Capítulo 22:
Ganar autoestima

Muchas veces me preguntan en mis conferencias por el tema de la autoestima. Me suelen decir:

—Es que tengo muy baja autoestima. ¿Cómo podría aumentarla?

Yo les suelo contestar que no existe tal problema.

—Yo no la tengo ni alta ni baja. Tengo la que tiene todo el mundo, la correcta.

¿Qué quiero decir con esto? Que todo el problema de la autoestima es una tremenda equivocación. Las personas no deberíamos tener una alta autoestima, sino que todos deberíamos valorarnos como el resto de los seres humanos: como seres maravillosos por el simple hecho de ser personas. Punto final.

Es algo parecido a nuestra visión de los animales salvajes. Los animales en libertad son todos, más o menos, igualmente bellos e impresionantes. Casi todos tienen las mismas cualidades innatas: un águila majestuosa es tan majestuosa como otra. Una leona es como cualquier otra: un animal magnífico que caza y reina en la selva. ¿Por qué los hombres se asignan diferencias tan grandes entre ellos mismos? No tiene sentido.

Yo creo que todos los seres humanos tienen el mismo valor. Son igualmente bellos y magníficos. De verdad lo creo así. Y, básicamente, somos así de buenos debido a nuestra mejor y más característica cualidad como especie: nuestra gran capacidad de amar, que, como potencialidad, siempre está ahí.

Y es que el problema de la autoestima se resuelve dejando de valorar a los demás según criterios distintos a nuestra capacidad de amar. Cuando valoro a los demás según sus habilidades o características: ser guapo, rico, listo, cumplidor…, estoy dándole importancia a minucias, a cuestiones nimias que no nos definen como especie.

Además, cuando valoro cualidades diferentes a la capacidad de amar me subo a la montaña rusa de la autoestima. Cuando los demás me evalúen con notas altas, me sentiré bien…, cuando me evalúen con notas bajas, me sentiré mal, creeré que no valgo, que soy inferior. Es mucho mejor no valorar a nadie (ni a uno mismo), darle a todo el mundo el mismo valor, considerar que todos los seres humanos son maravillosos por el hecho de serlo. Entonces, también me aceptaré a mí mismo incondicionalmente.

El descubrimiento de Alfred Adler

A principios del siglo XX, un psiquiatra colega de Sigmund Freud descubrió un fenómeno psicológico al que llamó complejo de inferioridad. Alfred Adler trabajó como médico con niños con impedimentos físicos como cojeras, sorderas y demás; y en aquella época había muchos casos, ya que la higiene, la medicina y la salud infantil no estaban tan avanzadas como en la actualidad.

Adler se dio cuenta de que algunos de esos niños solían desarrollar complejos de inferioridad. Frente a los pequeños de su entorno, se sentían inferiores porque no podían llevar a cabo las actividades habituales. Pero muchos otros niños con los mismos problemas no desarrollaban ese sentimiento. ¿A qué se debía esa diferencia?

La respuesta estaba en la posibilidad de compensación. Normalmente, los niños impedidos —e incluso los adultos— tienden a desarrollar habilidades paralelas que les permiten unirse a los demás en igualdad de condiciones. Adler vio que los cojos, por ejemplo, llegaban a ser grandes jugadores de ajedrez, ya que no podían jugar al fútbol como los demás. O que el sordo se las arreglaba bien leyendo los labios de sus compañeros y se convertía en un lector de labios increíble.

El problema estaba en los niños que, por alguna razón, no desarrollaban compensaciones y se seguían sintiendo inferiores. Muchas veces esto ocurría porque la inferioridad era demasiado grande. En ese caso, el niño solía crear otro mecanismo de supervivencia psíquica que consistía en inventarse una supuesta grandeza. El chaval se volvía un mentiroso patológico y se inventaba grandes gestas personales o familiares con las que pavonearse ante los demás.

Entonces, esos niños con un secreto complejo de inferioridad desarrollaban un complejo de superioridad asociado. Es decir, pugnaban por ser superiores a base de sus mentiras y vandalismos aderezados con aires de grandeza. Digamos que esos pequeños quedaban atrapados en un mundo en el que eres inferior o superior, cuando lo sano y natural es ser simplemente un colega más entre tus amigos.

Estos complejos de inferioridad/superioridad también se dan entre algunos adultos neuróticos. Suelen creer que tienen problemas de autoestima porque se ven atrapados en la inferioridad cuando desearían secretamente ser superiores: es una falsa superioridad/inferioridad que sólo está en su cabeza.

