Capítulo 11:
Perder el miedo a la soledad

En la provincia de Bihar, en India, vivía un viudo llamado Kumar con su amado hijo Samu. Cuando la hermana de Kumar contrajo una rara enfermedad infecciosa, éste decidió ir a visitarla. Había cierto peligro de contagio, así que Kumar dejó solo a Samu, que ya tenía 11 años y sabía hacerlo todo en casa.

Pero en ausencia de Kumar, unos bandoleros entraron en la vivienda y robaron todo lo que había de valor. Y no sólo eso; para no dejar testigos, decidieron raptar a Samu e incendiar la casa.

El regreso de Kumar no pudo ser más doloroso. En cuanto llegó y vio la casa calcinada, el terror se apoderó de su mente y corrió a buscar el rastro de su hijo. En un rincón, encontró unos huesos quemados y dedujo que debían de ser los restos del pequeño Samu. Con el corazón roto, tomó delicadamente los huesos y cenizas que había debajo y los metió en una bolsa de terciopelo.

Pero al cabo de unos meses, el pequeño Samu consiguió escapar de los bandidos y viajó de vuelta a su pueblo. Una vez allí, buscó la nueva casa de su padre y llamó insistentemente a la puerta.

—¿Quién llama? —preguntó el padre sin ganas de ver a nadie.

—Soy Samu, ábreme —contestó el niño.

Kumar estaba muy deprimido y sólo le alcanzaron las fuerzas para coger su saco con los restos de su hijo y decir:

—Tú no eres mi hijo. A él lo tengo yo en mis brazos ahora mismo.

—¿Qué dices, padre? ¿Te has vuelto loco? Soy Samu, tu hijo —dijo el chico, empezando a pensar que quizá se trataba de otro hombre y no de Kumar.

—Vete, bandido. Si abro la puerta será para quitarte la vida. No nos molestes más a mí y a mi pobre hijo —gritó el padre.

Finalmente, Samu se dio por vencido y salió del pueblo convencido de que allí no sería nunca más bien recibido. Kumar, por su parte, siguió abrazando su saco de huesos hasta el día de su muerte.

Esta clásica historia oriental pretende ilustrar cómo, a veces, nos aferramos a ideas falsas que nos traen, invariablemente, la desdicha. Si nos atreviésemos a explorar otras propuestas, cambiaría por completo nuestra percepción de muchos de nuestros miedos o amenazas inventadas. El temor a la soledad o al aburrimiento son dos ejemplos de ello. Si cambiamos nuestra forma de entender estas dos emociones, de repente, el miedo a la soledad o al aburrimiento se desvanece por completo. En una ocasión, estaba dando una conferencia sobre psicología cognitiva y, en el turno de preguntas, un hombre que debía de tener más de 70 años, me dijo:

—Está muy bien todo lo que dice usted. Me gusta. Pero yo estoy muy triste por culpa de algo que no tiene solución. Mi esposa murió hace dos años y me siento muy solo. ¡Y es que la soledad es muy mala!

En ese mismo momento iniciamos un debate sobre un tema clave —la soledad— que he mantenido muchas veces. Le pregunté con cierta socarronería:

—Ah, entiendo. Así que está usted viviendo en una isla desierta, ¿verdad?

—No. Vivo en Barcelona. De hecho, cerca de aquí —respondió riendo, porque, aunque profundamente infeliz, aún mantenía su sentido del humor.

Entonces, enérgicamente, le dije:

—¡Pues no entiendo eso que me cuenta! Si miro ahora mismo por la ventana de esta sala, veo pasar a mucha gente por la calle. ¡Esa soledad de la que me habla está sólo en su mente, amigo!

Y es que el temor a la soledad es una idea absurda que abunda en nuestros días y que no tiene ni pies ni cabeza. Nadie está solo en nuestras ciudades, pueblos o incluso aldeas… Siempre hay gente a nuestro alrededor y, sin duda alguna, muchas personas desearían tener una maravillosa relación con nosotros. ¡Esa soledad de la que hablan muchos es una quimera! ¡Basta ya de creer en ese fantasma inexistente!

