Capítulo 9:
Reflexión existencial

Había una vez un gran barco transatlántico muy parecido al Titanic. Navegaba entre Londres y Nueva York cuando, una noche, chocó con un iceberg. El impacto provocó un agujero en el casco por donde entraba el agua a raudales. Los marineros bombeaban frenéticamente el agua, pero entraba con demasiada intensidad. Así las cosas, los ingenieros probaron otra estrategia, intentar sellar la parte del barco que se anegaba, pero no lo consiguieron. ¡El barco se iba a hundir!

Al comprobar que el buque estaba perdido, el primer oficial corrió al camarote del capitán para avisarle del desastre y pedir órdenes: era necesario lanzar los botes salvavidas y desalojar el barco.

—Señor, hay un agujero en el casco y no para de entrar agua. No podemos achicarla. El barco se hunde —dijo el oficial.

El capitán se encontraba de pie, frente a un gran espejo de cuerpo entero, cepillando su flamante americana azul. Al acabar de oír estas palabras, levantó lentamente la cabeza y miró a los ojos al oficial:

—Caballero, ¿no ve que estoy ocupado en mi uniforme? ¡Ya le he dicho mil veces que debemos ir siempre impolutos! ¿Dónde iríamos a parar sin pulcritud ni disciplina? —respondió, enojado.

El capitán agachó de nuevo la cabeza para continuar limpiando su americana. El primer oficial no podía creer lo que estaban viendo sus ojos. Esta vez, alzó la voz con un tono más bien histérico:

—Pero, señor, ¿qué importa eso ahora? ¡Si no desalojamos el barco, vamos a morir todos en unos minutos!

Esta vez, el capitán no se dignó a mirarle. Con el aplomo que le daba ser la máxima autoridad del barco, dijo:

—¡Es usted un irresponsable! ¡Queda suspendido de empleo y sueldo! Retírese y no salga de su camarote en todo el día.

Cuando terribilizamos nos comportamos como ese capitán porque le damos demasiada importancia —¡una importancia terrible!— a cosas que no la tienen. En este cuento, queda claro que el capitán está loco porque el uniforme no importa en absoluto frente a la inminencia de la muerte de todos, incluida la suya propia.

De manera análoga, cuando nos preocupamos demasiado de nuestra imagen, nuestra seguridad económica… —de cualquier cosa, en realidad—, estamos apartándonos de la realidad, porque lo cierto es que el barco de nuestra vida —la de todos— ¡se hunde! Todos vamos a morir, así que ¿a qué viene tanto alboroto por nimiedades?

Enfrentarse a la realidad de la impermanencia de todas las cosas —empleando el lenguaje de los budistas—, a la inevitabilidad de la muerte; aceptar este hecho natural, inevitable e incluso bueno —como veremos más adelante— es sano a nivel psicológico porque nos permite quitarle gravedad a todo. La muerte lo relativiza todo, como dicen. Pensar en la propia muerte es uno de los mejores mecanismos para madurar y tranquilizarse, para ganar fuerza emocional.

La quimera de la inmortalidad

A muchas personas el argumento de la muerte les parece una tontería, quizá demasiado abstracto. «¿Cómo es posible que me vuelva una persona más tranquila solamente pensando en la muerte?», preguntan.

Pero lo que deberían saber es que el hecho de la muerte no es nada abstracto: ¡pocas cosas hay tan concretas y reales como ésa! Y, por supuesto, que nos volveremos más equilibrados si la tenemos en cuenta. De hecho, así ha sido durante buena parte de la historia de la humanidad. Su escepticismo en este sentido demuestra precisamente que viven en una fantasía: la quimera de la inmortalidad.

Hace cien años, las personas vivían mucho más en contacto con la realidad de la muerte. En los pueblos y ciudades, los cementerios estaban en el centro, al lado de la iglesia. Cuando se moría un familiar, se velaba en casa durante un par de días en la cama donde había dormido siempre. Los niños se despedían del muerto besándole en la cara y, finalmente, lo enterraba la familia con sus propias manos. La muerte era algo muy cercano y natural.

También estaba presente, de otras formas, en el día a día de la gente. En la época de nuestros abuelos, todo el mundo mataba a los animales que se comía (al menos a los pequeños: gallinas y conejos) y eso les hacía estar, una vez más, cerca de la realidad inevitable y necesaria.

Ahora, en el supermercado, los animales están cuidadosamente empaquetados y se les ha extraído la sangre y la cabeza para evitarnos pensar que el pobre ha muerto. ¡Es mejor que el pollo parezca un producto manufacturado como un paquete de madalenas! ¿Quién compraría un pollo ensangrentado hoy en día? ¡Por favor, qué asco!

