El joven Akira era el encargado de ir a buscar el agua fresca que se bebía en la casa-escuela del maestro Oé. Todas las mañanas acudía a la rica fuente que nacía al pie de la colina, a veinte minutos de distancia. Para la tarea, se había hecho con dos grandes vasijas de barro que mantenían el agua fresca todo el día. Los dos botijos colgaban de los extremos de un recio palo que, colocado a lo largo del cuello, le permitía llevar hasta trece o catorce litros sin mucho esfuerzo.
Pero resulta que una de las vasijas tenía una grieta por la que se escapaba parte del agua y, al final de cada trayecto, sólo llegaba la mitad del contenido.
Durante los dos últimos años, ésa había sido la dinámica: Akira iba temprano a la fuente, llenaba los dos recipientes y regresaba sólo con una vasija y media de agua.
El botijo perfecto estaba muy orgulloso de sus logros; durante todo ese tiempo había llevado toda el agua que le permitía su contenido. Pero el botijo roto estaba triste y avergonzado de su propia imperfección, ya que era consciente de que sólo conseguía cumplir con la mitad del cometido para el que había sido creado.
Después de aquellos dos años de trabajo, la vasija rota ya no resistió más la presión y alzó la voz para decir:
—¡Estoy tan avergonzado!
Akira volvió la cabeza hacia su izquierda, vio gemir a la pobre cerámica, y preguntó:
—¿Vergüenza de qué, amigo mío?
—Durante todo este tiempo, no he sido capaz de llevar bien el agua hasta la casa del maestro. ¡Qué desperdicio! Por culpa de mis defectos, he echado a perder parte de tu trabajo —se quejó el botijo.
Akira sonrió amablemente y dijo:
—No digas eso. Ahora llegaremos a la fuente y os llenaré de agua, y quiero que te fijes en lo hermoso que está el camino de vuelta a casa.
Cuando llegaron a la fuente, el botijo dejó que le metieran el agua y, una vez sobre los hombros de Akira, empezó a mirar a su alrededor, tal y como le habían indicado.
—El camino está precioso —dijo el botijo.
—A mí también me gusta. ¿Ves las hermosas flores que bordean la cuneta? —preguntó Akira.
—¡Oh, son bellísimas! —exclamó el recipiente.
—¿Te has dado cuenta de que sólo hay flores en esta vera del camino? Durante estos dos años, he plantado semillas en este lado porque sabía que crecerían las flores gracias al agua que tú derramabas cada día —señaló el joven.
—¿Es eso cierto? —preguntó el botijo, emocionado.
—Sí. Gracias a eso, durante estos años he gozado de estas flores en los paseos matutinos y no sólo eso, he podido decorar con flores la mesa del maestro. ¡Mi querido amigo, si no fueras como eres, ni el señor Oé ni yo hubiésemos podido gozar de la belleza como lo hemos hecho!
Este antiguo cuento japonés encierra una lección budista sobre la actitud correcta frente a los defectos o las propias incapacidades. Y esta enseñanza encierra la clave para acabar con el estrés en el trabajo y en la vida, aunque advierto que se trata de una lección un tanto extraña para nuestra forma de pensar occidental. Abramos bien la mente, pues estamos ante un verdadero reto mental para nuestras acomodadas neuronas.
Y es que el origen del estrés es el temor a no ser capaz de estar a la altura de cierta expectativa y, por supuesto, se trata de una autoexigencia: «¡Qué desastre si no acabo el informe a tiempo! ¡Eso no puede pasar!». Cuando nos estresamos, somos como el botijo de Akira que no soporta sus defectos. Tememos no ser capaces, no ser igual de dignos que los demás.
En la actualidad, existe más estrés que nunca hasta el punto de que un 80% de las personas adultas se declaran estresadas y todo esto es un síntoma de nuestra creciente autoexigencia. Pero, como veremos en este capítulo, todos podemos salir de esta fuente de amargura mejorando nuestra manera de razonar. ¿Te imaginas un mundo donde no exista el estrés sino sólo tu capacidad de disfrutar de lo que haces, a tu ritmo, haciéndolo todo con cariño y alegría? Estás a punto de descubrir cómo hacerlo realidad.
Nuestro primer esfuerzo va a ser revisar el concepto de eficacia. O, más bien, acabar con el mito de la eficacia que impera en nuestros días. Sin esta idea irracional, cederá la mayor parte de la presión que nos autoimponemos en el trabajo.
Vivimos en la sociedad de la opulencia. Tenemos de todo y en extraordinaria abundancia. ¿Nos damos cuenta de ello?
