Y una mujer dijo: «Háblanos del dolor».
Y él respondió: «Tu dolor es la apertura
del cascarón que encierra la comprensión».
KAHLIL GIBRAN
Dos monjes estaban lavando sus tazones en el río cuando vieron que un escorpión se ahogaba. Un monje lo sacó inmediatamente y lo puso delicadamente sobre la orilla. Justo antes de posarlo sobre la arena, el escorpión movió rápidamente su cola para picar al monje.
—¡Uy! ¡Qué daño! ¡Me ha dado en un dedo! —exclamó el hombre dolorido.
Cuando el dolor fue mitigándose, con el dedo hinchado, el monje volvió a la orilla a acabar de lavar su tazón. Mientras estaba manos a la obra, vio que el escorpión se había vuelto a caer al agua. Inmediatamente, metió su aún dolorida mano en el río para sacar al animal. Mientras dejaba al escorpión en el suelo, éste le picó de nuevo.
El otro monje le preguntó:
—Amigo, ¿por qué continúas salvando al escorpión cuando sabes que su naturaleza es picar?
—Porque —respondió el monje— salvarlo es mi naturaleza.
Me encantan estas antiguas historias orientales porque logran condensar una gran lección en unas pocas líneas. Este cuento habla de la naturaleza de las cosas y la necesidad de aceptarlas tal y como son. ¡Nada más y nada menos!
En otra parte de este libro se puede leer: «En verano hace calor, en invierno, frío». Y el significado es el mismo. ¿Cuándo aprenderemos a aceptar el curso de los acontecimientos tal y como suceden?
Los seres humanos tendemos a imaginar situaciones ideales —que sólo existen en nuestra mente— y luego nos enfadamos o entristecemos si no se cumplen. Empezamos diciéndonos, ilusionados: «Qué bien estaría si todo el mundo me tratase con amabilidad», y acabamos quejándonos amargamente: «¡Qué asco que la gente sea tan maleducada!». Esa falta de aceptación de la realidad es la base de la infelicidad.
Pero lo cierto es que las cosas son como son; es decir, nunca perfectas. El universo tiene sus propias leyes y la realidad no nos pregunta qué planes tenemos para el fin de semana. Y todo eso está muy bien. No necesitamos que todo el mundo nos trate bien ni que haga sol el domingo para tener una vida maravillosa. ¡Quitémonos eso de la mente de una vez!
Pues bien. Una de esas realidades que nos negamos a aceptar con mayor frecuencia es la enfermedad. En este capítulo hablaremos de ello. Es un tema muy importante porque, tarde o temprano, se hará presente en nuestra vida poniendo a prueba nuestra madurez emocional.
De hecho, es esencial entender que la salud no es tan importante como creemos por varias razones:
Empecemos con un golpe directo a nuestro sistema de creencias irracionales. Desde siempre se ha dicho: «La salud es lo más importante», pero vamos a ponerlo en duda aquí, ahora mismo.
Desde la psicología cognitiva nos atrevemos a afirmar que la salud no es esencial para la felicidad: lo más importante es la propia felicidad. Dicho de otra forma, no nos preocupemos tanto de la salud y más de disfrutar de la vida.
¿Quién de nosotros querría vivir muchos años siendo un profundo desgraciado? ¿De qué nos sirve la salud si no gozamos de la vida? La salud, en tanto que nos posibilita hacer más cosas significativas y divertirnos más, es interesante, pero por sí misma no es prácticamente nada. De hecho, muchas personas depresivas están físicamente en forma, pero desean quitarse la vida.
En cierta forma, ¿no es estúpido darle tanta importancia a algo que está garantizado que vamos a perder? Desde que alcanzamos la plenitud física, pasada la adolescencia, empezamos a perder la salud: la vista se cansa, la espalda duele, perdemos potencia sexual… Tarde o temprano, todos enfermaremos gravemente y moriremos. ¿Por qué hacer tanto ruido acerca de eso?