En cualquier caso, tanto de niños como de adultos, el hecho de luchar por ser superiores nos lleva a la amargura, porque se trata de una empresa que es, de entrada, fallida. Por mucho que nos inventemos, por mucho que nos pavoneemos, siempre habrá gente que nos niegue nuestra supuesta superioridad. Y, entonces, nos deprimiremos, nos sentiremos inferiores otra vez. Psicológicamente hablando, jugar a ser superior o inferior es siempre una mala apuesta.

Intentar ser superior no es la solución al hecho de verse inferior. La solución está en no verse inferior y tampoco querer ser superior, en no jugar al juego de la superioridad/inferioridad, sino valorar a todo el mundo por igual.

Ser un indigente feliz

En el capítulo 8 de este libro se describió la práctica de «la visualización del indigente». Esto es, verse como un indigente, sin dinero ni bienes de ningún tipo, pero disfrutando de la vida. Vimos que esta visualización tiene por objetivo darse cuenta de que no necesitamos poseer bienes o «ser alguien» para hacer cosas valiosas y gratificantes. La visualización del indigente también nos ayudará a entender que nuestra autoestima puede basarse en otras cosas distintas al hecho de ser importante o de tener muchas cosas; puede basarse en el hecho de ser una persona con muchas posibilidades. Nada más.

En el capítulo 16 hablamos de «el orgullo de la falibilidad», ese sentimiento de aceptación completa de nuestros fallos y carencias. Vimos que los seres humanos son falibles por naturaleza y que eso no es nada malo. Si adoptamos el orgullo de la falibilidad pasamos a valorar la capacidad de amar, de compartir, de divertirse por encima de la eficiencia, y eso nos hace seres más sanos y felices.

Liberarse de una autoestima basada en logros o capacidades es un gran descanso. Uno ya no tiene que demostrar nada a nadie. Uno puede mostrarse con todos sus fallos y estar orgulloso de uno mismo. Es más, esa aceptación incondicional de uno mismo y de los demás pasa a ser nuestra principal cualidad, nuestra principal fuerza.

Para conseguir esa liberación tenemos que convencernos profundamente de nuestra nueva escala de valores hasta el extremo de sentirnos orgullosos de «ser menos» en términos mercantiles, pero «más» en términos humanistas. Y defender esa actitud interior en todas partes. Puede ayudarnos el hecho de pensar que somos muchos los que pensamos de esta forma; somos un verdadero club donde se ingresa sólo si se cree que «menos» puede ser «más».

Aceptación incondicional de los demás

La aceptación incondicional de uno mismo va ligada a la aceptación de los demás. Los seres humanos somos animales lógicos y si no aceptas a los demás incondicionalmente, tampoco lo harás contigo mismo cuando falles o cuando alguien deje de valorarte.

Una de las personas que más y mejor nos habló de la aceptación incondicional fue Mohandas Gandhi, el activista por la paz indio de principios del siglo XX. Recordemos que Gandhi consiguió la independencia de su país del Imperio Británico sin disparar un solo tiro. Y lo hizo gracias a su filosofía de aceptación incondicional.

La siguiente historia ejemplifica su forma de pensar y hacer:

Mohandas era un joven apuesto y refinado, educado en uno de los mejores colleges londinenses. Vestía un traje confeccionado en la city y leía en inglés, un idioma que dominaba a la perfección, pese a ser indio de nacimiento. Viajaba en un vagón de primera clase camino a Pretoria, en Sudáfrica, cuando el revisor se dirigió a él en un tono claramente amenazador:

—La primera clase está reservada a blancos. ¿No te has enterado, coolie? —dijo el hombretón acentuando la palabra coolie, un término ofensivo para designar a todo asiático.

—Perdone, caballero, pero yo tengo billete de primera. Me lo han vendido en la estación de Ciudad del Cabo —replicó educadamente el joven hindú.

—¿Te crees muy listo, eh, coolie? Me da igual el billete que lleves. Tienes que cambiarte a los vagones de tercera. ¡Ahora!

—No veo por qué tendría que cambiar de vagón. Soy abogado y… —empezó a decir Mohandas cuando, de repente, el revisor agarró su maleta y, sin mediar palabra, la tiró violentamente por la ventana. Nuestro joven se quedó mudo, petrificado, aunque, por suerte, el tren se hallaba en ese momento detenido en una pequeña estación.