Hace veinte años viajé a Cuba y pasé tres semanas allí. Era un momento de grandes dificultades económicas para la isla. De hecho, fue su primer «período especial», tal y como lo definió el gobierno de Fidel Castro, y me chocó la escasez de medios que tenían los cubanos. Pero el impacto cultural más fuerte fue al volver a España. Acostumbrado a disponer de pocas cosas durante las tres semanas en Cuba, cuando pisé nuestro país me sorprendió darme cuenta de la cantidad de bienes accesibles que tenemos aquí.
Nada más aterrizar, recuerdo que pensé: «¡Anda, si quiero puedo ir al bar del aeropuerto y pedir cincuenta cervezas!». En muchísimos lugares del mundo, simplemente, no suele haber cerveza, ni embutido, ni pan tierno… Cuando vives en un lugar así y encuentras algo de eso, realmente lo disfrutas.
En Europa y Estados Unidos las cosas son diferentes. Desde la década de 1950, cada vez tenemos más. El progreso material aumenta y nos ofrece inagotables oportunidades de consumo. Todo empezó hacia la de 1960, cuando aparecieron los supermercados, lugares donde realizar supercompras. En los setenta, se inventó el concepto de usar y tirar. En los ochenta, apareció el ocio masivo, los viajes alrededor del mundo y la «calidad de vida» representada por el hecho de tener una segunda residencia. En los noventa, se pusieron en el mercado la belleza física y la juventud a través de la cirugía estética. En la década de 2000, el conocimiento y la comunicación constante y global, y la posibilidad de elevarlo todo al cubo a través de la especulación inmobiliaria. En la próxima década, creo que se venderá ya la inmortalidad a través de la medicina genética, a base de células madre y otros métodos superavanzados. ¡El progreso a toda máquina!
Y, sin embargo, a pesar de todos estos «avances», hay signos de un galopante retroceso en nuestro bienestar real. Y uno de los principales es el malestar emocional: un hecho muy significativo es que no dejan de incrementarse los índices de depresión, ansiedad y suicidio.
Podría dedicar todo un capítulo a dar indicadores, pero me voy a limitar a unos pocos para no abrumar con cifras. (Todos los datos que se muestran a continuación proceden de fuentes contrastadas como el Instituto Nacional de Estadística, el Ministerio de Sanidad y Consumo y la OMS.)
Cada vez tenemos más cosas, pero ¿somos más felices? A la luz de estos datos parece que no. Sin embargo, la sociedad en la que vivimos no deja de vendernos la idea de que la correcta evolución de la vida es obtener más y mejores medios, oportunidades, comodidades… «Más es mejor», vienen a decirnos. Es algo parecido a los platos que sirven en muchos restaurantes de Estados Unidos: ¡enormes e inhumanas raciones, a un precio superaccesible! Según esa lógica, aunque no te la puedas comer, una montaña de ensalada fresca por siete dólares es sinónimo de placer.
Hasta ahí, casi todos nos damos cuenta de que algo anda mal, y aceptamos —sólo de pensamiento— que hay que consumir menos. Pero ya no vemos tan claro que la trampa es mucho más insidiosa y que enraíza en el propio concepto de eficiencia y nuestra adoración fetichista a la eficacia.
Y es que ¿quién no cree en el dios de la eficiencia? ¡Que los trenes lleguen siempre a tiempo es maravilloso! ¡Que las ciudades estén completamente limpias también! Y así hasta el infinito. En lo que se refiere a la eficacia: ¿no es cierto que cuanta más, mucho mejor?
Yo creo que no. Como veremos en este capítulo, la eficacia es un bien como todos los demás: tiene sus límites. Un poco de eficiencia es interesante. Demasiada, acabará por volvernos locos a todos.
Es interesante preguntarse: ¿por qué en los paraísos de la eficacia como Alemania o Japón la gente no es más feliz? ¿Por qué en los relajados poblados indígenas del Amazonas no existe la depresión o la ansiedad?
¡Porque para gozar de los beneficios de la eficacia, necesitamos que la gente que los hace posible sea cumplidora y puntual! Y que lo sea, incluso, contra natura.
Es decir, hoy en día, entre las ventajas que vende nuestro estilo de vida, está el hecho de que todos nosotros somos muy eficientes. No sólo se exige que los productos a la venta sean relucientes, funcionales y estén bien envasados; nosotros también hemos de serlo. Pero ¿esto nos hace realmente más felices o nos llena de una autoexigencia estresante y absurda?
Cada vez son más los intelectuales —economistas, sociólogos y demás— que afirman que ni necesitamos todas esas cosas que nos venden los comerciantes ni la propia eficacia personal. Algo de eficiencia es interesante, pero demasiada es agotadora y demencial.
