Llegamos al final del libro. Ya hemos visto las bases teóricas y el método para desarrollar fortaleza emocional: tenemos que cambiar nuestro diálogo interno, transformar cada una de nuestras creencias irracionales de forma que, a partir de ahora, nos neguemos a terribilizar.
Si conseguimos mirar el mundo a través de unos ojos que no se quejan, que valoran lo que poseen por encima de lo que no poseen, empezaremos a sentir en consonancia. Nuestro interior se apaciguará, dejaremos de exigirnos a nosotros mismos y al mundo, y cada vez experimentaremos más momentos de felicidad.
No es difícil conseguirlo. Se trata de practicar, ensayar y volver a practicar. En una palabra: de perseverar.
En mi experiencia, las personas que acuden a terapia suelen tardar algunos meses en conseguir un cambio estable y profundo, aunque experimentan beneficios casi desde el primer día. Una vez acabada la terapia, tienen que seguir trabajando por ellos mismos, con el esquema que han aprendido, durante unos cuantos meses más; en general, durante un año. No es demasiado tiempo si tenemos en cuenta que estamos hablando de patrones de pensamiento, emoción y conducta que se han mantenido durante toda la vida.
Otro de los puntos importantes de la terapia cognitiva expuesta aquí es que la persona tiene que saber que va a tener recaídas. Es inevitable. Las recaídas son períodos de vuelta a la depresión, a la ansiedad o a la obsesión después de semanas o meses de mejora continuada. Las recaídas forman parte del proceso. Son como los trompicones y caídas de un niño que aprende a caminar.
Además, suele suceder que después de una recaída, viene una mejora más pronunciada. Efectivamente, los avances más significativos se dan justo después de una pequeña crisis en el curso del desarrollo de la terapia.
Durante las primeras semanas de tratamiento, suelo avisar de este fenómeno para que la persona esté mentalmente preparada para las recaídas. Hay que confiar en que, una vez pasado el mal momento, volveremos a estar bien y el aprendizaje seguirá progresando y consolidándose.
Para ilustrar este punto, suelo dibujar a los pacientes el siguiente diagrama:
Lo interesante de esta evolución es que cada recaída nunca es tan pronunciada como la anterior. La persona experimenta que sus crisis son de menor intensidad que antes y duran menos tiempo, aunque frecuentemente sólo se da cuenta de ello una vez que ha pasado la recaída.
En el momento de la crisis, la caída siempre se vive como un traspié intolerable. A menudo, como un fracaso total, pero si perseveramos, comprobaremos que estamos progresando, sólo que de una forma irregular: con subidas y bajadas. Finalmente, el paciente se estabiliza entre lo que consideramos un nueve o diez en una escala de bienestar sobre diez.
A todos mis pacientes —y a todos los partipantes en mis cursos— les pongo dos condiciones antes de empezar a trabajar. La primera es estar dispuesto a trabajar para transformarse y la segunda, tener apertura mental.
Cambiarse a uno mismo implica trabajo, no sólo acudir a una consulta para que te escuchen. Hay que esforzarse para abandonar patrones de pensamiento habituales. Generalmente, en el curso de una terapia, el psicólogo da deberes para hacer en casa. Y yo, particularmente, me caracterizo por poner muchos.
A veces, algún paciente se queja y yo le suelo decir:
—Imagina que vas a un gimnasio para desarrollar tu musculatura. Cuando llegas a la sala de pesas, tu entrenador te pone dos pesos de diez kilos en los extremos de una barra para que los levantes. Sudas, te esfuerzas y haces los ejercicios, pero al día siguiente llegas y le dices al entrenador: «Se me ha ocurrido una idea, ¿por qué no me pones globos en vez de esos pesados discos? Así no me costará subirlos».
El paciente suele sonreír y dice:
—¡Qué tontería! El entrenador pensará que soy tonto. Si no me pesan las pesas, no estaré desarrollando el músculo —responde el paciente.
—Claro y aquí pasa lo mismo. Si no notas que la terapia te cuesta es que no estás creciendo.