—¡Malditos coolies! —continuó el revisor—. Os voy a enseñar a obedecer las normas. Sois un atajo de indisciplinados maleantes.

Entonces, agarró por las solapas al propio Mohandas para arrojarlo al polvoriento andén junto a la abollada maleta.

Acto seguido, el revisor bajó al andén, se metió un silbato rojo en la boca y soltó un fortísimo silbido al aire. En menos de dos segundos, el tren estaba otra vez en marcha mientras Mohandas se frotaba los ojos incapaz de creer lo que le acababa de suceder. Éste fue su primer contacto con el régimen de apartheid o racismo oficial que reinaba en Sudáfrica en la década de 1890.

Ésta es una anécdota real de la vida de Mohandas Gandhi. De hecho, él afirmaba que ese maltrato en el tren despertó en él su motivación por luchar contra las desigualdades y el racismo. Pero lo haría, no con bombas y rifles, sino convenciendo a todo el planeta de la superioridad de las ideas igualitarias, con su filosofía de la no-violencia.

Con respecto al revisor agresivo, Gandhi optó por hacer un ejercicio de comprensión y entender que el hombre tenía una filosofía de vida equivocada: intentaría convencerle de que se es mucho más feliz amando a todo el mundo. Seguramente, el revisor se aplicaba a sí mismo sus ideas agresivas y vivía en un entorno mental donde la gente es buena o mala según sus cualidades, bienes o capacidades. Él mismo debía de caer en el menosprecio personal cuando no lograba hacer las cosas bien, de ahí su violencia hacia los demás, un reflejo de su violencia hacia sí mismo.

Uno de los principales conceptos de la no-violencia consiste en aceptar incondicionalmente a los demás, al margen de su comportamiento. Pensamos que cuando los seres humanos obran mal es porque están confundidos o enfermos. Digamos que están ciegos y desarrollan toda una serie de acciones estúpidas para obtener supuestos beneficios. Pero, en realidad, obtienen una vida triste, agresiva y vacua.

Sabemos que cuando las personas sanan, se dan cuenta de que su egoísmo y violencia no les llevaba a ningún sitio, y son capaces de volver a transformarse en personas maravillosas. Este tipo de transformación se ha producido en las cárceles de todo el mundo. Por lo tanto, nuestra visión de la persona «mala» es que está más bien enferma, pero podría sanar. Intrínsecamente, todo el mundo es potencialmente bueno.

Por otro lado, todos fuimos niños encantadores en algún momento de nuestra vida. Y todos tenemos esa semilla de la bondad en nuestro interior. Hasta los criminales la tienen.

En psicología cognitiva aconsejamos a nuestros pacientes que cuando se topen con alguien que se comporta de forma inadecuada piensen que se debe al desconocimiento, a la ignorancia, a una enfermedad emocional que le lleva a comportarse así, pero que en su interior esa persona tiene la potencialidad de ser una persona muy generosa y valiosa. En ese sentido, aceptamos incondicionalmente incluso a los delincuentes. Este ejercicio nos permite mantener la mente apaciguada en todo momento. Con esta filosofía, no nos dejamos invadir por la ira o la indignación.

Eso no significa, claro está, que tengamos que vivir junto a esas personas. Podemos apartarnos de ellas, ya que su problema puede llegar a afectarnos, puede perjudicarnos, pero no vamos a evaluarlos ni a rechazarlos como personas.

Cárceles más humanas

Los partidarios de la no-violencia creemos que las cárceles deberían cambiar radicalmente. En la actualidad, son lugares de castigo con condiciones de vida penosas y ésa no es una actitud muy humana para con nuestros semejantes.

Los partidarios de la no-violencia podemos comprender que sea necesario apartar a ciertas personas muy enfermas de nuestra sociedad porque, en su locura, nos pueden dañar. Pero no deseamos castigar a los enfermos, sino contribuir a curarlos. No diseñamos castigos, sino puentes de diálogo y aceptación.

La gente a la que se recluye en cárceles debería tener una buena vida. Especialmente porque deberían estar allí para transformarse, para aprender a ser amables y generosos con los demás por encima de sus propios intereses.

