CAPÍTULO 1

Siempre estabas cerca del mar. En Cádiz lo percibías continuamente, con un olor casi tan intenso como la hediondez de las aguas residuales. En el sector meridional de la ciudad, cuando el viento del sur soplaba con fuerza, las olas rompían contra el malecón y rociaban los postigos de las ventanas con un golpeteo. Tras la batalla de Trafalgar, las tormentas habían azotado la ciudad durante una semana y los vientos llevaron el rocío del mar hasta la catedral derribando los andamios de su cúpula inacabada. Las olas habían cercado Cádiz y los fragmentos de barco traqueteaban contra las piedras; luego llegaron los cadáveres. Pero de eso hacía ya casi seis años y ahora España luchaba en el mismo bando que Gran Bretaña, aunque Cádiz era lo único que quedaba de España. El resto del país o bien estaba gobernado por Francia o bien no lo gobernaba nadie. Los guerrilleros rondaban las montañas, la pobreza reinaba en las calles y España entera se hallaba postrada.

Febrero de 1811. Era de noche. Otra tormenta batía la ciudad y unas olas terribles se estrellaban, blancas, contra el malecón. En la oscuridad, el vigilante veía las explosiones de espuma que le recordaban al humo de pólvora de los cañones. La violencia tenía la misma incertidumbre. Justo cuando pensaba que el oleaje ya no podía empeorar, varias olas estallaron de repente; el agua blanca afloró por encima del muro como si fuera humareda y el viento arrastró el rocío, que acribilló las paredes blancas de la ciudad como si fuera metralla.

El hombre era sacerdote. El padre Salvador Montseny iba vestido con sotana, capa y un ancho sombrero negro que debía sostener contra el embate del viento. De alta estatura, el padre Montseny contaba con treinta y tantos años, y era un predicador furibundo, apolíneo y taciturno que en aquellos momentos aguardaba guarecido bajo un pequeño arco de entrada. Se hallaba muy lejos de su casa. Ésta se encontraba en el norte, donde se había criado como hijo indeseado de un abogado viudo que se deshizo de Salvador enviándolo a un seminario. Se había hecho cura porque no sabía qué otra cosa podía ser; sin embargo, ahora desearía haber sido soldado. Él pensaba que habría sido un buen soldado; no obstante, el destino quiso convertirlo en marinero. Había sido capellán a bordo de un barco español capturado en Trafalgar y ahora, por encima de él, en la oscuridad, volvía a atronar el estrépito de la batalla. El sonido era el ruidoso gualdrapeo de las grandes colgaduras de lona que protegían la cúpula a medio construir de la catedral, pero el viento hacía que las enormes lonas sonaran como cañones. Sabía que aquellas lonas habían sido parte del velamen de la flota de guerra española, pero después de Trafalgar las pocas naves que a duras penas regresaron fueron despojadas de sus velas. En aquel entonces el padre Salvador Montseny se encontraba en Inglaterra. A la mayor parte de los prisioneros españoles los habían desembarcado rápidamente, pero Montseny era el capellán de un almirante y había acompañado a su patrón hasta la húmeda casa rural de Hampshire donde había visto caer la lluvia, nevar sobre los pastos y donde había aprendido a odiar.

También había aprendido a tener paciencia. Ahora mismo estaba siendo muy paciente. El sombrero y la capa se hallaban empapados y tenía frío, mas no se movió. Esperó. Llevaba una pistola al cinto, pero le pareció que la pólvora del cebo se habría mojado. No importaba. Tenía un cuchillo. Tocó la empuñadura, se apoyó en la pared y vio otra ola romper al final de la calle, divisó las gotas a la débil luz de una ventana con los postigos abiertos y entonces oyó los pasos.

Un hombre venía corriendo por la calle Compañía. El padre Montseny esperó, una sombra más entre las oscuras sombras, y vio que el hombre se dirigía a la puerta de enfrente. No estaba cerrada con llave. El hombre entró, el sacerdote se apresuró a seguirlo y abrió la puerta de un empujón cuando el otro fue a cerrarla.

Gracias —dijo el padre Montseny.

Se encontraban en un túnel en forma de arco que conducía al patio. Un farol parpadeaba en una hornacina y el hombre, al ver que Montseny era sacerdote, pareció aliviado.

—¿Vive aquí, padre? —le preguntó.

—Una extremaunción —respondió el padre Montseny al tiempo que se sacudía el agua de la sotana.

—Ah, esa pobre mujer de arriba —el hombre se santiguó—. Hace una noche de perros —dijo.

—Las hemos tenido peores, hijo mío, y ya pasará.

—Cierto —repuso el hombre. Entró en el patio y subió las escaleras hasta el balcón del primer piso—. ¿Es usted catalán, padre?

—¿Cómo lo ha sabido?

—Por su acento, padre. —El hombre sacó la llave, la hizo girar en la cerradura de su casa y el sacerdote pasó poco a poco junto a él, al parecer para dirigirse a las escaleras que subían al segundo piso.

El hombre abrió la puerta y se fue de bruces cuando de pronto el padre Montseny se dio media vuelta y lo empujó. El hombre cayó al suelo. Llevaba un cuchillo e intentó sacarlo, pero el sacerdote le propinó una fuerte patada bajo la barbilla. La puerta de entrada se cerró y quedaron a oscuras. El padre Montseny se arrodilló encima del pecho del hombre y le puso su cuchillo en la garganta.

—No digas nada, hijo mío —le ordenó. Palpó por debajo de la capa empapada del hombre y encontró el cuchillo, lo cogió y lo arrojó al pasaje—. Sólo hablarás cuando te pregunte. ¿Te llamas Gonzalo Jurado?

—Sí. —La voz de Jurado era apenas un susurro.

—¿Tienes las cartas de la puta?

—No —respondió Jurado, que chilló cuando el cuchillo del padre Montseny le atravesó la piel hasta tocar la mandíbula.

—Te harás daño si mientes —le dijo el sacerdote—. ¿Tienes las cartas?

—¡Sí, las tengo!

—Pues enséñamelas.

El padre Montseny dejó que Jurado se levantara. No se separó de él mientras Jurado se dirigía a una habitación que daba a la misma calle en la que el sacerdote lo había esperado. El eslabón golpeó el pedernal y se encendió una vela. Jurado vio entonces con más claridad a su asaltante y pensó que Montseny debía de ser un soldado disfrazado, pues no tenía aspecto de sacerdote. El suyo era un rostro alargado y sombrío, carente de compasión.

—Las cartas están a la venta —dijo Jurado, que a continuación soltó un grito ahogado porque el padre Montseny le había golpeado en el estómago.

—Te dije que hablaras sólo cuando te preguntara —dijo el sacerdote—. Enséñame las cartas.

La habitación era pequeña pero muy confortable. Era evidente que a Gonzalo Jurado le gustaban los lujos. Había dos divanes delante de una chimenea vacía sobre la que colgaba un espejo de marco dorado. Había alfombras en el suelo. En la pared de enfrente de la ventana destacaban tres cuadros, todos de mujeres desnudas. Debajo de la ventana que daba a la calle había una cómoda y el hombre, asustado, abrió uno de los cajones y sacó un paquete de cartas atadas con un cordón negro. Lo dejó sobre la cómoda y retrocedió.

El padre Montseny cortó el cordón y extendió las cartas sobre el tablero de cuero de la cómoda.

—¿Están todas?

—Las quince —respondió Jurado.

—¿Y la puta? —preguntó el padre Montseny—. ¿Todavía tiene alguna?

Jurado vaciló, pero entonces vio el reflejo de la luz de las velas en la hoja del cuchillo.

—Ella tiene seis.

—¿Se las guardó?

—Sí, señor.

—¿Por qué?

Jurado se encogió de hombros.

—Tal vez le baste con quince. Quizá pueda venderlas otras más adelante. Es posible que le siga teniendo cariño a ese hombre. ¿Quién sabe? ¿Quién entiende a las mujeres? Sin embargo… —Estaba a punto de hacer una pregunta, pero temió recibir un golpe por hablar cuando no le correspondía.

—Adelante —le dijo el padre Montseny al tiempo que cogía una de las cartas al azar.

—¿Cómo sabía lo de las cartas? No se lo dije a nadie, aparte de a los ingleses.

—Tu puta se confesó —dijo el padre Montseny.

—¡Caterina! ¿Fue a confesarse?

—Me dijo que lo hacía una vez al año —repuso el padre Montseny mientras le echaba un vistazo a la carta—, siempre el día de su santa patrona. Acudió a la catedral, le contó a Dios sus muchos pecados y yo le concedí la absolución en su nombre. ¿Cuánto quieres por las cartas?

—Guineas inglesas —contestó Jurado—. Quince cartas, veinte guineas cada una. —Ahora se sentía más seguro de sí mismo. Guardaba una pistola cargada en el último cajón de la cómoda. Cada día comprobaba el muelle real y cambiaba la pólvora al menos una vez al mes. Y su miedo había disminuido ahora que había comprendido que Montseny era un sacerdote de verdad. Un sacerdote aterrador, sin duda, pero aun así era un hombre de Dios—. Si prefiere pagar con dinero español, padre —siguió diciendo—, entonces las cartas serán suyas por mil trescientos dólares o duros españoles.

—¿Mil trescientos dólares? —respondió el padre Montseny con aire ausente. Estaba leyendo una de las cartas.

Estaba escrita en inglés, pero eso no le suponía ningún problema puesto que había aprendido el idioma en Hampshire. El hombre que había escrito la carta estaba profundamente enamorado y el muy idiota había puesto su amor por escrito. Ese necio había hecho promesas, y la chica a la que se las hizo resultó ser una puta, y Jurado su chulo, y ahora el chulo quería chantajear al que había escrito las cartas.

