6
John siguió a Cormia con los ojos, mientras la muchacha corría y giraba en el césped y su túnica blanca flotaba detrás de ella, en parte bandera y en parte alas. No creía que a las Elegidas se les permitiera correr por ahí descalzas, y John tuvo la sensación de que debía de estar rompiendo algunas reglas.
Bien por ella. Y era hermoso verla. Parecía tan feliz que, aunque estaba en medio de la noche, no formaba parte de la oscuridad, era más bien una luciérnaga, un punto blanco que danzaba contra el denso horizonte del bosque.
Phury debería ver esto, pensó John.
De pronto su teléfono sonó y lo sacó del bolsillo. El mensaje era de Qhuinn y decía: «¿Puedes pedirle a Fritz que te lleve adonde Blay ahora? Estamos listos». John le respondió a su amigo que sí.
Guardó su Blackberry y pensó en cuánto le gustaría poder desmaterializarse. Se suponía que debía intentarlo por primera vez un par de semanas después de la transición y Blay y Qhuinn no habían tenido problemas cuando lo hicieron. Pero ¿y él? Le había pasado lo mismo que cuando comenzó a entrenar, que siempre era el más lento, el más débil y el peor. Lo único que tenías que hacer era concentrarte en el lugar al que querías ir y desear con el pensamiento estar allí. Al menos en teoría. Pero ¿y él? Sólo había pasado cierto tiempo con los ojos cerrados y la cara contraída, tratando de obligar a sus moléculas a desplazarse hasta el otro extremo de la habitación, pero siempre se quedaba exactamente donde estaba. Había oído que algunos vampiros no lo conseguían hasta un año después de la transición; pero a veces pensaba que jamás podría lograrlo.
Por eso tenía que sacarse el maldito carné de conducir. Se sentía como un chiquillo de doce años por tener que pedir que lo llevaran y lo trajeran a todas partes. Fritz era un chófer magnífico, pero, joder, John quería ser un hombre, no depender de un doggen.
Cormia hizo un círculo y regresó hacia la casa. Cuando se detuvo frente a él, parecía como si su túnica quisiera seguir corriendo, pues los pliegues siguieron meciéndose un rato más, antes de asentarse sobre su cuerpo. Tenía la respiración agitada, las mejillas coloradas y una sonrisa más grande que la luna llena.
Dios, con ese cabello rubio todo suelto y el hermoso rubor de las mejillas, parecía la representación perfecta de una chica del verano. También se la podía imaginar en el campo, recostada sobre un mantel de cuadros, comiendo tarta de manzana, al lado de una jarra de limonada helada… y vestida con un bikini rojo y blanco.
Muy bien, eso estaba un poco fuera de lugar.
—Me gusta el aire libre —dijo Cormia.
«Y tú le gustas al aire libre», escribió John y le mostró la libreta.
—Me gustaría haber venido aquí antes. —Cormia clavó la vista en las rosas que estaban creciendo alrededor de la terraza. Mientras se llevaba la mano al cuello, John tuvo la sensación de que quería tocarlas, pero otra vez sentía el freno de la cautela.
Entonces carraspeó para que ella se volviera a mirarlo.
«Puedes coger una si quieres», escribió.
—Yo… creo que voy a hacerlo.
Cormia se acercó a las rosas como si fueran un ciervo que se pudiera espantar; con las manos a los lados y los pies descalzos, fue avanzando lentamente sobre las losas de piedra. Se dirigió directamente a las rosas color lavanda y pasó de largo frente a las rojas y los botones amarillos.
John estaba escribiendo: «Ten cuidado con las espinas», cuando ella estiró la mano, gritó y la retiró bruscamente. En la yema de su dedo apareció una gota de sangre, que la luz oscura de la noche hacía parecer casi negra sobre su piel blanca.
Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, John se inclinó y comenzó a limpiarle la sangre con la lengua. Chupó la gota con los labios y le lamió el dedo rápidamente, asombrado tanto por lo que estaba haciendo como por la deliciosa sensación que le producía.
De repente se dio cuenta de que necesitaba alimentarse.
Mierda.
Cuando se enderezó, ella lo estaba mirando con los ojos muy abiertos, y totalmente inmóvil.
«Lo siento», garabateó. «No quería que te mancharas el vestido».
Mentiroso. En realidad quería saber a qué sabía ella.
