El atardecer estaba dejando paso a la noche en las inmensas llanuras centrales de la India. Un tren surcaba el territorio como una gran serpiente quejumbrosa. En el interior del tren, cuatro hombres compartían un coche cama. Los cuatro eran desconocidos entre sí.
Como ya era tarde, los hombres se metieron debajo de las sábanas y empezaron a dormir. Al cabo de unos diez minutos empezaron a oír:
—¡Qué sed que tengo! ¡Pero qué sed que tengo!
La voz pertenecía a uno de los cuatro viajeros. Los restantes se despertaron molestos por las quejas, pero intentaron conciliar el sueño. Transcurrió una hora y la voz no callaba. Cada pocos minutos, arreciaba:
—¡Pero qué sed que tengo! ¡Qué sed que tengo!
Uno de los viajeros, cansado del quejica, se levantó, caminó hasta el lavabo del tren y llenó un vaso de agua. Sin decir palabra, se lo entregó al viajero sediento, que se lo bebió de golpe. Al cabo de media hora, cuando todos ya habían conciliado, esta vez, un buen sueño, una voz los despertó de nuevo:
—¡Pero qué sed tenía! ¡Qué sed tenía!
Como ilustra el cuento que acabamos de relatar, a veces los seres humanos podemos convertirnos en campeones de la queja. De hecho, todo el tema de la salud mental trata de un solo asunto: aprender a combatir las ¡quejas, quejas, quejas! Vamos ver, a continuación, cómo podemos hacerlo para ser un poco menos quejicas y un poco más felices.
Hace bastantes años, unos investigadores llevaron a cabo un curioso estudio para evaluar la capacidad de los niños para soportar las frustraciones. Su hipótesis era que los niños que aguantaban mejor las situaciones de malestar tenían una psicología diferente: eran más fuertes y, luego, se convertían en adultos más sanos y capaces.
El experimento era realmente una mala jugada para los niños porque estaba ideado para fastidiarles donde más les dolía. Les hacían mantener una deliciosa chocolatina en la boca, pero sin comérsela; contemplar unos estupendos juguetes y seleccionar uno, sin tocarlos ni jugar con ellos…
Este perverso estudio confirmó la hipótesis inicial y añadió más informaciones útiles: los niños con alta resistencia a la frustración eran mentalmente equilibrados, no sólo durante su niñez, sino también durante su etapa adulta. Y no sólo eso: también eran más agradables en compañía de otros niños y más abiertos a nuevas experiencias.
Este experimento demuestra algo que todos hemos comprobado en nuestra vida cotidiana: tener tolerancia a la frustración es una de las habilidades esenciales de las personas. La tolerancia a la frustración nos permite disfrutar más de la vida, ya que no perdemos el tiempo amargándonos por las cosas que no funcionan.
Veamos, entonces, cómo podemos ganar tolerancia a la frustración. Aunque sea una habilidad que principalmente se adquiere en la infancia, también se puede aprender. Como siempre, la clave estará en cambiar nuestra manera de pensar.
A lo largo de nuestra vida, todos tendremos que asumir un montón de incomodidades y pequeñas adversidades. ¿Cuántas? Podemos calcularlo. Según un reciente estudio, las personas nos topamos diariamente con veintitrés frustraciones: hay un atasco de tráfico, se nos quema la comida, el jefe nos pega un rapapolvo inmerecido, el niño trae una nota del profesor por mal comportamiento… En toda una vida, eso hace un total de unas veinte mil adversidades.
Pero la buena noticia es que, prácticamente, ninguno de estos problemas es realmente relevante. En verdad, todos esos miles de inconvenientes no tienen poder para amargarnos la vida, a no ser que se lo otorguemos. Simplemente, lo que podemos hacer es asumir de antemano que esas adversidades forman parte del guión. Digamos que hay que meterlas en el presupuesto general y no preocuparse más de ellas.
Hace un tiempo, me hallaba de viaje en un país exótico con mi amigo Rick, un tipo con mucha experiencia mochilera. Cogimos un taxi en el aeropuerto para ir al centro de la ciudad y cuando llegamos al destino, bajamos, recogimos las maletas y le dimos al taxista un billete grande que acabábamos de cambiar en el aeropuerto. Era mucho más dinero de lo que costaba la carrera y el hombre, aprovechando que estábamos en tierra, agarró el billete, arrancó el coche y se largó sin darnos el cambio. Acabábamos de llegar y ya nos habían timado: ¡menudo recibimiento!