—Tengo una respuesta —el chulo se atrevió a hablar sin que lo invitaran a hacerlo.

—¿De los ingleses?

—Sí, padre. Está aquí. —Jurado señaló el último cajón de la cómoda.

El padre Montseny le dio permiso con un gesto de la cabeza, Jurado abrió el cajón y soltó un grito, pues un puño le había golpeado con tanta fuerza que lo hizo retroceder tambaleándose. Chocó contra la puerta que tenía a sus espaldas, la puerta cedió y el hombre cayó de espaldas en el dormitorio. El padre Montseny cogió la pistola del cajón, abrió el rastrillo, sopló la pólvora y arrojó el arma así inutilizada hacia los divanes cubiertos de seda.

—¿Has dicho que recibiste una respuesta? —le preguntó como si nada hubiese ocurrido.

Jurado estaba temblando.

—Dijeron que pagarían.

—¿Has concertado el intercambio?

—No, todavía no —Jurado vaciló—. ¿Usted está con los ingleses?

—No, gracias a Dios. Yo estoy con la santísima iglesia romana. Dime, ¿cómo te comunicas con los ingleses?

—Tengo que dejar un mensaje en las Cinco Torres.

—¿Dirigido a quién?

—A un tal señor Plummer.

Las Cinco Torres era un café de la calle Ancha.

—Así pues, en tu próximo mensaje, ¿le dirás a este tal Plummer dónde reunirse contigo? —preguntó el padre Montseny—. ¿Dónde tendrá lugar el intercambio?

—Sí, padre.

—Has sido muy amable, hijo mío —dijo el padre Montseny, y extendió la mano como si fuera a ayudar a Jurado a levantarse. Jurado, agradecido por la ayuda, permitió que lo levantara y hasta el último segundo no se dio cuenta de que el sacerdote lo estaba atrayendo hacia su cuchillo, que le tajó el cuello. El padre Montseny hizo una mueca cuando empujó la hoja hacia un lado. Le costó más de lo que había pensado, pero con un resoplido atravesó garganta, arteria y músculo con el acero afilado. El chulo se desplomó e hizo un ruido como de agua escurriéndose por un desagüe. Montseny sostuvo a Jurado hasta el suelo mientras éste agonizaba. Se había ensuciado, pero en la sotana negra no se notaría la sangre, que también se había escurrido a través de las tablas del suelo y gotearía en la talabartería que ocupaba gran parte de la planta baja del edificio. El chulo tardó más de un minuto en morir y mientras tanto la sangre no dejó de deslizarse por entre los tablones, pero al final Jurado murió y el padre Montseny hizo la señal de la cruz sobre el rostro del chulo y pronunció una breve plegaria por su alma difunta. Enfundó el cuchillo, se limpió las manos en la capa del muerto y regresó a la cómoda. Encontró un montón de dinero en uno de los cajones, se metió los billetes doblados en la caña de la bota izquierda y apiló las cartas. Las envolvió en una funda que le sacó a un cojín y luego, para asegurarse de que no se mojaran, se las puso debajo de la camisa, contra su piel. Se sirvió un vaso de jerez de una licorera y, mientras lo sorbía, pensó en la chica a la que iban dirigidas las cartas. Sabía que ella vivía a tan sólo un par de calles de distancia y que todavía tenía seis cartas, pero él tenía quince en su poder. Decidió que eran más que suficientes. Por otra parte, lo más probable era que la chica no estuviera en casa, sino atendiendo a algún cliente en una de las habitaciones más señoriales de Cádiz.

Apagó la vela de un soplido y volvió a la noche, en la que las olas rompían blancas en el borde de la ciudad y las grandes velas atronaban como cañones en la húmeda negrura. El padre Salvador Montseny, asesino, sacerdote y patriota, acababa de garantizar la salvación de España.

* * * *

Todo había empezado muy bien.

En la oscuridad iluminada por la luna, el río Guadiana corría por debajo de la compañía ligera del South Essex como una veta de plata fundida que fluía, lenta y voluminosa, entre negras colinas. El fuerte José, llamado así por el hermano de Napoleón, que era la marioneta francesa en el trono de España, se encontraba en la colina más cercana a la compañía, en tanto que el fuerte Josefina, que llevaba el nombre de la esposa repudiada del emperador, se alzaba en lo alto de una larga cuesta de la otra orilla. El fuerte José estaba en Portugal, el Josefina en España, y los dos fuertes se hallaban unidos por un puente.

Habían enviado desde Lisboa a seis compañías ligeras a las órdenes del general de brigada sir Barnaby Moon. El general de brigada Moon era un hombre prometedor, un joven audaz, un oficial destinado a misiones más elevadas, y aquél era su primer mando independiente. Si lo hacía bien, si el puente quedaba destruido, sir Barnaby podría mirar hacia un futuro tan brillante como el río que se deslizaba entre las colinas oscurecidas.

Y todo había empezado muy bien. Las seis compañías fueron transportadas por el Tajo un neblinoso amanecer y luego continuaron su marcha por el sur de Portugal, que en teoría era un territorio ocupado por los franceses; sin embargo, los guerrilleros habían asegurado a los británicos que los franceses habían retirado sus pocas guarniciones, y así resultó ser. Ahora, apenas cuatro días después de abandonar Lisboa, habían llegado al río y al puente. No tardaría en rayar el alba. Las tropas británicas se hallaban en la orilla oeste del Guadiana, allí donde se había construido el fuerte José en una colina junto al río, y las murallas del fuerte se recortaban contra los vestigios de oscuridad de la noche con el resplandor de las hogueras que había detrás de la banqueta. El amanecer se imponía e iba atenuando dicho resplandor, pero de vez en cuando aparecía la silueta de un hombre en alguna de las troneras del fuerte.

Los franceses estaban despiertos. Las seis compañías ligeras británicas lo sabían porque habían oído las cornetas tocando diana, primero en el lejano Josefina y luego en el José; sin embargo, el hecho de que los franceses estuvieran despiertos no implicaba que se encontrasen en estado de alerta. Si despiertas a los hombres cada día en la fría oscuridad previa al alba, pronto aprenden a llevar sus sueños a las murallas. Podrá parecer que estén escrutando la oscuridad, listos para un ataque al amanecer, pero en realidad están pensando en las mujeres que dejaron en Francia, en las mujeres que siguen durmiendo en los barracones del fuerte, en las mujeres que desearían que estuvieran durmiendo en el fuerte, en las mujeres con las que sólo podían soñar…, en las mujeres. Estaban amodorrados.

Y los fuertes habían permanecido tranquilos todo el invierno. Era cierto que había guerrilleros en aquellas montañas, pero rara vez se acercaban a los fuertes que disponían de cañones en las troneras, y los campesinos armados con mosquetes enseguida aprenden que no tienen ninguna posibilidad contra los emplazamientos de artillería. Los guerrilleros españoles y portugueses tendían emboscadas a los grupos de forrajeadores de las tropas francesas que sitiaban Badajoz, a unos cincuenta kilómetros al norte, o bien hostigaban a las fuerzas del mariscal Victor, que asediaba Cádiz a unos doscientos cuarenta kilómetros al sur.

Antes había cinco buenos puentes de piedra que cruzaban el Guadiana entre Badajoz y el mar, pero los ejércitos contendientes los habían hecho saltar por los aires y ahora aquel pontón francés era lo único que quedaba para conectar las fuerzas de asedio del emperador. No se utilizaba mucho. Viajar a Portugal o a España resultaba peligroso para los franceses porque los guerrilleros eran despiadados; sin embargo, una vez cada dos o tres semanas el pontón crujía bajo el peso de una batería de artillería, y cada pocos días un mensajero a caballo cruzaba el río escoltado por un regimiento de dragones. No eran muchos los habitantes de la zona que utilizaran el puente, pues pocos podían permitirse pagar el peaje y aún menos eran los que querían arriesgarse a suscitar la animosidad de las guarniciones gemelas que, en consecuencia, normalmente podían dormir tranquilas. La guerra parecía quedar lejos, y por esa razón los defensores que guarnecían las murallas estaban soñando con mujeres en lugar de buscar a las tropas enemigas que habían seguido un camino de cabras desde las oscurecidas alturas hasta la negrura del valle al oeste del fuerte José.

El capitán Richard Sharpe, comandante de la compañía ligera del South Essex, no se encontraba en el valle. Estaba con su compañía en una colina al norte del fuerte. Tenía la tarea más fácil de la mañana, que consistía en crear una maniobra de diversión estratégica, lo cual significaba que ninguno de sus soldados moriría, ni siquiera resultaría herido. Sharpe se alegraba de ello, pero también era consciente de que no le habían asignado el trabajo fácil a modo de recompensa, sino porque no le caía bien a Moon. El general de brigada lo había dejado claro cuando las seis compañías ligeras le rindieron informes en Lisboa.

—Me llamo Moon —había dicho el general—, y usted goza de cierta reputación.

Sharpe, desconcertado por aquel brusco saludo, puso cara de sorpresa.

—¿La tengo, señor?

—No se haga el modesto conmigo, hombre —había dicho Moon, señalando con el dedo la insignia del South Essex, que mostraba un águila encadenada. Sharpe y su sargento, Patrick Harper, habían capturado aquel águila a los franceses en Talavera y una hazaña como aquélla, aseguró Moon, le daba fama a un hombre—. No quiero heroicidades, Sharpe —siguió diciendo el general de brigada.

—No, señor.