En la actualidad, intentamos esquivar todo lo relativo a la parca, huimos de ella, la hemos convertido en un tabú… Cuando empiezo a hablar de este tema en mis conferencias, siempre hay un grupo de personas que tuercen el gesto: «¿Qué hace éste hablando ahora de la muerte?», parecen decir. Y es que este asunto nos contraría y hasta nos deprime.

Amigos de la parca

Mi padre nació y creció en un pueblo rural del Pirineo catalán. Su familia tenía una granja enclavada allí desde hacía siglos, un lugar muy hermoso que dejó para emigrar a los 20 años a la ciudad de Barcelona. En una ocasión, estábamos hablando de la antigua vida en la granja y surgió el tema de los animales de compañía. En su casa tenían mascotas: perros y gatos, animales muy queridos.

Mi padre me explicó con toda naturalidad que, muchas veces, se producían superpoblaciones de esos animales domésticos, esto es, procreaban más de lo debido y, en aquel medio rural y a veces escaso, no se podían mantener más de un número determinado de perros y gatos.

—¿Y qué hacíais con los «sobrantes»? —pregunté inocentemente.

—Nada más nacer los ahogábamos en el río o, a veces, simplemente, los tirábamos contra un muro —me dijo.

—¡Señor! —exclamé sorprendido.

—Pero si eran ya mayores, perros grandes por ejemplo, y había que matarlos… —insinuó él.

—¿Qué hacíais? ¿Les pegabais un tiro? —pregunté.

—¡No, hombre! No se gastan cartuchos tontamente. Entonces los colgábamos de un árbol —concluyó.

En aquella época —no hace tanto tiempo— la gente entendía, de forma implícita, que la muerte era el final natural y benéfico de todo y que ese fin está, en realidad, próximo para todos. Las personas convivían con la muerte, no la ocultaban, y eso les dotaba de una filosofía de la vida mucho más relajada.

En la actualidad hemos quitado la muerte de la ecuación de la existencia, pero esa ecuación arroja un resultado bastante extraño, pues nos convierte en personas demasiado preocupadas, neuróticas.

La ficción de eternidad en la que vivimos, esto es, vivir como si fuésemos a estar aquí para siempre, nos vuelve locos. Porque si viviésemos para siempre, todas nuestras responsabilidades serían demasiado graves: tendría que conservar mi vivienda en buen estado… ¡para toda la eternidad! Y así el resto de las cosas… El hecho de la muerte hace que no haya nada demasiado importante y esto es un alivio, nos permite vivir con ligereza, que es la única forma de afrontar esta vida.

Por todo ello, uno de los ejercicios mentales que propone la terapia cognitiva que yo practico es meditar sobre la propia muerte. Podemos imaginarnos muertos, en nuestro ataúd: con la piel seca y arrugada, como de cartón y los ojos que ya no miran a ningún lugar. El cuerpo inerte, presto a la descomposición. Ése es nuestro futuro, no hay por qué asustarse.

Si aceptamos el hecho de la mortalidad con naturalidad y apertura mental, veremos que se trata de algo positivo. ¡Morir es positivo! Todo lo que existe en la naturaleza, en el orden universal de las cosas, es positivo. Los astros giran porque no podría ser de otra forma…, el cielo es azul por diferentes razones (que se me escapan ahora mismo)…, pero todo eso es correcto, es lo que debe ser. Empeñarse en una fantasía diferente es absurdo y sólo muestra lo locos que podemos llegar a volvernos los seres humanos con nuestra capacidad para imaginar. Por lo tanto, abramos los brazos a la muerte. ¡Es el desestresante más poderoso que existe!

Meditaciones antiguas y modernas

Desde hace siglos, existe una tradición meditativa centrada en la muerte. No se trata de nada nuevo. El budismo, por ejemplo, ha desarrollado una gran escuela de meditación sobre la impermanencia y la muerte. En los países budistas, de hecho, se anima a acudir a los cementerios a pasear, a comer, a hacer celebraciones familiares, para hacerse consciente de la muerte y, a partir de ahí, vivir con más plenitud.

Pero en nuestra tradición cristiana, es igual de importante la meditación sobre la muerte. En la catedral de Burgos, se encuentra colgado un maravilloso cuadro de Joos Van Cleve titulado San Jerónimo en su estudio, pintado hacia 1520. En él se ve a san Jerónimo, en su despacho, reflexionando con una mano en la cabeza. Con la otra mano, señala un cráneo.

En la Alte Pinakothek de Múnich, se expone el famoso cuadro de Zurbarán, San Francisco arrodillado con una calavera en las manos. En fin, existen miles de representaciones de la reflexión sobre la muerte en la iconografía cristiana.