A veces, da mucha pereza ponerse a hacer los deberes: las reflexiones, las lecturas, etc., pero como ya hemos visto antes, la pálabra mágica de este trabajo es PERSEVERAR. No me cansaré de repetirlo: la clave está en ¡perseverar!
La segunda de las condiciones que necesitamos en psicología para conseguir transformarnos es tener apertura mental. Los psicólogos trabajamos con palabras, con conceptos, con ideas…, no con fármacos, aparatos o cirugía. Por eso, es necesario que la persona abra su mente. Para explicar este punto, suelo explicar:
—Imagina que viene a verme una persona depresiva. Y que, día tras día, coincido con él en su visión de la vida, en todas sus ideas. ¿Crees que a través de las conversaciones conmigo esa persona cambiará?
—Claro que no. Tanta coincidencia significaría que tú estás tan deprimido como tu paciente —me responde.
Efectivamente, por definición, lo que una persona va a oír en la consulta del psicoterapeuta tiene que sorprenderle, va a chocar contra su estructura mental y sentirá inicialmente un fuerte rechazo hacia esas ideas. En gran medida, nuestro trabajo es presentar esos conceptos de la forma más suave e inteligible, de forma que esquivemos algunas de esas resistencias.
A las personas no nos gusta cambiar de convicciones. En general, se puede decir que no tenemos mucha apertura mental. Por ejemplo, si nosotros estamos en contra de las corridas de toros y alguien nos dice: «Mira, te voy a hablar de ello y te demostraré que hay que estar a favor de la muerte del toro en la plaza», lo primero que hacemos es construir una muralla mental y mientras nos explica sus argumentos, pensar en los contraargumentos. No estamos abiertos a comprenderle y, mucho menos, a cambiar de opinión.
Lo mismo sucede con otros temas polémicos, como estar a favor o en contra del aborto o ser de izquierdas o derechas. En estos y muchos otros temas, no nos gusta cambiar de opinión porque tenemos miedo al cambio. «¿En qué nos transformaremos si cambiamos nuestro punto de vista? Quizás en alguien que no me gusta…», pensamos.
La verdad es que, en la mayor parte de los ámbitos de la vida, nuestra poca apertura mental no tiene mucha importancia. Sobre los toros, el aborto o la política, da igual lo que opinemos…; nosotros no vamos a variar el estado de la cuestión. Sin embargo, hay ámbitos en los que sí es crucial tener apertura mental. Por lo menos en dos: en ciencia (si somos científicos) y en psicología.
En algunas pocas ocasiones me he encontrado individuos que no han tenido ninguna apertura mental, incluso en terapia. Se sucedía sesión tras sesión y la persona sólo hacía que oponerse a mis planteamientos. Yo no pido a nadie que crea ciegamente en mis postulados. Eso no sería apertura mental sino sectarismo, pero sí que haga un esfuerzo por entender mis argumentos en profundidad y, si es posible, ponerlos a prueba. Es decir, adoptarlos temporalmente como su filosofía para ver si la vida le va mejor con ellos.
La mayoría de esas personas reacias a cambiar de opinión eran depresivas con una historia de muchos años de depresión a sus espaldas, auténticos profesionales de la queja. Al menos en un par de ocasiones, me he visto en la tesitura de decirles:
—Tal y como yo lo veo, tienes que dejar de oponerte a mis ideas y plantearte que te conviene cambiar.
—No quiero. Nunca cambiaré de opinión sobre lo que hemos hablado. Me niego —me responden.
—Está bien. La elección es tuya. Pero, dime, ¿qué prefieres?, ¿tener razón o curarte?
En algunos casos, los pacientes escogen seguir enfermos y ahí finaliza mi trabajo terapéutico. Todo el mundo tiene la libertad de escoger lo que quiere pensar y cómo desea conducir su vida, pero nosotros, los psicólogos, tenemos que advertir que ciertas ideas dogmáticas, infantiles, supersticiosas y exageradas provocan efectos perniciosos sobre el sistema emocional.