—Las guerras se ganan prestando un buen servicio como simples soldados —había dicho Moon—. Lo que cuenta es hacer bien las cosas corrientes. —Era cierto, sin duda, pero resultaba extraño viniendo de sir Barnaby Moon, cuya reputación era cualquier cosa menos corriente. Era joven, sólo tenía treinta y un años, había pasado poco más de un año en Portugal y, no obstante, ya había cosechado cierta fama. Había comandado su batallón en Bussaco, donde, en la sierra por la que subieron y donde murieron los franceses, había rescatado a dos de sus tiradores galopando por entre las filas de sus soldados y matando a los captores con su espada. «¡Ningún maldito franchute capturará a mis fusileros!», anunció mientras se llevaba a los dos hombres de vuelta. Sus soldados lo habían vitoreado y él se quitó el sombrero para hacerles una reverencia desde la silla. También se decía que era jugador y un implacable conquistador de mujeres y que, como era tan rico como atractivo, se le consideraba un donjuán de lo más exitoso. Decían que Londres era una ciudad más segura ahora que sir Barnaby se hallaba en Portugal, aunque sin duda habría una veintena o más de damas lisboetas que darían a luz unos bebés que al crecer tendrían el rostro delgado, el cabello rubio y los asombrosos ojos azules de sir Barnaby. En resumidas cuentas, era cualquier cosa menos un simple soldado, pero eso era exactamente lo que le pedía a Sharpe y éste se mostraba encantado de complacerlo—. Conmigo no necesita adquirir fama, Sharpe —había dicho sir Barnaby.

—Trataré por todos los medios de no hacerlo, señor —había respondido Sharpe, por lo cual recibió una mirada desagradable y desde entonces Moon prácticamente le había hecho caso omiso. Jack Bullen, que era teniente de Sharpe, creía que el general de brigada tenía envidia.

—No sea bobo, Jack —le dijo Sharpe cuando se lo sugirió.

—En cualquier obra dramática, señor —insistió Bullen—, sólo hay sitio para un héroe. El escenario es demasiado pequeño para que haya dos.

—¿Acaso es un experto en obras dramáticas, Jack?

—Soy un experto en todo salvo en esas cosas que usted ya sabe —contestó Bullen, haciendo reír a Sharpe. A éste le parecía que, en realidad, lo que sencillamente ocurría era que Moon compartía la desconfianza de la mayoría de oficiales hacia los soldados que habían ascendido desde la tropa. Sharpe se había alistado en el ejército como soldado raso, había servido como sargento y ahora era capitán, lo cual irritaba a algunos hombres que veían el ascenso de Sharpe como una afrenta al orden establecido, cosa que Sharpe decidió que a él ya le parecía bien. Él crearía la maniobra de diversión, dejaría que las otras cinco compañías combatieran, después regresaría a Lisboa y se uniría al batallón. Dentro de uno o dos meses, cuando la primavera llegara a Portugal, ellos marcharían rumbo al norte desde las líneas de Torres Vedras y perseguirían a las fuerzas del mariscal Masséna en España. En primavera habría combates de sobra, incluso para los advenedizos.

—Allí está la luz, señor —dijo Harper. Se hallaba tendido boca abajo en el suelo, junto a Sharpe, mirando al valle.

—¿Está seguro?

—Ahí está otra vez, señor. ¿La ve?

El general de brigada sostenía un farol cubierto y, levantando una de sus pantallas, podía emitir una luz débil que quedaría oculta a los franceses. La luz brilló de nuevo, debilitada por el amanecer, y Sharpe llamó a sus hombres.

—Ahora, muchachos.

Lo único que tenían que hacer era dejarse ver, no alineados y formados, sino desperdigados por la cima de la colina para parecer guerrilleros. El objetivo era conseguir que los franceses miraran hacia el norte y no se percataran del ataque que se avecinaba por el oeste.

—¿No tenemos que hacer nada más? —preguntó Harper—. ¿Sólo perder el tiempo aquí arriba?

—Más o menos —respondió Sharpe—. ¡En pie, muchachos! ¡Dejen que los franchutes les vean! —La compañía ligera era claramente visible en la línea del horizonte, y había luz suficiente para permitirles ver que los franceses del fuerte José habían detectado su presencia. No había duda de que los oficiales de la guarnición enfocarían sus catalejos hacia la colina, pero los hombres de Sharpe llevaban puestos los capotes, de manera que sus uniformes, con sus característicos cinturones cruzados, no eran visibles, y él les había dicho que se quitaran los chacós para no parecer soldados.

—¿Podemos pegarles un tiro o dos? —preguntó Harper.

—No debemos crear nerviosismo —dijo Sharpe—. Sólo queremos que nos observen.

—Pero ¿podremos dispararles cuando se despierten?

—Cuando vean a los otros, sí. Les daremos un desayuno de casacas verdes, ¿eh?

La compañía de Sharpe era única en el sentido de que, mientras la mayoría de sus soldados portaban las casacas rojas de la infantería británica, otros iban uniformados con las casacas verdes de los batallones de rifles. Todo se debía a un error. Sharpe y sus fusileros habían quedado aislados de la retirada a La Coruña, por lo que se habían dirigido hacia el sur para reunirse con las fuerzas de Lisboa y allí ser adscritos temporalmente al South Essex de casaca roja y, sin saber por qué, aún seguían en él. Los casacas verdes empuñaban rifles. A la mayoría de personas un rifle les parecía un mosquete corto, pero la diferencia se hallaba oculta en el interior del cañón. El rifle Baker tenía siete estrías en espiral por toda la longitud del tubo que hacían girar la bala con una precisión mortífera. El mosquete era más rápido de cargar y de disparar, pero a más de sesenta pasos daba igual que cerraras los ojos en vez de apuntar. El rifle podía matar triplicando esa distancia. Los franceses no poseían rifles, lo cual significaba que los casacas verdes de Sharpe podían tumbarse en la colina y disparar a los defensores a sabiendas de que ningún soldado de la infantería que había en el fuerte José respondería a su fuego.

—Allá van —dijo Harper.

Las cinco compañías ligeras avanzaban cuesta arriba. Sus uniformes rojos parecían negros en la penumbra. Algunos de ellos llevaban unas escaleras cortas. Tenían una tarea desagradable, pensó Sharpe. Ante el fuerte se abría un foso seco y había por lo menos tres metros desde el fondo del mismo hasta lo alto del parapeto que, a su vez, estaba protegido por estacas afiladas. Los casacas rojas debían cruzar la zanja, colocar las escalas entre las estacas, trepar bajo el fuego de los mosquetes de los defensores y enfrentarse también a los disparos de los cañones, sin duda mucho peores. Los cañones franceses estaban cargados, naturalmente, pero ¿con qué? ¿Con balas o con botes de metralla? Si eran botes de metralla la primera descarga podía batir con dureza a las tropas de Moon, mientras que las balas causarían mucho menos daño. No era problema de Sharpe, que caminó por la cima procurando quedar perfilado contra el cielo que se iluminaba. Milagrosamente, los franceses seguían ajenos a los cuatrocientos soldados que se acercaban a ellos por el oeste.

—Adelante, muchachos —dijo Harper entre dientes, dirigiéndose no a todas las tropas atacantes, sino a la compañía ligera del 88.º, los Connaught Rangers, un regimiento irlandés.

Sharpe no estaba mirando. De pronto le acometió la superstición de que si observaba el ataque, éste fracasaría. Se quedó mirando el río, contando los pontones del puente, unas sombras oscuras en la niebla que se retorcía encima del agua. Decidió que los contaría y no miraría hacia el fuerte José hasta que no se efectuara el primer disparo. Calculó que había treinta y uno, lo cual significaba un pontón cada tres metros dado que la anchura del río era de poco más de noventa. Los pontones eran grandes, toscos, unas barcazas chatas sobre las cuales se había tendido un camino de madera. El invierno había sido lluvioso en el sur de la península Ibérica; el Guadiana estaba crecido y Sharpe se fijó en que el agua bullía al romper contra la proa roma del pontón. De todos los botes descendían las cadenas del ancla que se hundían en el río y entre ellos había una tensa urdimbre de cables sobre los que se colocaban las pesadas vigas que aguantaban los tablones que constituían la pasarela. Sharpe calculó que, probablemente, pesara más de cien toneladas, y el trabajo no se terminaría hasta que no se destruyera ese largo puente.

—Son unos cabrones adormilados —dijo Harper maravillado, seguramente refiriéndose a los defensores del fuerte José, pero Sharpe no iba a mirar. Estaba contemplando el fuerte Josefina de la otra orilla, donde vio a unos hombres agrupados en torno a un cañón. Retrocedieron y el cañón disparó, escupiendo un sucio humo por encima de la niebla del río que ya se disipaba. Habían disparado un bote de metralla. El recipiente de hojalata, abarrotado de balas, se desgarró al salir de la boca del cañón y las balas de media pulgada azotaron el aire cerca de la cima en la que estaba Sharpe. El estruendo del cañón atronó y resonó por el valle del río.

—¿Le han dado a alguien? —preguntó Sharpe. Nadie respondió.

El cañonazo sólo sirvió para que los defensores del fuerte más cercano miraran más atentamente hacia la colina. En aquellos momentos estaban apuntando uno de sus cañones, intentando elevarlo para que el bote de metralla rozara la línea del horizonte.

—Mantengan la cabeza agachada —dijo Sharpe. Entonces oyó un apagado traqueteo de fusilería y se atrevió a volverla mirada en dirección al ataque.

Ya casi había terminado. Había casacas rojas en el foso, más en las escalas y, mientras observaba, Sharpe los vio entrar en tropel por encima del parapeto y cargar con la bayoneta contra los franceses de uniforme azul. Sus fusileros no eran necesarios.

