El joven Epicteto acarreaba varios bultos esquivando a los transeúntes que se cruzaban sin cesar por la Vía Magna de Roma, la principal calle comercial de la ciudad. Delante de él, su amo Epafrodito aceleraba el paso, indiferente a las dificultades que su esclavo tenía para seguirle cargado como iba.
Epafrodito estimaba a Epicteto, su joven sirviente, sobre todo por su increíble inteligencia. En cuanto se tropezó con él siendo sólo un niño en su ciudad natal, Hierápolis, en Turquía, se dio cuenta de que era un superdotado y quiso tenerlo entre sus esclavos. Ese mocoso de apenas 4 años de edad leía y escribía en griego y latín y ¡nadie le había enseñado! Había aprendido solo a base de leer rótulos en las tiendas y en los templos.
Años después, ambos se trasladarían al centro del mundo, a Roma, la capital del Imperio, donde Epafrodito empezaría a medrar como comerciante de artículos de lujo.
Aquella mañana, amo y sirviente se dirigían a la villa de Amalia Rulfa, una viuda millonaria que habitaba cerca del Foro. Le llevaban unas muestras de ricos perfumes de Persia y telas de Oriente. Con tanto paquete, Epicteto apenas alcanzaba a ver por dónde andaba y, en ese momento, se cruzaron dos chiquillos a la carrera. Uno de ellos se abalanzó sobre él, le hizo perder el equilibrio y cayó al suelo. Como en cámara lenta, Epicteto vio cómo el frasco del perfume más caro saltaba por los aires y describía una corta parábola para aterrizar encima de los adoquines: «crash», cristales rotos y salpicaduras de perfume sobre sus ropas.
El tiempo se detuvo unos instantes. De repente, un ruido seco y un escozor tremendo en su muslo izquierdo le devolvieron a la realidad. ¡Su amo Epafrodito le estaba golpeando con su duro bastón de roble!
—¡Toma, bandido, así aprenderás a ser más cuidadoso! —le gritaba lleno de cólera mientras le pegaba una y otra vez en la misma pierna.
Epafrodito estimaba sinceramente a su sirviente —de hecho, le pagaba una cara educación en una academia de filosofía—, pero tenía un legendario carácter irascible e impulsivo. De hecho, el joven Epicteto, como mano derecha, le servía de freno en la mayor parte de sus discusiones con proveedores y clientes, pero cuando su ira se descargaba sobre él, ya no tenía quien le protegiera. De todas formas, en la antigua Roma, no era noticia que un amo golpease sádicamente a su esclavo. Simplemente, era de su propiedad.
Sin embargo, aquella mañana sí se formó un corro en torno a los dos hombres, pero por una razón completamente inusual. Para asombro de todos los que contemplaban la escena, el joven sirviente no abría la boca para quejarse ni expresar ningún dolor. Simplemente, miraba a su amo con aire de indiferencia, cosa que aún enfurecía más a su señor.
—¿No te duele, insolente? ¡Pues ahí tienes doble ración! —gritó el comerciante pegándole tan fuerte que ya estaba sudando a mares.
Epicteto seguía sin inmutarse hasta que finalmente abrió la boca para decir:
—Cuidado, señor, que si seguís así, vais a romper vuestro bastón.
Epicteto, el protagonista de nuestra historia, vivió entre los años 55 y 135 de nuestra era. Fue esclavo durante toda su niñez y obtuvo su libertad gracias a sus prodigiosas dotes para la filosofía. De hecho, se convertiría en uno de los intelectuales más prestigiosos de su momento, con una fama muy superior a la de Platón, tanto entre romanos como griegos.
Posteriormente, la historia también le ha hecho justicia y, hoy en día, es considerado uno de los grandes filósofos de todos los tiempos. Sus ideas han dejado huella en muchas de las corrientes de pensamiento que conocemos en la actualidad, incluido el cristianismo.
Epicteto no dejó escritos, pero sus discípulos recogieron sus palabras, que hoy podemos encontrar en dos libros, el Enchyridion y los Discursos.
Se han inventado muchas leyendas acerca de la vida de este filósofo y una de las más conocidas es ésta que he relatado. La fantasía popular explica que fue así como adquirió la cojera que le caracterizaba. Evidentemente, esta historia es una exageración que intenta resumir la filosofía de Epicteto, aunque no acierta a hacerlo. La fábula nos hace creer que el filósofo había llegado a controlar completamente sus emociones, pero ésa no era su intención ni mucho menos. Ni lo pretendía, ni eso tiene que ver con sus enseñanzas.
