7

Arriba, en su habitación de color rojo sangre, Cormia no podía librarse de la convicción de que, al salir al aire libre, había desencadenado una serie de acontecimientos cuyas consecuencias no podía predecir. Sólo sabía que las manos del destino estaban moviendo las cosas detrás del telón de terciopelo que cubría el escenario. Y cuando el telón volviera a subir, algo nuevo iba a revelarse.

No estaba segura de confiar en que el destino le estuviera preparando algo que le fuera a gustar, pero estaba atrapada, frente al público, y no tenía adónde ir.

Sólo que eso no era enteramente cierto…

Cormia fue hasta la puerta de su habitación, la abrió un poco y observó la alfombra oriental que se extendía hasta el comienzo de la gran escalera.

El corredor de las estatuas estaba a la derecha.

Cada vez que subía al segundo piso, les echaba un vistazo a esas elegantes figuras que reposaban en un corredor con ventanas y sentía una cierta fascinación. Con su formalidad, sus cuerpos inmóviles y sus vestidos blancos, le recordaban al santuario.

No obstante, su desnudez y el hecho de que fueran hombres le resultaba totalmente extraño.

Si pudiera salir, podría ir a ver las estatuas de cerca. Claro que podría.

Entonces Cormia salió al pasillo, deslizó sigilosamente sus pies descalzos por delante de la habitación del Gran Padre, y luego por delante de la de Rhage y Mary. El estudio del rey, al final de la escalera, estaba cerrado; y el vestíbulo, en el piso de abajo, estaba vacío.

Las estatuas se extendían por lo que parecía una eternidad. Estaban iluminadas desde arriba por luces instaladas en el techo y separadas unas de otras por ventanas de arco. A mano derecha, frente a algunas de las ventanas, había puertas que Cormia supuso que llevaban a más habitaciones.

Interesante. Si ella hubiese diseñado la casa, habría puesto las habitaciones del lado de las ventanas para que los habitantes disfrutaran de la vista del jardín. Tal y como estaban ahora, si tenía razón en la forma como se imaginaba que estaba distribuida la mansión, las habitaciones miraban hacia la otra ala de la casa, la que cerraba el extremo del fondo del jardín delantero. Era una vista bonita, cierto, pero era mejor tener vistas a los jardines y a las montañas. Al menos, ésa era su opinión.

Cormia frunció el ceño. Últimamente tenía pensamientos extraños. Pensamientos acerca de las cosas y la gente. La diferencia de opinión la ponía nerviosa, pero no podía evitarlo.

Mientras trataba de no preocuparse por pensar de dónde vendrían esas opiniones o lo que significaban, dobló la esquina y quedó frente al corredor.

La primera estatua representaba a un joven: un humano macho, a juzgar por su tamaño, que estaba envuelto en un manto de abundantes pliegues que se extendía desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda. Tenía los ojos fijos en el suelo y su rostro parecía sereno, ni triste ni feliz. Tenía el pecho ancho, la parte superior de los brazos, que eran muy esbeltos, parecía fuerte y su vientre plano estaba enmarcado por las costillas.

La siguiente estatua era similar, sólo que sus extremidades estaban dispuestas de forma diferente. Y la siguiente estaba en otra posición. La cuarta también… excepto que esa estaba totalmente desnuda.

El instinto la hacía querer escapar, pero la curiosidad le exigió que se detuviera y observara.

La estatua era muy hermosa en su desnudez.

Cormia echó un vistazo rápido a su alrededor. No había nadie.

Entonces estiró la mano y tocó el cuello de la estatua. El mármol estaba caliente, lo cual le sorprendió, pero luego se dio cuenta de que la luz que había arriba era la fuente del calor.

Cormia pensó en el Gran Padre.

Habían pasado un día en la misma cama, ese primer día cuando llegó allí con él. Ella había tenido que pedirle que la dejara quedarse con él en su habitación y acostarse junto a él, y cuando se acomodaron debajo de las sábanas, la sensación de incomodidad los cubrió a los dos como una manta de cardos.