Mi interlocutor me explicó un poco más acerca de sus sensaciones:

—Pero es que cuando me levanto de la cama, veo que ella no está y que tengo todo el día por delante, y se me hace un mundo.

Como hemos visto en los capítulos anteriores de este libro, las emociones son producto de unos pensamientos determinados. La falta de un ser querido produce malestar, pero después de un tiempo (entre seis meses y un año), somos nosotros los que mantenemos la tristeza, porque ésta ya debería haber dejado paso a las ganas de vivir, a experimentar vivencias hermosas. ¡Ya lo creo que sí! Eso sí…, si no te dices lo contrario.

Sin darse cuenta, nuestro anciano amigo defendía su propia tristeza, argumentaba a favor de ella. Se decía a sí mismo frases del estilo: «¡Es horrible no tener a mi esposa conmigo! ¡No puedo hacer nada valioso por mí y por los demás!».

Más adelante, tuve la oportunidad de tratarle en mi consulta y, con un poco de apertura mental, empezó a vislumbrar que tenía muchas opciones de disfrutar de sus últimos años de vida. Muy pronto, sus emociones cambiaron. Empezó a frecuentar clubes de jubilados y a planear actividades con ellos. Al poco tiempo, me confesó:

—Siempre echaré de menos a mi mujer, pero no depresivamente como antes. Simplemente, no quiero desaprovechar el tiempo que me queda.

En una ocasión, vi un documental filmado por el cineasta francés Christophe Farnarier sobre los quehaceres de Joan Pipa, un encantador pastor de ovejas catalán que ilustra el estilo de vida de la montaña pirenaica, en vías de extinción.

Joan pastorea ovejas desde los 8 años y continúa haciéndolo a los 73. Cada día de su vida sale a la montaña con sus casi mil cabezas de ganado y afirma que, para él, cada día es una fiesta. Ama las montañas, los prados, sus animales, la naturaleza en su conjunto. Joan vive con su mujer y su hija, pero pasa largas temporadas viajando con sus animales en trashumancia.

Joan Pipa es un tipo fuerte y feliz que rebosa amor por la vida. Y, además de vivir en un lugar ya de por sí bastante aislado, pasa mucho tiempo solo, en compañía de sus ovejas. Él es un ejemplo —entre cientos de miles— de que se puede ser muy feliz en soledad. Eso sí, si dejamos de lamentarnos.

Una oportunidad para organizarse mejor

¿Qué es realmente la soledad? Para una persona sana, que no se bombardea a sí misma con mensajes debilitantes, se trata de una sensación reconfortante de tranquilidad, descanso o concentración en los intereses propios.

Para una persona madura, ¿la soledad podría ser, en alguna ocasión, un poco negativa? Sí, pero muy poco. En realidad, sólo puede ser un poco molesta en el sentido de echar de menos a alguien en particular en un momento dado. Pero se trata de un sentimiento pasajero y, enseguida, nos concentramos en los maravillosos planes que podemos ir realizando ¡desde ya!

En alguien racional, la emoción negativa que puede producir la soledad es muy pequeña, casi imperceptible, como un picor que se soluciona rascándose.

Lo mejor que podemos hacer es pensar en la soledad como en un tiempo fantástico de recapitulación, de planificación de nuevas aventuras vitales. Estar solo es como borrar la pizarra para disponerse a llenarla de actividades realmente positivas y gratificantes, seleccionando cuidadosamente lo que deseamos hacer y a quién queremos ver.

No hay ninguna prisa por hacer nada compulsivamente. En ámbitos budistas se dice que el buen monje hace pocas cosas, pero las pocas que hace, las hace muy bien. Parsimoniosamente, disfrutando de cada acción, la persona madura y feliz dirige su vida como el pintor que trabaja con su lienzo: disfruta creando una obra de arte.