Epicteto enseñaba a tener fuerza emocional, lo cual no significa «no sentir emociones negativas» sino «no sentir emociones negativas exageradas», y eso es lo que vamos a aprender en este manual. A través de ese control mental, pese a sentir dolor, pena o irritación, los individuos adquieren una confianza en sí mismos que les permite disfrutar de las maravillosas posibilidades que ofrece la vida. Si el mensaje principal de este libro es que todos —sí, todos— podemos aprender a ser más fuertes y equilibrados a nivel emocional, el segundo es que este aprendizaje se lleva a cabo transformando nuestra manera de pensar —nuestra filosofía personal, nuestro diálogo interno—, de una forma parecida a lo que, hace veinte siglos, intuyó Epicteto.
Y es que como decía el filósofo: «No nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos sobre lo que nos sucede».
Miles de años más tarde, en pleno siglo XX, la revolución cognitiva propulsada por grandes psicólogos y psiquiatras como Aaron Beck y Albert Ellis ha permitido que cientos de miles de personas en todo el mundo transformen su mente. Tú puedes sumarte a ellos.
Veámoslo con más detalle.
Las personas solemos tener la impresión de que los hechos externos —lo que nos sucede— impacta sobre nuestras vidas produciendo emociones: rabia o satisfacción, alegría o tristeza… Existiría, según esta idea, una asociación directa entre suceso y emoción. Por ejemplo, si mi esposa me abandona, me sentiré triste. Si alguien me insulta, me sentiré ofendido. Tenemos la percepción de que hay una relación lineal (de causa y efecto) entre hechos y emociones que podría seguir el siguiente esquema:
Pues bien, la psicología cognitiva, nuestro método de transformación personal, nos dice que esto no es así. Entre los hechos externos y los efectos emocionales existe una instancia intermedia: los pensamientos. Si yo me deprimo ante el abandono de mi esposa no es por el hecho en sí: es porque yo me estoy diciendo a mí mismo algo así como: «¡Dios mío, estoy solo, es horrible, voy a ser un desgraciado!», y estas ideas producen en mí la emoción correspondiente, en este caso, miedo, desesperación y depresión.
Son las ideas, la interpretación del abandono, mi diálogo interno, lo que me deprimen, no el hecho de que mi mujer se haya marchado. De hecho, habrá personas que, frente al abandono de su esposa, ¡celebren una fiesta!
Por consiguiente, el esquema exacto de nuestro funcionamiento mental sería:
Esto es exactamente lo que decía Epicteto: «No nos afecta lo que nos sucede, sino lo que nos decimos acerca de lo que nos sucede».
Todos tenemos la impresión de que los hechos producen —de forma automática— las emociones, y este error es el principal enemigo del crecimiento personal. Por ejemplo, muchas veces decimos frases del estilo: «Pepe me pone de los nervios», y aquí ya estamos cometiendo el error del que hablamos. Pepe no me pone de los nervios, ¡soy yo quien se pone de los nervios!
Si analizamos detenidamente nuestro proceso mental, veremos que Pepe lleva a cabo determinadas acciones (se supone que inconvenientes) y yo me estoy diciendo a mí mismo ideas del estilo: «¡Esto es intolerable! ¡No lo puedo soportar!».
Son esas ideas las que tienen el poder de irritarme, no las acciones de Pepe, que, por lo que respecta a las emociones, son neutras. De hecho, no todo el mundo reacciona de la misma forma ante Pepe: a algunos les irrita más que a otros. Hay a quien incluso no le produce ningún malestar. Y todo depende del diálogo interno de cada cual. Es el diálogo interior el verdadero productor —a veces oculto— de las emociones.
Para entender mejor este concepto, explicaré el caso real de Jordi, un chico adolescente deprimido. Recuerdo que lo trajo su madre a la consulta, muy angustiada, porque había intentado suicidarse hacía dos semanas. Y se había tratado de un intento serio, no una llamada de atención. Jordi se había cortado las muñecas en la bañera mientras sus padres estaban pasando el día fuera. Por casualidad, volvieron a casa antes de tiempo y lo encontraron inconsciente. En cuanto lo tuve delante, le pregunté directamente:
—Dime, ¿por qué querías acabar con tu vida?
—Es que, en esta evaluación, he suspendido tres asignaturas en el cole —respondió mientras se tapaba la cara con las manos, mirando al vacío.
Jordi se sentía fatal, le invadía un sentimiento de fracaso muy profundo que no le permitía disfrutar de nada. Se levantaba por las noches a cualquier hora con una sensación de angustia en el pecho. Según él mismo describía, el problema era haber suspendido. Pero, como veremos a continuación, ésa no era la verdadera causa de sus emociones.
