Capítulo 21:
Acabar con todos los miedos

El padre de Asha era un clérigo muy conocido. Estaba a cargo de un centro de retiro y un santuario al que peregrinaban muchos fieles de todo el país. Pero, en la intimidad, era un hombre vil, materialista y arrogante, incluso ateo.

Cuando cumplió 16 años, Asha decidió partir de allí para escapar de esa vida espiritual falsa. Siguiendo el ejemplo de su padre, era ateo y su intención era hacerse lo más rico posible, pero lo haría de manera franca y honesta, no a través de la religión.

Aquella madrugada, Asha fue al establo y se llevó el mejor burro de su padre y se alejó con la intención de no volver jamás.

Meses después, el joven se hallaba todavía buscando un lugar donde asentarse, recorriendo los caminos con su fiel burro. Durante aquel tiempo, el animal se había convertido en su mejor amigo, siempre a su lado. Pero aquella tarde, el burro, que ya no era joven, se desplomó y murió. Su cansado corazón le había fallado.

Asha estaba muy triste y se puso a llorar a un lado del camino. Unos hombres que pasaban por allí le vieron, le intentaron consolar y pusieron unas ramas encima del pollino. Al cabo de unas horas, otros vecinos se acercaron e hicieron lo mismo. Y como Asha no encontraba consuelo, muchos que pasaron por allí fueron añadiendo tierra, ramas y hojas hasta que se formó un gran montículo.

Al cabo de un tiempo, todo el mundo en la región pensaba que Asha era un sabio prominente que vivía al lado del camino, cuidando la tumba de un antiguo profeta. Empezaron a llegar peregrinos y, entre todos, se construyó un santuario sobre el montículo del burro y una casa de retiros. En pocos años, aquel lugar se convirtió en un famoso centro de peregrinaje donde se creía que ocurrían curaciones milagrosas. Asha se hizo rico y famoso. Tanta era su fama, que llegó a oídos de su padre y éste decidió ir a visitarle. Cuando le tuvo enfrente, le dijo:

—Hijo mío, estoy orgulloso de ti. Has llegado más alto que yo. Pero dime una cosa: ¿qué profeta hay enterrado en el santuario?

—No te lo creerás, padre, pero en realidad, todo lo que hay ahí debajo es un pobre burro muerto.

Entonces, el padre de Asha explicó:

—¡Se ha repetido el destino! ¿Sabes una cosa? Ése también fue mi caso. El santuario que yo cuido es también el de un burro que se me murió.

Este cuento ejemplifica cómo el hombre tiende a la superstición de manera natural. Una y otra vez, generación tras generación, se producen las mismas trampas mentales que nos llevan a creer en falsedades. El miedo —absolutamente todos los miedos— también es fruto de una mente supersticiosa. La persona madura sabe que no hay nada que temer.

Un día colocaré en mi despacho un gran cartel que diga: «No hay que tenerle miedo a nada», porque uno de los principios de la terapia cognitiva consiste en eso. De hecho, nuestro trabajo como psicólogos se resume en sacarles los miedos a las personas de manera profunda y permanente. ¡Todos, si es posible!

Como ya hemos visto en algún lugar de este libro, no hay que tenerle miedo a nada, por, al menos, dos razones:

La primera es que «todo está perdido ya». En un mundo impermanente como el nuestro, en el que todos moriremos pronto, nada es realmente dramático. Ésa es la conclusión a la que llegaban los monjes católicos de los siglos XVI y XVII que meditaban con calaveras en las manos.

La segunda razón es que necesitamos muy poco para estar bien, así que prácticamente cualquier pérdida no tiene por qué afectar a nuestra felicidad. Ésa es la conclusión a la que llegó Gandhi al fundar una comuna agrícola. Renunció a considerables ingresos como abogado urbanita para vivir en medio de la naturaleza con sus amigos.

Si crees profundamente en ello, si te convences con estos argumentos (u otros), tus miedos van perdiendo fuerza hasta desaparecer. Éste es el método fundamental de la terapia cognitiva: convencerse a uno mismo de que no hay nada que temer, pero eso sí, hay que hacerlo con fuerza y profundidad. ¡Si lo crees de verdad, lo sentirás así!

En terapia, los pacientes, por lo general, van sacando a la luz cada uno de sus temores: miedo a hacer el ridículo, a sufrir un accidente, a pasarlo mal a nivel emocional…, y juntos vamos trabajando uno a uno hasta extinguirlos, siempre con cogniciones o pensamientos.

Cadena de temores

Casi siempre, las personas tenemos varios miedos, que están, de alguna forma, encadenados. Existen algunos casos en los que sólo se presenta un miedo intenso o fobia, como el miedo a volar, pero no es lo común. Pues bien, una buena noticia es que cuando trabajamos cualquier miedo, indirectamente estamos trabajando también sobre todos los demás miedos.