Pero luego ella se había quedado dormida… y sólo se despertó cuando sintió el cuerpo enorme de un macho que trataba de apretarse contra ella y algo duro, largo y tibio que le hacía presión sobre la cadera. Estaba demasiado asombrada para hacer otra cosa que consentir cuando, sin decir ni una palabra, el Gran Padre la había despojado de la ropa que cubría su cuerpo y había reemplazado la túnica con su propia piel y el peso de su fuerza.

En efecto, no siempre se necesitaban las palabras.

Con una caricia lenta, Cormia deslizó los dedos por el pecho de mármol templado de la estatua y se detuvo en el pezón que sobresalía de los músculos planos. Hacia abajo, las costillas y el estómago seguían un magnífico patrón de ondulaciones. Suaves, muy suaves.

La piel del Gran Padre era igual de suave.

El corazón de Cormia empezó a latir con fuerza cuando llegó a las caderas de la estatua.

Pero el tibio cosquilleo que sentía no tenía nada que ver con la piedra que tenía frente a ella. En su mente, Cormia se imaginaba que estaba tocando al Gran Padre. Lo que sus dedos acariciaban era su cuerpo; era su sexo, y no el de la estatua, lo que parecía llamarla.

La mano de Cormia siguió bajando hasta detenerse justo sobre el pubis del macho.

El ruido de alguien que irrumpía en la mansión resonó desde el vestíbulo.

Cormia saltó hacia atrás con tanta prisa para alejarse de la estatua que se enredó con el bajo de la túnica.

Al sentir unas pisadas enormes que se dirigían rápidamente a la escalera y comenzaban a subir hacia el segundo piso, se refugió en el nicho de una de las ventanas y se asomó tímidamente para ver qué pasaba.

El hermano Zsadist apareció en lo alto de las escaleras. Estaba vestido con la ropa que usaban para pelear, con dagas en el pecho y una pistola en el cinto… y a juzgar por la tensión de su mandíbula, parecía que todavía estaba en medio del combate.

Después de que el hermano saliera de su campo visual, Cormia oyó golpes en las que debían ser las puertas del estudio del rey.

Moviéndose silenciosamente, avanzó por el corredor y se detuvo en la esquina, al lado de donde estaba el hermano.

Se oyó un grito autoritario y luego la puerta se abrió y se cerró.

La voz del rey resonó a través de la pared contra la que ella estaba apoyada.

—¿No te estás divirtiendo esta noche, Z? Parece como si alguien acabara de cagarse en tu jardín.

Las palabras del hermano Zsadist parecían sombrías.

—¿Phury todavía no ha regresado?

—¿Esta noche? No, que yo sepa.

—Maldito bastardo. Dijo que vendría directo a casa.

—Tu gemelo dice muchas cosas. ¿Por qué no me cuentas cuál es el drama ahora?

Cormia se pegó contra la pared, con la esperanza de ser menos visible, y rogó que nadie pasara por el corredor. ¿Qué había hecho el Gran Padre?

—Lo atrapé haciendo sushi con los restrictores.

El rey profirió una maldición.

—Pensé que te había dicho que iba a dejar de hacer eso.

—Eso me dijo.

Se oyó un gruñido, como si el rey se estuviera restregando los ojos o tal vez las sienes.

—¿Qué fue exactamente lo que viste?

Hubo una larga pausa.

El rey habló en voz todavía más baja.

—Z, vamos, háblame. Debo saber qué es exactamente lo que tengo entre manos si voy a hacer algo al respecto.

—Está bien. Lo encontré con dos restrictores. Había perdido la prótesis y tenía una rozadura en el cuello, como si lo hubieran tratado de estrangular con una cadena. Estaba sobre el vientre de un asesino, con una daga en la mano. Maldición… estaba totalmente desprevenido, sin darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. No me vio hasta que le hablé. Yo habría podido ser otro maldito restrictor y ¿qué habría sucedido? Lo estarían torturando en este mismo momento o ya estaría más muerto que los muertos.