Estuve hablando con él durante varias sesiones y, paso a paso, fui descubriendo la auténtica fuente de su malestar, que era su forma peculiar de pensar, el diálogo que habitualmente sostenía consigo mismo.
—Entiendo, Jordi. Has suspendido y eso es un palo. Pero me parece que te lo has tomado demasiado a pecho, ¿no? —le dije.
—Pero déjame que te explique. Lo que tú no sabes es que en mi escuela no te dejan pasar de curso si te quedan más de dos asignaturas a final del año escolar. Y, claro, he pensado que quizá no recupere los tres suspensos. Y si eso sucediese… ¡tendría que repetir curso! ¿Lo entiendes ahora? ¡A mí lo que me da miedo es repetir! —respondió irritado.
La familia de Jordi era bastante pudiente. Su padre había querido que estudiara en una prestigiosa escuela donde él mismo había cursado estudios. Sus dos hermanos mayores también iban allí y todos tenían buenos expedientes académicos. Seguí preguntando:
—Bueno, entiendo que repetir curso sería algo malo para ti, porque ensuciarías el nombre de tu insigne saga escolar… Pero ¿tanto como para suicidarte? A mí me parece un poco exagerado.
—Vale, pero ¿sabes? Hay algo más. Lo que tampoco sabes es que en mi cole no se puede repetir curso dos veces. Y he pensado que si repito una vez, igual me vuelve a ir mal y entonces, ¡me expulsarían! Si me expulsaran del cole no lo soportaría. ¡Qué vergüenza!
Jordi era un chico muy inteligente y sensible. Tenía una gran fluidez verbal y muy buenas aptitudes para las letras. De hecho, siempre había sacado buenas notas, pero aquel año, se le habían atragantado las asignaturas de ciencias. Suspender le había cogido por sorpresa y, en la soledad de su habitación, había desarrollado esas ideas catastrofistas que ahora desgranábamos en la conversación terapéutica. Seguí inquiriendo:
—De acuerdo, te entiendo, pero aunque te expulsasen del colegio, no veo que eso sea tan trágico como para querer dejar este mundo, ¿no crees?
—Es que ahí no acaba la cosa: veo que si me expulsan del colegio, es posible que me coja tal trauma que no me saque la secundaria. Entonces, no iría a la universidad y eso… ¿Qué me dices de eso? ¡Eso sí que sería una desgracia! Tú has ido a la universidad, eres psicólogo, has llegado a ser alguien. Ahora me entiendes, ¿no?
Y así seguimos charlando durante toda la hora de visita y me di cuenta de que Jordi había estado pensando en todas las posibles consecuencias negativas que podían suceder tras haber suspendido tres asignaturas a los 14 años de edad. Incluso en las más remotas posibilidades.
Incluso me explicó que, en caso de no llegar a la universidad, podía acabar marginado en su propia casa: «Voy a ser el tonto de la familia, el único sin carrera», dijo. Y para rematar añadió que posiblemente estaría destinado a un empleo aburrido y mal pagado. Temía acabar de «reponedor» en el supermercado o «algo peor».
Incluso, en un momento de nuestras conversaciones, llegó a decir: «Además, si terminase así, seguramente no podría tener novia».
¡Vaya! ¡Eso sí me sorprendió! Pero su argumento era que, en su barrio de clase alta, las chicas no se iban a interesar por un fracasado.
Pero todavía había más. Según Jordi, si se daban todas esas circunstancias —ser marginado en su familia y quedarse soltero para siempre—, estaría destinado a una vida en soledad y eso ¡no lo podría soportar!
Increíble, ¿verdad? Pero muy cierto. A partir de un hecho desencadenante —suspender tres asignaturas—, Jordi preveía toda una serie de adversidades futuras que le producían, en el presente, un gran malestar emocional.
Queda claro que su infelicidad venía causada por su cabeza, por su cadena de pensamientos catastrofistas. ¡De hecho, otros muchos chicos de su misma clase no se deprimían en absoluto por suspender tres o más asignaturas! El responsable de esa diferencia emocional estaba claramente en su diálogo interno.
Por supuesto, el trabajo terapéutico con Jordi incluyó revisar cada una de esas ideas exageradas y catastrofistas. En pocas semanas, había dejado de creer en ellas y encaraba todo el asunto de los estudios de una forma mucho más relajada (y efectiva).
