En la antigua ciudad de Kioto habitaba un gran samurái. Ya era anciano, pero aún era capaz de vencer a cualquier oponente, tanto con el sable como con el bastón de kendo. Su reputación era tan grande que tenía muchos estudiantes a su cargo.
Un día, llegó a la ciudad un joven guerrero bravucón, aunque no muy hábil. Durante su primera semana oyó hablar del anciano samurái y quiso recibir sus enseñanzas.
—Señor, os pido que me aceptéis como alumno —dijo cuando tuvo enfrente al maestro.
El samurái respondió:
—No tengo tiempo para ti. Vete y busca otra escuela.
El joven se sintió herido, entró en cólera y empezó a insultar al maestro:
—Eres un viejo idiota. ¿Quién te querría como profesor? Estaba bromeando. Nunca tomaría clases con un inútil como tú.
Los estudiantes del samurái se quedaron perplejos ante el atrevimiento del joven forastero y se quedaron esperando la contundente réplica de su maestro a base de golpes y llaves marciales. Pero el samurái siguió ordenando sus libros como si nada. El joven, envalentonado, subió todavía más el tono:
—¡No sirves para nada, viejo farsante! ¡Además, hueles como una montaña de boñigas de vaca!
Y como el samurái no respondía, el joven escupió, dio golpes a los muebles y movió su palo kendó en el aire durante un buen rato. Finalmente, se cansó y, viendo que nadie le respondía, se fue un tanto avergonzado.
Algunos de los estudiantes más jóvenes que había allí reunidos soltaron una lágrima al ver que su maestro ni siquiera había hecho el intento de defender su honor y el de la escuela. Uno de ellos se limpió los ojos y dijo:
—¿Cómo ha podido soportar semejante vileza?
El maestro, sin dejar de ordenar sus cosas, respondió:
—Si alguien te hace un regalo y no lo recibes… ¿a quién pertenece ese regalo?
Aunque no lo parezca a primera vista, la historia del samurái que no se inmutaba ante los insultos tiene que ver mucho con la siguiente neura que nos proponemos combatir aquí: la vergüenza o el miedo al ridículo.
La vergüenza es un problema mayor de lo que imaginamos. ¡Por culpa de ella, perdemos tantas oportunidades de disfrutar de la vida! Por vergüenza, dejamos de conocer personas maravillosas con las que tener un bellísimo romance. Por vergüenza, dejamos de aprender cuando no levantamos la mano para admitir que no entendemos. Por vergüenza…, siempre por la estúpida vergüenza, perdemos tanto… Ya lo decía el escritor Jean de La Fontaine: «La vergüenza de confesar el primer error, hace cometer muchos otros».
Y es que la vergüenza nos puede producir auténtico pavor. En una encuesta se comprobó que las personas temen más a hablar en público que a la muerte. De hecho, el temor a hacer el ridículo es el miedo número uno en nuestra sociedad. ¡Qué cosa más absurda!
En muchos de los trastornos que tratamos los psicólogos, la vergüenza desempeña un papel importante en el desarrollo y mantenimiento del problema. Por ejemplo, en los ataques de ansiedad la persona suele tenerle mucho «miedo al miedo», en parte, por vergüenza a hacer el ridículo o armar un pollo en público en caso de sufrir los síntomas de la ansiedad aguda. De hecho, todo tratamiento efectivo de este problema pasa por reducir esa vergüenza.
Así, tanto si tenemos un trastorno de los llamados «neuróticos» (depresión o ansiedad), como si deseamos hacernos más fuertes a nivel emocional, tendremos que intentar eliminar el miedo al ridículo o reducirlo todo lo posible.
Existen dos vías cognitivas (de pensamiento) para combatir la vergüenza. La primera consiste en no darle demasiada importancia a la propia sensación de ridículo, es decir, entender que es normal la emoción de vergüenza y, por tanto, imposible de eliminar del todo. La segunda vía —la esencial— gira en torno al hecho de darse cuenta de que nuestra imagen social es poco importante. Si pensamos así, nunca tendremos demasiada sensación de ridículo porque, simplemente, nos importará muy poco lo que los demás opinen de nosotros. Veámoslo.
Efectivamente, la experiencia de hacer el ridículo es un poco desagradable, pero no es el fin del mundo. De hecho, no deja secuelas físicas ¡como la ceguera o la pérdida de un brazo! Es decir, no es tan malo como nos solemos decir a nosotros mismos.
Si perdemos miedo al hecho en sí de pasar vergüenza, nos daremos cuenta de que, muchas veces, el ridículo vale la pena si a cambio obtenemos beneficios. Levantar la mano en clase para preguntar puede dar un poco de reparo, pero es conveniente, y el cosquilleo en el estómago pasa muy rápido. Invitar a una chica a salir nos provocará un nerviosismo repentino, pero si acepta, ¡qué pasada!
