—¿Y ahora qué? —quiso saber el general de brigada Moon.
—Estamos encallados, señor.
—¡Santo Dios encarnado! ¿Es que no puede hacer nada bien, hombre?
Sharpe no dijo nada. Harper y él se desprendieron de las cartucheras, saltaron por la borda y se encontraron metidos en más de un metro de agua. Empujaron el pontón, pero era como intentar mover el Peñón de Gibraltar. Inamovible, comprobaron que se encontraban embarrancados a unos cincuenta o sesenta pasos de la orilla este, donde los franceses les perseguían, y a más de ciento treinta metros de la ribera ocupada por los británicos. Sharpe ordenó a los demás soldados que se metieran en el agua y empujaran, pero no sirvió de nada. Los grandes pontones habían quedado bien varados en un banco de guijarros y estaba claro que tenían intención de quedarse allí.
—Si pudiéramos cortar una de estas jodidas cosas para soltarla, señor —sugirió Harper. Era una buena sugerencia. Si podían separar uno de los pontones de los demás tendrían un bote lo bastante ligero para hacerlo salir de los guijarros, pero las grandes barcazas estaban unidas con cuerdas y mediante las sólidas vigas de madera que habían sostenido los tablones de la pasarela.
—Tardaríamos medio día en hacerlo —repuso Sharpe—, y no creo que a los franchutes les hiciera mucha gracia.
—¿Qué demonios está haciendo, Sharpe? —preguntó Moon desde la balsa.
—Nos vamos a la orilla, señor —decidió Sharpe—, todos.
—¡Por el amor de Dios! ¿Por qué?
—Porque los franceses llegarán de un momento a otro, señor —respondió Sharpe armándose de paciencia—, y si estamos en el río nos dispararán como a perros o nos harán prisioneros.
—¿Y qué pretende hacer?
—Subir a esa colina de ahí, señor, escondernos y esperar a que el enemigo se vaya. Y cuando se haya ido, señor, cortaremos uno de los pontones para soltarlo. —Aunque no estaba seguro de cómo iba a hacerlo sin herramientas, pero tendría que intentarlo.
Estaba claro que Moon quería sugerir otro plan de acción, pero no se le ocurrió ninguno y tuvo que acceder a que el sargento Harper lo llevara a tierra. El resto de los soldados los siguieron, con las armas y cartucheras encima de la cabeza. Una vez en la orilla improvisaron unas angarillas con un par de mosquetes metidos por las mangas de dos casacas rojas y Harris y Slattery llevaron al brigadier por la empinada pendiente. Antes de dejar la orilla, Sharpe recogió unos cuantos palos cortos y un trozo de red de pescar desechada que el agua había empujado hacia las rocas, luego siguió a los demás hasta la primera cima y, al mirar a la izquierda, vio que los franceses habían subido a lo alto del risco. Se encontraban a unos ochocientos metros de distancia, lo cual no impidió que uno de ellos disparara su mosquete. La bala debió de caer en el valle que los separaba y la detonación llegó amortiguada.
—Ya estamos bastante lejos —anunció Moon. Las sacudidas de la rudimentaria camilla le causaban dolor y tenía el semblante pálido.
—Vamos arriba —dijo Sharpe, que señaló con un gesto de la cabeza las rocas que coronaban la colina desnuda.
—¡Por el amor de Dios, hombre! —empezó a decir Moon.
—Se acercan los franceses, señor —Sharpe interrumpió al general de brigada—. Si quiere, señor, podemos dejarlo aquí para que lo recojan ellos, señor. Deben de tener un cirujano en el fuerte.
Durante unos segundos Moon pareció tentado a acceder, pero comprendió que los prisioneros de alto rango rara vez se intercambiaban. Era posible que pronto capturaran a un general de brigada francés y que tras prolongadas negociaciones lo intercambiaran por Moon, pero eso tardaría semanas, si no meses, y mientras tanto su carrera quedaría en un punto muerto y ascenderían a otros pasándole por encima.
—Suba hasta arriba si debe hacerlo —dijo a regañadientes—, pero ¿qué tiene pensado hacer luego?
—Esperar a que los franceses se marchen, señor, separar un pontón, cruzar el río y llevarlo a casa.
—¿Y para qué demonios lleva leña?
El general de brigada averiguó el motivo al llegar a lo alto de la colina. El soldado Geoghegan, uno de los hombres del 88.º, afirmaba que su madre había sido cirujana y dijo que a menudo la había ayudado siendo niño.
—Lo que se hace, señor, es tirar del hueso —explicó.
—¿Tirar de él? —preguntó Sharpe.
—Darle un tirón fuerte y rápido, señor, lo más probable es que chille como un lechón, entonces lo enderezo y lo atamos. El caballero será protestante, ¿verdad, señor?
—Diría que sí.
—Entonces no nos hará falta agua bendita, señor, y también podremos pasar sin las dos plegarias, pero quedará muy bien cuando terminemos, señor.
El general de brigada protestó. Quería saber por qué no esperaban a llegar al otro lado del río y palideció cuando Sharpe le respondió que aún tardarían dos días.
—Cuanto antes lo hagamos antes se curará, señor —dijo el soldado Geoghegan—, y si no lo curamos pronto, señor, el hueso se soldará torcido. Tendré que cortarle el pantalón, señor; lo lamento, señor.
—¡Y un cuerno me los va a cortar! —protestó Moon con vehemencia—. ¡Son de lo mejor de Willoughby! No hay otro sastre mejor en todo Londres.
—En tal caso tendrá que quitárselos usted mismo, señor —dijo Geoghegan. Su aspecto era igual de salvaje que el de cualquiera de los soldados de Connaught, pero tenía una voz suave y cordial y una seguridad en sí mismo que de algún modo disiparon los temores del general de brigada; aun así, tardaron veinte minutos en convencerlo de que debía permitir que le enderezaran la pierna. Lo que lo convenció realmente fue la idea de tener que pasar el resto de su vida con un miembro torcido. Se imaginó cojeando por los salones, incapaz de bailar, torpe en la silla de montar, y al fin su vanidad venció su miedo. Mientras tanto, Sharpe observó a los franceses. Cuarenta soldados habían superado el risco y en aquellos momentos caminaban hacia los pontones encallados.
—Esos cabrones van a recuperarlos —dijo Harper.
—Llévese a los fusileros hasta media pendiente e impídaselo —repuso Sharpe.
Harper se marchó llevándose con él a Slattery, Harris, Hagman y Perkins. Eran los únicos soldados de la compañía de Sharpe que se habían quedado varados en los pontones, pero era un consuelo que fueran todos buenos fusileros. No había mejor soldado que el sargento Patrick Harper, el hombretón del Ulster que detestaba el dominio británico en su patria, pero que aun así luchaba como un héroe. Slattery provenía del condado de Wicklow y era un hombre callado y capaz que hablaba en voz baja. Harris había sido maestro de escuela y era inteligente, culto y demasiado aficionado a la ginebra, motivo por el cual era entonces soldado, pero era un hombre divertido y leal. Dan Hagman, con cuarenta y tantos años, era el mayor de todos, y había sido cazador furtivo en Cheshire antes de que la ley lo capturara y lo condenara a servir en el ejército. No había mejor tirador en ninguna compañía de fusileros. Perkins era el más joven, lo bastante joven como para ser el nieto de Hagman; y había sido un golfillo callejero en Londres, igual que Sharpe, pero estaba aprendiendo a ser un buen soldado. Estaba aprendiendo que la disciplina unida a la ferocidad era imbatible. Todos eran unos buenos soldados y Sharpe se alegró de tenerlos. En aquel momento el general de brigada soltó un grito que logró reprimir, pero no pudo contener un prolongado quejido. Geoghegan le había quitado las botas a Moon, lo cual debió de dolerle terriblemente; de algún modo consiguió quitarle los pantalones, y en aquel momento colocaba dos de los palos que había traído Sharpe a lo largo de la pantorrilla rota y envolvió el miembro con una de las perneras de los pantalones del general de brigada de modo que sujetara los palos. Aumentó la presión enroscando la pernera como si quisiera escurrirla. Siguió apretando hasta que el general de brigada se quejó entre dientes. Entonces Geoghegan miró a Sharpe con una sonrisa.
—¿Me ayuda, señor? Usted sujete la pantorrilla del general, señor, y cuando yo le diga dé un tirón fuerte y brusco.
—Por el amor de Dios —logró decir el general de brigada.
—Nunca he visto a nadie tan valiente como usted, señor —le dijo Geoghegan, y le dirigió una sonrisa tranquilizadora a Sharpe—. ¿Está preparado, señor?
—¿Tengo que tirar muy fuerte?