A modo de anécdota diré que, sobre todo, Jordi había aprendido esa filosofía tremendista de su madre. Cuando tenía 7 u 8 años, su madre empezó a ejercer una presión ridícula sobre su hijo, con la intención de prevenir que se «volviese vago». Cuando regresaban del colegio a casa, ella siempre le preguntaba cómo había ido la escuela, si tenía deberes y demás… y, al terminar con esas preguntas, le decía:
—Jordi, tienes que estudiar mucho porque si no acabarás como ese mendigo que se pone a la puerta de la iglesia. ¡Si no te espabilas, te espera eso! La vida es así.
Efectivamente, los psicólogos cognitivos sabemos que detrás de cada emoción negativa exagerada —sí, siempre— existe un pensamiento catastrofista. Las personas que se perturban fácilmente tienen —día sí, día también— ese tipo de pensamientos y se los creen a pie juntillas. Por el contrario, las personas fuertes huyen de ese diálogo negativo como de la peste.
Después de décadas estudiando ese tipo de ideas negativas, les hemos puesto un nombre didáctico que las define muy bien; las llamamos creencias irracionales.
Estas creencias irracionales, como las de Jordi, el suicida estudiantil, se caracterizan por:
Veamos, con un poco de detalle, estas tres características.
En primer lugar, las creencias irracionales son falsas. Y ¡a muchos niveles! Pero, pese a ello, la persona las defiende. Podríamos decir que toda la ciencia está en contra de ellas y, al sostenerlas, practicamos un tipo de lógica supersticiosa. En los momentos en que las empleamos, nos enfrentamos a todas las ciencias: la biología, la economía, la filosofía, la medicina, la estadística…
Por ejemplo, las ideas que nos presentaba Jordi van en contra de las leyes de la estadística. ¿Cuántas personas habrá que, tras haber suspendido tres asignaturas en cualquier colegio de España, han tenido una cadena de eventos negativos como los que describía el muchacho? Un porcentaje muy pequeño del total, ínfimo. Sin embargo, él daba por hecho que algo así le iba suceder: no superar la secundaria, ser marginado por ello, no encontrar novia a consecuencia de todo eso y vivir en soledad. ¡Una cadena de desastres muy improbable!
En segundo lugar, las creencias irracionales también son inútiles. No nos ayudan a superar las adversidades. De hecho, Jordi había optado por suicidarse, el paradigma de la huida frente a los problemas. Pensar exageradamente, anticipar situaciones negativas tremendistas nunca es una buena estrategia de resolución de problemas. Cada situación merece una ponderación adecuada, lo más realista posible, y eso nos ayudará a resolver cada situación de la vida. Deprimirse, estresarse, llenarse de rabia son actitudes que no contribuyen en nada al éxito.
Y es que, a nivel práctico, cuando sostenemos ideas irracionales —y emociones exageradas— suele pasarnos que intentamos «matar moscas a cañonazos», esto es, aplicamos soluciones exageradas a problemas pequeños, y el remedio acaba siendo peor que la enfermedad: destrozamos la casa y la mosca sigue aleteando alegremente.
Y, por último, las creencias irracionales producen mucho malestar emocional, gratuito, absurdo. En los casos extremos, el catastrofismo nos puede llegar a meter en un mundo horroroso que sólo cabe en una mente fantasiosa, pero que no existe en la realidad. Hay personas que viven cada semana anticipando tantos desastres que pierden la salud, no sólo mental sino también física. Muchos casos de fibromialgia y dolor crónico se deben a esas estructuras psíquicas que acaban agotando el cuerpo como si éste hubiese estado internado en un campo de concentración nazi.
En ese sentido, la vida es mucho más sencilla, pero para la persona que sostiene creencias irracionales la vida es muy complicada, increíblemente difícil, como en el caso de Jordi. Complicada y dolorosa.
Generalmente, la fuerza emocional, el buen diálogo interior, se aprende en la infancia. Así como Jordi aprendió a «terribilizar» debido a la influencia de su madre, las personas más fuertes y sanas obtuvieron la cordura de sus padres.
Sin embargo, lo esencial es que, en cualquier momento, a cualquier edad, todos podemos cambiar nuestra modalidad de pensamiento para hacerla más positiva y constructiva. Todos podemos re-educarnos para la calma y la felicidad. Lo veremos a continuación.
En este capítulo hemos aprendido que:
- Las emociones sólo son posibles a partir de determinados pensamientos.
- La clave para el cambio está en aprender a pensar de una forma más eficaz.
- La principal distorsión cognitiva consiste en tomarse todo a la tremenda y anticipar desgracias.
- Las creencias irracionales son falsas, inútiles y nos hacen sufrir.