Existen deberes conductuales que algunos psicólogos emplean para enseñar la lección de que la vergüenza no mata a nadie. El objetivo de esos deberes es que los pacientes experimenten la emoción del ridículo una y otra vez hasta que se habitúen a ella.
La idea es que las personas se expongan de forma gradual. Albert Ellis, el padre de la psicología cognitiva, proponía a sus pacientes que pidiesen dinero por la calle. Por ejemplo, pedir un euro a veinte personas desconocidas, todos los días, durante una semana completa. Para las personas muy vergonzosas, «hacer de mendigo» es una práctica bastante difícil.
La siguiente tarea contra la vergüenza podría ser ir en metro y anunciar las paradas en voz alta cuando el tren llegue a sus destinos. Los otros viajeros pensarán que uno está loco, y se suele pasar bastante vergüenza.
Por último, recuerdo uno de los ejercicios más avanzados que proponía Ellis, que consistía en coger una correa de perro y atarla a un plátano. Se trataba de pasear la banana por la calle simulando que la tratamos como a una mascota.
Todos estos ejercicios tienen como objetivo perderle el miedo a la vergüenza a base de exponerse una y otra vez a ella y darse cuenta de que después de haber hecho el ridículo la vida sigue igual. Otra de las opciones clásicas para dejar de ser muy vergonzoso es apuntarse a un curso de teatro. La disciplina de las actuaciones delante de un público también inhibe el miedo al ridículo.
Tengo que admitir que todas estas estrategias tienen cierta efectividad, pero yo no las recomiendo. Pienso que es más eficaz e inocuo darse cuenta (con el pensamiento) de que no sucede nada por pasar un poco de ridículo. Esto es, es mejor trabajar a nivel mental (o cognitivo) que conductual. Al final de este libro, en el último capítulo, explicaré con más detalle la diferencia entre el enfoque cognitivo y el conductual.
Pero, para disminuir todavía más la vergüenza y la timidez, es necesario ir más lejos y atacar a la propia base mental de esas emociones, el auténtico origen de la vergüenza, que es la «necesidad» inventada de mantener cierta imagen positiva basada en logros o capacidades.
Como veremos a continuación, uno se libera definitivamente del miedo al ridículo cuando basa su valía en su capacidad de amar y no en capacidades o logros. A las personas fuertes no les importa mostrarse torpes, feas o pobres: sólo se muestran interesadas en su propia capacidad de hacer cosas hermosas, divertidas y positivas con los demás. Dicho de otra forma, se dejan de tonterías (la imagen) y se concentran en lo realmente valioso. Y es precisamente este enfoque, mantenido con firmeza, lo que les hace fuertes.
Las personas con carisma, con auténtica capacidad de atracción, son así. Piensa en Che Guevara, Gandhi, Kennedy. Lo que tenían en común es su sólida independencia de la opinión ajena. Nosotros también podemos adquirirla.
Muchas veces, explico en mi consulta la siguiente paradoja: «Para llegar a lo más alto, hay que saber estar abajo y estar bien», que está basada en mi convicción de que todas las personas tienen el mismo valor por su innata capacidad de amar.
Es muy sano mantener la filosofía que afirma que no necesito ser rico, elegante, inteligente, etc. para tener valor. Para mí, esta idea es básica en mi sistema filosófico por varias razones:
Así que si no nos dejamos engañar por las apariencias y valoramos por encima de todo la capacidad de amar y hacer cosas gratificantes, la autoimagen deja de ser importante. Apreciaremos por igual a un indigente, un ministro, un potentado o un barrendero… A priori, todos nos merecerán el mismo respeto e interés, ya que pueden ser personas valiosas a la hora de compartir la vida. Incluso, nos merecerá el mismo respeto una persona con síndrome de Down, porque son individuos maravillosamente afectuosos.
Para profundizar en esta filosofía, nos podemos preguntar: «Si yo mismo fuese una persona con síndrome de Down, ¿merecería respeto?». Y la respuesta es: «¡Por supuesto que sí!». Además, si fuera muy poco inteligente también podría tener una vida fantástica y compartirla alegremente con mis seres queridos.
Yendo un poco más allá: «¿Puedo visualizarme como una persona con síndrome de Down y ser muy feliz?»; «¿Puedo visualizarme siendo tonto y pobre, pero valioso por mi capacidad de amar?».
A esto es a lo que yo llamo «bajar abajo para estar en lo más alto». Porque considero que las personas más maduras y fuertes son aquellas que pueden visualizarse con hándicaps y ser felices. Pueden verse con limitaciones, pero con una gran capacidad de amar y de hacer cosas positivas por sí mismas y por los demás.