—Que no les vea ese maldito cañón —gritó, y sus soldados se alejaron a toda prisa de la cima. Otro cañón disparó desde el fuerte del otro lado del río. Una bala de mosquete alcanzó el borde del capote de Sharpe y a su lado otra levantó una ráfaga de rocío de la hierba; entonces se alejó de la cima y se escondió de los distantes artilleros.

Desde el fuerte José no se disparó ningún cañón. A la guarnición la habían sorprendido completamente desprevenida y en aquellos momentos ya había casacas rojas en el centro del fuerte. Un tumulto de franceses dominados por el pánico corría alejándose de la puerta este con la intención de cruzar el puente y ponerse a salvo en el fuerte Josefina situado en la ribera española. Los disparos de mosquete eran más lentos. Había quizás una docena de franceses capturados, el resto huía y parecía haber montones de ellos corriendo hacia el puente. Los casacas rojas, profiriendo sus gritos de guerra al amanecer, esgrimían bayonetas que fomentaron la aterrada huida. Se arrió la bandera tricolor francesa antes incluso de que las últimas tropas atacantes hubieran cruzado la zanja y el muro. Así de rápido había sido todo.

—Ya hemos hecho nuestro trabajo —dijo Sharpe—. Bajemos al fuerte.

—Ha sido fácil —comentó Bullen alegremente.

—Todavía no se ha terminado, Jack.

—¿Se refiere al puente?

—Hay que destruirlo.

—De todos modos, lo peor ya está hecho.

—Eso es cierto —repuso Sharpe. Le caía bien el joven Jack Bullen, un chico campechano de Essex, trabajador y muy paciente. A los soldados también les gustaba Bullen. Los trataba con justicia, con la confianza que otorgaba el privilegio, pero era un privilegio atenuado siempre por la alegría. Sharpe lo consideraba un buen oficial.

Descendieron en fila por la colina, atravesaron el valle rocoso, cruzaron un pequeño arroyo de agua fría que bajaba de las montañas y ascendieron por la siguiente ladera hacia el fuerte, donde las escalas seguían apoyadas contra el parapeto. De vez en cuando un cañón disparaba desde el fuerte Josefina, pero las balas quedaban desperdiciadas contra las fajinas llenas de tierra que coronaban el parapeto.

—Ah, está aquí, Sharpe. —El general de brigada Moon lo saludó. De pronto se mostraba afable, la euforia de la victoria disipó su antipatía hacia Sharpe.

—Felicidades, señor.

—¿Cómo dice? ¡Ah, gracias! Es muy generoso por su parte. —Lo cierto era que Moon parecía conmovido por el elogio de Sharpe—. Fue mejor de lo que me atrevía a esperar. Allí hay té preparado. Que sus muchachos tomen un poco.

Los prisioneros franceses estaban sentados en el centro del fuerte. En los establos habían encontrado una docena de caballos a los que en aquellos momentos ensillaban, seguramente porque Moon, que había emprendido la marcha desde el Tajo, consideraba que se había ganado el privilegio de regresar a caballo. Un oficial capturado se hallaba de pie junto al pozo, observando con desconsuelo a las Victoriosas tropas británicas que registraban con regocijo las mochilas francesas aprehendidas en los barracones.

—¡Pan francés! —El comandante Gillespie, uno de los ayudantes de campo de Moon, le lanzó una hogaza a Sharpe—. Todavía está caliente. Esos cabrones viven bien, ¿no cree?

—Pensé que tendrían que estar muriéndose de hambre.

—No, aquí no. Esta tierra es un lugar de leche y miel.

Moon trepó a la banqueta del lado este, la que daba al puente, y empezó a mirar dentro de los polvorines preparados junto a los cañones. Los soldados de artillería del fuerte Josefina vieron su casaca roja y abrieron fuego. Utilizaban botes de metralla y sus proyectiles traquetearon contra el parapeto y pasaron silbando por lo alto. Moon hizo caso omiso de las balas.

—¡Sharpe! —gritó, y aguardó a que su fusilero subiera al muro—. Ha llegado el momento de que se gane la paga, Sharpe —dijo. Sharpe no respondió, se limitó a observar mientras el general de brigada examinaba detenidamente el interior de un polvorín—. Balas de cañón —anunció Moon—, granadas comunes y metralla.

—¿No hay botes de metralla, señor?

—Sólo metralla, definitivamente metralla. Me imagino que son reservas navales. A esos cabrones ya no les quedan barcos y han mandado la metralla aquí. —Dejó caer la tapa del polvorín y miró hacia el puente—. Las granadas comunes no van a romper esa mole, ¿verdad? Ahí abajo hay una veintena de mujeres. En los barracones. Que unos cuantos de sus muchachos las acompañen al otro lado del puente, ¿quiere? Entrégueselas a los franceses y salúdelos de mi parte. El resto de sus hombres puede ayudar a Sturridge. Dice que tendrá que volar el otro extremo.

El teniente Sturridge pertenecía al cuerpo de Ingenieros Reales y su trabajo consistía en destruir el puente. Era un joven nervioso que parecía tenerle terror a Moon.

—¿El otro extremo? —preguntó Sharpe, que quería asegurarse de haberlo oído bien.

Moon pareció exasperado.

—Si rompemos el puente por este extremo, Sharpe —explicó con exagerada paciencia, como si estuviera hablando con un niño pequeño y no muy listo—, esta maldita cosa flotará corriente abajo pero seguirá unida a la otra orilla. Entonces los franceses podrán salvar los pontones. No tiene mucho sentido venir hasta aquí y dejar a los franceses con un puente de pontones que todavía sirve y que pueden reconstruir, ¿no le parece? Pero si lo rompemos por el extremo español, los pontones vendrán a parar a esta orilla y podremos quemarlos. —Una carga de metralla pasó silbando por encima de sus cabezas y el general de brigada dirigió una mirada de enojo al fuerte Josefina—. Póngase manos a la obra —le dijo a Sharpe—. Mañana al amanecer quiero estar lejos de aquí.

Un piquete de la compañía ligera del 74.º vigilaba a las dieciocho mujeres. Seis de ellas eran esposas de oficiales que se mantuvieron apartadas del resto, tratando de mostrar entereza.

—Se las llevará usted —dijo Sharpe dirigiéndose a Jack Bullen.

—¿Yo, señor?

—A usted le gustan las mujeres, ¿no?

—Por supuesto, señor.

—Y habla un poco su horrible idioma, ¿no es así?

—Increíblemente bien, señor.

—Pues lleve a estas damas al otro lado del puente y acompáñelas hasta el fuerte.

Mientras el teniente Bullen convencía a las mujeres de que no les iba a pasar nada y de que tenían que recoger su equipaje y prepararse para cruzar el río, Sharpe se fue a buscar a Sturridge y encontró al ingeniero en el polvorín principal del fuerte.

—Pólvora —dijo Sturridge, saludando a Sharpe. Había arrancado la tapa de un barril y estaba probando la pólvora—. Es una pólvora la mar de mala. —La escupió con una mueca—. Dichosa pólvora francesa. No es más que polvo. Y además está húmeda.

—¿Funcionará?

—Debería estallar —repuso Sturridge con tristeza.

—Voy a llevarlo al otro lado del puente —le comunicó Sharpe.

—Fuera hay una carretilla —dijo Sturridge—, y vamos a necesitarla. Tendría que bastar con cinco barriles, aunque sean de esta porquería.

—¿Tiene mecha?

Sturridge se desabrochó la casaca azul y le mostró varios metros de mecha de combustión lenta enrollados a la cintura.

—Usted pensó que era un hombre corpulento, ¿verdad? ¿Por qué no hace volar el puente por este extremo? ¿O por el centro?

—Para que los franceses no puedan reconstruirlo.

—No podrían de todos modos. Se necesita mucha habilidad para hacer uno de esos puentes. No cuesta mucho deshacer uno, pero construir un pontón no es una tarea para aficionados. —Sturridge volvió a clavar la tapa en el barril de pólvora que había abierto—. A los franceses no les va a gustar que crucemos, ¿verdad?

—Yo diría que no.

—Así pues, ¿es aquí donde moriré por Inglaterra?

—Por eso estoy aquí. Para procurar que no muera.

—Es un consuelo —repuso Sturridge. Miró a Sharpe, que estaba apoyado en la pared con los brazos cruzados. La visera del chacó ensombrecía el semblante de Sharpe, pero sus ojos brillaban en la sombra. Tenía un rostro delgado y señalado, de expresión dura y vigilante—. Sí, es un consuelo, la verdad —dijo Sturridge, que se encogió al oír que el general de brigada estaba en el patio gritando a voz en cuello, exigiendo saber dónde se encontraba Sturridge y por qué razón el maldito puente seguía todavía intacto.

—¡Maldito sea! —dijo Sturridge.

Sharpe salió a la luz del sol, hasta donde Moon estaba ejercitando al caballo capturado, luciéndose delante de las mujeres francesas que se habían agrupado junto a la puerta este, donde Jack Bullen había requisado la carretilla para transportar su equipaje. Sharpe ordenó que descargaran las bolsas y llevaran el carretón al polvorín principal, donde Harper y media docena de soldados lo cargaron de pólvora. Entonces colocaron el equipaje de las mujeres encima.

—Ocultará los barriles de pólvora —le explicó Sharpe a Harper.

—¿Ocultarlos, señor?

—Si los franchutes nos ven cruzar el puente con pólvora, ¿qué cree que harán?

—No les hará ninguna gracia, señor.