En una ocasión, vino a verme un hombre de unos 50 años de edad. Acudió con su mujer. El problema era que su hija de 15 años era lesbiana y él no lo aceptaba. Desde que lo había averiguado, lo estaba pasando muy mal, no lo podía soportar: no dormía por las noches, estaba todo el día pensando en ello y, a su pesar, estaba cogiéndole manía a su hija.
Estuvimos hablando sobre el problema y yo le decía:
—Puedo aceptar que pienses que ser lesbiana está un poco mal, pero en ningún caso, desde un punto de vista lógico, puedo aceptar que sea «muy malo» o «terrible».
—¡Pero es que ella sufrirá porque la homosexualidad está muy castigada en esta sociedad! —respondió.
—Es cierto que hay gente que la rechazará por ello y otros no le darán la más mínima importancia. Pero ¿necesitamos la aceptación de todo el mundo? —le pregunté.
—¡Pero es que ser homosexual está mal! —concluyó.
—Ésa es una opinión moral discutible. Por ejemplo, yo no la tengo y, como yo, muchas otras personas —añadí.
—¡Pero yo sí! Ésa es mi convicción.
—Vale, pero eso te lleva a sufrir. ¿No lo ves? ¿No quieres encontrarte mejor? —le pregunté.
—Quiero encontrarme mejor, pero sin cambiar mis convicciones.
—Eso no es posible. Tienes que escoger: tener razón o superar este tema. ¿Qué escoges tú?
Felizmente, esta persona escogió cambiar y superar el asunto. Recuerdo que en las últimas sesiones incluso se le ocurrió empezar a colaborar con una organización por la igualdad de derechos de los homosexuales. Por supuesto, la relación con su hija se transformó en lo que él deseaba realmente, pero antes tuve que ayudarle a comprender que existen otras formas de ver las cosas por lo menos tan coherentes y válidas como las demás.
Quizás al lector le parecerá evidente que a esa persona le convenía cambiar su forma de pensar, pero nunca lo es tanto cuando se trata de nuestras propias neuras.
Una vez, un amigo mío llamado Luis me explicó una curiosa historia que me hizo pensar en la filosofía personal y sus niveles de profundidad. Mi amigo Luis es socialista y siempre ha defendido que el dinero no da la felicidad. Recuerdo que, en los debates de sobremesa, siempre opinaba que no debíamos basar la valía de nadie en su éxito profesional o en la cantidad de dinero que tiene en el banco.
Pero en una ocasión me confesó un asunto personal que demostraba que esas creencias las defendía a nivel superficial y que, a otro nivel más profundo, existían ideas opuestas que pugnaban por tomar el control de su filosofía vital.
El caso es que Luis fue invitado a una comida en casa del nuevo novio de su hermana Rosa. El hombre resultó ser músico y a pesar de no ser universalmente conocido, le iba muy bien. El tipo vivía en una casa magnífica, de varias plantas, con piscina y un enorme jardín. Además, tenía un coche deportivo que quitaba el hipo.
Al final de la velada, todos estaban muy contentos y la mujer de mi amigo Luis propuso organizar otra comida, esta vez en su casa. Al cabo de unos días, Luis le dijo a su mujer:
—¿Sabes?, creo que es mejor que, cuando quedemos con Rosa y su novio, vayamos a cenar a un restaurante.
—¡No, hombre! Les haremos una paella y así él conocerá nuestra casa. Tenemos que devolverles la invitación —dijo ella.
—Pero es que no tenemos sitio. El piso es muy pequeño.
—¡Luis, pero si hemos hecho fiestas aquí para cuarenta personas! ¿No te acuerdas del Fin de Año de hace dos años?
—Ya, pero yo prefiero cenar fuera. ¡Nunca me haces caso! —concluyó él.
Acabaron discutiendo. Charlamos sobre el asunto y Luis se dio cuenta de que le daba vergüenza mostrar su sencillo piso a su «cuñado rico»; ésa era la razón por la que, de repente, su apartamento le resultaba incómodo para organizar una comida de cuatro personas.