—¿Qué demonios voy a hacer con él?

La voz de Z adquirió de repente un tono solemne.

—No quiero que lo expulses.

—No es tu decisión. Y no me mires así… todavía soy tu jefe, maldito impertinente. —Hubo una pausa—. Mierda, estoy comenzando a pensar que tu gemelo necesita que lo enviemos directamente a un psiquiatra. Es un peligro para él mismo y para los demás. ¿Le dijiste algo?

—En ese momento llegó la policía…

—¿Así que también hubo policías involucrados en esto? Por Dios…

—Por eso no dije nada.

Las voces bajaron el tono y se volvieron inaudibles por un rato hasta que el hermano Zsadist dijo en tono más alto:

—¿Has pensado en lo que sería de él? La Hermandad es su vida.

—Tú sabes muy bien que tu hermano es un problema. Piensa. Sacarlo de la rotación durante una semana y mandarlo de vacaciones no es una solución. Tenemos que tomar medidas drásticas.

Se produjo un nuevo silencio.

—Mira, tengo que ir a ver a Bella. Sólo te pido que hables con Phury antes de lanzarlo al vacío. Él te escuchará. Y devuélvele esto.

Cuando algo pesado cayó probablemente sobre el escritorio, Cormia se refugió en una de las habitaciones de huéspedes. Un momento después oyó las pisadas del hermano Zsadist, que se dirigía a su habitación.

Un peligro para él y los demás.

Cormia no se podía imaginar al Gran Padre tratando a sus enemigos con brutalidad, ni poniéndose en peligro por ser descuidado. Pero ¿por qué iba a mentir el hermano Zsadist?

Él no lo haría.

De repente, Cormia se sintió exhausta, se sentó en el borde de la cama y echó un vistazo a su alrededor. La habitación estaba decorada con el mismo color lavanda pálido de su rosa favorita.

Qué color más hermoso, pensó y se dejó caer sobre el edredón.

Hermoso, ciertamente, aunque eso no sirvió para calmar sus agitados nervios.

‡ ‡ ‡

El centro comercial de Caldwell tenía dos pisos llenos de tiendas como Hollister, H&M, Express, Banana Republic y Ann Taylor y estaba ubicada en la zona residencial de la ciudad. Su clientela se componía de tres cuartas partes de adolescentes y una cuarta parte de madres profesionales, de esas que viven corriendo. La zona de comidas tenía McDonald’s, Kuik Wok, California Smoothie, Auntie Anne’s y Cinnabon. Los puestos que había en las galerías centrales vendían todo tipo de artículos, allí se podía encontrar de todo: desde ropa hasta muñecas de trapo, teléfonos móviles y calendarios de animales.

El lugar olía a rancio y fresas de plástico.

Mierda, realmente estaba en el centro comercial.

John Matthew no podía creer que estuviera en el centro comercial. Las vueltas que daba la vida.

El lugar había sido renovado desde la última vez que lo vio, el color beige de las paredes había sido reemplazado por un rosa y un verde mar que le daba un aire tropical. Todo, desde las baldosas del suelo hasta las papeleras y las plantas de plástico y las fuentes parecían gritar: esto es genial.

Era como ver a un cincuentón con una camisa hawaiana. Todo parecía alegremente fuera de lugar y divertido.

Dios, ¡cómo cambiaban las cosas! La última vez que estuvo allí era un huérfano delgaducho que iba a la zaga de un grupo de otros chicos abandonados. Ahora estaba de otra vez allí, con colmillos en la boca, zapatos del número cuarenta y ocho y un cuerpo enorme que hacía que la gente lo esquivase para no cruzarse en su camino.

Aunque seguía siendo huérfano.