—Un buen tirón, señor, como si tirara de un cordero que no quiere nacer. ¿Está listo? ¡Agárrelo bien, señor, con las dos manos! ¡Ahora!
Sharpe tiró y el general de brigada dejó escapar un grito agudo. Geoghegan apretó aún más la tela y Sharpe oyó claramente el chasquido del hueso al ponerse en su sitio. Geoghegan le acariciaba la pierna al general de brigada.
—Ahora está perfectamente, señor, está como nuevo. —Moon no respondió y Sharpe se dio cuenta de que el general de brigada se había desmayado, o bien se había quedado mudo de la impresión.
Geoghegan entablilló el miembro con los palos y la red.
—No puede caminar con ella, al menos durante un tiempo, pero le haremos unas muletas y pronto estará bailando como un poni.
Sonaron los rifles, Sharpe se dio la vuelta y corrió cuesta abajo hasta el lugar donde los casacas verdes estaban arrodillados en la hierba. Se hallaban situados a menos de ciento cincuenta metros del río y a unos dieciocho por encima de él y los franceses se encontraban agachados en el agua. Habían intentado desencallar las barcazas de los guijarros tirando de ellas, pero las balas habían puesto fin a sus esfuerzos y ahora los soldados estaban utilizando los cascos de los pontones como protección. Un oficial se adentró corriendo en el bajío, probablemente gritándoles a sus hombres que se pusieran de pie y volvieran a intentarlo. Sharpe apuntó al oficial, apretó el gatillo y el rifle le golpeó en el hombro al tiempo que una chispa del pedernal le provocó escozor en el ojo derecho. Cuando el humo se disipó vio que el oficial regresaba corriendo a la orilla presa del pánico, sujetando con una mano la vaina de la espada para que no tocara el agua en tanto que con la otra agarraba el sombrero. Slattery disparó una segunda vez y astilló uno de los pontones. El siguiente disparo de Harper arrojó a un hombre al río y se formó un remolino de sangre en el que el hombre se sacudió mientras la corriente lo arrastraba.
Harris disparó y la mayoría de los franceses se alejaron de los pontones vadeando, refugiándose tras unas rocas grandes de la orilla.
—Que no se muevan de ahí —dijo Sharpe—. En cuanto intenten mover las barcazas, mátenlos.
Sharpe volvió a lo alto de la colina. El general de brigada estaba apoyado contra una roca.
—¿Qué esta ocurriendo? —preguntó.
—Los comerranas tratan de salvar las barcazas, señor. Se lo estamos impidiendo.
El estruendo de los cañones franceses del fuerte Josefina resonó por el valle del río.
—¿Por qué disparan? —quiso saber el general de brigada, irritado.
—Me imagino, señor —respondió Sharpe—, que algunos de nuestros muchachos intentan utilizar el pontón como bote para venir a buscamos. Y los franchutes les están disparando.
—¡Mierda! —exclamó Moon. Cerró los ojos e hizo una mueca de dolor—. Supongo que no tendrá usted un poco de brandy, ¿eh?
—No, señor; lo siento, señor. —Sharpe hubiera apostado un penique contra las joyas de la corona a que al menos uno de sus soldados tenía brandy o ron en la cantimplora, pero que lo asparan si iba a quitárselo para dárselo al general de brigada—. Tengo agua, señor —le dijo, ofreciéndole su cantimplora.
—¡Al cuerno su agua!
Sharpe consideró que podía confiar en que sus fusileros se comportaran con sensatez hasta que consiguieran cruzar el río, pero los seis fugitivos del 88.º eran otro cantar. El 88.º eran los Connaught Rangers y algunos soldados lo consideraban el regimiento más temible de todo el ejército, aunque también tenían fama de poseer una endémica falta de disciplina. Los seis rangers estaban a las órdenes de un sargento desdentado y Sharpe, consciente de que si el sargento estaba de su lado lo más probable era que los demás soldados no causaran problemas, se acercó a él.
—¿Cómo se llama, sargento? —le preguntó Sharpe.
—Noolan, señor.
—Quiero que vigile ese punto —le dijo Sharpe al tiempo que señalaba al norte, hacia la cima de la colina situada por encima del risco—. Estoy esperando que un batallón de condenados franchutes venga por encima de esa colina; cuando lo hagan, avíseme claramente.
—Le avisaré, señor —prometió Noolan—, lo anunciaré como si dispusiera de un coro entero, se lo aseguro.
—Si vienen tendremos que dirigirnos al sur —dijo Sharpe—. Sé que el 88.º es bueno, pero no creo que sean suficientes para poder rechazar a todo un batallón francés.
El sargento Noolan miró a sus cinco soldados, consideró la afirmación de Sharpe y asintió seriamente con la cabeza.
—Tiene razón, señor, no somos suficientes. ¿Y qué es lo que piensa hacer, señor, si no le importa que se lo pregunte?
—Espero que los franceses se cansen de nosotros y se larguen —le explicó Sharpe—. Entonces podremos tratar de reflotar uno de esos pontones y cruzar el río. Explíqueselo a sus soldados, sargento. Quiero llevarlos de vuelta a casa, y la mejor manera de volver a casa es siendo pacientes.
Una repentina ráfaga de disparos hizo que Sharpe volviera a la posición de Harper. Los franceses estaban realizando otro intento de liberar los pontones pero en esta ocasión habían hecho una cuerda uniendo los portafusiles y tres soldados la estaban atando valientemente a uno de los postes maestros. Uno de los soldados había sido alcanzado y regresaba a la orilla cojeando. Sharpe empezó a recargar su rifle, pero antes de que hubiera atacado la bala envuelta con cuero en el cañón, los franceses que quedaban regresaron corriendo a su refugio, llevándose la cuerda con ellos. Sharpe vio que la cuerda salía empapada del río cuando los soldados tiraron de ella. La cuerda se estiró y se tensó y Sharpe imaginó que casi todos los franceses debían de estar tirando de ella, pero no podía hacer nada al respecto puesto que estaban ocultos por la gran roca. La cuerda cimbreó y Sharpe creyó ver que los pontones se movían ligeramente, o quizá fuera su imaginación; entonces la cuerda se partió y los fusileros de Sharpe se mofaron a voz en cuello.
Sharpe miró río arriba. Cuando se rompió el puente quedaron siete u ocho pontones en el lado británico y estaba seguro de que a alguien se le habría ocurrido utilizar uno de ellos como barcaza de rescate, pero no apareció ningún bote, y a estas alturas imaginaba que los cañones franceses habían abierto una brecha en los pontones o bien habían alejado de la costa a las cuadrillas de trabajo. Todo ello sugería que el rescate era una esperanza remota, lo cual lo situaba ante la necesidad de salvar una de las seis barcazas encalladas.
—¿Esto no le recuerda nada? —le preguntó Harper.
—Intentaba no pensar en ello —contestó Sharpe.
—¿Cómo se llamaban esos ríos?
—El Duero y el Tajo.
—Y en ellos tampoco había ni un maldito bote, señor —comentó Harper alegremente.
—Al final los encontramos —repuso Sharpe. Hacía ya dos años su compañía quedó atrapada en la orilla del Duero en la que no debían estar. Después, al cabo de un año, Harper y él habían quedado encallados en el Tajo. Sin embargo, en ambas ocasiones hallaron la manera de regresar y ahora volvería a hacerlo, pero deseaba que esos condenados franceses se marcharan. En cambio, las tropas ocultas detrás del risco mandaron un mensajero al fuerte Josefina. El hombre subió por la pendiente con dificultad y todos los fusileros se volvieron para apuntarle, echando atrás los pedernales de sus armas, pero el soldado no dejaba de volver la vista atrás, de esconderse y agacharse; su miedo era palpable e incluso divertido, de modo que ninguno de ellos apretó el gatillo.
—Se encontraba demasiado lejos —dijo Harper. Hagman podría haberlo abatido, pero lo cierto era que todos los fusileros sintieron lástima por el francés que había demostrado su valentía arriesgándose al fuego de los rifles.
—Ha ido a buscar ayuda —dijo Sharpe.
Después no ocurrió nada durante un largo rato. Sharpe se tumbó boca arriba y observó un halcón que se deslizaba por el cielo, allá en lo alto. A veces un francés se asomaba por las rocas de abajo, veía que los fusileros seguían allí y se escondía de nuevo. Al cabo de una hora aproximadamente un hombre les hizo señas, salió cautelosamente de detrás de la roca e hizo la mímica de desabrocharse los pantalones.
—Ese cabrón quiere mear, señor —dijo Harris.