Hace un tiempo, tuve la suerte de conocer a un grupo de personas maravillosas comandadas por un ángel llamado Tina Parayre. Son los voluntarios del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona. Se trata de más de doscientas cincuenta personas que trabajan intentado hacer la vida más alegre a los niños enfermos ingresados en este hospital infantil. A los niños, pero también a los padres, que muchas veces son los que más sufren al ver enfermos a sus hijos.
Los voluntarios de Sant Joan de Déu juegan con los pequeños, hacen de «canguros», dan tanto cariño y apoyo como pueden… y, muchas veces, acompañan a las personas en la hora más difícil, la de la partida anticipada de sus hijos. Muchas de sus enternecedoras historias están relatadas en el libro El caballo de Miguel.[4]
Me acuerdo ahora de los voluntarios de Sant Joan de Déu porque el trabajo que llevan a cabo tiene que ver con la manera óptima de entender la enfermedad —y la muerte—, el tema central de este capítulo. Aunque parezca chocante, esos más de doscientos hombres y mujeres van al hospital cada semana a trabajar desde la alegría. Nadie acude allí a llorar o compadecerse de los enfermos porque, en realidad, enfermos ya lo estamos todos. Todos vamos a enfermar y a morir, así que, simplemente, lo que hacen es compartir esa naturaleza impermanente e imperfecta para hacer de ella algo hermoso. Se trata de una cosa parecida al brote de una rama en un árbol seco.
La enfermedad, el dolor y la muerte forman parte de la vida y no tienen por qué ser entendidos como desgracias inútiles que truncan la felicidad de las personas. Más bien se trata de procesos naturales, realmente inconvenientes, pero que aún dejan mucho espacio para la alegría, el amor y la fraternidad, como demuestran las hermosas experiencias que viven los voluntarios.
En una ocasión, Tina Parayre me leyó una carta redactada por una madre que acababa de perder a su hijo pequeño tras un período ingresado en el hospital. Esa mujer escribía para agradecerle a la voluntaria sus atenciones durante aquellas semanas. La madre se acordaba de los últimos días de su pequeño y destacaba su alegría inalterable, ajena al pesado tratamiento que le administraban. Y en medio de su desgracia mencionaba al «ángel» que habían conocido en el hospital, esa joven desinteresada que le ofreció a ella el hombro para llorar y a su hijo tiempo para jugar; su sonrisa para iluminar la habitación blanca del hospital.
En esa carta, esa mujer doliente expresaba con claridad cómo la enfermedad también es una oportunidad para descubrir el auténtico amor desinteresado, ese que siempre es sereno, pleno y que da sentido a la existencia. Los voluntarios de Sant Joan de Déu son una prueba más de que la enfermedad no tiene por qué ser un impedimento serio para la alegría.
Y es que, en definitiva, podemos ser razonablemente felices estando enfermos. Incluso si tenemos una enfermedad mortal y sabemos que vamos a irnos en pocos meses. Es perfectamente posible porque, mientras estemos sobre la Tierra, aunque nos queden sólo unos días, podemos hacer cosas valiosas por nosotros y por los demás, y gozar con ello. En todo caso, ¿de qué sirve pensar lo contrario? ¿Acaso el hecho de deprimirse o lamentarse continuamente va a ayudar a curarnos?
Gran parte de las emociones negativas arrolladoras que sentimos cuando estamos enfermos (o ante la posibilidad de estar muy enfermos) proceden de la estúpida creencia mágica de que: «Debo vivir muchos años, ¡está escrito en el cielo!, y si muero prematuramente, no lo puedo soportar, será un fracaso». Esta idea es más común de lo que parece. Aunque sea absurda, la sostenemos en el fondo de nuestra mente y es la responsable del miedo a la enfermedad o la muerte.