Si en las prisiones se habla el mismo lenguaje violento y vengador que usan los delincuentes, ¿cómo van a aprender otra manera de relacionarse? Si ese lenguaje lo usa la misma institución, ¿cómo van a entender que el amor es más importante que nuestro interés? Les estamos enseñando que la sociedad les ha encerrado para defender sus intereses y que el verdadero problema es que ellos no tienen la fuerza para reclamar su propio interés.

Ésa es también la razón por la que estamos en contra de la pena de muerte. Ese sumo castigo contradice nuestra creencia de que todo el mundo es bueno por naturaleza. También contradice nuestra voluntad de transformarnos a nosotros mismos y a los demás a través de la bondad.

Soy consciente de que existen muchos libros en el mercado de la autoayuda, incluso de la psicología, que hablan de cómo potenciar la autoestima, y no puedo dejar de criticarlos aquí. Esos manuales transmiten la idea de que es bueno tener una autoestima alta, quizá por encima de la media. Algunos hablan de desarrollar «pilares» de la autoestima, honestidad y demás, pero ni siquiera estoy de acuerdo con ello.

¡Tener una autoestima correcta no es tan difícil! Si fuese así, ¿cómo haría el pescadero de mi barrio para estar contento consigo mismo? Él no ha leído ningún libro de autoayuda, no se plantea nada relacionado con lo que dicen esos libros… y es uno de los tipos más felices que conozco.

No necesitamos gruesos libros que nos enseñen a desarrollar ninguna habilidad porque precisamente lo que hay que hacer es simplemente no complicarse la vida. Para quererse a uno mismo basta con no exigirse ser así o asá. No querer ser «más» que nadie y aceptar que, a veces, algunos pensarán que somos «menos». ¡Que les aproveche! Ése es su error, no el nuestro. Para valorarse hay que entender que ya somos valiosos. ¡Todos lo somos! Sí, aunque estemos llenos de fallos.

Deconstruir el concepto de asertividad

Y ya que estamos en plena desmitificación de conceptos empleados en el mundo de la psicología, vamos a revisar el de asertividad.

La asertividad se define como la capacidad de expresar lo que uno piensa y siente en cada momento. Por ejemplo, si alguien se cuela en la cola del pan, la persona asertiva se atreverá a quejarse.

La asertividad ha sido, en los últimos treinta años, un tema importante para los psicólogos. Se han escrito muchos libros al respecto y han proliferado los cursos para ganar asertividad. Creo que sería conveniente desautorizar muchos de esos manuales y la filosofía que los sustenta.

Yo estoy convencido de que la mayor parte de esos métodos no funcionan porque su filosofía de base está equivocada. Los libros de autoestima suelen intentar envalentonar a la persona para que reclame sus derechos. De hecho, suelen incluir listas de derechos asertivos como «Tengo derecho a decir mi opinión», etc.

Esas ideas de reclamación de derechos van contra la filosofía antiqueja que defendemos los psicólogos cognitivos. Creemos que eso no contribuye a pacificar el mundo sino a encenderlo todavía más. Y ése es el resultado nefasto que he visto en las personas que han seguido este tipo de cursos. Los nuevos asertivos se vuelven agresivos.

La psicología cognitiva no cree en la reclamación sino en la amigable declaración de que existe otra manera de hacer las cosas. Si la otra persona sigue nuestro consejo, genial. Si no, también. No nos vamos a pelear por ello porque somos demasiado fuertes como para discutir: somos tan fuertes como para renunciar.

Eso sí; insistiremos en el cambio una y otra vez. O, simplemente, abandonaremos la situación porque tampoco necesitamos la colaboración con la persona que nos afrenta.

Gran parte de los problemas que tienen las personas con baja asertividad es que no se atreven a decir la suya porque temen las consecuencias de lo que supone armar un escándalo. Es decir, entienden que expresarse es exigir, enfadarse, reclamar. Claro, así se entiende que tengan dificultades. De este modo yo también las tendría.

En cambio, si sólo te planteas alzar la voz con calma y tranquilidad. Si sabes que se puede conseguir lo mismo con buenas palabras, ya no tienes miedo de hablar porque nadie la va a armar. Todo el asunto de la asertividad se vuelve más fácil y natural.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. La buena autoestima no consiste en convencerse de que uno vale, sino de que todos valemos.
  2. Es importante aceptar incondicionalmente a los demás porque así nos aceptaremos incondicionalmente a nosotros mismos.
  3. La buena asertividad no consiste en defenderse sino en no verse nunca atacado y no tener problemas en que nos critiquen.