Aquí en España, en China o en Marte —cuando habitemos allí—, la soledad no es una situación demasiado mala que pueda ponernos tristes. Ni siquiera puede preocuparnos un poco. Y lo contrario es pura superstición neurótica. ¡No nos digamos eso y la soledad dejará de ser un problema para siempre!

El diván de Rafael

En mi despacho de Barcelona tengo un sofá de color amarillo anaranjado. Se trata del típico diván de psicoanalista donde los pacientes se tienden para hablar de sí mismos mirando al techo, relajados, abstraídos en su mundo. Yo no me dedico al psicoanálisis, pero ahí está el diván, como un objeto decorativo que rinde respeto a la tradición de la psicología. A muchos de mis pacientes les explico, a lo largo de nuestro trabajo terapéutico, medio en serio, medio en broma, una historia personal: les digo que un día yo me retiraré en ese diván. Quiero decir que lo dejaré todo: mi trabajo, mi pareja, etc. y me iré a vivir a ese sofá. Me tumbaré ahí y ya no me moveré más. Con los ahorros que tenga, haré que me traigan la comida y todo lo que necesite. No trabajaré, no veré la tele, no leeré, no haré nada excepto estar allí tendido todo el día y toda la noche.

Y lo más interesante del asunto es que estaré muy bien. Bueno, quizá sea aburrido, lo admito, pero el aburrimiento todavía no ha matado a nadie. Además, creo que tendré muchos momentos de placidez: mirando a la pared, viendo las diferentes tonalidades de blanco que se crean al entrar los rayos de sol por la ventana… También usaré mi imaginación para crear historias que me entretengan, que me emocionen, que me causen placer.

Asimismo, podré recordar cosas hermosas del pasado y regocijarme. ¡Qué bien estaré! Y es que se puede estar genial así, sin hacer nada. ¡Ya lo creo que sí!

Desde el punto de vista de la salud mental, es importante saber, comprender, ¡meterse en la mollera!, que la simple existencia ya es placentera, confortable. No hay que correr a ningún lugar para llenar ningún vacío. ¡Relájate!

El gran matemático y filósofo del siglo XVII, Blaise Pascal, dijo en una ocasión: «Todos los problemas de la humanidad proceden de la incapacidad del hombre para estarse quietecito en una habitación, sentado y tranquilo».

Claro, eso es un gran problema, porque «creer» estúpidamente que necesitas entretenerte para estar bien es el origen de la neurosis. Si crees eso, es que ya has empezado a hacer cosas por temor (temor a aburrirte). Entonces, tu actividad estará teñida por la compulsión, esa tendencia neurótica a hacerlo todo mecánicamente, con estrés, descuido, sin cariño…

Por eso, siempre digo que cualquier día me retiraré a mi diván y ya no me moveré más de allí. Y estaré bastante, bastante bien.

Es sorprendente la cantidad de gente que tiene miedo al aburrimiento. Secretamente, temen aburrirse y andan tapando esa posibilidad con actividades intrascendentes y poco gratificantes. O se llenan el día de tareas, pequeñas obligaciones que no dejan hueco a nada más. Estas personas lo suelen pasar mal cuando llegan las vacaciones, particularmente si van de viaje, porque en un lugar diferente al acostumbrado es más difícil llenar la jornada de actividades.

El miedo al aburrimiento es como el miedo a la soledad: absurdo, fantasioso, irreal. De verdad: ¡no hay nada que temer! Como sucede con la soledad, si le perdemos el miedo, el aburrimiento es una sensación de malestar muy ligero. Y, en muchas ocasiones, incluso puede ser placentero.

Aburrirse para crear

De hecho, las grandes obras de la humanidad se han llevado a cabo gracias al aburrimiento. Seguramente, Miguel de Cervantes escribió El Quijote porque se aburría en las tórridas tardes del verano castellano y empezó a imaginar una historia sobre un caballero andante. Así, poco a poco, plácidamente, empezó a escribir su gran obra y el aburrimiento trocó en dulce entretenimiento, diversión y finalmente pasión.