—No, Pat, ninguna. Nos utilizarán para sus prácticas de tiro.

No estuvo todo preparado hasta media mañana. Los franceses del fuerte Josefina habían abandonado su desganado cañoneo. Sharpe llegó a esperar que el enemigo mandara a un enviado al otro lado del río para preguntar por las mujeres, pero nadie había acudido.

—Tres de las esposas de oficiales son del 8.º, señor —le dijo Jack Bullen a Sharpe.

—¿Que son qué? —preguntó Sharpe.

—Del regimiento francés, señor. El 8.º. Estuvieron en Cádiz, pero los enviaron para reforzar las tropas que asedian Badajoz. Están al otro lado del río, señor, pero algunos oficiales y sus esposas durmieron aquí anoche. El alojamiento es mejor, ¿sabe? —Bullen hizo una pausa, sin duda esperando alguna reacción por parte de Sharpe—. ¿No lo entiende, señor? Ahí delante hay un batallón francés entero. El 8.º. No solamente la guarnición, sino un batallón de combate. ¡Oh, Dios mío! —Estas últimas palabras fueron consecuencia de que dos de las mujeres se habían separado del resto y lo estaban arengando en español. Bullen las calmó con una sonrisa—. Dicen que son españolas, señor —le explicó a Sharpe—, y dicen que no quieren ir al otro fuerte.

—¿Qué están haciendo aquí, para empezar?

Las mujeres le contestaron, hablándole las dos al mismo tiempo, las dos con urgencia, y a Sharpe le pareció entender que afirmaban haber sido capturadas por los franceses y obligadas a vivir con un par de soldados. «Podría ser cierto», pensó.

—¿Y adónde quieren ir? —les preguntó en un pésimo español.

Volvieron a hablar las dos, señalando hacia el otro lado del río y hacia el sur, diciendo que habían venido por allí. Sharpe las hizo callar.

—Pueden ir adonde se les antoje, Jack.

La puerta del fuerte se abrió y Bullen fue el primero en salir por ella, sosteniendo los brazos en cruz para que los franceses del otro lado del río vieran que no quería hacer daño a nadie. Las mujeres lo siguieron. El camino que bajaba hasta el río era pedregoso y estaba lleno de baches y las mujeres caminaron despacio hasta llegar a la pasarela de madera tendida por encima de los pontones. Sharpe y sus soldados cerraban la marcha. Harper, con su fusil de siete cañones colgado en bandolera junto con su rifle, señaló hacia la otra orilla con un gesto de la cabeza.

—Hay un comité de recepción, señor —dijo, refiriéndose a los tres oficiales franceses a caballo que habían aparecido frente al fuerte Josefina y que se quedaron allí esperando, observando a las mujeres y a los soldados que se acercaban.

Una docena de los hombres de Sharpe hacían avanzar la carreta. El teniente Sturridge, el ingeniero, se contaba entre ellos y no dejaba de estremecerse porque la carreta tenía un eje torcido y daba constantes bandazos a la izquierda. Cuando llegaron al puente avanzó con más suavidad, aunque a las mujeres les daba miedo cruzar porque todo el camino de tablones de madera vibraba por la presión del río, que al ser invierno bajaba crecido y cuyas aguas se abrían paso a la fuerza entre los pontones. En el lado por el que venía la corriente había ramas muertas y restos flotantes apretujados que aumentaban la presión y hacían que el agua rompiera blanca alrededor de las proas chatas. Un par de gruesas cadenas de ancla sujetaban cada uno de esos enormes pontones contra el empuje de la corriente y Sharpe esperaba que cinco barriles de pólvora húmeda resultaran suficientes para hacer saltar en pedazos aquella sólida construcción.

—¿Está pensando lo mismo que yo? —le preguntó Harper.

—¿En Oporto?

—Todos esos pobres desgraciados —dijo Harper, recordando el horrible momento en que el pontón a través del Duero se había roto. El puente estaba abarrotado de gente que huía de los invasores franceses y cientos de personas se habían ahogado. Sharpe aún veía a los niños en sueños.

Los tres oficiales franceses avanzaron entonces hacia el otro extremo del puente. Aguardaron allí y Sharpe se adelantó, pasando a toda prisa junto a las mujeres.

—Jack —le dijo a Bullen—. Necesito que traduzca.

Sharpe y Bullen se dirigieron a la ribera española. Las mujeres los siguieron, vacilantes. Los tres oficiales franceses esperaron y, cuando Sharpe se acercó, uno de ellos se quitó el sombrero bicornio a modo de saludo.

—Me llamo Lecroix —dijo para presentarse. Les habló en inglés. Lecroix era un hombre joven, exquisitamente uniformado, bien parecido, de rostro delgado y unos dientes muy blancos—. Capitán Lecroix, del 8.º Regimiento —añadió.

—Capitán Sharpe.

A Lecroix se le agrandaron levemente los ojos, quizá porque Sharpe no tenía aspecto de capitán. Llevaba el uniforme sucio y raído y aunque iba armado con una espada, tal como hacían los oficiales, la suya era un arma de la caballería pesada, con una hoja enorme y difícil de manejar que sería más apropiada para un carnicero. También llevaba un rifle, y los oficiales no solían llevar armas largas. Luego estaba su cara, bronceada y marcada, un rostro que podrías encontrarte en alguna fétida callejuela, no en un salón. Era un rostro que daba miedo y Lecroix, que no era ningún cobarde, estuvo a punto de retroceder frente a la hostilidad de la mirada de Sharpe.

—El coronel Vandal —dijo, acentuando la segunda sílaba del nombre— le manda saludos, monsieur, y solicita que nos permita recuperar a nuestros heridos —hizo una pausa y echó un vistazo a la carreta, de la que se había retirado ya el equipaje de las mujeres, mostrando así los barriles de pólvora— antes de que intenten destruir el puente.

—¿Intentarlo? —preguntó Sharpe.

Lecroix hizo caso omiso del desdén.

—¿O acaso tienen intención de dejar a nuestros heridos para que los portugueses se diviertan con ellos?

Sharpe estuvo tentado de decir que cualquier francés herido se merecía lo que pudieran hacerle los portugueses, pero resistió el impulso. La petición le pareció justa y, llevándose a Jack Bullen con él, se alejó lo suficiente para que los oficiales franceses no pudieran oírle.

—Vaya a ver al general de brigada —le dijo al teniente— y dígale que estos cabrones quieren recoger a los heridos que están al otro lado del río antes de que destruyamos el puente.

Bullen volvió a cruzar al otro lado en tanto que dos de los oficiales franceses emprendían el regreso al fuerte Josefina, seguidos por todas las mujeres salvo la dos españolas que, descalzas y vestidas con harapos, corrieron hacia el sur por la ribera del río. Lecroix las vio marchar.

—¿Esas dos no han querido quedarse con nosotros? —parecía sorprendido.

—Dijeron que las habían capturado.

—Probablemente lo hicimos. —Sacó un estuche de cuero que contenía unos cigarros largos y delgados y le ofreció uno a Sharpe, que lo rechazó con un gesto de la cabeza y aguardó mientras Lecroix encendía una llama laboriosamente en su yesquero—. Esta mañana lo hicieron bien —le comentó el francés en cuanto hubo encendido el cigarro.

—Su guarnición estaba dormida —repuso Sharpe.

Lecroix se encogió de hombros.

—Tropas de guarnición. No sirven para nada. Soldados viejos, enfermos y cansados. —Escupió una hebra de tabaco—. Pero creo que por hoy ya han hecho todo el daño posible. No van a romper el puente.

—¿No vamos a romperlo?

—Cañones —dijo Lecroix lacónicamente, indicando el fuerte Josefina—, y mi coronel está decidido a proteger el puente, y mi coronel obtiene todo lo que quiere.

—¿El coronel Vandal?

—Vandal. —Lecroix corrigió la pronunciación de Sharpe—. El coronel Vandal del 8.º Regimiento de Línea. ¿Ha oído hablar de él?

—Nunca.

—Debería instruirse, capitán —le dijo Lecroix con una sonrisa—. Lea los informes de Austerlitz y asómbrese de la valentía del coronel Vandal.

—¿Austerlitz? —preguntó Sharpe—. ¿Eso qué fue?

Lecroix se limitó a encogerse de hombros. El equipaje de las mujeres se dejó en el extremo del puente y Sharpe mandó a los soldados de vuelta y los siguió hasta llegar junto al teniente Sturridge, que estaba dando patadas a las tablas de la cubierta de proa del cuarto pontón contando desde la orilla. La madera estaba podrida y Sturridge había conseguido hacer un agujero del que emanaba el hedor del agua estancada.

—Si lo ensanchamos —dijo Sturridge— deberíamos poder mandar esto al infierno y más allá.

—¡Señor! —exclamó Harper. Sharpe se volvió hacia el este y vio que del fuerte Josefina salían soldados de la infantería francesa. Estaban calando bayonetas y formando filas frente a las puertas del fuerte, pero Sharpe estaba seguro de que se acercarían al puente. Era una compañía grande, formada al menos por un centenar de hombres. Los batallones franceses se dividían en seis compañías, a diferencia de los británicos que tenían diez, y esta compañía tenía un aspecto formidable con las bayonetas caladas. «¡Maldita sea!», pensó Sharpe; pero si los comerranas querían pelea sería mejor que se dieran prisa porque Sturridge, con la ayuda de media docena de soldados de Sharpe, estaba arrancando la cubierta de proa del pontón y Harper llevaba el primer barril de pólvora hacia el agujero que se ensanchaba.