—Déjele —repuso Sharpe, y alzaron los rifles de manera que los cañones apuntaron al cielo. Una sucesión de franceses se acercaron al río y al terminar les dieron las gracias por señas educadamente. Harper les devolvió el saludo. Sharpe fue de un soldado a otro y se encontró con que entre todos no tenían más que tres pedazos de galleta. Hizo que uno de los soldados del sargento Noolan humedeciera la galleta con agua y la dividiera a partes iguales, pero fue una cena miserable.
—No podemos pasar sin comida, Sharpe —se quejó Moon. El general de brigada había mirado la división de las galletas con ojos brillantes y Sharpe tuvo la seguridad de que pretendía reclamar un pedazo más grande, de manera que anunció en voz alta que todos obtendrían exactamente la misma porción. Ahora Moon tenía más malas pulgas que de costumbre.
—¿Cómo propone que nos alimentemos? —quiso saber.
—Tendremos que pasar hambre hasta mañana por la mañana, señor.
—¡Santo Dios encarnado! —masculló Moon.
—¡Señor! —gritó el sargento Noolan y, al volverse, Sharpe vio que dos compañías francesas habían aparecido junto al risco. Habían formado una línea de tiradores para no convertirse en blanco fácil de los fusileros.
—¡Pat! —gritó Sharpe cuesta abajo—. ¡Vamos a replegarnos! ¡Suban!
Se dirigieron al sur, llevando de nuevo al general de brigada, recorriendo pesadamente las pendientes escarpadas para no perder de vista el río. Los franceses los persiguieron durante una hora y luego parecieron contentarse con el mero hecho de haber alejado a los fugitivos de los pontones varados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Moon.
—Esperaremos aquí, señor —contestó Sharpe. Se hallaban en la cima de una colina donde las rocas los protegían y tenían una magnífica vista en todas direcciones. El río discurría hacia el oeste, vacío, en tanto que a lo lejos, al este, Sharpe distinguió un camino que serpenteaba por entre las colinas.
—¿Cuánto tiempo hemos de esperar? —preguntó Moon en tono insidioso.
—Hasta que oscurezca, señor. Entonces iré a ver si los pontones siguen en el mismo sitio.
—¡Pues claro que no estarán! —comentó Moon, dando a entender que Sharpe era idiota si creía lo contrario—, pero supongo que será mejor que lo compruebe.
Sharpe no necesitaba haberse molestado porque, en la penumbra, vio el humo que se alzaba por encima del río y al caer la noche se percibió un resplandor al otro lado de la colina. Se dirigió al norte, llevándose con él al sargento Noolan y a dos soldados del 88.º y vieron que, al no haber conseguido liberar los pontones, los franceses se habían asegurado de inutilizarlos. Las barcazas estaban ardiendo.
—Es una lástima —dijo Sharpe.
—Al general de brigada no le va a hacer ninguna gracia, señor —comentó Noolan alegremente.
—No, ninguna —asintió Sharpe.
Noolan se dirigió a sus hombres en gaélico, seguramente compartiendo con ellos su opinión sobre el descontento del general.
—¿No hablan inglés? —le preguntó Sharpe.
—Fergal no —respondió Noolan, que señaló a uno de los soldados con un movimiento de la cabeza—, y Padraig lo hará si le grita, señor, pero si no le grita no entenderá ni jota.
—Dígales que me alegro de que estén con nosotros —dijo Sharpe.
—¿Se alegra? —Noolan parecía sorprendido.
—Estábamos a su lado en la sierra de Bussaco —le explicó Sharpe.
Noolan sonrió en la oscuridad.
—Ése sí que fue un buen combate, ¿eh? No dejaban de venir y nosotros seguíamos matándolos.
—Y ahora, sargento —siguió diciendo Sharpe—, parece que usted y yo nos tendremos que aguantar mutuamente unos cuantos días.
—Eso parece, señor —asintió Noolan.
—De manera que tendrá que aceptar mis normas.
—Tiene normas, ¿eh, señor? —preguntó Noolan con cautela.
—No les robarán a los civiles a menos que se estén muriendo de hambre, no se emborracharán sin mi permiso y combatirán como si tuvieran detrás al mismísimo diablo.
Noolan lo consideró.
—¿Y qué pasa si rompemos las normas? —preguntó.
—No se rompen, sargento —repuso Sharpe con aire sombrío—, sencillamente no se rompen.
Regresaron para disgustar con sus noticias al general de brigada.
* * * *
En un determinado momento de la noche el general de brigada mandó a Harris a despertar a Sharpe, que de todos modos estaba medio despierto porque tenía frío. Sharpe le había dado su capote al general que, como no tenía casaca, había exigido que uno de los hombres le cediera algo con lo que taparse.
—¿Hay algún problema? —le preguntó Sharpe a Harris.
—No lo sé, señor. Su excelencia sólo me ha dicho que quiere que vaya, señor.
—He estado pensando, Sharpe —le anunció el general de brigada cuando Sharpe llegó.
—¿Ah sí, señor?
—No me gusta que esos hombres hablen irlandés. Les dirá que utilicen el inglés. ¿Me ha oído?
—Sí, señor —dijo Sharpe, que hizo una pausa. ¿El general lo había despertado para decirle eso?—. Se lo diré, señor, pero algunos de ellos no hablan inglés, señor.
—¡Pues ya pueden ir aprendiendo! —espetó el general de brigada. No podía dormir de dolor y ahora quería hacer extensivo su sufrimiento—. Uno no puede fiarse de ellos, Sharpe. Traman algo, lo sé.
Sharpe se preguntó cómo podía hacer entrar en razón a Moon, pero antes de que pudiera decir nada el fusilero Harris intervino.
—Perdóneme, señor —dijo Harris respetuosamente.
—¿Está hablando conmigo, fusilero? —preguntó el general de brigada, asombrado.
—Sí, señor, con su permiso. ¿Podría decir algo, señor, con todo respeto?
—Adelante, hombre.
—Lo que ocurre es que, tal como ha dicho el señor Sharpe, no hablan inglés, pues son unos papistas ignorantes, señor, y sólo estaban discutiendo si sería posible construir un bote o una balsa, señor, y como mejor lo hacen es en su propio idioma, señor, porque conocen las palabras, no sé si me sigue, señor.
El general de brigada, a quien Harris había ablandado completamente, pensó en ello.
—¿Usted habla su maldito idioma? —le preguntó.
—Así es, señor —contestó Harris—, y también francés, portugués, español y un poco de latín.
—¡Santo Dios encarnado! —exclamó el general de brigada tras quedarse mirando a Harris unos instantes—. Pero es usted inglés, ¿no?
—¡Oh, sí, señor! Y estoy orgulloso de serlo.
—¡Cómo no! Así pues, ¿puedo confiar en que me avisará si los paddies traman algo?
—¿Los paddies, señor? ¡Ah, los irlandeses! Sí, señor, por supuesto, señor, será un placer, señor —dijo Harris con entusiasmo.
Poco antes de amanecer se oyeron unas explosiones río arriba. Sharpe miró hacia el norte pero no vio nada. Con las primeras luces del día divisó una espesa humareda sobre el valle del río, pero no tenía modo de saber qué era lo que había provocado aquel humo, de manera que envió a Noolan y a dos de sus hombres a que averiguaran lo que había ocurrido.
—No abandonen la cima de las colinas —le dijo al sargento del 88.º— y estén alerta por las patrullas francesas.
—Ha sido una decisión estúpida —dijo el general de brigada cuando los tres soldados se hubieron marchado.
—¿Ah sí, señor?
—No va a volver a ver a esos hombres, ¿no es cierto?
—Yo creo que sí los volveremos a ver, señor —respondió Sharpe en tono suave.
—Maldita sea, hombre, conozco a los paddies. Mi primer cargo fue en el 18.º. Cuando me nombraron capitán logré escapar para irme con los fusileros. —Lo cual significaba, pensó Sharpe, que el general de brigada había comprado la salida del 18.º para unirse a los más simpáticos fusileros de su condado natal.
—Creo que pronto verá al sargento Noolan, señor —dijo Sharpe con tesón—, y mientras esperamos me dirigiré al sur. Buscaré comida, señor.
Sharpe llevó consigo a Harris y los dos recorrieron el terreno elevado por encima del río.
—¿Qué tal habla el gaélico, Harris? —le preguntó Sharpe.
—Sólo conozco dos o tres palabras, señor —contestó Harris—, y ninguna de ellas puede repetirse en compañía de la alta sociedad.
Sharpe se rió.
—Bueno, ¿qué hacemos, señor? —inquirió Harris.
—Cruzar el maldito río —repuso Sharpe.
—¿Cómo, señor?
—No lo sé.
—¿Y si no podemos?