Por supuesto que si contraigo, por ejemplo, el sida, me voy a disgustar, entristecer y poner nervioso, pero no tengo por qué entrar en una depresión profunda. Recordemos que las emociones negativas habituales —disgusto, nervios, tristeza, irritabilidad— son inevitables y positivas. Lo que intentamos eliminar aquí son las emociones negativas exageradas, como la depresión, la ansiedad y la ira descontrolada.
En definitiva, ¿por qué una persona ingresada en un hospital no puede ser razonablemente feliz? Esa persona tiene en su entorno muchas oportunidades de disfrutar del momento y de realizar acciones valiosas. Entre ellas, conocer a los otros enfermos de su planta y compartir juntos un destino común. Además, el enfermo puede hacer todo lo que esté en su mano para curarse mejor, si tiene la oportunidad; también puede amar más y mejor a sus familiares, etc.
En realidad, todos estamos ya en una situación parecida al enfermo terminal. Sabemos que vamos a morir. Incluso sabemos la fecha: sólo tenemos que restar nuestra edad a la esperanza de vida del momento. Ésa es la fecha de nuestra muerte en el mejor de los casos. El resto de nuestra vida pasará rápido, o sea, que más vale disfrutar de ella mientras podamos. No hay más.
La salud, por lo tanto, es algo de lo que ocuparse, pero no de lo que preocuparse. Es interesante cuidar el cuerpo porque estar sano nos facilitará poder disfrutar de la vida, pero no hay que volverse loco por ello porque tampoco es la panacea de la felicidad.
Existe un problema emocional llamado hipocondría. Consiste en preocuparse demasiado por la salud, asustarse ante cualquier posibilidad de estar enfermo o de contraer enfermedades. Recuerdo el caso de Borja, que vino a verme por ese motivo. Su temor a las enfermedades le producía un curioso efecto. Borja tenía un problema de hipertensión y el médico le había indicado que se tomase la presión arterial una vez por semana para controlar la efectividad de la medicación que había empezado a tomar.
Pero el caso es que le daba tanto miedo ir a la farmacia —por la posibilidad de que le saliese un mal resultado en la medición— que no iba nunca. Cuando acudió a mi consulta llevaba varios meses sin controlarse la tensión. Éste es un ejemplo válido de cómo los miedos irracionales producen efectos indeseados: ¡de tanto miedo a una mala salud, estaba provocándose mayores problemas de salud aún!
Detrás del temor excesivo de Borja estaba claramente la idea de que: «No puedo estar mal a mi edad de ninguna manera, con sólo 40 años. Si enfermo gravemente, se me habrá arruinado la vida. ¡Estaré condenado a una existencia fatal!».
Sólo tras trabajar estas ideas irracionales y cambiarlas por creencias más efectivas, Borja pudo superar su miedo y, paradójicamente, controlar mejor su hipertensión. Las creencias racionales que adoptó fueron: «Deseo tener una buena salud y vivir muchos años, pero si contraigo alguna enfermedad, no será el fin del mundo». «Con enfermedades o sin ellas, la vida ofrece muchas oportunidades de ser feliz. Por lo tanto, si caigo gravemente enfermo, aún podré aprovechar mi tiempo y hacer cosas valiosas.»
En una ocasión, un paciente muy inteligente me dijo lo siguiente:
—Esta semana he estado pensando en la terapia y se me ha ocurrido una pregunta difícil para ti.
—¡Adelante! Me gustan los retos —dije yo.
—Tú dices que se puede ser feliz en casi todas las circunstancias, estando enfermo o impedido también… Pero me pregunto: ¿qué harías tú si tuvieses una depresión incurable, que estuviese causada por un virus, y ningún fármaco o terapia pudiese aliviar? —me preguntó.
—Es una buena pregunta porque, claro, en ese caso, no podría disfrutar de nada… En ese supuesto sería muy difícil ser feliz, ¿verdad? Déjame pensar… —respondí.