—Yo…
«Toma tu rosa, sólo ten cuidado con las espinas».
Ella asintió con la cabeza e hizo otro intento, aunque John sospechó que lo hacía en parte porque quería la flor, pero también para llenar el tenso silencio que se creó entre ellos después del gesto de John.
La rosa que Cormia eligió era un espécimen perfecto, un botón de color púrpura plateado, que estaba a punto de abrirse y que tenía el potencial de adquirir el tamaño de un pomelo.
—Gracias —dijo Cormia. John estaba a punto de contestarle, cuando se dio cuenta de que ella le estaba hablando a la planta, no a él.
Luego se volvió hacia él.
—Las otras flores estaban en casas de cristal con agua.
«Vamos a buscar un florero», escribió John. «Así es como se dice».
Cormia asintió con la cabeza y comenzó a avanzar hacia las puertas francesas que llevaban hasta la sala de billar. Cuando las atravesó, volvió la vista hacia atrás y sus ojos se clavaron en el jardín, como si fuera un amante al que nunca fuera a volver a ver.
«Podemos volver a hacer esto otra vez», escribió John en la libreta. «Si quieres».
Al ver que ella asentía rápidamente, John sintió alivio, teniendo en cuenta lo que acababa de hacer.
—Eso me gustaría mucho.
«Tal vez también podríamos ver una película. Arriba, en la sala de proyecciones».
—¿La sala de proyecciones?
John cerró las puertas tras él.
«Es una habitación creada especialmente para ver películas».
—¿Podemos ver la película ahora? —preguntó Cormia.
El fuerte tono de su voz hizo que John reconsiderara un poco la impresión que tenía sobre ella. Esa reserva y ese delicado tono de voz podían ser sólo producto de su educación, y no un rasgo de personalidad.
«Tengo que salir. Pero ¿podríamos hacerlo mañana por la noche?».
—Bien. Lo haremos después de la Primera Comida.
Muy bien, definitivamente esa timidez no era un rasgo de personalidad. Lo cual lo hizo preguntarse cómo llevaría la pobre toda esa historia de las Elegidas.
«Tengo clase, pero ¿podemos hacerlo después?».
—Sí. Y me gustaría aprender más sobre todas las cosas de aquí. —La sonrisa de Cormia iluminó la sala de billar como si fuera una llamarada y al verla girar sobre un pie, John pensó en esas hermosas bailarinas que salían de las cajitas de música.
«Bueno, tendré mucho gusto en enseñarte», escribió.
Cormia se detuvo, mientras su pelo suelto seguía moviéndose.
—Gracias, John Matthew. Serás un estupendo maestro.
Cuando ella levantó la vista para mirarlo, John vio sobre todo sus colores, no tanto la cara o el cuerpo: el rojo de las mejillas y los labios, el lavanda de la flor que tenía en la mano, el verde pálido brillante de los ojos, el amarillo dorado del pelo.
Sin ninguna razón en particular, pensó en Xhex. Xhex era como un día de tormenta en que el cielo está negro y el aire está cargado de electricidad. Cormia, en cambio, era como un día soleado, con un arco iris de colores brillantes y cálidos.
John se llevó la mano al corazón y le hizo una venia, luego se marchó. Mientras se dirigía a su habitación, se preguntó qué le gustaría más: ¿la tormenta o el día soleado?
Luego se dio cuenta de que ninguna de las dos estaba a su disposición, así que no importaba.
‡ ‡ ‡
De pie en el callejón, con su nueve milímetros enterrada en el hígado de un hermano, el señor D estaba tan alerta como un gato salvaje. Habría preferido poner el cañón de su arma contra la sien del vampiro, pero para eso habría necesitado una escalera. A decir verdad, el maldito era inmenso.
Hacía que el viejo primo Tommy pareciera tan alto como una lata de cerveza. E igual de fácil de aplastar.
—Tienes el pelo como una mujer —dijo el señor D.
—Y tú hueles a baño de burbujas. Al menos yo puedo cortarme el pelo.
—Es Old Spice.
—La próxima vez prueba con algo más fuerte. Como estiércol de caballo.
El señor D le enterró más el cañón de la pistola.
—Quiero que te pongas de rodillas. Con las manos en la espalda y la cabeza gacha.