Por lo tanto, Luis defendía, por un lado, la convicción de que el dinero no determina la valía de las personas pero, por el otro, dentro de su corazón latía la creencia contraria. Por eso y sólo por eso, sentía vergüenza de no tener tanto éxito como el novio de su hermana.
Esa doble personalidad de Luis es algo muy común. Nos sucede a todos. Hasta que no estamos completamente convencidos de una creencia, no sentimos las emociones que están relacionadas con ella. A los pacientes que acuden a mi consulta, esto también les sucede y es porque existen diferentes niveles de profundidad en lo que creemos. Si queremos hacernos más fuertes a nivel emocional, tenemos que trabajar hasta los niveles más profundos.
Una última manera de amargarnos la vida es lo que llamamos terribilizar por terribilizar. Esto sucede cuando exageramos la importancia de una adversidad y nos enfadamos, deprimimos o ponemos nerviosos y, luego, nos ponemos doblemente mal por el hecho de haber terribilizado.
Por ejemplo, podemos tener una fuerte discusión con nuestra pareja porque, con su tardanza, nos ha hecho llegar tarde a una cita con unos amigos. El incidente nos ha sacado de quicio, y llevados por la exageración, hemos actuado como un niño descontrolado insultando y refunfuñando.
Pero nosotros, que estamos haciendo terapia cognitiva, nos acordamos de nuestro psicólogo, y nos damos cuenta casi enseguida de que estamos exagerando y que nuestra reacción emocional está fuera de lugar. Entonces, es posible que nos deprimamos por haber cometido ese error. Al cabreo, entonces, se le suma la depresión. Eso es terribilizar por terribilizar.
Terribilizar por terribilizar es muy común, más de lo que podríamos pensar. Sobre todo cuando esa doble terribilización hace referencia a estar ansioso o deprimido. Es decir, no nos gusta nada estar ansiosos o deprimidos y no nos permitimos estarlo. Cuando caemos en los nervios o la tristeza excesiva nos castigamos a nosotros mismos porque se supone que debemos estar siempre bien.
En realidad, tendríamos que comprender que somos humanos y que, de vez en cuando, durante el resto de nuestra vida, fallaremos. En este sentido, nos convendría ser conscientes, también, de que por mucho que maduremos y nos convirtamos en personas felices (con esta técnica cognitiva o con otra), nunca estaremos completamente libres del problema de terribilizar. Los seres humanos somos así: erramos. Así que es mejor ser pacientes con nosotros mismos y relajarnos cuando caigamos en esas alteraciones emocionales que nosotros mismos nos provocamos.
Al principio de la terapia, suelo recomendar a los pacientes que, si un día se ven muy invadidos por sus neuras, es mejor que no intenten cambiar nada. Sólo añadirían más leña al fuego. Un buen consejo es retirarse temprano a la cama y esperar a que nazca un nuevo día, en el que, más tranquilamente, volveremos a practicar las estrategias cognitivas que hemos aprendido aquí.
El cambio que buscamos en terapia llegará fruto del trabajo continuado, un poco cada día, como si fuésemos estudiantes de música que dedican un tiempo diario al ensayo. Eso es lo que va a producir cambios profundos y duraderos. Las urgencias no sirven de mucho. Por lo tanto, en caso de tener una recaída o un mal día, es mejor aceptar la situación, no terribilizar por terribilizar, y limitar los daños retirándonos a dormir o dedicar la jornada a hacer algo mecánico y útil.
Recuerdo que en una ocasión me visitó un paciente que tenía miedo a volar en avión, llamémosle Eduardo. Se trataba de un hombre de menos de 40 años, inteligente y eficiente. Trabajaba como director financiero de una empresa en la cual estaba muy bien considerado. Al margen de su problema para volar, estaba muy satisfecho con su vida: tenía una familia ideal, disfrutaba de su empleo y de su tiempo libre.
Lo curioso del asunto es que, durante aquella primera sesión, Eduardo me explicó su miedo a volar y, en medio del relato, empezó a llorar amargamente. Entonces le pregunté:
—¿En tu empresa te presionan para que viajes en avión?