Y hablando de huérfanos, todavía podía recordar con claridad esos paseos allí, al centro comercial. Cada año, el orfanato de Saint Francis llevaba a los internos al centro comercial antes de la Navidad. Lo cual era más bien cruel, pues ninguno de los niños tenía dinero para comprar ninguno de los deslumbrantes y preciosos juguetes que estaban a la venta. John siempre había tenido miedo de que los echaran a patadas o algo así, pues nadie llevaba una bolsa de compras que justificara que el grupo pudiera usar los baños.

Pero esa noche no iba a tener ese problema, pensó, mientras se daba unos golpecitos en el bolsillo posterior del pantalón. Tenía en su billetera cuatrocientos dólares que se había ganado trabajando en la oficina del centro de entrenamiento.

Qué alivio tener dinero para gastar y pertenecer a las masas de compradores.

—No te habrás olvidado la billetera —preguntó Blay.

John negó con la cabeza.

—Aquí la tengo.

Unos cuantos metros por delante de ellos, Qhuinn iba guiándolos y se movía con rapidez. Parecía muy apurado desde que entraron y al ver que Blaylock se detenía frente a Brookstone, Qhuinn miró su reloj con impaciencia.

—Vamos, Blay —dijo con brusquedad—. Sólo falta una hora para que cierren.

—¿Qué te pasa hoy? —Blay frunció el ceño—. Estás horriblemente tenso y no pareces encontrarte bien.

—No importa.

Comenzaron a caminar más rápido y se cruzaron con varios grupos de adolescentes que se amontonaban como bancos de peces, divididos por especie y género: las chicas y los chicos no se mezclaban; los góticos y los nerds, tampoco. Las divisiones eran muy claras y John recordó exactamente cómo funcionaba. Él siempre había estado marginado de todos los grupos, así que había podido observarlos con cuidado.

Qhuinn se detuvo frente a Abercrombie and Finch, una de las tiendas más exclusivas.

—Vamos a darte un toque elegante.

John se encogió de hombros y dijo con lenguaje de señas:

—Sigo pensando que no necesito tanta ropa nueva.

—Tienes dos Levi’s, cuatro camisetas Hanes y un par de Nikes. Y ese forro polar. —La última frase resonó con un tono casi de asco.

—También tengo sudaderas para entrenar.

—Con las que podrías salir en la portada del próximo número de GQ. —Qhuinn entró a la tienda—. Anda, vamos.

John lo siguió junto con Blay. Dentro, la música tronaba y la ropa se apretaba en las perchas; las fotografías de los modelos que colgaban de las paredes mostraban en blanco y negro grandes cantidades de gente perfectamente vestida.

Qhuinn comenzó a ojear las camisas con una expresión de disgusto, como si se tratara de algo que usaría su abuela. Lo cual tenía sentido. Él era, definitivamente, un hombre de Urban Outfitters, con una cadena colgando de los vaqueros azul oscuro, la camiseta Affliction, con la calavera y las alas, y las botas negras que eran tan grandes como una cabeza. Tenía el pelo negro peinado hacia arriba formando puntas y siete piercings en la oreja izquierda que subían desde el lóbulo hasta el cartílago de arriba.

John no sabía con certeza en qué otros sitios tenía piercings. Había algunas cosas de sus amigos que sencillamente no necesitaba saber.

Blay, cuyo estilo sí coincidía con el de la tienda, se fue por su lado y se dirigió a la sección de vaqueros rotos, que parecieron ser de su agrado. John se puso a dar vueltas por ahí, menos interesado en la ropa que en el hecho de que la gente comenzaba a mirarlos. Hasta donde sabía, los humanos no podían identificar a los vampiros, pero, joder, ellos tres estaban llamando mucho la atención por alguna razón.

—¿Puedo ayudarlos?

Los tres dieron media vuelta. La chica que les había hablado era tan alta como Xhex, pero hasta ahí llegaba el parecido entre las dos mujeres. A diferencia de la mujer que copaba las fantasías de John, ésta descollaba en la escala de la feminidad y sufría de algún tipo de compulsión relacionada con el cabello, una condición que se manifestaba en incesantes movimientos de cabeza y una urgencia evidentemente irresistible de acariciarse los rizos oscuros. Pero la chica tenía mucha habilidad. De alguna manera lograba moverse de esa forma compulsiva con mucha discreción, sin caerse sobre la estantería de las camisetas.