Por eso, puedo contemplar la idea de ser «tonto», pero valioso; «pobre», pero maravilloso. Digamos que puedo ser tonto y pobre y estar orgulloso de serlo. En ese momento, me sitúo por encima de las valoraciones de los demás. En ese instante, me libero de la necesidad de la aprobación de los demás y me siento tranquilo frente a cualquiera.
El samurái del inicio del capítulo consiguió no verse afectado por las palabras del joven bravucón porque, si fueran ciertas, tampoco habría problema. Ser «viejo», «maloliente» o «mal espadachín» no son insultos para él, sino características que tiene mucha gente valiosa. El samurái está dispuesto a ser todo eso y mucho más —si el destino lo quiere así— y aprovechar su vida al máximo.
Si pensamos así, cuando alguien nos diga: «¡Pero qué tonto eres!», podremos contestar: «OK, es posible; pero estoy orgulloso de no necesitar ser listo. Al margen de eso: ¿quieres colaborar y hacer algo divertido conmigo?».
Efectivamente, mucho más importante que los logros y capacidades es la capacidad de amar. Y, en segundo lugar, las ganas de hacer cosas valiosas.
Si cuando alguien nos falta al respeto, nos concentramos en vivir la vida con emoción y plenitud, al margen de las palabras feas, focalizamos nuestra atención en algo diferente a la imagen y acentuamos la desactivación del problema. Para nosotros y para los demás.
Esto es, imaginemos que estamos en una cena con amigos y alguien dice en voz alta:
—¡Pero qué camisa llevas! ¡Pareces un vagabundo! ¡Qué ridículo!
Aceptemos provisionalmente todo lo que nos dicen. Podemos comprender, en primer lugar, que ser un vagabundo no es un hecho tan negativo. Como ya hemos visto, ser pobre no dificulta la felicidad y no disminuye el valor personal.
Y, en segundo lugar, concentrémonos en aprovechar la vida, en ese momento y en los inmediatamente siguientes, aun siendo un vagabundo, al margen de nuestra imagen. Nuestra actitud, por tanto, puede reflejar el pensamiento: «De acuerdo, es posible que sea un vagabundo. Pero después de cenar, vamos a ir a bailar y pasaremos una noche inolvidable. ¿Te apuntas?».
Con esta maniobra queremos expresar —a nosotros mismos y a los demás— que la imagen no es tan importante como nuestra capacidad de disfrutar de la vida, de hacer cosas valiosas. Nuestra atención mental —y la de los demás— se traslada y pasa del hecho supuestamente ridículo a nuestra vitalidad y ganas de vivir a tope, lo cual es mucho más importante para todos.
De hecho, la vergüenza y el temor al ridículo, cuando son muy fuertes, son problemas que afectan también a nuestras relaciones de amistad. Muchas veces, somos demasiado sensibles a las bromas de los demás, exigimos demasiado respeto, y esto puede acabar afectando a nuestra capacidad de relacionarnos.
Lo que debemos aprender entonces es que: ¡es normal que los demás se rían un poco de nosotros! También nosotros podemos reírnos de ellos.
Ése es el verdadero camino para superar la vergüenza excesiva y no otro: ¡que no te importe que se rían de ti! Sé que esto, de entrada, parece contraproducente y levantará el rechazo del lector, pero repito, el método es éste y no otro.
Las personas realmente fuertes y maduras están muy por encima de la evaluación ajena. No les importa demasiado que los demás les critiquen tontamente y, entonces, paradójicamente, gozan de un mayor respeto de los demás.
El libro Un viejo que leía novelas de amor, del chileno Luis Sepúlveda, está protagonizado por un hombre llamado Antonio José Bolívar que vive en una remota aldea de la amazonia ecuatoriana. El «viejo» llegó al Amazonas siendo joven, después de la temprana muerte de su mujer. Deprimido y solo, encontró comprensión entre los indios jíbaros y vivió entre ellos muchos años.
Poco a poco, Antonio fue adoptando las costumbres indígenas y aprendió a conocer y respetar la selva. Olvidó su pena y vivió años de plenitud y goce. Sin embargo, un altercado con un gringo acabó en un asesinato en defensa propia y el viejo tuvo que abandonar el poblado indio.
Ahí empieza la novela. El viejo vive en una aldea de blancos, al borde de la selva, dejando pasar los últimos años de su vida añorando la vida noble entre los jíbaros.
Otro de los personajes del libro es el alcalde del pueblo. Un hombre mezquino y ruin que trata con desprecio a todo el mundo:
El alcalde era un individuo obeso que sudaba sin descanso. Decían los lugareños que la sudadera empezó apenas pisó tierra allí y desde entonces, no dejó de estrujar pañuelos, ganándose el apodo de la Babosa.
Sudaba y su otra ocupación consistía en administrar su provisión de cerveza. Estiraba las botellas bebiendo sentado en su despacho, a tragos cortos, pues sabía que una vez terminada la provisión la realidad se tornaría más desesperante.