Tal y como está el mundo en estos momentos, lleno de exigencias irracionales, de presión para destacar, de ser alguien importante…, lo que más nos interesa para mantener la salud emocional es bajar inmediatamente el ritmo de esas exigencias, aprender a aceptarnos con nuestras limitaciones.
Para ello, yo recomiendo ir ganando lo que llamo «orgullo de la falibilidad», esto es, decirse a uno mismo: «Me acepto con mis fallos y limitaciones y, lo que es mejor, entiendo que esta aceptación me hace ser mejor persona porque le quito exigencias a la vida y mi ejemplo sirve para pacificar el mundo».
Efectivamente, el mundo en el que vivimos se ha vuelto superexigente. A nivel planetario, ponemos en peligro la supervivencia de la Tierra a base de exigir más y más producción de bienes de consumo. Y a nivel personal nos exigimos tener muchas capacidades: ser guapo, deportista, inteligente, hábil para los negocios, excelente madre o padre… Estas cualidades no son malas en sí mismas, está claro que son rasgos positivos, pero cuando las convertimos en exigencias irrenunciables, aparecen los problemas psicológicos, la tensión, el estrés…, y una gran fuente de este estrés es exigirse hacer las cosas bien.
Pensémoslo bien, el planeta no necesita que hagamos las cosas bien. Si hay algo que necesita es que no depredemos más el medio ambiente. Hacerlo todo bien no tiene mucha lógica en una naturaleza imperfecta. Lo normal sería hacer algunas cosas bien y otras no y divertirse en el proceso. ¿Para qué querríamos hacerlo «todo» bien? Solamente para depredar más y mejor el medio ambiente.
De ahí que proponga el orgullo de la falibilidad, la capacidad para aceptar que muchas veces fallamos y que no pasa nada.
Para muchas personas es más fácil entender este concepto con el siguiente razonamiento: si hay algo realmente valioso en nuestra naturaleza es nuestra capacidad de amar. Nuestros logros y aspiraciones materiales no aportan mucha felicidad a nuestro alrededor comparado con el efecto de nuestro amor sobre la gente que tenemos cerca. Por lo tanto, démosle más importancia a la capacidad de amar que a las otras capacidades. Relajémonos con respecto a otras cualidades que no sean nuestra capacidad de amar.
Una anécdota personal nos servirá para ilustrar el concepto del orgullo de la falibilidad.
En una ocasión, me hallaba impartiendo un curso sobre psicología a una audiendia de médicos. El curso duraba cinco días en sesiones de dos horas. Era miércoles y sólo me quedaba por dar, al día siguiente, la última sesión. Aquel día llegué a casa tarde tras una larga jornada en mi consulta y vi que tenía un mensaje en el contestador. Era Ramón, el director del centro médico donde impartía el curso.
—Buenas noches, Rafael, te llamo para comentarte algo sobre el curso. Va todo muy bien, como siempre, pero algunas personas me han comentado que la última sesión fue un poco aburrida, más monótona. Como mañana es el último día, quería pedirte si podías esforzarte en subir el nivel. Yo estaré hoy en casa trabajando hasta las once de la noche. Llámame y lo hablamos. O si no, mañana estaré en el despacho temprano, a partir de las nueve.
Miré la hora en que Ramón me había dejado el mensaje: las diez de la noche y no pude dejar de asombrarme. Meneé la cabeza y sonreí. Por supuesto, no le respondí. Luego cené y me fui a dormir. Al día siguiente, me presenté a su hora en el centro médico y acabé de dar el curso tal y como tenía programado. Resultó muy bien.
Días después escribí un artículo sobre la anécdota. Ramón es un gran médico y un buen gestor. Muchas personas en el ámbito sanitario de Barcelona le conocen y le aprecian, pero como muchos otros, se estresa con demasiada facilidad. Y se estresa porque se exige demasiado. Se exige demasiado a sí mismo, a la gente y al mundo.
Le expliqué esta anécdota a algunos pacientes y uno de ellos me preguntó:
—¿Y no te preocupaste por el mensaje del director? ¿No te pusiste a mejorar la clase que ibas a dar al día siguiente?
—¡Por supuesto que no! Esa superexigencia era una neura de Ramón que yo no tenía por qué compartir.
La verdad es que me hizo gracia la anécdota porque ejemplifica cómo nos estresamos a nosotros mismos.
Efectivamente, ni me preocupé por su mensaje ni me molesté en revisar mis clases. Yo tengo una determinada capacidad para enseñar y no pienso forzarme trabajando por la noche para mejorarla. Intento aportar algo positivo con lo que hago y me gusta agradar a mis alumnos, pero no siempre será así y lo acepto.