Realmente era algo impresionante. Aunque no necesariamente bueno.

Ahora, Xhex nunca…

Mierda. ¿Por qué siempre tenía que comparar a todas las chicas con Xhex?

Mientras Qhuinn le sonreía a la muchacha, en sus ojos brillaron algunos planes obscenos.

—Muy oportuna. Claro que necesitamos ayuda. Mi amigo necesita una inyección de modernidad. ¿Puedes echarle una mano?

Ay. Dios. No.

Cuando la chica fijó sus ojos en John, el ardor de su mirada hizo que el pobre se sintiera como si la dependienta acabara de meterlo entre sus piernas y le estuviera midiendo el pene.

Entonces John se refugió detrás de un expositor de camisas.

—Soy la gerente —dijo la chica, con un tono claramente seductor—. Así que están en las mejores manos. Todos ustedes.

—¡Qué bieeeen! —Los ojos disparejos de Qhuinn estudiaron con cuidado las piernas esbeltas de la muchacha—. ¿Por qué no te pones a trabajar con él? Yo estaré con vosotros para daros consejos.

Blay se paró junto a John.

—Yo revisaré todo lo que elijas y se lo llevaré al probador.

John respiró con alivio y le dijo gracias a su amigo, con rápidas señales de la mano, por acudir nuevamente en su ayuda. Blay debería llamarse «escudo protector». Era increíble.

La gerente sonrió con cierto retintín.

—Dos por uno me parece un buen trato. Caramba, no sabía que esta noche mi tienda se llenaría de chicos guapos.

Bien, iba a ser horrible.

Sin embargo, una hora después John estaba encantado. Resultó que Stephanie, la gerente, tenía buen ojo y cuando se concentraba en el tema de la ropa se le olvida su manía de la seducción. John terminó enfundado en unos vaqueros rotos, unas cuantas de esas camisas de botones y un par de camisetas ajustadas y sin mangas que incluso él tuvo que reconocer que resaltaban sus pectorales y sus músculos como si fueran algo digno de ver. Le embutieron también un par de gargantillas y una chaqueta de capucha negra.

Cuando terminó, John fue hasta la caja registradora con toda la ropa colgada del brazo. Al poner las cosas sobre el mostrador, vio un montón de pulseras en una cestita. Entre las pulseras de cuero y conchas destacaba un destello de lavanda y rebuscó hasta encontrarla. Era una pulsera tejida con cuentas del color de la rosa de Cormia, sonrió y la metió subrepticiamente debajo de una de las camisetas sin mangas.

Stephanie hizo la cuenta.

El total sumaba más de seiscientos dólares. Seiscientos. Dólares.

John comenzó a protestar. Sólo tenía cuatro…

—Yo tengo —dijo Blay y sacó una tarjeta negra, mientras miraba a John—. Puedes pagarme el resto después.

A Stephanie casi se le salen los ojos al ver la tarjeta y luego miró intensamente a Blay, como si estuviera reconsiderando la opinión que se había formado de él.

—Nunca antes había visto una American Express negra.

—No es nada especial. —Blay comenzó a mirar un montón de collares.

John le dio un apretón a su amigo en el brazo y luego dio un golpe en el mostrador para llamar la atención de Stephanie. Sacó su dinero, pero Blay negó con la cabeza y comenzó a hablarle por señas.

—Págame el resto después, ¿vale? Sé que lo vas a hacer sino. Necesitas toda esta ropa y quiero que te la lleves porque sé que si te vas de aquí sin una parte, luego no volverías a recogerla, aunque consiguieras los doscientos dólares que te faltan.

John frunció el ceño, pues le resultaba difícil rebatir ese argumento.