Y es que, sobre todo desde los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola, el trabajo de crecimiento espiritual en el catolicismo ha estado siempre ligado a la meditación sobre la muerte, lo que en otros tiempos se denominaba «meditatio mortis». De hecho, hasta hace no mucho tiempo, los monjes capuchinos conservaban en sus celdas los cráneos de sus hermanos muertos.

Por truculento o anticuado que pueda parecer, la psicología cognitiva también nos anima a pensar en la muerte, a tenerla siempre en cuenta, aunque también hay que señalar que no tendríamos que hacerlo si no fuera por la «fantasía de inmortalidad» que impera en nuestra sociedad.

Una dosis de realidad

Hace unos años viví una experiencia que me enseñó un poco más a enfrentar la muerte sin temor. En aquellos días, mi padre sufrió una embolia. Le hicieron unas pruebas y supimos que le debían hacer varios by-pass coronarios, una intervención quirúrgica mayor que consiste en cortar el esternón para llegar a las arterias cercanas al corazón. El cirujano reemplaza la zona de las arterias parcialmente bloqueadas con segmentos de otras venas o arterias.

Para toda la familia fue un shock. Todo fue muy repentino. Era un hombre muy sano que nunca había pisado un hospital y, de un día para otro, ingresaba de urgencias con pérdida de la movilidad a causa del ictus y le programaban urgentemente una intervención arriesgada en el corazón.

Recuerdo que el día antes de la operación, la familia estuvo a su lado en la habitación del hospital. Éramos varios: mi hermano Gonzalo, mi madre… Llevábamos toda la tarde allí intentando distraer al enfermo, hablando de naderías. También intentamos desdramatizar la intervención, inyectarle confianza:

—El médico que te va a operar hace más de cinco operaciones al día. ¡Ha debido de hacer miles iguales que la tuya! Para él está chupado —dije yo.

Y mi madre:

—Es la misma operación que le hicieron a Johan Cruyff en la década de 1990 y mira qué bien está ahora.

Pese a esos esfuerzos para calmarnos, el ambiente estaba muy enrarecido. Era la primera vez en mi vida que veía a mi padre asustado. Se le notaba, aunque él también intentaba disimular. Parecía que faltaba el aire en la habitación. Todos estábamos mal.

Quedaba, más o menos, una hora de visita. Después nos tendríamos que ir, y mi padre y su compañero de habitación intentarían conciliar el sueño. A la mañana siguiente, temprano, empezaría una jornada decisiva.

Allí estábamos los miembros de la familia, fatigados y nerviosos, intentando darle conversación al enfermo, cuando de repente, para sorpresa de todos, mi hermano Gonzalo exclamó en voz muy alta:

—¿Sabes, papá? Y si la operación de mañana no sale bien y te mueres… ¡Al carajo! ¡¡De algo hay que morirse, puñetas!!

Se hizo un silencio inmediato… Incluso los familiares del compañero de habitación de mi padre callaron. Yo pensé: «¡Dios mío, Gonzalo se ha vuelto loco! ¿Qué narices está diciendo?».

Pero, entonces, mi padre cambió de semblante. Recuerdo que se le borraron todas las arrugas de la cara, sonrió y dijo:

—Tienes razón, hijo. ¡De algo hay que morirse!

A partir de aquel instante, ¡plof!, cayó el espeso manto que nos enturbiaba el corazón. Desapareció la niebla. El resto de la tarde fue muchísimo mejor. Por primera vez en todo el tiempo que mi padre llevaba ingresado en el hospital, se le veía relajado, incluso contento. Y también a los demás.

De alguna forma, aquel arrebato de mi hermano nos abrió la mente. ¡Era cierto! La muerte nos puede llegar en cualquier momento y si es mañana, ¡pues muy bien, que sea mañana! Brindemos por la vida… ¡y por la muerte! Lo importante es disfrutar de la existencia, no de cuánto va a durar.

Tengo que añadir que la operación salió estupendamente y mi padre está vivito y coleando. Espero que lea estas líneas y se ría conmigo un rato de la parca.

Yo, personalmente, no quiero que me entierren. Cuando muera, quiero donar mi cuerpo a la ciencia. Si es posible, que lo dediquen a las clases de anatomía de los jóvenes estudiantes de primero de medicina. Que algún jovencito abra mis tripas y aprenda qué hay por allí dentro.

En cuanto a ceremonias, sólo deseo una. Que mis familiares y amigos se vayan a tomar unas copas y brinden en mi memoria por mi querida amiga, la muerte, la hermana gemela de la vida.


En este capítulo hemos aprendido que:

  1. Cada vez que nos estresemos, podremos sosegarnos pensando en nuestra propia muerte.
  2. Imaginarnos muertos es una buena medida preventiva de las ansiedades cotidianas.