —comentó Moon.

—¡Ah! ¿Cree que Arthur adornó la historia? —preguntó Henry Wellesley con exagerada educación.

—¿Un solo hombre contra cinco? —sugirió Moon—. Me sorprendería mucho, su excelencia.

—Pues preguntémosle al sargento que luchó contra ellos —dijo Henry Wellesley, sorprendiéndoles con su trampa—. ¿Cuántos hombres recuerda usted, Sharpe?

Moon puso la misma cara que si le hubiera picado una avispa mientras que Sharpe, incomodado de nuevo, se limitó a encogerse de hombros.

—¿Y bien, Sharpe? —lo animó sir Thomas Graham.

—Había unos cuantos, señor —contestó Sharpe, nervioso—. Pero debo decir que el general luchó a mi lado, señor.

—Arthur me dijo que estaba aturdido —afirmó Henry Wellesley—. Me dijo que era incapaz de defenderse.

—Ya lo creo que luchó, señor —dijo Sharpe. Lo cierto, sin embargo, era que Sharpe había empujado a un aturdido sir Arthur Wellesley debajo de uno de los cañones indios y lo había refugiado allí. ¿Fueron en realidad cinco hombres? No se acordaba—. Y enseguida vinieron a ayudarnos, señor —siguió diciendo a toda prisa—, enseguida.

—No obstante, tal como usted dice, sir Barnaby —la voz de Henry Wellesley sonó aterciopelada—, los recuerdos de la batalla pueden ser muy confusos. Consideraría un favor si me permitiera ver el informe sobre su gran triunfo en el fuerte José.

—Por supuesto, su excelencia —repuso Moon, y entonces Sharpe comprendió lo que allí había ocurrido. El ministro plenipotenciario y enviado extraordinario de su majestad había intervenido a favor de Sharpe, haciéndole saber a Moon que lord Wellington estaba en deuda con Sharpe y que, en consecuencia, lo más sensato sería que el general de brigada cambiara su informe. Era un favor, y muy generoso, pero Sharpe sabía que los favores se hacían para que pudieran devolverse con otros.

El reloj que había sobre la repisa de la chimenea dio las diez y Henry Wellesley suspiró.

—Debo ponerme un disfraz para nuestros aliados —dijo. Las sillas rasparon contra el suelo cuando los invitados se pusieron de pie—. Terminen el oporto y los cigarros —sugirió el embajador, se dirigió a la puerta y allí se detuvo—. ¿Señor Sharpe? ¿Podría hablar con usted un momento?

Sharpe siguió a Henry Wellesley por el pasillo hasta una pequeña habitación iluminada con velas. Un fuego de carbón ardía en el hogar, las paredes estaban forradas de libros y había una mesa con tablero de cuero bajo una ventana que el embajador empujó y abrió.

—Los criados españoles insisten en mantenerme caliente —comentó—. Yo les digo que prefiero el aire frío, pero no me creen. ¿Le he violentado haciéndolo venir aquí?

—No, señor.

—Ha sido por el bien del general de brigada Moon. Me dijo que usted le había fallado, cosa que dudé, no sé por qué. Creo que es un hombre incapaz de compartir ningún mérito. —El embajador abrió un armario y sacó una botella oscura—. Es oporto, Sharpe. Es de Taylor, y no lo encontrará mejor a este lado del paraíso. ¿Quiere que le sirva un vaso?

—Gracias, señor.

—Y hay cigarros en la caja de plata. Debería coger uno. Mi médico dice que van bien para los gases. —Henry Wellesley sirvió un único vaso de oporto y se lo entregó a Sharpe. Entonces se dirigió a una elegante mesa redonda que servía de tablero de ajedrez. Se quedó mirando las piezas, colocadas en mitad de una partida—. Creo que tengo problemas. ¿Juega usted al ajedrez?

—No, señor.

—Yo juego con Duff. Era cónsul aquí y es bastante bueno. —El embajador tocó una torre negra con dedo vacilante, abandonó el juego y fue a sentarse a su mesa, desde la que escrutó al fusilero con mirada astuta—. Dudo que mi hermano llegara a darle las gracias como es debido por haberle salvado la vida —esperaba una respuesta, pero Sharpe guardó silencio—. Está claro que no lo hizo. Típico de Arthur.

—Me regaló un catalejo magnífico, señor —dijo Sharpe.

—Sin duda era uno que le habían regalado a él —sugirió Henry Wellesley— y que no quería.

—Estoy seguro de que eso no es cierto, señor —dijo Sharpe.

Wellesley sonrió.

—Mi hermano posee muchas virtudes, pero la habilidad para expresar los sentimientos no es precisamente una de ellas. Si le sirve de consuelo, Sharpe, con frecuencia ha expresado su admiración por sus cualidades.

—Gracias, señor —repuso Sharpe, incómodo.

El embajador suspiró, insinuando que la parte más agradable de la conversación había terminado. Vaciló, como si intentara encontrar las palabras adecuadas, luego abrió un cajón y encontró un pequeño objeto que arrojó por encima del tablero de cuero de la mesa. Era uno de esos broches en forma de cornamenta.