Desde un punto de vista lógico, todos los miedos están conectados, y cuando rebajamos uno, contribuimos a rebajar los demás. Este fenómeno de conectividad entre los temores es una cuestión de coherencia lógica.

Ya vimos en un capítulo anterior que el temor exagerado se produce cuando valoramos como «muy malo» o «terrible» hechos que no lo son. Cuando dos personas evalúan de forma diferente una misma adversidad, la sienten de manera distinta. Ante un despido, yo puedo decirme: «¡Qué desastre! ¡No levantaré cabeza!», y tendré emociones exageradas, o por el contrario: «Saldré de ésta. Mientras tenga para comer, no me moriré». En este segundo caso, me sentiré contrariado, pero no deprimido.

El trastorno de la terribilitis, al ser un problema de lógica —de mala lógica—, hace que cuando valoramos un hecho menor como «horroroso», «no lo puedo soportar», movemos el resto de valoraciones hacia delante. Por ejemplo, si a la posibilidad de que me despidan del trabajo la califico de «horrible», la posibilidad de que contraiga una enfermedad grave pasa a ser «hecatómbica». Todas las valoraciones quedan exageradas en esta línea de valoración de las cosas de la vida.

Digamos que tendemos a ser coherentes con nuestra valoración terribilizadora. Incluso puede suceder que se me acaben las posibilidades de valoración negativa y algo pase a ser «más que terrible», «inimaginablemente malo», y se salga de la Línea de Evaluación, en un ejercicio de lógica deficiente. En esos casos, la persona sufrirá, sin duda, de gran ansiedad todos los días de su vida si no cambia su forma de valorar los eventos de su existencia y sus posibilidades futuras.

Como decíamos al inicio, lo interesante de este fenómeno de conectividad es que cuando trabajamos sobre un miedo (o terribilización), lo hacemos también sobre los demás temores porque todos están conectados, ya que rebajamos esta Línea de Evaluación de manera coherente. Dicho de otra forma, nos volvemos más sosegados y con una mayor filosofía «Aquí no ha pasado nada» en todos los ámbitos de nuestra vida.

En este sentido, los pacientes muchas veces me traen a la consulta mejoras inesperadas, temas que no habíamos tratado nunca y que han sanado espontáneamente. Por ejemplo, de repente, una persona que viene a terapia para superar el abandono de su pareja, llega un día y me dice que ha perdido el miedo a conducir. Yo ni siquiera sabía que tenía ese temor, pero el hecho de trabajar sobre su terribilización de la soledad ha producido una disminución de su temor a sufrir un accidente en carretera. En realidad, han disminuido todos sus miedos.

Por la misma razón, cuando una persona empieza a terribilizar y volverse neurótica, la ansiedad tiende a generalizarse. Se trata del mismo efecto: por lógica, desplazamos hacia delante todas nuestras evaluaciones negativas, en todos los ámbitos de nuestra vida. No es de extrañar que a los más neuróticos les resulte insufrible prácticamente todo, como al famoso Howard Hughes, cineasta y magnate que acabó recluido en su propio domicilio aquejado de todo tipo de manías y miedos.

Y, sin embargo, la persona fuerte y madura prácticamente no teme a nada. Su Línea de Evaluación de las Cosas de la Vida es muy particular, porque se asemeja a algo así:

La persona sana se niega a situar nada por encima de la evaluación «mala» y así lo vive. En una ocasión, conocí a alguien que ejemplifica esto, y lo entrevisté para incluirlo como testimonio en mi libro Escuela de felicidad. Se trata de Jaume Sanllorente, un periodista barcelonés que a los 30 años de edad decidió salvar del cierre a un orfanato de Bombay y que ahora dirige la ONG Sonrisas de Bombay.

Reproduzco aquí un fragmento de la entrevista que le hice:

¿Cómo se maneja el miedo?

Hay que eliminarlo. El miedo es el mayor enemigo del hombre y hay que acabar con él lo antes posible. No podemos permitir que arraigue.

Pero es difícil.

Yo tengo un truco que me ayuda a apartar el miedo de mi vida y es imaginarme qué es lo peor que me podría pasar en una determinada situación que me asusta. Enseguida te das cuenta de que ese supuesto no es tan grave.

¿Ni siquiera teme a la muerte, estando amenazado?

A mí me la tienen jurada varias mafias de tráfico de niños porque les quito la materia prima de su comercio, pero no puedo permitirme tenerles miedo. Esos chicos me necesitan y yo debo seguir adelante. Yo ya casi no tengo ningún miedo. Así que no le temo a la muerte, porque mi vida ya ha valido la pena para mí. Podría vivir más, pero con lo que he tenido, ¡ya estoy satisfecho!


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. No hay que tenerle miedo a nada porque, en realidad, no hay nada que temer.
  2. Todos los miedos están conectados por la terribilitis. Cuando reduces un miedo, reduces todos los demás.