Mientras el hermano cumplía sus órdenes, el señor D se quedó absolutamente quieto, esperando el momento oportuno para sacar sus esposas de acero. Pues a pesar de que parecía un poco amanerado, este vampiro no era el tipo de criatura de la que te puedes olvidar y no sólo porque el hecho de capturar a un hermano sería una proeza que quedaría consignada en los libros de historia. El señor D tenía una serpiente de cascabel agarrada de la cola y era muy consciente de ello.
Al bajar la mano hacia el cinturón para sacar las esposas, él…
Pero la situación cambió de repente en un segundo.
El hermano giró sobre una rodilla y le pegó con la palma de la mano al cañón de la pistola. El señor D apretó el gatillo y la bala salió disparada al cielo.
Antes de que el eco del estallido se desvaneciera, el señor D estaba de espaldas contra el suelo, aturdido y confundido, y su sombrero había vuelto a salir volando de su cabeza.
A pesar de su brillante color amarillo, los ojos del hermano parecían los de un muerto cuando bajó la mirada. Pero, claro, nadie en su sano juicio habría intentado semejante maniobra mientras estaba de rodillas, con el cañón de una pistola pegado a su cuerpo. A menos que ya estuviera muerto.
El hermano levantó el puño por encima de su cabeza.
«Esto va a doler, seguro», pensó el señor D.
Entonces giró hacia un lado para escapar del vampiro y, con una finta veloz, lanzó una patada con los dos pies hacia la pantorrilla derecha del hermano.
Se oyó un chasquido y… ¡joder!, una parte de la pierna salió volando. Entonces el hermano se tambaleó, los pantalones de cuero quedaron vacíos de la rodilla para abajo en ese lado, y después se desplomó de bruces como un edificio.
Pero no era el momento adecuado para quedarse admirando lo que había ocurrido, así que el señor D se hizo a un lado y luego saltó sobre los escombros, seguro de que si no tomaba el control del juego, pronto estaría comiéndose sus propias vísceras. Le pasó una pierna por encima al vampiro, cogió un puñado de ese pelo de marica y tiró hacia atrás con fuerza, mientras buscaba su cuchillo.
Pero no pudo alcanzarlo. El hermano comenzó a corcovear como un toro, levantándose del pavimento y echándose hacia atrás. El señor D se agarró con las piernas y le pasó un brazo por el cuello, que era tan grueso como una pierna…
En un segundo, la tierra giró y —mierda— el hermano dio una vuelta y se acostó de espaldas, convirtiendo al señor D en un colchón.
Era como sentir una losa de granito sobre el pecho.
Al ver que el señor D quedaba aturdido durante una fracción de segundo, el hermano aprovechó la ventaja, se hizo a un lado y usó el codo como ariete contra su estómago. Mientras el señor D gruñía y comenzaba a resollar, vio el resplandor de una daga negra que salía de su funda y luego el hermano se puso de rodillas.
Entonces el señor D se preparó para ser apuñalado, mientras pensaba que había durado menos de tres horas como jefe de los restrictores y que eso sí era una presentación realmente lamentable.
Pero en lugar de recibir una puñalada en el corazón, el señor D sintió que le sacaban la camisa de entre los pantalones. Y cuando su barriga quedó toda blanca y expuesta en medio de la oscuridad de la noche, levantó la vista con horror.
Estaba a merced del hermano al que le gustaba rebanar a sus víctimas antes de matarlas. Lo cual significaba que no iba a ser una muerte fácil. Iba a ser un proceso largo y sangriento. Estaba seguro de que no se trataba del Destructor, pero ese bastardo iba a hacer que el señor D sufriera cada minuto de su viaje hasta las Puertas Nacaradas.
Y él sabía que, aunque estaban muertos, los restrictores sentían dolor.
‡ ‡ ‡
Mientras se preparaba para asumir el papel de Sweeney Todd[3] con el insignificante asesino, Phury se tomó un momento para recuperar el aliento y buscar su prótesis. Dios, uno pensaría que, después de salvarse de recibir esa bala que tenía grabado su nombre en ella, debía estar exhausto y daría por terminada la jornada para largarse de ese callejón antes de que aparecieran más enemigos.
Pero no. A medida que descubría la barriga del asesino, se sentía al mismo tiempo paralizado e impulsado por un ardor irreprimible, y su cuerpo vibraba como si estuviera entrando en su habitación con una bolsa llena de humo rojo y sin ningún lugar adonde ir durante las siguientes diez horas.