Nos metimos en el hotel y yo no paraba de darle vueltas al asunto: ¡qué rabia haberse dejado robar tan fácilmente! ¿Había sido culpa mía? ¿Podía haberlo evitado?… Harto de oír mis quejas, Rick me dijo: «No te preocupes más. Haz como yo. Antes de cada viaje, siempre añado al presupuesto una cantidad para eventualidades como la de hoy: robos, pérdidas, accidentes…; si lo tengo que emplear, no me amargo, ya que lo tengo previsto. Si al final tengo suerte y no sucede nada de eso, cuando regrese a casa me compro un regalo con ese dinero».
La idea de Rick me tranquilizó de inmediato: incluir en el presupuesto las adversidades del viaje era aceptarlas de antemano. Entendí que viajar implica el riesgo de esas pequeñas frustraciones. Si las aceptamos e, incluso, les hacemos un rincón en nuestra mente, no nos preocuparemos demasiado por ellas, lo cual hará que seamos más capaces de enfrentarnos a la vida.
A partir de aquel día, en todos mis viajes he incluido en el presupuesto una partida especial para imprevistos de este tipo y me ha ido genial. Pero, no sólo eso, propongo ahora ir más lejos y hacer lo mismo para las incomodidades de la vida en general.
Ya hemos visto que, a lo largo de nuestra existencia, nos esperan unas veinte mil adversidades. Aceptémoslo lo antes posible. ¿Nos damos cuenta de que encerrarse en casa para evitar posibles desgracias es la manera más eficaz de llegar a ser un desgraciado?
Lo bueno del asunto es que, en la gran mayoría de los casos, se trata sólo de pequeñas incomodidades sin trascendencia. En realidad, ¡seguimos teniendo todo lo necesario para la felicidad!
Cuando el autobús va abarrotado, nos ponemos de mal humor; un dependiente nos responde mal en una tienda y nos indignamos; la compañía telefónica no nos atiende la reclamación y nos enfurecemos… «¡Leche, qué día de perros!», nos decimos agriamente. ¡Atención! ¡Mucho cuidado!, porque las quejas cotidianas tienen una cualidad especial: tienden a convertirse en hábito.
Todos los cascarrabias tuvieron un pasado. De jóvenes, seguro que eran personas deliciosas. Pero en un momento dado de sus vidas, empezaron a quejarse. El cascarrabias permitió, poco a poco, que el hábito nocivo de la queja empezase a invadir su mente. Cuando quiso dar marcha atrás, era demasiado tarde: «¡Ya todo es una m…!».
Para el psicólogo cognitivo, el cascarrabias es un reto fantástico y, por difícil que parezca, conseguimos ayudarle. Es maravilloso asistir al cambio de una de estas personas. Cuando se curan, vuelven psicológicamente a una etapa de su vida más fresca y feliz: es como si recuperasen su alma juvenil que se hallaba enterrada por capas y capas de quejas.
Veamos ahora en qué consiste el proceso de cambio. El primer paso será, como en la estrategia del viajero Rick, aceptar los problemas de antemano. El segundo, darse cuenta de que esos inconvenientes no son relevantes para la felicidad. Y, tercero, focalizar la atención en las maravillas que aún tenemos a nuestro alcance.
La psicología cognitiva nos aconseja tener confianza en la naturaleza armónica de todo lo que sucede en la vida y, sobre todo, mucha capacidad de aceptación. Pero alguien se puede preguntar: pero ¿eso no es simplemente conformismo?, ¿no hay que luchar por las metas y objetivos? Y la respuesta la encontramos en un antiguo proverbio budista que dice: «En verano hace calor y en invierno, frío».
El adagio nos dice que hay cosas que debemos aceptar porque son más grandes que nosotros mismos. Hay hechos controlables pero también muchas eventualidades que simplemente suceden.
Nosotros, mientras tanto, podemos poner las bases para que algunas cosas sucedan, pero también debemos esperar una buena dosis de imprevistos y frustraciones.