—¿Sabe lo que es, Sharpe?

—Me temo que sí, señor.

—Ya me figuraba que Willie Russell se lo contaría. ¿Y qué me dice de esto? —empujó un periódico a lo largo de la mesa. Sharpe lo recogió y vio que se llamaba El Correo de Cádiz, pero allí dentro estaba demasiado oscuro y la letra era demasiado pequeña para intentar leer la página mal impresa. Dejó el periódico—. ¿Ha visto eso? —preguntó el embajador.

—No, señor.

—Ha salido a la calle hoy y afirma publicar una carta dirigida por mí a cierta dama. En la carta le digo que los británicos planean anexionarse Cádiz para convertirlo en un segundo Gibraltar. Mi nombre no aparece, pero en una ciudad tan pequeña como ésta apenas si resulta necesario. Y tampoco tengo que decirle que el gobierno de su majestad no tiene los ojos puestos en Cádiz.

—Entonces la carta es falsa, ¿no, señor?

Henry Wellesley no respondió enseguida.

—No exactamente —dijo con cautela. En aquellos momentos no miraba a Sharpe, sino que se había dado la vuelta en la silla y tenía la mirada fija en el jardín oscuro. Dio unas chupadas a su cigarro—. Me imagino que Willie Russell le habló de mis circunstancias.

—Sí, señor.

—Pues no tengo que repetirlas excepto para decir que hace algunos meses conocí aquí a una dama que me convenció de su buena cuna. Provenía de las colonias españolas y me aseguró que su padre era rico y respetable, pero no lo era. Y antes de descubrir la verdad fui lo bastante estúpido como para expresar mis sentimientos por escrito. —Hizo una pausa, sin dejar de mirar por la ventana abierta, esperando que Sharpe dijera algo, pero Sharpe guardó silencio—. A ella le robaron las cartas —siguió diciendo el embajador—, y no fue culpa suya. —Se volvió para mirar a Sharpe con aire desafiante, como si en cierta medida esperara que Sharpe no le creyera.

—Y el ladrón, señor, ¿ha intentado chantajearle?

—Así es —respondió Henry Wellesley—. Ese desgraciado concertó una cita para venderme las cartas, pero asesinaron a mi enviado. A él y a sus dos compañeros. El dinero desapareció, por supuesto, y ahora las cartas se encuentran en manos de nuestros enemigos políticos. —El tono de Wellesley era de resentimiento, y le dio un manotazo al periódico—. Debe entender, Sharpe, que en Cádiz hay personas que creen, con toda sinceridad, que el futuro de España sería mucho más brillante si hicieran las paces con Napoleón. Creen que Gran Bretaña es el enemigo más temible. Creen que tenemos intención de destruir las colonias españolas y apropiarnos de su comercio por el Atlántico. No creen que mi hermano pueda expulsar a los franceses de Portugal, y no digamos ya de España, y se afanan en crear un futuro político que no incluya una alianza con los británicos. Mi trabajo consiste en convencerlos de lo contrario, y estas cartas, sin duda alguna, harán muy difícil la tarea. Puede que incluso la hagan imposible —se detuvo de nuevo, como si invitara a Sharpe a hacer algún comentario, pero el fusilero permaneció sentado, quieto y silencioso—. Lord Pumphrey me ha dicho que es usted un hombre capaz —comentó el embajador en voz baja.

—Es muy amable, señor —dijo Sharpe en tono inexpresivo.

—Y dice que tiene usted un pasado enjundioso.

—No estoy seguro de lo que eso significa, señor.

Henry Wellesley esbozó una sonrisa.

—Perdóneme si me equivoco y créame cuando le aseguro que no es mi intención ofenderlo, pero lord Pumphrey me confirmó que usted fue ladrón.

—Lo fui, señor —admitió Sharpe.

—¿Qué más?

Sharpe vaciló y decidió que el embajador había sido sincero con él, de manera que correspondería a su gentileza.

—Ladrón, asesino, soldado, sargento, fusilero —recitó la lista en tono monótono, aunque Henry Wellesley percibió cierto orgullo en sus palabras.

—Nuestros enemigos, Sharpe —dijo Wellesley—, han publicado una carta, pero dicen que están dispuestos a venderme el resto. Supongo que el precio será exorbitante, pero han dado a entender que no publicarán ninguna más si pagamos el precio. Lord Pumphrey está negociando en mi nombre. Si obtiene un acuerdo, le estaría muy agradecido si le hiciera de guardaespaldas y protector cuando se intercambien las cartas por el dinero.

Sharpe lo consideró.

—¿Dice usted que al hombre que mandó la primera vez lo asesinaron, señor?

—Se llamaba Plummer. Los ladrones afirmaron que intentó llevarse las cartas sin dejar el dinero, y debo decir que parece plausible. El capitán Plummer era un hombre agresivo, Dios lo tenga en su gloria. Lo acuchillaron a él y a sus dos acompañantes en la catedral y luego arrojaron los tres cadáveres por el malecón.