—No, en absoluto. No tengo que viajar nunca. Cada cierto tiempo hay un encuentro de directivos en el extranjero, pero no tengo por qué ir si no quiero —me contestó.
—Entonces, ¿cuál es el problema por no poder volar? ¿Por qué te duele tanto no poder coger un avión? —le pregunté.
—¡Porque soy un inútil! ¡Los demás pueden hacerlo y yo no! —dijo entre sollozos.
Por alguna extraña razón, Eduardo exageraba la importancia de su dificultad para volar. No poder subir a un avión no es el fin del mundo. Nuestro trabajo, por supuesto, es ayudar a solucionar el problema, pero si no lo conseguimos, no estamos ante un drama planetario.
Eduardo terribilizaba por terribilizar. Exageraba la trascendencia de tener un miedo menor y eso añadía más leña al fuego. Y así aumentaba su ansiedad.
Lo primero que tuvimos que hacer, entonces, fue rebajar esa terribilización. Para ello le hicimos reflexionar sobre la siguiente cuestión: «Si no pudiese superar jamás este miedo a volar… ¿podría de alguna forma conseguir la felicidad?…, ¿podría realizar cosas positivas por mí y por los demás?». Obviamente, la respuesta es «sí».
De esta forma, Eduardo rebajó ese primer temor «a no ser capaz», a «ser inferior a los demás» y, después, pudimos tratar el propio miedo a morir en un accidente de avión, su primera terribilización.
En el capítulo 12, vimos que la vergüenza, el miedo al ridículo, no se vence a base de enfrentarse a él, como se podría pensar, sino con trabajo mental. Vamos a verlo ahora con más detalle. Esto es, la diferencia básica entre el trabajo cognitivo y el conductual.
Muchas personas tienen mucha experiencia enfrentándose a la vergüenza y no han conseguido superarla. Por ejemplo, los actores de teatro. Muchos de ellos nos explican que todos los días de función se sienten enfermos por los nervios ante la representación y por muchos años que lleven en la profesión, no pierden ese temor. Incluso les puede aumentar. El actor madrileño Fernando Fernán Gómez abandonó el teatro por el miedo escénico y, desde entonces, sólo hizo cine. No pudo superarlo.
Como sucede con todos los miedos, la solución no está en enfrentarse sino, como siempre, en pensar bien. Todo el problema del miedo al ridículo tiene su origen en una sola idea: «Es horroroso que piensen que soy un mal actor, necesito tener éxito en mi profesión, no puedo fallar». Esas ideas son creencias muy irracionales porque nadie necesita ser actor ni tener ninguna otra profesión concreta, todos podemos fallar y no pasa casi nada. ¡Nada de eso es horroroso!
Cuando la persona reflexiona sobre esto de manera intensa y se da cuenta de ello en profundidad, madura filosóficamente y deja de experimentar temor. Si algún día no tiene éxito, incluso si lo hace fatal, le disgustará, pero no se pondrá nervioso ni mucho menos se deprimirá, porque la vida ofrece muchas más posibilidades de disfrutar y realizarse.
De hecho, María Luisa Merlo, la actriz de la que hemos hablado al principio de este libro, explica que ella perdió completamente el miedo al escenario de manera espontánea cuando empezó a educarse filosófica y espiritualmente. Simplemente, porque se dio cuenta de que su trabajo no es lo más importante del mundo, ni siquiera para su felicidad. Se trata de una actividad que ha escogido hacer, pero su bienestar está anclado en valores más sólidos como el amor y la fraternidad.
Para entender la idea de que el temor, en general, no se cura enfrentándose a él sino pensando correctamente suelo explicar la siguiente historia inventada:
Dani telefoneó angustiado a su gran amigo. Estaba de los nervios. Le dijo:
—¿Puedes venir ahora a mi casa? ¡Te necesito, de verdad!
—Son las doce de la noche, Dani. ¿No puedes esperar hasta mañana? —replicó Fernando
—¡Va en serio! Ven rápidamente, tengo una movida tremenda en casa —respondió Dani con la voz acelerada.