—Pues supongo que seguiremos hacia el sur —dijo Sharpe. Intentó recordar los mapas que había visto del sur de España y tenía una idea de que el Guadiana se unía al mar a una buena distancia al oeste de Cádiz. No tenía sentido intentar llegar a Cádiz por tierra, pues dicho puerto se hallaba bajo asedio francés, pero cuando alcanzaran la desembocadura del río podría encontrar un barco que los llevara hacia el norte, hacia Lisboa. Las únicas embarcaciones que había frente a la costa eran naves aliadas y tenía la impresión de que la armada británica patrullaba el litoral. Llevaría tiempo, eso ya lo sabía, pero en cuanto llegaran al mar sería como si estuvieran en casa—. De todos modos, si tenemos que ir andando hasta el mar —añadió— preferiría hacerlo por la otra orilla.
—¿Porque es la de Portugal?
—Exactamente —contestó Sharpe—, y porque son más amistosos que los españoles. Además, en ese lado no hay franchutes.
Las esperanzas que Sharpe tenía de cruzar el río aumentaron tras recorrer unos tres kilómetros, cuando llegaron a un lugar donde la colina descendía hacia una amplia ensenada donde el Guadiana se ensanchaba de manera tal que parecía un lago. Un río más pequeño afluía desde el este y en la ensenada, donde confluían los dos ríos, aparecía una pequeña ciudad de casas blancas. Dos campanarios asomaban por entre los tejados.
—Allí tiene que haber un transbordador —dijo Harris—, o barcos de pesca.
—A menos que los comerranas lo quemaran todo.
—Entonces cruzaremos flotando sobre una mesa —dijo Harris—, y al menos ahí abajo encontraremos comida, señor, y eso le gustará a su señoría.
—Quiere decir que al general de brigada Moon le resultará agradable —replicó Sharpe en un suave tono de reprobación.
—Y también le gustará ese lugar, ¿no? —dijo Harris, señalando una gran casa con establos situada al norte de la pequeña ciudad. La casa estaba pintada de blanco y tenía dos pisos con una docena de ventanas en cada uno, mientras que en el ala este había una vieja torre de un castillo, ahora en ruinas. Por las chimeneas de la casa salía humo.
Sharpe sacó el catalejo y examinó la vivienda. Los postigos de las ventanas estaban cerrados y los únicos indicios de vida los constituían unos hombres que reparaban el muro de un bancal en uno de los muchos viñedos que cubrían las cuestas cercanas, así como otro hombre inclinado sobre un surco en un huerto situado junto al Guadiana. Sharpe fue moviendo el catalejo hacia un lado y vio lo que parecía un cobertizo para botes en la orilla del río. Sharpe le dio el catalejo a Harris.
—Preferiría ir a la ciudad —dijo.
—¿Y eso por qué, señor? —preguntó Harris al tiempo que miraba la casa a través del catalejo de Sharpe.
—Porque esa casa no ha sido saqueada, ¿verdad? El huerto está en perfecto orden. ¿Qué le sugiere eso?
—¿Que el propietario ha hecho un trato con los franceses?
—Es lo más probable.
Harris pensó en ello.
—Si son amigos de los franchutes, señor, quizá haya un bote en el cobertizo que hay junto al río.
—Tal vez —repuso Sharpe sin mucha convicción. Se abrió una puerta en el patio junto al viejo castillo en ruinas y vio que alguien salía a la luz del sol. Codeó suavemente a Harris, señaló y el fusilero desplazó el catalejo.
—Sólo es una vieja que tiende la colada —dijo Harris.
—Podremos hacer que nos laven las camisas —dijo Sharpe—. Vamos, vayamos a buscar al general de brigada.
Volvieron por las altas colinas y encontraron a Moon de un humor triunfante porque el sargento Noolan y sus hombres no habían regresado.
—¡Ya se lo dije, Sharpe! —exclamó Moon—. No se puede confiar en ellos. Ese sargento tenía un aspecto decididamente sospechoso.
—¿Cómo tiene la pierna, señor?
—Me duele, caray. No se puede evitar, ¿eh? Así pues, ¿dice que hay una ciudad bastante grande?
—Al menos es un pueblo grande, señor. Tiene dos iglesias.
—Esperemos que haya un médico que conozca bien su oficio. Puede echar un vistazo a esta dichosa pierna, y cuanto antes mejor. Pongámonos en marcha, Sharpe. Estamos perdiendo el tiempo.
No obstante, en aquel preciso momento reapareció el sargento Noolan por el norte y el general de brigada no tuvo más remedio que esperar a que los tres soldados del 88.º se reunieran con ellos. Noolan, con su rostro alargado más lúgubre que nunca, trajo noticias desalentadoras.
—Hicieron volar el fuerte, señor —le dijo a Sharpe.
—¡Hable conmigo, hombre, hable conmigo! —insistió Moon—. Soy yo quien está al mando.
—Lo siento, su señoría —dijo Noolan, que se quitó rápidamente el maltrecho chacó—. Los nuestros, señor, hicieron volar el fuerte y se han ido.
—¿Se refiere al fuerte José? —preguntó Moon.
—¿Se llama así, señor? El que está al otro lado del río, señor, lo volaron a conciencia, ya lo creo. Arrojaron los cañones por encima del parapeto y en la colina no quedan más que menuzos.
—¿No quedan más que qué?
Noolan le dirigió una mirada de impotencia a Sharpe y lo intentó de nuevo:
—Pedazos, señor, añicos.
—¿Y dice usted que nuestros compañeros se han marchado? ¿Cómo demonios sabe que se han marchado?
—Porque los franchutes están allí, señor, ya lo creo. Utilizan un bote. Iban de un lado a otro, señor, de un lado a otro mientras los observábamos.
—¡Santo Dios encarnado! —exclamó Moon, asqueado.
—Lo ha hecho muy bien, Noolan —dijo Sharpe.
—Gracias, señor.
—Y estamos bien jodidos —terció el general de brigada con irritación— porque nuestras fuerzas se han largado y nos han dejado aquí.
—En tal caso, señor —sugirió Sharpe—, cuanto antes lleguemos a la ciudad y encontremos un poco de comida, mejor.
Harper, al ser el más fuerte, portaba el extremo delantero de la parihuela del general, mientras que el más alto de los Connaught Rangers llevaba el trasero. Tardaron tres horas en recorrer la corta distancia y cuando llegaron a la larga colina que se alzaba por encima de la gran casa y de la pequeña ciudad ya era más de media mañana.
—Nos dirigiremos allí —anunció Moon en cuanto divisó la vivienda.
—Creo que podrían ser afrancesados, señor —señaló Sharpe.
—Hable en inglés, hombre, hable en inglés.
—Creo que son simpatizantes de los franceses, señor.
—¿Cómo puede saberlo?
—Porque la vivienda no ha sido saqueada, señor.
—No puede conjeturar tal cosa —dijo el general de brigada sin mucha convicción. Las palabras de Sharpe le habían dado que pensar, pero aun así la casa lo atraía como un imán. Prometía comodidad y la compañía de personas de alcurnia—. Aunque sólo hay una manera de averiguarlo, ¿no es cierto? —proclamó—. ¡Que no es otra que ir hasta allí! De modo que en marcha.
—Creo que deberíamos dirigirnos a la ciudad, señor —insistió Sharpe.
—Y yo creo que debería callarse, Sharpe, y obedecer mis órdenes.
Así pues, Sharpe se calló y descendieron por la ladera, cruzando por las viñas superiores y luego bajo las pálidas hojas de un olivar. Pasaron trabajosamente la camilla del general por encima de un muro de piedra y se acercaron a la casa a través de amplios huertos con cipreses, naranjos y arriates en barbecho. Había un estanque grande, lleno de hojas marrones y agua estancada, y luego un paseo con estatuas. Las estatuas eran todas de santos retorciéndose en su agonía. Sebastián aferraba el asta de una flecha que le atravesaba las costillas, Inés miraba hacia el cielo con serenidad a pesar de la espada que tenía en el cuello mientras que, a su lado, Andrés se hallaba colgado boca abajo en la cruz. Había hombres padeciendo el suplicio de ser quemados, mujeres que eran destripadas, todos ellos conservados en mármol blanco manchado por los líquenes y los excrementos de pájaro. Los soldados harapientos miraban las estatuas con unos ojos como platos, y los católicos que había entre ellos se persignaron mientras Sharpe buscaba con la mirada alguna señal de vida en la casa. Las ventanas permanecían cerradas, pero el humo seguía saliendo de una chimenea. Se abrió la puerta grande, que daba a una terraza con balaustrada, y un hombre vestido de negro salió a la luz del sol y aguardó allí, como si los hubiera estado esperando.