—¿Quién asegura que no volverán a hacerlo, señor?

Wellesley se encogió de hombros.

—Podría ser que el capitán Plummer hubiera suscitado su enojo. Lo cierto es que no se trataba de un diplomático reconocido. Lord Pumphrey sí lo es. Le aseguro que el asesinato de lord Pumphrey suscitaría una respuesta de lo más vigorosa. Y me atrevería a decir que su presencia podría disuadirlos.

Sharpe hizo caso omiso del cumplido.

—Otra cuestión, señor. Mencionó que fui ladrón. ¿Qué tiene eso que ver con mantener con vida a lord Pumphrey?

Henry Wellesley pareció sentirse incómodo.

—Si lord Pumphrey no llega a un acuerdo, espero que esas cartas puedan recuperarse robándolas.

—¿Sabe dónde están, señor?

—Supongo que en el lugar donde se imprime el periódico.

A Sharpe le pareció suponer demasiado, pero lo dejó correr.

—¿Cuántas cartas hay, señor?

—Ellos tienen quince.

—¿Hay más?

—Escribí algunas más, me temo, pero sólo robaron quince.

—Entonces la chica guarda más, ¿no es así, señor?

—Estoy absolutamente seguro de que no las tiene —contestó Henry Wellesley con frialdad—. Tal vez sólo sobrevivieron quince.

Sharpe era consciente de que el embajador le ocultaba algo, pero apreció que no lo descubriría presionándolo.

—Ser ladrón es un trabajo de especialistas, señor —dijo en cambio—, y el chantaje es un asunto muy desagradable. Necesito hombres. Tratamos con asesinos, señor, de manera que necesitaré los míos.

—Muerto Plummer no le puedo ofrecer hombres —dijo el embajador, y se encogió de hombros.

—Yo llevo conmigo cinco fusileros, señor, ellos servirán. Pero tienen que estar aquí, en la ciudad, y necesitan ropa de civil, así como una carta escrita por usted a lord Wellington certificando que están aquí de servicio. Eso es lo que más necesito, señor.

—De acuerdo —dijo Henry Wellesley, cuya voz denotó alivio.

—Lo único que tengo que hacer es hablar con la dama, señor. No tiene sentido robar un paquete de cartas cuando hay otro esperando.

—Me temo que no sé dónde se encuentra —dijo el embajador—. Si lo supiera se lo diría, por supuesto. Parece ser que se ha escondido.

—Aun así necesito saber su nombre, señor.

—Caterina —dijo Henry Wellesley con añoranza—. Caterina Blázquez. —Se frotó el rostro con la mano—. Me siento como un estúpido contándole todo esto.

—Todos nos hemos comportado como estúpidos por las mujeres, señor —dijo Sharpe—. No estaríamos vivos si no lo hubiéramos hecho.

Wellesley sonrió con arrepentimiento ante sus palabras.

—Si lord Pumphrey tiene éxito en las negociaciones, entonces todo habrá terminado —dijo—. Habré aprendido una lección.

—Y si no lo consigue, señor, ¿quiere entonces que robe las cartas?

—Espero que no sea necesario —dijo Wellesley, que se puso de pie y lanzó su cigarro a la noche, donde cayó al oscuro césped con una lluvia de chispas—. De verdad que tengo que ir a vestirme. Uniforme de gala completo, con espada y todo. Pero antes, una última cosa, Sharpe.

—¿Sí, señor? —preguntó Sharpe. Sabía que debía llamar «su excelencia» al embajador, pero se le olvidaba continuamente y a Wellesley no parecía importarle.

—Vivimos, respiramos y desarrollamos nuestra existencia misma en esta ciudad con permiso de los españoles. Así es como debe ser. De manera que, haga lo que haga, Sharpe, hágalo con cuidado. Y por favor, no hable de esto con nadie excepto con lord Pumphrey. Es el único que está al tanto de las negociaciones. —Esto último no era cierto. Había otro hombre que podría ayudar, que estaría dispuesto a hacerlo, aunque Henry Wellesley dudaba de su éxito. Lo cual lo dejaba en manos de aquel granuja vendado y lleno de cicatrices.

—No se lo diré a nadie, señor —dijo Sharpe.

—Entonces buenas noches, Sharpe.

—Buenas noches, señor.

Lord Pumphrey, que olía ligeramente a violetas, se encontraba esperando en el pasillo.

—¿Y bien, Richard?

—Parece ser que tengo un trabajo que hacer aquí.

—Me alegro mucho. ¿Hablamos? —Lord Pumphrey condujo a Sharpe a lo largo del pasillo iluminado por las velas—. ¿De veras fueron cinco hombres, Richard? Dígame la verdad. ¿Cinco?

—Siete —respondió Sharpe, aunque no se acordaba. Tampoco importaba demasiado. Era un ladrón, un asesino, era un soldado y ahora tenía que darle su merecido a un chantajista.