—Pero te voy a pagar la diferencia —dijo por señas y le entregó los cuatrocientos que tenía.

—Cuando puedas —contestó Blay—. Cuando buenamente puedas.

Stephanie pasó la tarjeta por la máquina, marcó la cantidad y esperó con los dedos sobre el recibo. Segundos después se escuchó un ruido y luego arrancó el recibo y se lo pasó a Blay con un bolígrafo azul.

—Bueno, ahora sí… hora de cerrar.

—¿De verdad? —Qhuinn apoyó la cadera contra el mostrador—. ¿Y qué significa eso exactamente?

—Que me voy a quedar sola aquí. Soy una jefa muy buena y dejo que los demás se vayan temprano.

—Pero entonces vas a estar muy solita.

—Así es. Cierto. Totalmente sola.

Mierda, pensó John. Si Blay era un escudo protector, Qhuinn era el rey de las complicaciones.

Qhuinn sonrió.

—¿Sabes? Mis amigos y yo nos sentiríamos muy mal dejándote aquí tan sola.

Ah, no… Claro que no se iban a sentir mal, pensó John. Tus amigos se van a sentir perfectamente.

Pero, por desgracia, la sonrisa de Stephanie pareció cerrar el trato. No iban a ir a ningún lado hasta que la chica terminara de hacer el recuento de caja, cosa para la que estaba recibiendo la entusiasta ayuda de Qhuinn.

Al menos trabajaban deprisa. Diez minutos después, la tienda estaba vacía, la puerta de seguridad que había a la entrada de la tienda estaba cerrada y la muchacha estaba tirando de Qhuinn para darle un beso.

John agarró sus dos bolsas de compras, mientras que Blay se concentró en mirar unas camisas que ya había visto.

—Vamos a uno de los probadores —dijo la gerente contra la boca de Qhuinn.

—Perfecto.

—Pero no tenemos que ir solos, por cierto. —La chica miró por encima del hombro y su mirada se clavó en John—. Hay suficiente espacio.

De ninguna manera, pensó John. Por nada del mundo.

Los ojos disparejos de Qhuinn brillaron con una chispa de mortificación y entonces le dijo a John por señas, sin que la chica se diera cuenta:

—Ven con nosotros, John. Alguna vez tiene que ser la primera, y ya va siendo hora de que lo hagas.

Stephanie aprovechó ese momento para darle un beso a Qhuinn y chuparle el labio inferior hasta meterlo entre sus dientes blancos, al tiempo que le introducía un muslo entre las piernas. Imposible imaginarse qué más cosas le iría a hacer. Antes de que él se las hiciera a ella.

John negó con la cabeza.

—Me quedo aquí.

—Vamos. Puedes mirarme primero. Yo te mostraré cómo se hace.

El hecho de que fuera Qhuinn el que lo estuviera invitando no era ninguna sorpresa. Él constantemente tenía sexo con más de una pareja. Sólo que nunca le había pedido a John que participara.

—Vamos, John. Ven con nosotros.

—No, gracias.

Una expresión de molestia cruzó por los ojos de Qhuinn.

—No siempre vas a poder mantenerte al margen, John.

John desvió la mirada. Habría sido más fácil enfadarse con su amigo si él no pensara lo mismo constantemente.

—Está bien —dijo Qhuinn—. Enseguida vuelvo.

Con una sonrisa indolente, deslizó las manos por el trasero de la chica y la levantó del suelo. Mientras avanzaba hacia el fondo caminando de espaldas, la falda de la muchacha se subió hasta la cintura y dejó ver unas bragas rosas y unas nalgas muy blancas.

Cuando la parejita desapareció en el probador, John se volvió hacia Blay para hacerle algún comentario sobre lo promiscuo que era Qhuinn, pero de repente dejó las manos quietas. Blay estaba mirando hacia los probadores con una extraña expresión en el rostro.

John silbó bajito para llamar su atención.

—Puedes irte con ellos, ya sabes. Si quieres estar con ellos. Yo estaré bien aquí.