Fernando era el mejor «amiguete» de Dani, como a ellos les gustaba denominarse, y se asustó un poco al oír su llamada de ayuda. Nunca antes había pasado algo así. Mientras se dirigía a buen paso hacia su casa, que estaba a un par de calles, se tocó el bolsillo del pantalón para asegurarse de que llevaba el móvil. «¡Vaya!, igual hay que llamar a la policía o a una ambulancia. ¿En qué marrón debe de haberse metido?», pensó.
En unos minutos, ya tenía enfrente a su amigo, que le dijo, tembloroso:
—Vas a pensar que estoy loco, pero es que creo que hay fantasmas arriba en el desván.
—¿Qué me estás contando, Daniel? Pero ¿qué dices? ¿Has fumado algo? —replicó Fernando, asustado por lo que estaba oyendo de labios de su amigo. ¿Cómo podía decir una sandez así de grande? Lo que estaba claro es que el tipo estaba blanco como la pared. La cosa no era una broma.
—¡No, no! ¡De verdad te lo digo! ¡No es coña! ¡No dejo de oír voces, pero no son humanas! ¡Escúchalas!
Ahora Fernando sí que se preocupó. Su amigo iba en serio. Y a juzgar por su respiración acelerada, su tez blanca y su boca torcida, casi tenía un ataque de pánico. Así que pensó que tenía que calmarlo de alguna forma:
—Vale, Dani, tranquilo… Yo creo que no hay nadie ahí arriba, déjame que vaya a comprobarlo —le dijo apretándole cariñosamente los hombros.
Una vez arriba, dio una vuelta por el desván buscando el origen de los ruidos, pero no encontró nada. Enseguida bajó y dijo con voz tranquilizadora:
—No hay nada, hombre. Puedes estar tranquilo. Sube conmigo y lo verás. Nada de nada. ¡Tu casa está limpia!
Daniel subió entonces al desván y comprobó todos los rincones. Finalmente se calmó. Fernando le dijo amablemente:
—Mira, Dani, ya lo hemos comprobado. No hay fantasmas en tu casa. Si alguna vez vuelves a oír ruidos extraños, no lo dudes; la forma de resolver este problema es salir de dudas. Enfréntate al miedo y comprueba el asunto: verás que eso lo resuelve todo. No lo olvides: enfréntate siempre al miedo. ¡Eso lo resuelve todo!
Aquella noche Dani durmió como un tronco y, no sólo eso, aprendió una valiosa lección por parte de su amigo.
Fernando, por su parte, estaba muy orgulloso de haber podido ayudarle, pues no en vano se consideraba muy buen «psicólogo».
Al cabo de una semana, volvió a sonar el timbre del teléfono de Fernando a medianoche.
—¿Diga?
—¡Fernando! Necesito tu ayuda. ¡Esta vez sí que hay fantasmas! ¡Están dentro de las tuberías!
La moraleja de esta historia es que las neuras, los miedos irracionales, las obsesiones, están en la cabeza y hay que combatirlas allí. En este cuento, Fernando trata de ayudar a su amigo con hechos y le sugiere que se enfrente a sus miedos. Pero esta estrategia funciona sólo temporalmente. Después, Daniel genera otra idea irracional y el temor regresa.
Hubiese sido mucho más efectivo enseñarle que los fantasmas no existen en ninguna situación. Para ello, habría que convencerle con todos los argumentos posibles. Trabajar de manera profunda hasta que Daniel esté convencido de ello. Una vez conseguido, no volverá a tener miedo a lo sobrenatural nunca más.
En resumidas cuentas, esta historia nos enseña que la forma efectiva de superar los miedos no es enfrentrarse a ellos, sino comprender que no hay nada que temer.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Las recaídas son parte del proceso de aprendizaje.
- Hay que evitar terribilizar por terribilizar: si no conseguimos ser personas más sanas, ¡mala suerte!, pero la vida continúa.
- Hay dos condiciones para mejorar: trabajar y abrir la mente.
- Siempre podemos profundizar más en nuestra filosofía antiqueja.
- Es mejor trabajar a nivel cognitivo que conductual.