—Será mejor que observemos el decoro —dijo Moon.
—¿Señor? —preguntó Sharpe.
—¡Por el amor de Dios, Sharpe! ¡Aquí viven personas de la alta burguesía! No querrá que se les llene el salón de soldados rasos, ¿verdad? Usted y yo podemos entrar, pero los soldados tendrán que encontrar las dependencias de los criados.
—¿Quiere que dejen su camilla fuera, señor? —preguntó Sharpe en tono inocente, y le pareció oír una ligera risotada de Harper.
—No sea ridículo, Sharpe —dijo el general de brigada—. Antes pueden llevarme dentro.
—Sí, señor.
Sharpe dejó a los soldados en la terraza y acompañó al general a una amplia habitación de mobiliario oscuro y de cuadros lúgubres que en su mayoría representaban escenas de martirio. Allí ardían más santos, o miraban extasiados mientras los soldados los ensartaban, y encima de la repisa de la chimenea había una pintura de la crucifixión a tamaño natural. El cuerpo pálido de Jesucristo aparecía surcado de sangre y tras él una enorme tormenta eléctrica desataba sus rayos sobre una ciudad acobardada. En el otro extremo de la habitación colgaba un crucifijo hecho de una madera tan oscura que resultaba renegrida, y debajo de él había un altar privado cubierto con una tela negra sobre la cual descansaba un sable entre dos velas apagadas.
El hombre que había salido a recibirlos era un sirviente que informó al general de brigada de que la marquesa se reuniría con él muy pronto, preguntándole a continuación si sus invitados necesitaban alguna cosa. Sharpe hizo lo que pudo para traducirlo, utilizando más portugués que español para hablar con el criado.
—Dígale que necesito desayunar, Sharpe —le ordenó el general—. Y un médico.
Sharpe transmitió la petición y añadió que sus soldados necesitaban comida y agua. El criado hizo una reverencia y dijo que llevaría a los soldados a la cocina. Dejó a Sharpe a solas con Moon, que en aquellos momentos se encontraba tendido sobre un diván.
—¡Este dichoso mueble no podía ser más incómodo! —dijo el general. Hizo una mueca al notar una punzada de dolor en la pierna y alzó la vista hacia los cuadros—. ¿Cómo es que viven en un ambiente tan tenebroso?
—Supongo que son religiosos, señor.
—¡Todos somos religiosos, hombre, pero eso no significa que colguemos cuadros de torturas en nuestras paredes! ¡Santo Dios encarnado! Unos cuantos paisajes y algunos retratos de familia no tienen nada de malo. ¿Dijo que había una marquesa?
—Sí, señor.
—Bueno, esperemos que sea más agradable a la vista que sus condenadas pinturas, ¿eh?
—Creo que debería comprobar si los soldados están bien instalados, señor —dijo Sharpe.
—Buena idea —repuso Moon, insinuando sutilmente que Sharpe estaría mejor en las dependencias de los criados—. Tómese su tiempo, Sharpe. ¿Ese tipo entendió que necesito un médico?
—Sí, señor.
—¿Y comida?
—Eso también lo sabe, señor.
—Ruego a Dios que traiga ambas cosas antes de que anochezca. ¡Ah, Sharpe! Haga venir a ese joven tan listo, ése que habla varios idiomas, para que me haga de traductor. Pero dígale que primero se adecente un poco. —El general de brigada sacudió la cabeza para despedir a Sharpe, que salió ala terraza y encontró el camino por un callejón, cruzando luego el patio de los establos hasta llegar a una cocina encalada en la que había jamones colgados y que olía a humo de leña, queso y pan horneándose. Había un crucifijo sobre la gran chimenea, en la que dos cocineras estaban atareadas frente a un fogón ennegrecido. Otra mujer trabajaba la masa en una larga mesa bien fregada.
Harper le sonrió a Sharpe y le señaló los quesos, los jamones y los dos grandes barriles de vino en sus correspondientes soportes.
—Se diría que no hay ninguna guerra, ¿verdad, señor?
—Ha olvidado una cosa, sargento.
—¿Qué, señor?
—Hay un batallón de infantería francesa a medio día de marcha.
—Sí, así es.
Sharpe se acercó a los barriles gemelos y dio unos golpecitos en el que tenía más cerca.
—Ya conocen las normas —les dijo a los soldados que miraban—. Si alguno de ustedes se emborracha haré que deseen no haber nacido. —Los hombres lo miraron con solemnidad. Sabía que lo que debería hacer era sacar fuera los dos barriles y romperlos, pero si querían emborracharse todavía podían encontrar licor en una vivienda de semejantes dimensiones. Dejabas a un inglés en un páramo y no tardaría en encontrar un bar—. Podría ser que tuviéramos que salir de aquí a toda prisa —les explicó—, por eso no quiero que se emborrachen. Cuando lleguemos a Lisboa les prometo que los llenaré tanto de ron que no podrán mantenerse en pie durante una semana. Pero hoy no, muchachos, ¿de acuerdo? Hoy permanecerán sobrios.
Los soldados asintieron con la cabeza y Sharpe se colgó el rifle al hombro.
—Voy a montar guardia hasta que hayan comido —le dijo a Harper—. Después reléveme con otros dos. ¿Vio esa torre perteneciente un viejo castillo?
—Era imposible no verla, señor.
—Estaré allí. Una cosa, Harris. Tiene que hacerle de intérprete al general.
Harris se estremeció.
—¿Debo hacerlo, señor?
—Sí, debe hacerlo, maldita sea. Y primero tiene que adecentarse un poco.
—Lo que usted mande, señor —respondió Harris.
—¡Otra cosa, Harris! —dijo el sargento Harper.
—¿Sargento?
—Si los paddies causamos algún problema asegúrese de decírselo a su señoría
—Lo haré, sargento, se lo prometo.
Sharpe se dirigió a la torre que constituía el extremo este del patio de los establos. Subió al parapeto que se encontraba a unos doce metros por encima del suelo y desde donde se dominaba una buena vista del camino que iba hacia el este a lo largo del río más pequeño. Era el camino que utilizarían los franceses si decidían acudir. ¿Vendrían? Sabían de un grupo de tropas británicas encallado en la orilla española del río pero ¿se molestarían en perseguirlos? Tal vez se limitaran a mandar a una partida de forrajeadores. Era evidente que aquella gran casa había eludido las habituales crueldades francesas, lo cual se debía indudablemente a que la marquesa era una afrancesada, y ello significaba que debía de estar aprovisionando a las guarniciones galas. Entonces, ¿se habrían abstenido también los franceses de saquear la ciudad? Si así era, ¿había algún bote? Si lo había podrían cruzar el río en cuanto al general de brigada lo hubiera visto un médico, si es que había alguno disponible en los alrededores. Y cuando llegaran a la otra orilla, ¿entonces qué? Las tropas del general de brigada habían volado el fuerte José y se estaban replegando hacia el oeste, de vuelta al Tajo, y mientras Moon tuviera la pierna rota no había ninguna esperanza de poder alcanzarlas. Por un momento Sharpe se preocupó, mas decidió que no era su problema. El general de brigada Moon era el oficial superior, así que Sharpe se limitaría a esperar órdenes. Mientras tanto les diría a sus hombres que le hicieran unas muletas al general.
Miró hacia el este. Las laderas del valle aparecían pobladas de parras y unos cuantos hombres trabajaban allí, apuntalando uno de los muros de piedra que sostenían los bancales. Un jinete se dirigía tranquilamente hacia el este y un niño conducía dos cabras por el camino, pero aparte de eso no había ningún otro movimiento excepto el de un halcón que planeaba por un cielo sin nubes. Todavía era invierno, pero el sol irradiaba una calidez sorprendente. Al darse la vuelta distinguió un meandro del río por detrás de la casa y, en la otra orilla del Guadiana, las montañas portuguesas.
Harper lo relevó, acompañado de Hagman y Slattery.
—Harris ha vuelto, señor. Parece ser que la dama habla inglés, por lo que no lo necesitan. ¿Ha ocurrido algo?
—Nada. ¿La dama?
—La marquesa, señor. Una viejecita.
—Creo que el general se esperaba algo más joven y seductor.
—Todos lo esperábamos, señor. Bueno, ¿qué hacemos si vemos a un francesito?
—Bajar hasta el río —respondió Sharpe, que miró al este—_ Si esos cabrones vienen, éste es el camino que van a utilizar, y al menos los divisaremos a unos tres kilómetros de distancia —dijo.
—Esperemos que no vengan.
—Y esperemos que no haya nadie borracho si lo hacen —añadió Sharpe.
Harper le dirigió una mirada de desconcierto, y entonces lo entendió.