Se oyó un estruendo proveniente del lado portugués del puente y Sharpe vio al general de brigada que, acompañado por dos oficiales, se acercaba al galope y subía al camino de tablones. Se acercaban más casacas rojas desde el fuerte, bajando a paso ligero por el camino pedregoso, obviamente como refuerzo de los hombres de Sharpe. El semental que había requisado el general de brigada se puso nervioso con la vibración del suelo, pero Moon era un magnífico jinete y mantuvo al animal bajo control. Frenó su montura cerca de Sharpe.

—¿Qué diablos está ocurriendo?

—Han dicho que quieren recoger a sus heridos, señor.

—¿Entonces qué están haciendo esos malditos soldados? —Moon miró a la infantería francesa.

—Creo que quieren evitar que volemos el puente, señor.

—¡Por todos los demonios! —exclamó Moon, que miró a Sharpe con enojo, como si la culpa fuera suya—. O hablan con nosotros o nos combaten. ¡No pueden hacer las dos cosas al mismo tiempo! ¡La guerra tiene sus malditas reglas! —Espoleó a su caballo y siguió avanzando. El comandante Gillespie, ayudante de campo del general de brigada, lo siguió tras dirigirle a Sharpe una mirada comprensiva. El tercer jinete era Jack Bullen—. ¡Vamos, Bullen! —gritó Moon—. Usted puede hacerme de intérprete. Mi franchute no es lo bastante bueno.

Harper se encontraba llenando la proa del cuarto pontón con los barriles y Sturridge se había quitado la casaca y estaba desenrollando la mecha lenta que llevaba en torno a la cintura. Sharpe no podía hacer nada, de manera que se dirigió al lugar donde el general de brigada le gruñía a Lecroix. La causa inmediata de la ira del general de brigada era que la compañía de infantería francesa había avanzado hasta medio camino ladera abajo y ahora se encontraba desplegada en línea de cara al puente. Dichos soldados se hallaban a no más de cien pasos de distancia y los acompañaban tres oficiales a caballo.

—¡No pueden hablamos de recuperar a sus heridos y realizar movimientos amenazadores al mismo tiempo! —le espetó Moon.

—Creo, monsieur, que esos soldados sólo han venido a recoger a los heridos —dijo Lecroix en tono tranquilizador.

—¡No lo harán mientras vayan armados —dijo Moon—, y no lo harán sin mi permiso! ¿Y por qué diablos han calado las bayonetas?

—Estoy seguro de que se trata de un malentendido —repuso Lecroix en tono conciliatorio—. Quizá quiera hacernos el honor de discutir el asunto con mi coronel —señaló hacia los jinetes que aguardaban por detrás de la infantería francesa.

Sin embargo, a Moon no iba a citarlo ningún coronel francés.

—Dígale que venga aquí —insistió.

—¿Prefiere enviar a un emisario? —sugirió Lecroix con suavidad, haciendo caso omiso de la orden directa del general de brigada.

—¡Oh, por el amor de Dios! —gruñó Moon—. ¿Comandante Gillespie? Vaya a ver si puede hacer entrar en razón a ese condenado. Dígale que puede mandar a un oficial con veinte soldados para recuperar a sus heridos. Van a ir desarmados, pero el oficial puede llevar las armas del cinturón. ¿Teniente? —El general de brigada miró a Bullen—. Vaya con él para traducir.

Gillespie y Bullen subieron a caballo por la ladera junto con Lecroix. Mientras tanto, la compañía ligera del 88.º había llegado al lado francés del puente que en aquellos momentos se hallaba atestado de soldados. Sharpe estaba preocupado. Su propia compañía se encontraba en la pasarela del pontón, protegiendo a Sturridge, la compañía ligera del 88.º se había unido a ella y ahora presentaban un blanco de primera para la compañía francesa que formaba una línea de tres en fondo. Luego estaban los artilleros franceses que vigilaban desde las murallas del fuerte Josefina y que sin duda tenían los cañones cargados con metralla. Moon había ordenado que el 88.º bajara hasta el puente, pero ahora parecía darse cuenta de que más que un refuerzo era un estorbo.

—Llévese a sus hombres al otro lado —le gritó a su capitán, y se dio la vuelta porque un francés solo cabalgaba hacia el puente. Gillespie y Bullen, mientras tanto, estaban con los demás oficiales franceses detrás de la compañía enemiga.

El oficial francés frenó su montura a unos veinte pasos de distancia y Sharpe supuso que se trataba del renombrado coronel Vandal, el oficial al mando del 8.º regimiento, pues llevaba dos pesadas charreteras doradas en su casaca azul y su sombrero bicornio iba coronado por un pompón blanco, lo cual parecía una decoración frívola para un hombre de tan torvo aspecto. Su rostro tenía una expresión salvajemente antipática y un estrecho bigote negro. Parecía tener aproximadamente la misma edad que Sharpe, alrededor de treinta y cinco años, y poseía una fuerza que provenía de una arrogante seguridad en sí mismo. Habló en buen inglés con una voz áspera y una pronunciación desmochada.

—Retírense a la otra orilla —dijo sin más preámbulos.

—¿Y usted quién diablos es? —quiso saber Moon.

—El coronel Henri Vandal —contestó el francés—, y van a retirarse a la otra orilla y a dejar el puente intacto. —Sacó un reloj del bolsillo de su casaca, abrió la tapa y le mostró la esfera al general de brigada—. Les daré un minuto antes de abrir fuego.

—Ésta no es manera de comportarse —le dijo Moon con altivez—. Si quiere combatir, coronel, tenga la cortesía de mandar primero de vuelta a mis enviados.

—¿Sus enviados? —A Vandal pareció hacerle gracia la palabra—. Yo no vi ninguna bandera de tregua.

—¡Su hombre tampoco llevaba ninguna! —protestó Moon.

—Y el capitán Lecroix informa de que han traído su pólvora con nuestras mujeres. Por supuesto, no podía detenerles sin matarlas. Ustedes arriesgaron la vida de las mujeres, no yo, de manera que supongo que han abandonado las reglas de la guerra civilizada. Sin embargo, le devolveré a sus oficiales en cuanto se retiren del puente y lo dejen intacto. Tienen un minuto, monsieur. —Y con estas palabras, Vandal hizo dar la vuelta a su caballo, lo espoleó y se alejó camino arriba.

—¿Va a tener prisioneros a mis hombres? —gritó Moon.

—¡Sí! —le respondió Vandal con indiferencia.

—¡Hay reglas de guerra! —le gritó Moon al coronel que se retiraba.

—¿Reglas? —Vandal dio la vuelta a su caballo y su apuesto y arrogante rostro mostró desprecio—. ¿Cree que en la guerra hay reglas? ¿Cree que es como su juego inglés del críquet?

—Su compañero nos pidió que mandáramos a un emisario —dijo Moon con vehemencia—. Lo hicimos. Hay normas que rigen estas cuestiones. Incluso ustedes los franceses deberían saberlo.

—Nosotros los franceses —repitió Vandal, divertido—. Yo le explicaré las reglas, monsieur. Tengo órdenes de cruzar el puente con una batería de artillería. Si no hay puente no puedo cruzar el río. Así pues, mi regla es que voy a conservar el puente. En resumen, monsieur, sólo hay una regla en la guerra: ganar. Aparte de eso, monsieur, nosotros los franceses no tenemos reglas. —Hizo dar la vuelta a su montura y la espoleó ladera arriba—. Tiene un minuto —le gritó con aire despreocupado.

—¡Santo Dios encarnado! —exclamó Moon, mirando fijamente al francés que se alejaba. El general de brigada estaba claramente perplejo, atónito incluso, por la crueldad de Vandal—. ¡Hay reglas! —protestó sin que nadie le escuchara.

—¿Quiere que volemos el puente, señor? —volvió a preguntarle Sharpe.

Moon no pareció haberle oído.

—Tiene que devolvernos a Gillespie y a su teniente ¡Hay reglas, maldita sea!

—Va a retenerlos, señor, a menos que me diga que dejemos el puente intacto.

Moon vaciló, pero entonces recordó que su carrera futura, con todas sus deslumbrantes recompensas, dependía de la destrucción del puente.

—Vuelen el puente —ordenó con aspereza.

—¡Atrás! —Sharpe se dio la vuelta y les gritó a sus soldados—. ¡Retrocedan! ¡Señor Sturridge! ¡Encienda la mecha!

—¡Por todos los diablos! —De pronto el general de brigada cayó en la cuenta de que se encontraba en el lado equivocado de un puente atestado de soldados y que en cuestión de medio minuto los franceses tenían intención de abrir fuego. Así pues, hizo dar la vuelta a su caballo y lo condujo de nuevo por el puente. Los fusileros y casacas rojas corrían y Sharpe los siguió, caminando de espaldas, vigilando a los franceses con el rifle en la mano. Creía que se hallaba a salvo. La compañía francesa se encontraba a un largo disparo de mosquete de distancia y de momento no habían intentado acortar el alcance, pero entonces Sharpe vio que Vandal se daba la vuelta y hacía señas con la mano en dirección al fuerte.

—¡Por todos los diablos! —Sharpe repitió las palabras del general de brigada y entonces el mundo se sacudió con el sonido de seis cañones que vaciaron la metralla retenida. Un humo oscuro azotó el cielo y las balas silbaron en torno a Sharpe, golpearon el puente, alcanzaron a los soldados y agitaron el agua haciéndola espumosa. Sharpe oyó un grito a sus espaldas y vio que la compañía francesa corría hacia el puente. Después del disparo de los cañones se hizo un extraño silencio. Todavía no se habían utilizado mosquetes. El río se calmó tras el golpeteo de la metralla, Sharpe oyó otro grito y al echar un rápido vistazo atrás vio que el semental de Moon se empinaba, sangrando por el cuello, y el general de brigada cayó entre un grupo de soldados.