Se dice que cuando uno inclina la cabeza con las manos juntas frente a una estatua de Buda, espontáneamente empieza a sentir reverencia. Si uno echa la cabeza hacia atrás en un gesto de arrogancia, la reverencia no aparece. Generalmente, si trabajamos para que los demás nos respeten, si somos amables con todo el mundo, la mayor parte de las veces obtendremos el mismo trato por parte de los demás. Pero no siempre. Por lo general, si seguimos las lecciones y hacemos los deberes, aprenderemos inglés en el tiempo estimado. Aunque no es así para todo el mundo.
Poner la bases para conseguir nuestros objetivos es saludar a las personas cuando nos cruzamos con ellas, poner en marcha proyectos ilusionantes, organizar encuentros románticos con la persona amada…, y si las aguas se desbordan y no nos devuelven el saludo, aparecen dificultades en nuestra nueva empresa o el sexo hoy no resulta, sonreírle a la vida y continuar con nuestros planes, la amistad, la realización personal y el sexo pleno llegarán de manera natural, tarde o temprano, porque ésas son las metas hacia las que discurre la vida, si no nos empeñamos en modificarla.
Es cierto que es incómodo viajar en autobús cuando va lleno hasta la bandera, pero también es verdad que luce un bello sol ahí afuera y que el aire de la mañana es fresco. Si nos concentramos demasiado en la incomodidad, no podremos gozar de ello.
En el capítulo 4 hablamos de la necesititis y vimos que si convertimos la comodidad en una necesidad irrenunciable, vamos a ser desgraciados porque el mundo está lleno de situaciones incómodas. Por otro lado, si con mucho esfuerzo algún día alcanzamos una comodidad casi total, nos decepcionará porque, en realidad, no da mucho placer: al revés, nos cansaremos de ella. Por lo tanto, ¡basta de quejarse por las pequeñas cosas!
En lo que se refiere a las quejas cotidianas, en mis conferencias suelo hablar del feo asunto de ¡las cacas de perro! Yo vivo en una conocida calle del Eixample de Barcelona, en un edificio normal que no se distingue mucho de los demás. Sin embargo, a veces tengo la impresión de que la puerta de entrada a mi finca tiene algo especial. Al menos, para los seres que van a cuatro patas. Por alguna inexplicable razón, parece que los perros prefieren hacer sus necesidades justo delante de mi portal. Y es que, muy frecuentemente, llego al dulce hogar después de todo un día de trabajo, y me encuentro unas heces frescas que tengo que esquivar para entrar.
La verdad es que hace mucho tiempo me fastidiaba mucho el tema de las cacas de perro y solía quejarme de ello, especialmente con un amigo británico que vive en Barcelona. Nuestro diálogo era más o menos así:
—Esta ciudad se cree muy europea, pero es increíble la de mierda de perro que hay por todas partes —decía yo.
—¡Es una vergüenza!; si en Inglaterra dejas una caca en la calle, te cae una multa enorme y los transeúntes te llaman la atención. Allí nunca lo hace nadie —me aclaraba él.
—¡Somos tercermundistas! —puntualizaba yo.
En la actualidad, ya no me permito quejarme por ese tipo de cosas porque todo el tiempo que dedicamos a quejarnos por pequeñas adversidades es tiempo que desaprovechamos estúpidamente. Mientras nos lamentamos, dejamos de apreciar las cosas bellas de la vida y las oportunidades que tenemos de pasarlo bien. ¿Qué gravedad tienen las heces de perro comparado con no tener agua potable? Hay mucha gente en el mundo que no tiene asegurado el suministro de agua diario… Si tengo en cuenta la realidad del mundo, ¿tengo razones para amargarme sólo porque las calles no están tan limpias como quisiera?
Ahora ya no me quejo por las cacas de perro ni me enfado cuando las veo. En realidad, ya no pienso que sean tan desagradables. Están ahí y probablemente nos acompañarán toda la vida. Si te fijas bien, una caca de perro no es tan fea; tiene un bonito color marrón, puede servir de abono para plantas y podríamos cogerla con la mano y aplastarla como plastilina y no pasaría nada… La verdad es que no me apasionan, pero ya no les tengo tanta manía: de hecho, puedo hacer broma sobre ellas.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Las adversidades forman parte de la vida y son, en gran medida, inevitables. Si las aceptamos, no nos molestarán tanto.
- Podemos poner las bases para que las cosas sean favorables, pero no siempre conseguiremos nuestros deseos. ¡Mala suerte! Pero no pasa nada, la vida sigue siendo bella.