Por otro lado, no necesito dar clases de psicología ni de ninguna otra materia. Si al final mis alumnos no me «aprueban» de forma sistemática, eso significará que no estoy dotado para ello y mejor será que lo deje. Y eso estará bien. No poder enseñar no me preocupa porque algo habrá que pueda hacer decentemente y disfrutar con ello.
Finalmente, acabó el curso y me enviaron las valoraciones de los asistentes y, en conjunto, estaban muy bien. ¡Ni siquiera era real el miedo de Ramón por no alcanzar la eficacia deseada!
Y es que el mundo del trabajo cataliza de forma especial esa absurda necesidad que nos creamos de ser muy eficaces. Además, pensamos erróneamente que nuestro trabajo es sumamente importante y eso, simplemente, no es cierto. Ni siquiera es importante para nosotros.
Pensar que el trabajo de uno es esencial —porque lo necesitamos para vivir o porque tiene relevancia social— es el camino más directo hacia el estrés, porque esta creencia añade artificialmente una presión que arruina toda posibilidad de disfrutarlo.
Las personas lógicas trabajan sólo para divertirse, para realizarse, para disfrutar… y para ellas el estrés es casi inexistente. Y esto lo consiguen porque sostienen la creencia racional de que el trabajo —de cualquiera— nunca es demasiado importante. No lo necesitan. Simplemente, es una fuente de gratificación.
Entre mis pacientes, se cuentan altos ejecutivos que se estresan y su tratamiento pasa por un debate muy interesante y aleccionador en la dirección que acabamos de ver. Cuando adoptan la creencia racional de que el trabajo no es vital para su existencia, se relajan y pueden empezar a rendir de una forma óptima y disfrutar de lo que hacen.
El principio que nos hace sostener esta idea —para algunos radical— es que el único trabajo realmente relevante es conseguir la comida y la bebida del día a día. Eso sí que es importante, porque sin ello, moriríamos…, pero todo lo demás es prescindible. Dicho de otra forma, no necesitamos todo eso que nos proporciona un trabajo remunerado: dinero para comprar bienes y servicios superfluos.
En nuestra sociedad occidental, tenemos la suerte de que hay suficiente comida y bebida. En todas las localidades de España existen fuentes de agua potable que manan gratuitamente y todos los días, al final de la jornada, los supermercados, restaurantes, panaderías, etc., tiran, por desgracia, enormes cantidades de comida que no van a vender. Es un hecho indiscutible que en nuestra sociedad de la abundancia sobran los alimentos.
En nuestra comunidad, existen grupos interesados en crearnos necesidades: los vendedores de bienes y sus publicistas. De hecho, en los manuales de marketing que se emplean en las universidades, se habla sin ambages de la conveniencia de crear la necesidad de un producto. Si las personas creen que necesitan imperiosamente un coche, un detergente, un vestido… ¡harán lo que sea necesario por conseguirlo!
Imaginemos un anuncio de lavadoras que dijese:
Si quiere, compre la lavadora equis. Lava muy blanco y consume muy poca electricidad. La verdad es que su lavadora actual probablemente haga un trabajo muy parecido, pero ésta le dará algunas ventajas más.
Y ahora, otro que diga:
¿No tienes todavía la lavadora equis? ¡Corre a por ella! ¡Es indispensable para tu felicidad! La gente exitosa la tiene y goza de sus increíbles ventajas. Te proporcionará una comodidad y un bienestar emocional profundo y duradero.
Los publicistas saben que el segundo anuncio vende mucho más. Claro que no lo dicen tan claramente como en estos redactados, pero los mensajes que lanzan quieren decir eso. Lo mejor para vender es asociar felicidad a comodidad y comodidad al producto en cuestión.
En fin, los fabricantes y sus esbirros, los publicistas, crean necesidades artificiales que sólo se pueden satisfacer trabajando —y siendo eficientes— y recibiendo unos ingresos constantes.
Yo no estoy especialmente en contra de comprar y vender. Lo que sostengo aquí es que estos bienes no son necesarios. Podemos disfrutar de ellos como beneficios extras, como añadidos, pero no como necesidades indispensables.
El problema está en llegar a creerse que necesitamos imperiosamente esas cosas y que hay que hacer lo que sea para conseguirlas, entre otras cosas, trabajar en situaciones denigrantes, aburridas o estresantes.
Pero lo cierto es que, en la mayoría de ocasiones, el estrés nos lo provocamos nosotros dándole una exagerada importancia a lo que hacemos y a lo que supuestamente necesitamos para ser felices.