Sturridge estaba muerto. Sharpe lo encontró a unos veinte pasos por detrás de los barriles de pólvora. El ingeniero, al que un pedazo de metralla había alcanzado en la cabeza, yacía junto a la mecha de combustión lenta que no se había encendido, y ahora los franceses casi habían llegado al puente, de modo que Sharpe agarró la caja de yesca de Sturridge y corrió hacia los barriles de pólvora. Acortó la mecha rompiéndola a un par de pasos de la carga y golpeó el pedernal contra el acero. La chispa se apagó. Volvió a golpearlo y esta vez prendió en uno de los trozos de lino seco; Sharpe sopló suavemente, la madera ardió, acercó la llama a la mecha y vio que la pólvora empezaba a chisporrotear y a silbar. Los primeros franceses se encontraron el paso obstruido por el equipaje que las mujeres habían abandonado allí, pero lo apartaron a patadas y corrieron sobre el puente, donde se arrodillaron y apuntaron sus mosquetes. Sharpe miró la mecha. ¡Ardía condenadamente despacio! Oyó que los rifles disparaban con un crujido más seco que el de los mosquetes, y un francés cayó lentamente con una mirada de indignación en la cara y una brillante mancha de sangre en su blanco cinturón cruzado. Entonces los franceses apretaron el gatillo y las balas volaron cerca de él. ¡La dichosa mecha era demasiado lenta! Los franceses se encontraban a pocos metros de distancia. Sharpe oyó los disparos de más rifles, oyó a un oficial francés que les gritaba a sus soldados y volvió a romper la mecha mucho más cerca de los barriles de pólvora utilizando el extremo ardiendo para encender el nuevo cabo. Dicho cabo se hallaba a pocos centímetros del barril y, para asegurarse de que ardía bien, Sharpe lo sopló, luego se dio la vuelta y corrió hacia la orilla oeste.

Moon estaba herido, pero un par de soldados del 88.º habían sacado al general de brigada del pontón y lo estaban llevando a cuestas.

—¡Vamos, señor! —le gritó Harper. Sharpe oyó el ruido de las botas francesas en el puente. Harper apareció a su lado y apuntó el fusil de siete cañones. Era un arma de la marina, una que en realidad nunca había funcionado bien. Se suponía que era para subirla a las cofas, donde sus siete cañones agrupados podían lanzar una pequeña descarga de balas de media pulgada contra los tiradores de las jarcias enemigas, pero el retroceso del arma era tan violento que no había muchos hombres con la fuerza necesaria para empuñarla. Patrick Harper sí era lo bastante fuerte—. ¡Agáchese, señor! —gritó, y Sharpe se dejó caer en el suelo al tiempo que el sargento apretaba el gatillo. El ruido ensordeció a Sharpe y la primera fila de franceses quedó destrozada por las siete balas, pero un sargento sobrevivió y corrió hacia el lugar donde la silbante mecha chisporroteaba y humeaba en lo alto del barril. Sharpe todavía estaba tendido en el puente, pero desprendió el rifle de su cuerpo de un tirón. No tuvo tiempo de apuntar bien, sólo de enfilar la boca y apretar el gatillo, y a través del repentino humo de la pólvora vio que el rostro del sargento francés se convertía en una flor de sangre y neblina roja. El sargento salió despedido de espaldas, la mecha siguió humeando y entonces el mundo explotó.

Hubo una erupción de llamas, humo y pedazos de madera, aunque el principal efecto de la pólvora fue que al estallar empujó el pontón río abajo. El pasadero se combó bajo la presión y los tablones se soltaron de golpe. Los franceses fueron arrojados hacia atrás, algunos muertos, otros quemados, otros inconscientes, y entonces el destrozado pontón se empinó violentamente en el agua y las cadenas de las anclas se partieron con el retroceso. El puente se vio impulsado río abajo y tiró a Harper. Él y Sharpe se aferraron a los tablones. El puente temblaba, el río espumaba y la corriente se precipitaba hacia el hueco abierto mientras que los pedazos de madera ardiendo llameaban en la pasarela. Sharpe había quedado medio aturdido por la explosión y le resultaba difícil mantenerse en pie, pero se tambaleó hacia la orilla ocupada por los británicos. Las cadenas de ancla del pontón empezaron a romperse, una tras otra, y cuantas más se partían, más presión tenían que resistir las restantes. El cañón francés disparó de nuevo y los silbidos de la metralla inundaron la atmósfera. Uno de los soldados que llevaban al general de brigada Moon se precipitó hacia adelante bruscamente con una mancha de sangre en la espalda de su casaca roja. El soldado vomitó sangre y el general de brigada bramó de dolor cuando lo soltaron. El puente empezó a temblar como una rama al viento y Sharpe tuvo que hincarse de rodillas y aferrarse a una de las tablas de madera para evitar caer al agua. Llegaban las balas de mosquete disparadas por la compañía francesa, pero ésta se hallaba demasiado lejos para que los disparos fueran precisos. El caballo herido del general de brigada estaba en el río, donde la sangre se arremolinaba mientras el animal luchaba contra su inminente ahogamiento.

Una granada alcanzó el extremo más alejado del puente. Sharpe decidió que los artilleros franceses intentaban contener a los fugitivos británicos en el puente que se rompía, donde la metralla podía hacerlos trizas. La infantería francesa se había replegado a la orilla este y desde allí disparaban descargas de fusilería. El valle se estaba llenando de humo. El agua salpicaba el pontón al que Sharpe y Harper se aferraban, el cual volvió a temblar y la pasarela se astilló. Sharpe temió que los restos del puente volcaran. Una bala alcanzó un tablón a su lado. Otra granada estalló al otro extremo del puente y dejó una bocanada de humo sucio que el aire se llevó río arriba, donde unos pájaros blancos alzaron el vuelo asustados.

De repente el puente vibró y luego se quedó quieto. Los seis pontones del tramo central se habían soltado y bajaron empujados por la corriente. La última cadena de ancla se partió de una sacudida y los seis pontones flotaron en círculo en tanto que una descarga de metralla removió el agua por detrás de ellos. Entonces Sharpe pudo arrodillarse. Cargó el rifle, apuntó hacia la infantería francesa y disparó. Harper se colgó el fusil de descarga múltiple vacío y disparó con su rifle. Los fusileros Slattery y Harris se unieron a ellos y dispararon dos balas más, ambas dirigidas a los oficiales franceses que iban a caballo, pero cuando el humo de los rifles se disipó, los oficiales seguían montados. Los pontones se movían deprisa arrastrados por la corriente y acompañados de pedazos de madera rotos y chamuscados. El general de brigada Moon yacía de espaldas e intentaba incorporarse apoyándose en los codos.

—¿Qué ha pasado?

—Vamos flotando a la deriva, señor —dijo Sharpe. En la improvisada balsa había seis soldados del 88.º y cinco de los fusileros de Sharpe, del South Essex. El resto de su compañía o bien habían escapado del puente antes de que se rompiera o estaban en el río. De modo que en aquellos momentos había trece hombres flotando río abajo, incluidos Sharpe y el general de brigada, y más de un centenar de franceses corriendo por la orilla que se mantenían a su altura. Sharpe esperó que el hecho de ser trece no les trajera mala suerte.

—Mire a ver si pueden remar hacia la orilla oeste —ordenó Moon. En dicha orilla había algunos oficiales británicos que, montados en caballos capturados, intentaban alcanzar la balsa.

Sharpe hizo que los soldados utilizaran las culatas de los rifles y mosquetes a modo de remos, pero los pontones eran terriblemente pesados y sus esfuerzos resultaron vanos. La balsa siguió bajando hacia el sur. Una última granada cayó al río sin causar daños, pues el agua extinguió la mecha al instante.

—¡Remen, por el amor de Dios! —les espetó Moon.

—Están haciendo todo lo que pueden, señor —le dijo Sharpe—. ¿Se ha roto la pierna?

—El hueso de la pantorrilla —contestó Moon con un gesto de dolor—. Oí cómo se partía cuando cayó el caballo.

—Lo encajaremos en un momento, señor —le dijo Sharpe con voz tranquilizadora.

—¡No va a hacer nada parecido, hombre! Va a llevarme a un médico.

Sharpe no estaba seguro de cómo iba a llevar a Moon a cualquier otro lugar que no fuera corriente abajo, donde el río trazaba entonces una curva en torno a un gran risco situado en la orilla española. Al menos el risco frenaría la persecución francesa. Utilizó su rifle a modo de remo, pero la balsa, desafiante, eligió su propio camino. Una vez pasado el risco el río se ensanchó, volvió a virar hacia el oeste y la corriente se hizo un poco más lenta.

Los perseguidores franceses quedaron atrás y a los británicos les resultaba difícil marchar por la orilla portuguesa. Los cañones franceses seguían disparando, pero ya no podían verla balsa, por lo que debían de estar cañoneando a las fuerzas británicas de aquella orilla oeste. Sharpe trató de gobernar la balsa con un trozo de tabla rota y chamuscada, no porque pensara que iba a servir de algo, sino para evitar que Moon se quejara. El improvisado timón no surtió ningún efecto. La balsa, tercamente, seguía sin alejarse de la orilla española. Sharpe pensó en Bullen y sintió una oleada de furia por la manera en que habían hecho prisionero al teniente.

—Voy a matar a ese hijo de puta —dijo en voz alta.

—¿Que va a hacer qué? —preguntó Moon.

—Voy a matar a ese hijo de puta francés, señor. Al coronel Vandal.