—No debe preocuparse por los hombres de Connaught, señor. Harán lo que usted les diga.
—¿Ah sí?
—Tuve unas palabras con el sargento Noolan, eso es, y le dije que usted no era del todo malo a menos que lo contrariaran, en cuyo caso podría convertirse en un verdadero demonio. Y le dije que su padre era irlandés, lo cual podría ser cierto, ¿no?
—De modo que ahora soy uno de ustedes, ¿no es así? —preguntó Sharpe, divertido.
—¡Oh no, señor! No es lo bastante atractivo.
Sharpe regresó a la cocina, donde se encontró a Geoghegan trabajando la masa y a otros dos soldados de Noolan amontonando leña junto al fogón.
—Le harán huevos con jamón —le explicó el sargento Noolan—, y les hemos enseñado a hacer el té como es debido.
Sharpe se conformó con un pedazo de pan recién hecho y un trozo de queso duro.
—¿Alguno de sus hombres tiene una navaja de afeitar? —le preguntó a Noolan.
—Seguro que Liam tiene una —respondió Noolan al tiempo que señalaba con la cabeza a uno de los soldados que amontonaba leña—. Procura ir siempre bien arreglado, por deferencia hacia las damas.
—Pues quiero que se afeiten todos —dijo Sharpe—, y que nadie salga del patio de los establos. Si vienen los malditos franceses no quiero tener que ir buscando soldados perdidos. ¿Harris? Mire en los establos. A ver si puede encontrar madera para hacerle unas muletas al general de brigada.
Harris sonrió.
—Ya tiene muletas, señor. La señora tenía unas que pertenecieron a su esposo.
—¿La marquesa?
—Es una vieja bruja, señor, una viuda, ¡y menuda lengua tiene, diantre!
—¿Le han dado de comer al general?
—Sí, señor, e irá a verle un médico.
—No necesita ningún médico —gruñó Sharpe—. El soldado Geoghegan hizo un buen trabajo con su pierna.
Geoghegan sonrió de oreja a oreja.
—Así es, señor.
—Voy a echar un vistazo por ahí —dijo Sharpe—, y si vienen los malditos franchutes lleven al general de brigada hasta el río. —No estaba seguro de qué podrían hacer junto al río con los franceses pisándoles los talones, pero quizá se les ofrecería alguna escapatoria.
—¿Cree que vendrán, señor? —le preguntó Noolan.
—¡Sabe Dios qué harán esos cabrones!
Sharpe salió fuera, cruzó la terraza y bajó al huerto de la cocina. Los dos hombres que estaban trabajando allí en aquellos momentos, colocando unas plantas en unos surcos recién abiertos, se irguieron y lo observaron con recelo mientras él se dirigía al cobertizo de los botes. Se trataba de una construcción de madera sobre unos cimientos de piedra y la puerta estaba cerrada con candado. Era un candado viejo, de la medida de una manzana para cocinar, y Sharpe ni siquiera se molestó en forzarlo, sino que colocó el asa del candado contra la puerta y golpeó la base del mismo con la culata del rifle. Oyó que la cerradura se rompía en el interior, sacó el asa y abrió la puerta hacia fuera.
Y allí estaba el bote.
El bote perfecto. Parecía la barcaza de un almirante, con seis bancadas, un ancho banco de popa y una docena de largos remos ordenadamente levantados y apoyados en la línea central. La embarcación flotaba entre dos pasarelas y apenas había una sola gota de agua en el pantoque, lo cual sugería que era un bote estanco. La regala, el espejo de popa y el banco de popa habían sido pintados de blanco, pero ahora la pintura estaba desconchada, había polvo por todas partes y telarañas entre los bancos. Las ratas revelaron su presencia escarbando en la oscuridad de debajo de las pasarelas.
Sharpe oyó unos pasos a su espalda y al darse la vuelta vio que uno de los jardineros se había acercado al cobertizo. El hombre portaba una escopeta de cazar aves con la que apuntó a Sharpe y luego le habló con voz áspera. Hizo un gesto con la cabeza y movió el arma, ordenándole que se alejara del bote.
Sharpe se encogió de hombros. El cañón de la escopeta tenía al menos un metro y medio de largo. Parecía antiguo, pero eso no implicaba que no funcionara. El hombre era alto, robusto, de unos cuarenta años, y sostenía la vieja escopeta con seguridad. Volvió a ordenar a Sharpe que saliera del cobertizo y él obedeció mansamente. El hombre lo estaba reprendiendo, pero hablaba tan deprisa que Sharpe apenas entendía una palabra de cada diez, aunque comprendió lo suficiente cuando el hombre enfatizó sus palabras clavándole el cañón del arma en las costillas. Sharpe agarró el arma con la mano izquierda y golpeó al hombre con la derecha. Después le propinó una patada entre las piernas y le arrebató la escopeta.
—No hay que clavar escopetas a los oficiales británicos —le dijo Sharpe, aunque dudaba que aquel hombre lo entendiera, ni que lo oyera, en realidad, pues acabó agachado, desesperado de dolor, emitiendo un sonido parecido a un maullido. Sharpe sopló los restos de pólvora de la cazoleta del arma para que no disparara y golpeó la boca del cañón contra una piedra hasta que la bala y la pólvora cayeron. Restregó la pólvora en el suelo con los pies y luego, para asegurarse de que el arma no pudiera dispararse, arrancó el percutor de la llave y lo arrojó al río—. Tiene suerte de estar vivo —le dijo al hombre. Le lanzó la escopeta contra el vientre y contuvo el impulso de volver a patearlo. No se había dado cuenta de lo enojado que estaba. El otro jardinero retrocedió con la cabeza gacha.
Sharpe encontró al general de brigada recostado en el diván con una toalla alrededor del cuello. Un joven criado lo estaba afeitando.
—Aquí está, Sharpe —lo saludó Moon—. Se alegrará de saber que he descubierto el secreto de un buen afeitado.
—¿En serio, señor?
—Se añade un poco de zumo de lima al agua. Muy ingenioso, ¿no le parece?
Sharpe no estaba seguro de qué decir a eso.
—Hemos apostado centinelas, señor. Los soldados se están lavando un poco y hemos encontrado un bote.
—¿Para qué nos sirve ahora un bote? —preguntó Moon.
—Para cruzar el río, señor. Podemos hacer que un caballo vaya nadando detrás señor, si es que tenemos dinero para comprar uno; y si usted puede montar, señor, tendremos la oportunidad de reunirnos con nuestros compañeros. —Sharpe dudaba que hubiera alguna posibilidad de alcanzar a las seis compañías ligeras que se retiraron del fuerte José, pero tenía que darle esperanzas al general.
Moon hizo una pausa mientras el criado le enjuagaba el rostro y luego se lo secaba con una toalla.
—No vamos a ir a ninguna parte, Sharpe —dijo el general de brigada—, hasta que me haya visto la pierna un médico. La marquesa dice que el que hay en la ciudad es el más adecuado para los huesos rotos. La mujer es una vieja bruja amargada pero se está mostrando muy servicial, y me imagino que su médico será mejor que cualquier soldado paddy, ¿no cree?
—Lo que creo, señor, es que cuanto antes nos marchemos de aquí, mejor.
—No antes de que me haya visto la pierna un médico como Dios manda —repuso el general con firmeza—. Ya lo han llamado y no debería tardar. Después nos podremos marchar. Tenga preparados a los hombres.
Sharpe mandó a Noolan y a sus soldados al cobertizo del bote.
—Vigilen el dichoso bote —les dijo, después subió a la torre y se reunió con Harper, Hagman y Slattery, que montaban guardia en lo alto. Harper le dijo a Sharpe que no había ningún movimiento en el camino que iba al este—. Estén preparados para marcharse, Pat —le dijo—. Tengo un bote. Estamos esperando al general de brigada.
—¿Ha encontrado un bote? ¿Así de fácil?
—Así de fácil.
—¿Y qué vamos a hacer con él?
Sharpe lo consideró un segundo.
—Dudo que podamos alcanzar a los demás —dijo—, de manera que probablemente lo mejor sea ir río abajo. Buscar un barco británico en la costa. En cinco días llegaremos a Lisboa y en seis volveremos a estar con el batallón.
—Eso sería magnífico —comentó Harper con fervor.
Sharpe sonrió.
—¿Y Joana? —preguntó. Joana era una chica portuguesa que Harper había rescatado en Coimbra y que ahora compartía las dependencias del sargento.
—Le tengo mucho cariño a esa chica —admitió Harper sin darle importancia—. Y es una buena muchacha. Sabe cocinar, zurcir; trabaja duro.
—¿Eso es lo único que hace? —preguntó Sharpe.
