Hace veinticinco años, tres meses, cuatro días,
once horas, ocho minutos y treinta y cuatro segundos…
En efecto, el tiempo no era un túnel que se perdía en el infinito. Era maleable, y no fijo, hasta este preciso segundo del presente. Arcilla, no cemento.
Lo cual era algo que el Omega agradecía. Porque si el tiempo fuera fijo, no tendría en brazos a su hijo recién nacido.
Nunca había ambicionado tener hijos. Pero en ese momento cambió de parecer.
—¿La madre está muerta? —preguntó, mientras su segundo al mando, el jefe de los restrictores, bajaba las escaleras. Curioso, si se le hubiese preguntado al asesino qué año creía que era, habría contestado que era el año 1983. Y, en cierta forma, habría tenido razón.
El jefe de los restrictores asintió con la cabeza.
—No sobrevivió al parto.
—Las vampiresas rara vez sobreviven al parto. Es una de sus pocas virtudes. —Y en ese caso era algo muy apropiado. Pues asesinar a la madre después del servicio que le había prestado parecería poco elegante.
—¿Qué quieres que haga con su cuerpo?
El Omega se quedó observando mientras su hijo estiraba la mano y le agarraba el pulgar con fuerza.
—¡Qué extraño!
—¿Qué?
Era difícil poner en palabras lo que estaba sintiendo. O tal vez de eso se trataba: el Omega no esperaba sentir nada.
Se suponía que ese hijo era una reacción de defensa contra la Profecía del Destructor, una respuesta calculada en la guerra contra los vampiros, una estrategia para garantizar la supervivencia del Omega. Su hijo lucharía de una forma nueva y aniquilaría a esa raza de salvajes antes de que el Destructor purgara la esencia del Omega hasta no dejar nada.
Hasta este momento el plan había sido ejecutado a la perfección, comenzando por el secuestro de la vampiresa que el Omega había inseminado y terminando aquí, con la llegada de este nuevo ser al mundo.
El bebé levantó la vista hacia él, mientras movía la boca diminuta. Tenía un olor dulzón, pero no debido a que fuera un restrictor.
De repente, el Omega sintió que no quería perderlo. Ese niño que tenía en los brazos era un milagro, una fractura en el sistema, que respiraba y estaba viva. El Omega no había sido bendecido con el don de la creación, como su hermana, pero tampoco le había sido negada la reproducción. Es posible que no pudiera crear toda una nueva raza, pero podía reproducir una parte de él y proyectarla hacia el futuro gracias a la genética.
Y lo había hecho.
—¿Señor? —dijo el jefe de los restrictores.
En realidad el Omega no quería soltar al niño, pero para que el plan funcionara su hijo tenía que vivir con el enemigo y ser educado como uno de ellos. Su hijo tenía que conocer la lengua de los enemigos, su cultura y sus costumbres.
Su hijo tenía que saber dónde vivían para poder ir a matarlos después.
El Omega se obligó a entregarle el bebé al jefe de los restrictores.
—Déjalo en el lugar de reunión que te prohibí saquear. Envuélvelo bien y déjalo y, cuando regreses aquí, yo te llevaré hasta mí.
«Donde morirás porque ése es mi deseo», pensó el Omega para sus adentros.
No podía dejar cabos sueltos. No podía haber errores.
Mientras el jefe de los restrictores ejecutaba una serie de venias y gestos de adulación que en cualquier otro momento habrían despertado el interés del Omega, el sol se levantó sobre los campos sembrados de maíz de Caldwell, Nueva York. Desde arriba llegó el suave chisporroteo de un fuego que se convirtió rápidamente en llamarada y el olor a quemado que anunciaba la incineración del cuerpo de la vampiresa, junto con toda la sangre que había en la cama.
Lo cual era perfecto. El orden y la limpieza eran importantes y la granja era completamente nueva, había sido construida especialmente para el nacimiento del niño.
—Vete —ordenó el Omega—. Vete y cumple con tu deber.
El jefe de los restrictores se marchó con el bebé; y mientras observaba cómo se cerraba la puerta, el Omega sintió la ausencia de su retoño. Realmente sintió no poder quedarse más tiempo con él.
Sin embargo, tenía a mano la manera de solucionar su angustia. El Omega se proyectó en el aire con el pensamiento y se trasladó al presente, a la misma sala en que se encontraba.
El transcurso del tiempo se manifestó en un deterioro instantáneo de la casa. El papel de la pared quedó súbitamente descolorido y rasgado en algunos lugares. Los muebles estaban muy estropeados después de dos décadas de uso constante. El techo pasó del blanco brillante a adoptar un color amarillo sucio, como si la casa hubiese estado habitada durante años por un grupo de fumadores. Las tablas del suelo se levantaron en muchos puntos.
Al fondo de la casa, el Omega oyó a dos humanos discutiendo.
Entonces se dirigió hacia la cocina sucia y descuidada, que hasta hacía sólo unos segundos estaba tan resplandeciente como el día en que se construyó.
Al verlo entrar en la cocina, el hombre y la mujer dejaron de discutir y se quedaron paralizados. Entonces el Omega procedió a ejecutar la tediosa tarea de vaciar la granja de curiosos.
Su hijo iba a regresar al redil. Y el Omega necesitaba verlo casi más de lo que necesitaba aprovecharse de él.
Cuando la maldad tocó el centro de su pecho, se sintió vacío y pensó en su hermana. Ella había traído al mundo a una nueva raza, una raza diseñada a través de una combinación de su deseo y la biología disponible. Se sentía tan orgullosa de su obra…
Y su padre igual.
El Omega había comenzado a matar a los vampiros sólo para mortificarlos, pero rápidamente se dio cuenta de que él se alimentaba de maldad. Su padre no podía detenerlo, claro, porque resultó que las acciones del Omega —o, mejor, su existencia misma— eran necesarias para contrarrestar la bondad de su hermana.
Y había que mantener el equilibrio. Ése era el principio fundamental de su hermana, la justificación del Omega, y el mandato de su padre y también del padre de éste. La esencia misma del mundo.
Y el resultado fue que la Virgen Escribana sufriera y el Omega obtuviera satisfacción. Cada muerte infligida a la raza de su hermana hacía que ella sufriera, y él lo sabía. El hermano siempre había podido percibir lo que sentía su hermana.
Ahora, sin embargo, eso era aún más cierto.
Cuando el Omega se imaginaba a su hijo allá afuera, en el mundo, se preocupaba por el chico. Esperaba que los veintitantos años que habían transcurrido hubiesen sido buenos para él. Pero eso era propio de todo padre. Se suponía que los padres debían preocuparse por sus retoños, alimentarlos y protegerlos. Cualquiera que sea la naturaleza de tu corazón, ya sea la virtud o el pecado, siempre deseas lo mejor para los que has traído al mundo.
Era asombroso ver que él tenía algo en común con su hermana, después de todo… Era una sorpresa descubrir que los dos deseaban que los hijos que habían procreado pudieran sobrevivir y prosperar.
El Omega observó los cuerpos de los humanos que acababa de aniquilar.
Qué sentimientos tan extraños…