—Lo que va a hacer es llevarme a la otra orilla, Sharpe, y lo va a hacer enseguida.

Y en aquel momento, con un estremecimiento y una sacudida, los pontones encallaron en tierra.

* * * *

La cripta se extendía por debajo de la catedral. Era un laberinto abierto en la misma roca en la que Cádiz desafiaba al mar y bajo cuyo suelo enlosado los obispos muertos de la ciudad esperaban la resurrección en profundísimos agujeros.

Dos tramos de escaleras de piedra descendían a la cripta y daban a una gran capilla, una cámara redonda de dos veces la altura de un hombre y una anchura de treinta pasos. Si te situabas en el centro y dabas una palmada, el ruido resonaba quince veces. Era una cripta de ecos.

De la capilla salían cinco cavernas. Una conducía a otra capilla redonda más pequeña situada en el extremo más alejado del laberinto, en tanto que las otras cuatro flanqueaban la gran cámara. Las cuatro eran profundas y oscuras, y se hallaban conectadas unas con otras a través de un pasaje oculto que rodeaba toda la cripta. Ninguna de las cavernas estaba decorada. La catedral de arriba quizá reluciera con la luz de las velas, tal vez brillara por su mármol y tuviera pinturas de santos, custodias de plata y candelabros de oro, pero la cripta era de piedra sencilla. Sólo tenían color los altares. En la capilla más pequeña una virgen miraba con tristeza por el largo pasaje hacia la cámara más grande, donde su hijo colgaba de una cruz de plata sufriendo un dolor eterno.

Era noche cerrada. La catedral se hallaba vacía. El último sacerdote había doblado su escapulario y se había ido a casa. Habían hecho salir a las mujeres que rondaban los altares, se había barrido el suelo y se habían cerrado las puertas. Las velas seguían ardiendo y la luz roja de la eterna presencia brillaba bajo el andamiaje que rodeaba el cruce del transepto con la nave. La catedral no estaba terminada. Todavía no se había construido el presbiterio con su altar elevado, la cúpula estaba a medias y los campanarios ni siquiera se habían empezado.

El padre Montseny tenía la llave de una de las puertas del lado este. La llave chirrió en la cerradura y las bisagras rechinaron cuando empujó la puerta para abrirla. Iba acompañado de seis hombres. Dos de ellos se quedaron cerca de la puerta, que no cerraron con llave. Permanecieron ocultos en la sombra, ambos armados con mosquetes cargados y órdenes de utilizarlos sólo si las cosas se volvían desesperadas.

—Ésta es una noche para los cuchillos —les había dicho Montseny.

—¿En la catedral? —preguntó uno de los hombres, nervioso.

—Os absolveré de cualquier pecado —dijo Montseny—, y los hombres que deben morir aquí son herejes. Son protestantes, ingleses. Dios se alegrará de su muerte.

Llevó a los cuatro hombres restantes a la cripta y, al llegar a la cámara principal colocó unas velas en el suelo y las encendió. La luz parpadeó en el techo abovedado. Apostó a dos hombres en una de las cámaras del lado este y él aguardó en la oscuridad de la cámara de enfrente con los otros dos.

—¡Ahora no hagáis ruido! —les advirtió—. Esperaremos.

Los ingleses llegaron pronto, tal como había imaginado el padre Montseny, que oyó el distante chirrido de las bisagras cuando éstos abrieron la puerta. Oyó sus pasos por la larga nave de la catedral y supo que en aquellos momentos los dos hombres que había dejado en la puerta habrían echado el cerrojo y estarían siguiendo a los ingleses hacia la cripta.

Tres hombres aparecieron en las escaleras del oeste. Avanzaron despacio, con cautela. Uno de ellos, el más alto, llevaba una bolsa. El hombre echó un vistazo en la gran cámara redonda y no vio a nadie.

—¡Hola! —gritó.

El padre Montseny arrojó un paquete a la cámara. Era un paquete grueso, atado con una cuerda.

—Lo que van a hacer —dijo en el inglés que había aprendido siendo prisionero— es traer el dinero, ponerlo junto a las cartas, cogerlas y marcharse.

El hombre miró hacia los negros arcos que daban a la gran cámara iluminada por las velas. Estaba intentando decidir de dónde provenía la voz de Montseny.

—¿Cree que soy idiota? —preguntó—. Primero tengo que verlas cartas. —Era un hombre alto, de rostro colorado, nariz protuberante y cejas gruesas y espesas.

—Puede examinarlas, capitán —dijo Montseny. Sabía que aquel hombre se llamaba Plummer, que había sido capitán del ejército británico y que ahora era un funcionario de la embajada británica. El trabajo de Plummer consistía en asegurarse de que los criados de la embajada no robaran, de que las rejas de las ventanas fueran seguras y de que los postigos se cerraran por la noche. En opinión de Montseny, Plummer era una persona insignificante, un soldado fracasado, un hombre que en aquellos instantes se acercó con inquietud al círculo de velas y se agachó junto al paquete. La cuerda era fuerte, estaba muy bien atada y Plummer no pudo desatarla. Se palpó el bolsillo, era de suponer que buscando un cuchillo.

—Enséñeme el oro —ordenó Montseny.

Plummer puso mala cara ante aquel tono de voz autoritario, pero lo complació abriendo la bolsa que había dejado al lado del paquete. Sacó otra bolsa de tela, la desató y extrajo de ella un puñado de guineas de oro.

—Trescientas —dijo—, tal como acordamos. —Su voz resonó de un lado a otro y lo desconcertó.

—Ahora —dijo Montseny, y sus hombres surgieron de la oscuridad apuntando con los mosquetes. Los dos hombres que Plummer había dejado en las escaleras avanzaron tambaleándose cuando los otros dos, de Montseny, bajaron a espaldas de ellos.

—¿Qué demonios está…? —empezó a decir Plummer, entonces vio que el sacerdote llevaba una pistola—. ¿Es usted sacerdote?

—Pensé que todos deberíamos examinar la mercancía —dijo Montseny, haciendo caso omiso de la pregunta. Ahora tenía rodeados a los tres hombres—. Van a tumbarse en el suelo mientras cuento las monedas.

—¡Y un cuerno! —exclamó Plummer.

—Al suelo —dijo Montseny en español, y sus hombres, todos los cuales habían servido en la armada española y poseían unos músculos endurecidos por años de trabajo agotador, sometieron a los otros tres sin ninguna dificultad y los pusieron boca abajo en el suelo de la cripta. Montseny cogió el paquete atado con cuerda, se lo metió en el bolsillo y apartó la bolsa de oro con el pie—. Matadlos —dijo.

Los dos hombres que acompañaban a Plummer también eran españoles, sirvientes de la embajada, y protestaron al oír la orden de Montseny. Plummer se resistió e intentó levantarse del suelo, pero Montseny lo mató fácilmente, deslizándole un cuchillo entre las costillas y dejando que Plummer empujara su cuerpo contra la hoja que buscó su corazón. Los otros dos murieron con la misma rapidez. Sorprendentemente, todo se hizo sin apenas ruido.

Montseny les dio cinco guineas de oro a cada uno de sus hombres, una recompensa generosa.

—Los ingleses —les explicó— planean en secreto quedarse con Cádiz. Se hacen llamar nuestros aliados, pero traicionarán a España. Esta noche habéis luchado por vuestro rey, por vuestro país y por la santa Iglesia. El almirante estará satisfecho con vosotros y Dios os recompensará. —Registró los cadáveres, encontró unas cuantas monedas y un cuchillo con mango de hueso. Plummer llevaba una pistola bajo su capa, pero era un arma burda y pesada y Montseny dejó que se la quedara uno de los marineros.

Arrastraron a los tres cadáveres hasta lo alto de las escaleras, a través de la nave, y luego los llevaron hasta el malecón cercano. Allí el padre Montseny rezó una plegaria por sus almas y sus hombres empujaron a los muertos por encima del borde de piedra. Los cadáveres se estrellaron contra las rocas que rompían el Atlántico y lo volvían blanco. El padre Montseny cerró la catedral y se fue a casa.

Al día siguiente encontraron sangre en la cripta, en las escaleras y en la nave, y al principio nadie pudo explicarlo hasta que algunas de las mujeres que oraban en la catedral cada día declararon que debía de tratarse de la sangre de san Servando, uno de los santos patrones de Cádiz cuyos restos habían descansado en la ciudad antes de ser trasladados a Sevilla, que ahora estaba ocupada por los franceses. Las mujeres insistieron en que la sangre era la prueba de que el santo había desdeñado milagrosamente la ciudad ocupada por los franceses y había regresado a casa, y el hallazgo de los tres cadáveres que las olas zarandeaban contra las rocas de debajo del malecón no las disuadió. Ellas decían que era un milagro y el rumor se extendió.

Reconocieron al capitán Plummer y su cadáver se llevó a la embajada. Dentro había una improvisada capilla en la que se celebró un apresurado funeral tras el cual enterraron al capitán en las arenas del istmo que conectaba Cádiz con la isla de León. Al día siguiente Montseny escribió al embajador británico afirmando que Plummer había intentado quedarse con las cartas y con el oro, motivo por el cual su lamentable muerte había sido inevitable; no obstante, los británicos todavía podían recuperar las cartas, sólo que esta vez el precio sería mucho mayor. No firmó la carta, adjuntó en cambio una guinea manchada de sangre. Lo consideró una inversión que le reportaría una fortuna, y dicha fortuna serviría para pagar los sueños del padre Montseny: sueños de una España nuevamente gloriosa y libre de extranjeros. Los ingleses pagarían por su propia derrota.