El aburrimiento placentero también me hace pensar en el dolce far niente italiano, el dulce no hacer nada. Para la generación burguesa de las décadas de 1950 y 1960 en Roma, el hecho de no tener ninguna ocupación, dejar pasar el tiempo entre libros, arte, amor y seducción era uno de los mayores placeres de la vida. ¡Aburrirse puede ser dulcemente agradable!

En todo caso, el aburrimiento no supone ninguna amenaza seria: aburrirse no es peligroso para la integridad física, no hay ningún tigre acechando… ¡En fin, no hay que tenerle miedo! En el peor de los casos, puede ser un poco incómodo, pero no demasiado.

Saber aburrirse, no asustarse por ello, sacarle partido o, al menos, tolerarlo, es una cualidad importante para aquellos que quieran tener una vida emocionante. Parece paradójico y quizá lo sea, pero es así: aburrirse de vez en cuando es una condición necesaria para tener una vida emocionante.

Todo aventurero tiene momentos de hastío en el devenir de sus aventuras: largas horas esperando en un aeropuerto, quedarse dos días atrapado en un pueblo perdido sin transporte, etc. Más adelante, en este libro, veremos que la tolerancia a la frustración es una habilidad muy valiosa, pero, además, si nos relajamos, no lo sufriremos tanto y, a cambio, obtendremos una especie de pasaporte para hacer lo que queremos hacer.

¡Socorro: no me puedo decidir!

Y algo parecido pasa en el ámbito de las decisiones: a veces, nos entra un miedo irracional a decidir. Como veremos a continuación, este problema se debe a que desarrollamos lo que yo llamo «el complejo de Damocles».

Recuerdo un caso de dificultad para decidir bastante curioso. Un paciente llamado Bruno vino, en una ocasión, a la consulta bastante abatido porque su principal afición, la que le daba más placer, se había arruinado aquella semana por un problema de indecisión.

A Bruno le gustaba mucho acudir a un servicio de prostitución de lujo de Barcelona. Iba, sin falta, una vez por semana. Me explicó que, la última vez, la madame le había mostrado, como era habitual, un álbum de fotos de las chicas disponibles. Bruno se fijó en dos de las profesionales: una era rubia, alta y con clase. La otra morena, curvilínea y sensual. Le gustaban las dos por igual. Pero, de repente, no sabía por cuál decidirse.

Al cabo de media hora de intenso debate interno, la madame se encaró con él:

—¡Oye, chato, decídete o te largas! ¿Qué te piensas que es esto, una biblioteca?

Bruno, presionado por la situación, escogió al azar, pero me confesó:

—Una vez con la chica, no pude disfrutar nada. Todo el rato pensaba en que tenía que haber elegido a la otra. De hecho, ni siquiera pude acabar. ¡Me dio mucha rabia, con lo caros que son estos servicios!

El problema de Bruno, como en todos los casos de indecisión, es que no podía permitirse fallar. Él mismo se presionaba hasta tal punto que le resultaba muy difícil escoger.

Por culpa de sus valoraciones mentales, la persona ve como algo insoportable «no disfrutar tras haber invertido mucho dinero», y esa obligación de gozar introduce demasiada presión en el acto sexual.

Las personas con dificultades para decidir crean siempre, en su mente, dos alternativas peligrosas, y se ven atrapadas entre ellas como Damocles con su espada. En el caso de Bruno: «Estar con la rubia cuando la mejor es la morena» o, al revés, «Decidirse por la morena y perderse la rubia». En su mente, ambas posibilidades de error eran terribles porque el elevado gasto que le suponía su afición semanal le obligaba a disfrutar al máximo.

La solución para los indecisos siempre pasa por darse cuenta de que ninguno de los dos fallos son «terribles»: pueden ser «un poco malos», pero nada más. Es decir, aunque falle, Bruno sobrevivirá y podrá ser feliz.