—Es una buena chica —insistió Harper.
—Pues debería casarse con ella —le dijo Sharpe.
—No hay motivos para hacerlo, señor —respondió Harper en tono alarmado.
—Cuando volvamos se lo pediré al coronel Lawford —dijo Sharpe. Oficialmente sólo se permitía que acompañaran a los soldados de cada compañía seis esposas, pero el coronel podría dar su permiso para sumar una más.
Harper miró largamente a Sharpe, intentando averiguar si hablaba en serio o no, pero el semblante de Sharpe no dejó traslucir nada.
—El coronel ya tiene bastantes preocupaciones, señor, ya lo creo —dijo Harper.
—¿De qué tiene que preocuparse? Nosotros hacemos todo el trabajo.
—Pero es un coronel, señor. Tiene cosas de las que preocuparse.
—Y yo me preocupo por usted, Pat. Me preocupa que sea un pecador. Me preocupa que vaya al infierno cuando muera.
—Al menos allí podré hacerle compañía, señor.
Sharpe se rió.
—Eso es cierto, de manera que quizá no le pregunte nada al coronel.
—Se ha librado, sargento —terció Slattery, divertido.
—Sin embargo, todo depende de Moon, ¿no? —dijo Sharpe—. Si quiere cruzar el río e intentar alcanzar a los demás, eso es lo que tendremos que hacer. Si quiere ir río abajo iremos río abajo, pero de un modo u otro tendríamos que llevarle de vuelta con Joana en cuestión de una semana. —Vio aparecer un jinete en la colina del norte, aquélla desde la cual había divisado la casa y la ciudad por primera vez; sacó el catalejo pero cuando logró enfocarlo el hombre había desaparecido. Probablemente se tratara de un cazador, se Así pues, esté listo para ponerse en marcha, Pat. Y tendrán que ir a buscar al general de brigada. Ahora tiene unas muletas, pero si aparecen los dichosos franchutes tendremos que llevarlo hasta el río a toda prisa, de modo que tendrán que llevarlo ustedes.
—En el patio del establo hay una carretilla, señor —dijo Hagman—. Un carretón de estiércol.
—Lo pondré en la terraza —dijo Sharpe.
Encontró la carretilla detrás de una pila de estiércol de caballo, la llevó hasta la terraza y la dejó junto a la puerta. Ahora ya había hecho todo cuanto podía hacer. Tenía un bote que estaba vigilado, los soldados se hallaban preparados y ya todo dependía de que Moon diera las órdenes.
Se sentó frente a la puerta de la habitación en la que se encontraba el general de brigada y se quitó el sombrero para que el sol de invierno le calentara el rostro. Cerró los ojos, cansado, y en cuestión de segundos se quedó dormido con la cabeza apoyada en la pared de la casa, al lado de la puerta. Estaba soñando, y era consciente de que se trataba de un sueño agradable, pero entonces alguien le golpeó con fuerza en la cabeza y ya no hubo sueño. Se hizo a un lado como pudo, alargó la mano para coger el rifle y volvieron a golpearlo.
—¡Cachorro insolente! —chilló una voz, y la mujer volvió a golpearlo. Era una anciana, una mujer más vieja de lo que Sharpe podía imaginarse, con la tez trigueña como el barro secado al sol, llena de arrugas, grietas, malevolencia y resentimiento. Iba vestida de negro y llevaba un velo de viuda prendido en su cabello cano. Sharpe se puso de pie frotándose la cabeza allí donde ella lo había golpeado con una de las muletas que le había prestado al general de brigada—. ¿Cómo se atreve a atacar a uno de mis criados? —gritó—. ¡Bellaco descarado!
—Señora —dijo Sharpe, a falta de otra cosa que decir.
—¿Entró en mi cobertizo? —preguntó con voz chirriante—. ¿Agredió a mi criado? Si el mundo fuera un lugar respetable usted sería azotado. Mi esposo lo hubiera azotado.
—¿Su esposo, señora?
—Era el marqués de Cárdenas y tuvo la desgracia de ser embajador de la Corte de Saint James durante once tristes años. Vivíamos en Londres. Una ciudad horrible. Una ciudad inmunda. ¿Por qué atacó a mi jardinero?
—Porque él me atacó a mí, señora.
—Él dice que no.
—Si el mundo fuera un lugar respetable, señora, se preferiría la palabra de un oficial a la de un criado.
—¡Cachorro insolente! Le doy comida, refugio y me recompensa con mentiras y barbarie. ¿Y ahora quiere robar el bote de mi hijo?
—Tomarlo prestado, señora.
—No puede hacerlo —le espetó ella—. Pertenece a mi hijo.
—¿Él se encuentra aquí, señora?
—No, y ustedes tampoco deberían. Lo que harán será marcharse de aquí en cuanto el doctor haya visto a su general. Pueden llevarse las muletas, nada más.
—Sí, señora.
—Sí, señora —lo imitó ella—, ¡qué humildad! —Sonó una campanilla en el interior de la casa y la mujer se dio la vuelta—. El médico —dijo entre dientes.
Entonces apareció el soldado Geoghegan, que se acercó corriendo desde el huerto de la cocina.
—Señor —dijo con un jadeo—, allí hay unos hombres.
—¿Dónde hay hombres?
—En el cobertizo del bote, señor. Una docena. Todos armados. Creo que han venido de la ciudad, señor. El sargento Noolan me dijo que se lo comunicara y que le preguntara qué hay que hacer, señor.
—¿Están vigilando el bote?
—Así es, señor, eso es lo que están haciendo. Impiden que nos acerquemos al cobertizo, señor. Así es, señor. ¡Por Dios! ¿Qué ha sido eso?
El general de brigada había soltado un repentino aullido, seguramente cuando el doctor examinó el improvisado entablillado.
—Dígale al sargento Noolan que no tiene que hacer nada —le dijo Sharpe—. Que vigile a esos hombres y se asegure de que no se llevan el bote.
—Que no se lleven el bote, señor. ¿Y si lo intentan?
—Que lo impidan, caray. Calen las espadas —hizo una pausa y se corrigió porque sólo los fusileros hablaban de calar espadas—, calen las bayonetas, acérquense lentamente a ellos apuntándoles a la entrepierna y echarán a correr.
—Sí, señor; a la orden, señor —repuso Geoghegan con una amplia sonrisa—. Una última cosa, señor, ¿no tenemos que hacer nada más?
—Eso es lo mejor.
—¡Oh, pobre hombre! —Geoghegan miró hacia la puerta—. Si no se lo hubiera tocado se habría curado bien. Gracias, señor.
Sharpe soltó una maldición silenciosa cuando Geoghegan se marchó. Todo parecía muy sencillo al encontrar el bote, pero debería haberse imaginado que nada resultaba nunca tan fácil. Y si la marquesa había hecho venir a unos hombres de la ciudad cabía la posibilidad de que hubiera derramamiento de sangre, y aunque Sharpe no dudaba que sus soldados rechazarían a los habitantes de la ciudad, también temía sufrir dos, tres o más bajas.
—¡Maldita sea! —exclamó en voz alta y, como no se podía hacer nada más, volvió a la cocina e hizo que Harris se levantara de la mesa—. Quédese frente a la puerta de la habitación del general de brigada —le dijo— y avíseme cuando el médico haya terminado.
Regresó a la torre donde Harper seguía montando guardia.
—Todo está tranquilo, señor —informó Harper—, salvo que me pareció ver un jinete ahí arriba hará una media hora —señaló los cerros del norte—, pero ya se ha ido.
—Creo que vi lo mismo.
—Ya no está, señor.
—Estamos esperando a que el médico termine con el general para irnos —dijo Sharpe. No mencionó a los hombres que vigilaban el cobertizo del bote. Ya se ocuparía de ellos llegado el momento—. La que vive aquí es una vieja bruja amargada —comentó.
—¿La marquesa?
—Una vieja decrépita. ¡Me golpeó, la muy condenada!
—Pues algo bueno tendrá, ¿no? —sugirió Harper, y cuando Sharpe puso mala cara se apresuró a añadir—: Es curioso que los franchutes no hayan destruido este lugar, ¿no le parece, señor? ¡Me refiero a que aquí hay comida suficiente para un batallón! Y las partidas de forrajeadores deberían haber encontrado este lugar hace meses.
—Ha hecho las paces con los malditos franceses —repuso Sharpe—. Probablemente les vende comida y ellos la dejan en paz. No está de nuestro lado, eso seguro. Nos odia.
—¿Le habrá dicho a los franchutes que estamos aquí?