Desde el momento de su arribo, siete años atrás, se hizo odiar por todos. Su paso provocaba miradas despectivas y su sudor abonaba el odio de los lugareños.[1]
Durante toda la novela, el alcalde trata con desdén a Antonio, pero el viejo ni responde ni se inmuta por las palabras de la Babosa. Con una elegancia inconmensurable, despacha con calma con el gordo sudoroso, le trata de «excelencia» con cierta ironía para dejarlo tranquilo y vuelve a sus cosas sin alterarse.
Antonio, el viejo que leía novelas de amor, es un hombre noble, fuerte y dotado de una seguridad personal a prueba de bombas. Algunos en la aldea lo admiran por su talante y sus conocimientos sobre la selva y él, simplemente, disfruta de sus posibilidades al margen de la opinión de los demás.
El personaje de Antonio puede ser una inspiración para todos nosotros. Su fortaleza no está en defenderse de las críticas ajenas, sino en estar por encima de ellas. Ése es exactamente nuestro objetivo.
La imagen personal no es tan importante. No puede serlo porque siempre encontraremos gente que no la respete como desearíamos y, por otro lado, la vida sería demasiado seria si no pudiésemos bromear con los demás sobre nosotros mismos.
Esto me recuerda una anécdota de una de mis pacientes. Olga estaba preocupada porque a su hijo de 8 años se le caía el pelo. Tenía una alopecia que le despoblaba pequeñas regiones del cuero cabelludo y un día la madre me dijo:
—El otro día un compañero se metió con él en el colegio. Como tiene una calva en lo alto de la coronilla le llamó «rabino».
—¿Y eso te preocupa? —le pregunté.
—Claro, porque se meten con él —me respondió.
—Pero es normal que le hagan bromas y ésta no es demasiado mala. Todos tenemos defectos físicos y lo mejor es reírnos de ellos —dije.
—¿Y qué debería hacer? —me preguntó.
—Aconsejarle a tu hijo que no le dé importancia. Podrías hacerle una camiseta que pusiese en el pecho: «El rabino» y que la llevase con orgullo.
Ser demasiado sensible con respecto a nuestra imagen es una debilidad. La solución no es defenderla a capa y espada, sino aprender a no darnos tanta importancia. Porque, en definitiva, ¿qué es la imagen?, ¿para qué sirve?
La mejor filosofía personal es aquella que sostiene que todos tenemos el mismo valor, independientemente de nuestro sueldo, habilidades o imagen. Lo importante es nuestra capacidad de amar, y ello está disponible para todos por igual.
Cuando tengamos que hablar en público y eso nos suscite algún temor, podemos sacudírnoslo pensando que nuestra imagen —basada en logros o habilidades— no es importante. Podemos visualizarnos allí, en el escenario, frente al público, haciéndolo mal, muy mal, para acto seguido preguntarnos:
Conviene insistir en la visualización:
La vergüenza o el miedo al ridículo también se sustenta en la creencia irracional de que la aprobación de los demás es algo esencial. Y la verdad es que no la necesitamos. Es agradable que la gente apruebe todo lo que hacemos y pensamos, pero en realidad no es más que eso: un poco agradable. La aprobación de los demás no aporta mucho más.
Si lo pensamos bien, sólo podemos mantener un número limitado de buenos amigos. Cinco o seis, quizás. Es difícil tener un mayor número porque a los buenos amigos hay que cuidarlos y eso toma su tiempo: llamarles, ayudarles, planificar actividades juntos, compartir alegrías y tristezas. En consecuencia, sólo nos tiene que importar ese grupo de amigos, porque el resto de la gente no ejerce una influencia sobre mi mundo. Por lo tanto, no nos tiene por qué importar la opinión de los demás.
Por otro lado, es recomendable rodearse de buenos amigos y éstos son aquellos que nos aman como somos. ¡Sí: con todos nuestros defectos! Con ellos podremos mostrarnos como somos y nos querrán y respetarán. Por lo tanto, tampoco hemos de tener miedo al ridículo con ellos. De hecho, es sano hacer el tonto delante de las amistades y comprobar que eso no hace mella en la calidad de la relación. Recordemos que todos somos valiosos y que nuestra única cualidad importante es nuestra capacidad de amar.
En este capítulo hemos aprendido que:
- La vergüenza y el ridículo son sensaciones molestas, pero experimentarlas de vez en cuando no es el fin del mundo.
- Nos liberamos definitivamente de la necesidad de aprobación de los demás cuando comprendemos que «estar abajo» no es ningún problema. Ser capaz de «estar abajo» de buen humor te hace superior y te permite disfrutar más de la vida.
- La vergüenza y el temor a hacer el ridículo se vence pensando bien; no enfrentándose a él.
- Nadie «necesita» a nadie, así que tampoco necesitamos la aprobación de los demás.