Una espada de damocles mental

Para explicar este concepto suelo plantearles a mis pacientes un juego:

—Imagina que te digo lo siguiente: «Mañana por la mañana, al salir el sol, iré a tu casa y te cortaré la mano derecha o el pie derecho».

—¡Vaya terapeuta más expeditivo! —suelen bromear—. ¿Me cortarás una de las dos cosas, entiendo?

—Sí. Pero como soy muy generoso, te dejaré escoger. Tienes toda la noche para decidir qué prefieres que te corte: la mano o el pie —aclaro.

—¡Pues escojo que no me cortes nada! —proponen.

—No. Eso no vale. Si no te decides por algo, te cortaré los dos miembros. Ahora, dime, ¿cómo crees que pasarás la noche? ¿Te resultará fácil decidirte? —pregunto.

Llegados a este punto, todo el mundo me responde que, de ser verdad el macabro juego, lo pasarían muy mal a la hora de decidir: ¡sería muy difícil hacerlo! Le darían vueltas a la decisión una y otra vez, y una vez que se hubieran decidido por algo, volverían a revisar de nuevo los pros y los contras… ¡seguramente toda la noche!: «¿Qué es peor? ¿No poder usar tu mano diestra, la que empleas para la mayor parte de tus tareas o no poder caminar bien nunca más?».

Lo que quiero explicar con este juego es que la indecisión tiene su origen en pensar que los errores son fantasiosamente graves, como perder la mano o el pie. La buena noticia es que no es así: en la gran mayoría de casos, una mala decisión no implica riesgos para la supervivencia física, así que no es algo grave. Por lo tanto, no hay tanto problema a la hora de decidir.

Sin embargo, el neurótico evalúa como algo «insoportable» fallar, como si le fuesen a cortar el pie o la mano. Y ahí está el verdadero error.

El fenómeno de la indecisión se asemeja también a caminar sobre un tablón a un metro o a cien metros del suelo. Si alguien nos propone intentar el malabarismo de andar sobre una madera que pende a un metro del suelo, no tendremos problema para intentarlo y seguramente lo consigamos. Si nos proponen caminar a cien metros de altura, nos entrará el pánico y, en consecuencia, será más difícil conseguirlo. Pues bien, el neurótico está siempre exagerando la distancia al suelo de una posible caída.

¿Mi mujer o mi amante?

Otro caso típico de indecisión es cuando una persona se debate entre seguir con su pareja o dejarla para iniciar una nueva vida con su amante. Se trata de un clásico en la consulta del psicólogo. La persona está indecisa entre dos amores que le aportan cosas diferentes y, realmente, no puede escoger.

Muchas veces, los dos amores le presionan para que la persona decida lo antes posible, pero cuanto más presionado se siente, menos sabe… Al final, la situación es muy dolorosa: la persona indecisa no duerme, no come, está hecha un lío monumental, y pese a que rumia sin cesar… ¡no se puede decidir!

Una vez más, el eje del problema está en las creencias irracionales que le hacen desarrollar el complejo de la espada de Damocles: «Si se decide por su esposa y pierde la oportunidad de vivir una vida de aventura, eso sería terrible». Y, lo contrario, perder la vida familiar por algo que quizá sea pasajero sería un error imperdonable. Esto es, cualquiera de las dos amenazas es ¡como si hubiese caído una bomba nuclear sobre la ciudad!

Generalmente, cuando las personas reflexionan a fondo sobre esto y se dan cuenta de que ninguna de las opciones fallidas —en el caso de que lo hagan— son tan desastrosas, se relajan y escogen con facilidad. Pero tienen que comprender en profundidad que serán capaces de ser felices en cualquier caso.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. La soledad y el aburrimiento NUNCA pueden ser sensaciones muy desagradables, a no ser que te convenzas a ti mismo de ello.
  2. La dificultad neurótica a la hora de tomar decisiones es fruto de terribilizar sobre las consecuencias negativas de los errores.
  3. Esos errores y sus consecuencias no son horrorosos, así que relájate. Verás que ahora sí es fácil decidir.