Le prometí al paciente que tendría una respuesta para la siguiente sesión. Y eso hice. Estuve reflexionando y enseguida encontré una respuesta sincera. Yo, personalmente, lo que haría en caso de no poder disfrutar de nada, de no poder ser feliz por una cuestión orgánica —una situación muy rara—, es viajar a India —donde tengo un amigo que dirige un orfanato— y ofrecerme para trabajar con él.
Puedo visualizarme allí contribuyendo a salvar las vidas de cientos de niños que, si no fuese por esa ayuda, estarían en manos de redes de prostitución y esclavitud. Podría trabajar recogiendo fondos, organizando la escuela, haciendo trabajo voluntario… Y creo sinceramente que cuando, a media mañana, abriese la persiana de mi despacho y viese a los niños jugando en el patio, cada una de sus sonrisas sería la mía. Mi dicha interior sería la de esos niños salvados. Y mi vida, aun con mi depresión incurable, tendría mucho sentido.
Por lo tanto, ni la más temible de las enfermedades puede detenernos si estamos firmemente decididos a gozar de la vida y llevar a cabo una existencia con sentido.
Muchas veces añadimos «sufrimiento» al «dolor» cuando nos lamentamos por estar enfermos. El malestar psicológico amplifica entonces el dolor hasta hacerlo casi insoportable. Si aprendemos a atajar la parte emocional del dolor, éste se puede reducir en un 90%. He trabajado con muchas personas con dolores crónicos y fibromialgias y observamos ese fenómeno una y otra vez. Entonces, la reducción del dolor parece algo mágico, tan pronunciado puede llegar ser.
Otra de las vías que nos permitirán dejar de «sufrir» si padecemos una enfermedad es aprender a distanciarnos de nosotros mismos, dejar de darnos importancia, porque la realidad es que sólo somos granitos de arena en el universo.
Pensémoslo bien. Muy pronto, toda nuestra generación estará muerta. Y unos decenios después, otra generación completa. Unas cuantas generaciones más y no quedará ninguna huella de nuestro paso por este planeta. Cuando digo esto en mi consulta, me suelen replicar:
—Bueno, pero soy muy importante para mí mismo.
Y les respondo:
—No debería ser así. Simplemente, no lo eres y ésa es la verdad; para ti y para cualquiera. No te des tanta importancia, no te engañes, porque cada autoengaño tiene consecuencias sobre tu salud emocional.
Los niños se creen el centro del universo, pero se equivocan y, a medida que maduran, se van dando cuenta de que sus deseos no van a ser satisfechos inmediatamente por su entorno. A todos nosotros nos iría muy bien dejar de mirarnos el ombligo fantaseando sobre que somos indispensables para algo o alguien.
Distanciarnos de nosotros mismos es muy útil porque dejamos de preocuparnos tanto por nuestro destino y podemos empezar a vivir el presente. Recuerdo que en una ocasión hablaba de este tema con una paciente, que replicó:
—Pero si un día te dijesen que yo me he suicidado estoy segura de que eso te afectaría mucho porque yo sí te importo, ¿no es verdad?
Me quedé pensando unos instantes y, sinceramente, respondí:
—Me importas como paciente, pero eso no significa que tu muerte fuera a preocuparme. Ésa es la verdad. ¡Tú no eres importante! Pero no te lo tomes a mal: ni siquiera yo mismo soy importante para mí.
—Pero tú te esfuerzas mucho por ayudarme en la consulta… —continuó diciendo.
—Intento ayudarte porque ése es mi trabajo. Me gusta hacerlo, me lo paso bien, pero no me engaño pensando que mejorar la vida de un número limitado de personas es tan relevante para el universo —concluí.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Es conveniente ocuparse de la salud, pero no preocuparse demasiado por ella.
- Sin salud se puede ser muy feliz y, con salud, se puede ser muy desgraciado.
- Es muy sano distanciarse de uno mismo, no darse mucha importancia, porque no hay otra forma de sosegarse.