Llevo mucho tiempo proponiendo esta forma de ver el trabajo a mis pacientes y en muchísimos casos la persona acaba transformando su manera de trabajar. Pasa a estar más pendiente de disfrutar que de los resultados de sus acciones. Cada mañana, cuando se dirige a su empleo, piensa en qué hará hoy para aprender o mejorar. Las relaciones humanas empiezan a adquirir mucha mayor relevancia. Y, sobre todo, deja de preocuparse por si lo despiden o no. Ese cambio es fundamental, ya que si no le perdemos completamente el miedo al despido, nunca seremos libres para gozar trabajando.
Otro de los cambios fundamentales que se dan al cambiar el chip en el trabajo es que, con una mente plenamente racional, trabajaremos a nuestro ritmo, con buena planificación, sin estrés.
Algunas empresas obligan a sus empleados a trabajar a un ritmo demasiado alto. A eso hay que decir «no». ¡No vale la pena trabajar en condiciones laborales insanas! Recordemos que no necesitamos ese empleo. Una persona racional trabaja a un ritmo adecuado para disfrutar. Si, finalmente, la empresa no está contenta con ello, habrá que aceptar su decisión de prescindir de nuestros servicios.
Pero tengo que decir que, en la práctica, en muchos casos, las personas que transforman así su manera de trabajar, acaban siendo las más valoradas en su empresa. Quizá no tengan un rendimiento bruto tan alto como otras, pero la calidad de su trabajo y su positividad son tan altas que destacan por encima de los demás. Pensemos que las empresas también necesitan gente feliz y entusiasta. Al menos, las empresas en las que merece la pena trabajar.
Y es que se rinde mucho más cuando se disfruta que por obligación. Para ilustrar este punto suelo hablar de Mozart. Podemos preguntarnos: «¿Mozart llegó a ser un maravilloso compositor y pianista por obligación o porque disfrutaba de la música?». La respuesta, claro está, es que Mozart llegó a ser un genio porque gozaba mucho con el piano. Seguro que, de niño, debía de tocar a todas horas, como el chiquillo que está todo el tiempo dándole al balón.
Sin embargo, el que se plantea el aprendizaje o el trabajo como obligación, nunca pasará de la mediocridad. La pregunta entonces es: «¿Me arriesgo a disfrutar —y sólo disfrutar— de mi trabajo?». Si la respuesta es positiva, hemos de empezar a emocionarnos con lo que hacemos y estar dispuestos a que nos despidan si no nos dejan gozar de ello a nuestro ritmo.
Para llegar a entender el trabajo como una fuente de disfrute y no de estrés —para sentirlo así—, una de las mejores técnicas es la imaginación racional emotiva. Esta técnica consiste en imaginarse realizando un determinado trabajo mal, muy mal y, sin embargo, emocionalmente en forma.
Por ejemplo, si tengo que dar una conferencia puedo visualizarme allá arriba, en el estrado, incapacitado para hablar porque he olvidado lo que tenía que decir. Los asistentes se enojan, me insultan y finalmente me echan del lugar. La charla termina siendo un fiasco y ya no me llaman nunca más para dar esas conferencias.
A pesar de todo, tengo que imaginarme saliendo de allí con un espíritu equilibrado y, pasadas unas horas, contento y satisfecho de mi vida porque aún tengo muchas opciones de ser feliz. Tengo que imaginarme haciéndolo mal, pero contento porque me doy cuenta de que esa tarea, ese trabajo, no es absolutamente esencial para mi bienestar.
Y es que, si apreciamos realmente las cosas buenas de la vida, nos daremos cuenta de que dar conferencias no lo es todo. Podríamos no hacerlo nunca jamás y el planeta seguiría rodando y tendríamos casi las mismas oportunidades de hacer cosas valiosas y gratificantes.
La imaginación racional emotiva tiene que ser profunda e intensa, de forma que lleguemos a sentir eso que visualizamos. El objetivo es adquirir la convicción de que no importa demasiado el resultado del trabajo, sino que lo esencial es pasarlo bien, disfrutar de lo que se hace.
En este capítulo hemos aprendido que:
- La eficacia está sobrevalorada. Un poco de eficacia es buena; demasiada es mala.
- Cometer fallos es normal y positivo. De los errores aprendemos cosas.
- Depender mentalmente de un empleo es psicológicamente malo.
- Todo lo que perdemos con los errores, comodidad, niveles altos de producción, etc., es obviable. Sin embargo, lo que no es tan obviable es la paz interior, la cual sí se pierde a base de obsesionarse con la perfección.