Blay negó con la cabeza, tal vez un poco demasiado rápido.

—No. Me quedo aquí.

Sólo que enseguida volvió a clavar los ojos en el probador y los mantuvo fijos allí mientras se escuchaba un gemido. A juzgar por el tenor del sonido, era difícil saber quién lo había emitido y Blay se puso aún más tenso de lo que ya estaba.

John volvió a silbar.

—¿Estás bien?

—Lo mejor será que nos pongamos cómodos. —Blay fue detrás del mostrador y se sentó en un banco—. Vamos a estar aquí un buen rato.

Cierto, pensó John. Lo que fuera que estaba molestando a su amigo era tema reservado.

John se subió al mostrador de un salto y empezó a balancear las piernas. Al oír otro gemido, comenzó a pensar en Xhex y se excitó.

Genial. Sencillamente fabuloso.

Estaba sacándose la camisa del pantalón para esconder su pequeño problema cuando Blay preguntó:

—Entonces, ¿para quién es la pulsera?

John respondió rápidamente:

—Para mí.

—Sí, claro. Ni siquiera te cierra, es demasiado pequeña. —Hubo una pausa—. Pero no tienes que decírmelo si no quieres.

—De verdad, no es nada importante.

—Está bien. —Después de un minuto, Blay dijo—: Entonces, ¿quieres ir al Zero Sum después de que salgamos de aquí?

John mantuvo la cabeza baja, mientras asentía.

Blay soltó una risita.

—Eso pensé. Y apuesto a que si vamos mañana por la noche, también vas a querer ir.

—Mañana por la noche no puedo —dijo rápidamente sin pensar.

—¿Por qué no?

—Porque no puedo. Tengo que quedarme en casa.

Volvió a escucharse otro gemido que venía del fondo y luego comenzó a oírse un golpeteo rítmico y amortiguado.

Cuando los ruidos cesaron, Blay respiró profundamente, como si hubiese estado corriendo y acabara de terminar el entrenamiento. John no lo culpaba. Él también quería irse lo más rápido posible. Con las luces apagadas y sin nadie alrededor, la ropa colgada tenía una apariencia siniestra.

Además, si llegaban al Zero Sum pronto, tendría un buen par de horas para tratar de ver a Xhex, y eso era…

Patético, en realidad.

Los minutos comenzaron a pasar. Diez. Quince. Veinte.

—Mierda —susurró Blay—. ¿Qué demonios están haciendo?

John se encogió de hombros. Conociendo las predilecciones de su amigo, no había manera de saberlo.

—Oye, Qhuinn —gritó Blay. Al ver que no lograba ningún tipo de respuesta, se levantó del banco—. Iré a ver qué sucede.

Blay fue hasta el probador y llamó. Después de un momento, asomó la cabeza por la puerta. Entonces abrió los ojos como platos y se ruborizó desde la raíz de su pelo rojo hasta las palmas de las manos.

Bueeeeno. Era evidente que la sesión no había terminado. Y lo que fuera que estaba pasando era digno de verse, pues Blay no se volvió enseguida. Después de un momento, movió lentamente la cabeza hacia arriba y hacia abajo, como si estuviera respondiendo a una pregunta que Qhuinn le hubiese hecho.

Cuando regresó a la caja registradora, Blay tenía la cabeza gacha y las manos hundidas en los bolsillos. No dijo ni una palabra mientras se sentaba de nuevo en el banco, pero comenzó a golpear el suelo con el pie a un ritmo de ochenta kilómetros por segundo.

Era evidente que su amigo no quería esperar más y John estaba totalmente de acuerdo.

Diablos, a esa hora ya podían estar en el Zero Sum.

Donde trabajaba Xhex.

Cuando esa idea obsesiva volvió a cruzar por su mente, a John le dieron ganas de romper el mostrador a cabezazos. Joder… la verdad era que la palabra «patético» tenía un nuevo sinónimo: ¡John Matthew!