—Eso es lo que me preocupa —contestó Sharpe—. Podría habérselo dicho porque es una vieja malvada, eso es lo que es. —Volvió la vista hacia el camino. Algo no iba bien. Todo estaba demasiado tranquilo. Pensó que tal vez el hecho de que la marquesa protegiera el bote lo había alterado, y al pensar en el bote recordó lo que el sargento Noolan le había dicho al general de brigada aquella mañana. Los franceses habían cruzado el río. O bien habían convertido en un bote útil uno de los pontones que hubiera quedado intacto o bien tenían un bote en el fuerte Josefina, pero si los franceses tenían un bote, cualquier bote, el camino no era el único lugar por el que podían acercarse—. ¡Demonios! —exclamó en voz baja.
—¿Qué ocurre, señor?
—Vendrán por el río.
—Ahí está otra vez ese tipo —dijo Slattery, que señaló hacia la colina del norte donde, recortado contra el cielo, el jinete apareció de nuevo. El hombre se encontraba de pie en los estribos y agitaba los brazos exageradamente.
—¡Vamos! —dijo Sharpe.
El jinete debía de haberlos estado observando durante todo el día, pero su trabajo no consistía únicamente en observar, sino en avisar al coronel Vandal cuando las fuerzas del río se hubiesen acercado a la casa. Entonces avanzaría el resto del 8.º. Estaban atrapados, pensó Sharpe. Se acercaban franceses en bote y otros por el camino, y él se hallaba en medio, por lo que echó a correr, descendió por la escalera que estaba a punto de desmoronarse y, a voz en grito, ordenó al resto de sus hombres que haraganeaban frente a la cocina que bajaran hacia el río.
—¡Vamos a buscar al general de brigada! —le dijo a Harper.
La marquesa estaba en la habitación del general, viendo cómo el doctor vendaba una nueva tablilla que reemplazó el improvisado artilugio de Sharpe. Vio la alarma en el rostro de Sharpe y cacareó:
—De manera que vienen los franceses —se mofó—, vienen los franceses.
—Nos vamos, señor —dijo Sharpe, haciendo caso omiso de la mujer.
—¿No puede terminar con esto? —el general de brigada señaló el vendaje que estaba a medias.
—¡Nos vamos! —insistió Sharpe—. ¡Sargento!
Harper apartó al médico de un empujón y levantó al general.
—¡Mi sable! —protestó éste—. ¡Las muletas!
—¡Fuera! —ordenó Sharpe.
—¡Mi sable!
—¡Que vienen los franceses! —se burló la marquesa.
—Usted mandó a buscarlos, vieja bruja —le dijo Sharpe, y tentado estuvo de machacar su cara malévola, pero en lugar de eso salió fuera, donde Harper había depositado a Moon en la carretilla sin contemplaciones.
—¡Mi sable! —suplicó el general de brigada.
—Slattery, empuje la carretilla —dijo Sharpe—. Pat, tenga preparado ese fusil de descarga múltiple. —El fusil de siete cañones, más que otra cosa, asustaría a los hombres que vigilaban el barco—. ¡Aprisa! —gritó.
Moon seguía quejándose de su sable perdido, pero Sharpe no tenía tiempo que perder. Corrió delante con Harper, a través de los arbustos. Al llegar al huerto de la cocina vio al grupo de habitantes de la ciudad que montaban guardia junto al cobertizo del bote.
—¡Sargento Noolan!
—¡Señor! —fue Harris quien habló—. Mire allí, señor. ¡Maldita sea! Dos pontones, atestados con tropas francesas, se deslizaban río abajo.
—¡Dispáreles, Harris! ¡Sargento Noolan!
—¿Señor?
—En marcha. —Sharpe se unió al pequeño grupo de soldados de Connaught. Los habitantes de la ciudad los superaban en número, pero los casacas rojas tenían bayonetas y Harper se había unido a ellos con su fusil de descarga múltiple. Los rifles dispararon desde la orilla, río arriba, y los mosquetes franceses traquetearon desde los pontones. Una bala alcanzó el tejado del cobertizo y los hombres de la ciudad se encogieron—. Váyase —dijo Sharpe, esperando que su español fuera comprensible—, yo le mataré.
—¿Qué significa eso, señor? —le preguntó el sargento Noolan.
—Que se marchen o les mataremos.
Otra bala de mosquete francés golpeó el cobertizo y fue eso, quizá más que la amenaza del avance de las bayonetas, lo que acabó por disuadir a los civiles, que huyeron, y Sharpe suspiró aliviado. Llegó Slattery empujando al general de brigada y Sharpe tiró de la puerta para abrirla.
—¡Suba al general al bote! —le dijo a Slattery, y corrió hacia donde Harris y otros tres fusileros se encontraban agachados junto ala orilla. Las barcas francesas, dos pontones que se habían salvado y que eran empujados mediante toscos remos, se acercaban con rapidez y Sharpe se llevó el rifle al hombro, lo amartilló y disparó. El humo ocultó la barca francesa más cercana. Sharpe empezó a recargar y decidió que no había tiempo—. ¡Al bote! —gritó, y retrocedió a todo correr con los demás fusileros. Se arrojaron a la preciosa embarcación. Noolan ya había cortado las amarras y empujaron el bote hacia la corriente mientras desenredaban los remos. Les llegó una descarga desde las barcas francesas y uno de los soldados de Noolan soltó un gruñido y cayó de lado. Más balas de mosquete golpearon contra la regala. El general de brigada se hallaba en la proa. Los soldados se situaron rápidamente en los bancos, pero Harper ya había puesto dos de los largos remos en los toletes y, de pie, empujaba el mango de los remos. La corriente los atrapó y les hizo dar la vuelta río abajo. Llegó otro disparo proveniente de la barca más próxima y Sharpe se acercó a los soldados que estaban en medio del bote y agarró el fusil de descarga múltiple de Harper. Lo disparó contra el pontón francés y el estruendo del arma resonó en las colinas portuguesas mientras que por fin empezaron a tomar la delantera a sus perseguidores.
—¡Dios Santo! —exclamó Sharpe de puro alivio al haber conseguido escapar de milagro.
—Creo que se está muriendo, señor —dijo Noolan.
—¿Quién?
—El pobre Conor. —El hombre al que habían disparado tosía sangre que formaba una espuma rosada en sus labios.
—¡Dejó allí mi sable! —se quejó Moon.
—Lo siento, señor.
—¡Era un Bennett de los mejores!
—Ya le he dicho que lo siento, señor.
—Y había estiércol en la carretilla.
Sharpe se limitó a mirar directamente a los ojos al general de brigada y no dijo nada. El general fue el primero en apartar la mirada.
—Teníamos que marcharnos, claro —admitió a regañadientes.
Sharpe se volvió hacia los soldados sentados en los bancos.
—¿Geoghegan? Sujétele la tablilla al general. ¡Bien hecho, muchachos! Bien hecho. Nos ha ido de un pelo. Ya se hallaban fuera del alcance de los mosquetes. Los dos pontones franceses, lentos y pesados, abandonaron entonces la persecución y dieron la vuelta hacia la orilla. Sin embargo, delante de ellos, allí donde el río más pequeño se unía al Guadiana, apareció un grupo de jinetes franceses. Sharpe imaginó que serían los oficiales del 8.º que habían galopado para adelantarse al batallón. Así pues, aquellos hombres debían de estar observando cómo su presa desaparecía río abajo, pero Sharpe vio que algunos de los jinetes portaban mosquetes y se volvió hacia la popa.
—¡Aléjese de la orilla! —le dijo a Noolan, que había tomado los guardines del timón.
Sharpe recargó el rifle. Vio que cuatro de los jinetes habían desmontado, hincaban la rodilla al borde del río y apuntaban sus mosquetes. Se hallaban a su alcance, a menos de treinta metros de distancia.
—¡Fusileros! —exclamó. Apuntó su arma. Vio a Vandal. El coronel francés era uno de los oficiales arrodillados junto al río. Tenía un mosquete al hombro y parecía estar apuntando directamente a Sharpe. «¡Hijo de puta!», pensó Sharpe, que movió el rifle y encañonó el pecho de Vandal. El bote dio una sacudida y el arma se desvió de su objetivo. Sharpe corrigió la puntería e iba a enseñarle a ese cabrón las ventajas de un rifle. Empezó a apretar el gatillo sin apartar la mira del pecho del francés, pero en aquel preciso momento vio salir una humareda de las bocas de los mosquetes franceses y hubo un instante en el que toda su cabeza pareció inundarse de luz, una abrasadora luz blanca que se volvió roja como la sangre. Sintió dolor, como un relámpago dentro de la cabeza, y entonces, igual que la sangre se coagula en un cadáver, la luz se apagó y ya no pudo ver ni sentir absolutamente nada. Nada.