Era como el adicto que se acababa de escapar de allí, feliz de que le hubiera tocado la lotería.
La voz del hechicero interrumpió la excitación, como si su entusiasmo hubiese atraído al espectro como la carne dañada al buitre.
«Este gusto por la carnicería es una sangrienta manera de diferenciarte, pero, claro, ser un simple fracasado sería un poco prosaico, ¿no es cierto? Y tú provienes de una familia que era noble hasta que tú la arruinaste. Así que adelante, socio».
Phury se concentró en la piel ondulante que acababa de descubrir y permitió que la sensación de la daga en su mano y el terror paralizante del asesino penetraran dentro de él. Mientras su mente se serenaba, sonrió. Era su momento. Se lo había ganado. Durante el tiempo que tardara en hacer lo que quería hacerle a ese desgraciado, gozaría de paz y estaría a salvo de la inquietud que le producía la voz del hechicero.
Al hacer sufrir al asesino, él se curaba. Aunque sólo fuera durante un rato.
Entonces acercó la daga negra a la piel del asesino y…
—No te atrevas a hacerlo.
Phury miró por encima del hombro. Su gemelo estaba de pie, a la entrada del callejón, una enorme sombra negra con el cráneo rapado. No alcanzó a ver la cara de Zsadist, pero no era necesario ver que tenía el ceño fruncido para percibir su estado de ánimo. La rabia que sentía se proyectaba fuera de él en forma de olas.
Phury cerró los ojos y trató de combatir la ira que lo invadía. Maldición, eso era un robo. Se sentía absolutamente estafado.
En un segundo recordó la cantidad de veces que Zsadist le había exigido que lo golpeara, que lo golpeara hasta hacerle sangre. ¿Y su hermano pensaba que matar a un asesino no estaba bien? ¿Qué diablos importaba? No cabía duda de que este restrictor debía haber matado a una buena cantidad de vampiros inocentes. ¿Cómo era posible que eso fuera peor que pedirle a tu hermano de sangre que te golpeara hasta dejarte en carne viva, aunque sabías que eso le descomponía el estómago y lo dejaba perturbado mentalmente durante varios días?
—Lárgate de aquí —dijo Phury, al tiempo que apretaba con más fuerza al restrictor, que comenzaba a retorcerse—. Esto es asunto mío. No tuyo.
—A la mierda con que no es asunto mío. Y tú me prometiste que ibas a dejar de hacerlo.
—Da media vuelta y lárgate, Z.
—¿Para que puedan masacrarte cuando lleguen los refuerzos?
El asesino que Phury tenía agarrado se levantó, tratando de soltarse, y era tan pequeño y fibroso que estuvo a punto de lograrlo. Ah, demonios, no, pensó Phury, no estaba dispuesto a perder su premio. Antes de darse cuenta de lo que hacía, enterró la daga en el vientre del asesino y la movió a través de sus intestinos.
El aullido del restrictor fue más fuerte que el grito de cólera de Zsadist, pero en ese momento Phury no se sintió mal por ninguno de los dos. Estaba mortalmente harto de todo, incluso de él mismo.
«Eso es, chico», susurró el hechicero. «Estás justo donde te quería».
Un segundo después, Zsadist estaba sobre él; le arrancó la daga y la lanzó al otro extremo del callejón. Mientras el asesino se desmayaba, Phury se puso de pie rápidamente para enfrentarse a su gemelo.
Pero no tenía puesta la prótesis, así que cayó hacia atrás contra la pared de ladrillo, al tiempo que pensaba que debía parecer un borracho y eso lo ponía más furioso.
Z recogió la prótesis y se la lanzó desde el otro lado del callejón.
—Ponte esa maldita cosa.
Phury la cogió al vuelo y se deslizó contra la superficie áspera y fría de la pared exterior del edificio de la lavandería.
«Mierda. Qué fracaso. Qué maldito fracaso», pensó. Y ahora, además, iba a tener que soportar las recriminaciones de sus hermanos.
¿Por qué Z no había podido tomar otro callejón? ¿O ese mismo, pero a otra hora?
Maldición, la verdad era que necesitaba actividad, pensó Phury. Porque si no dejaba salir parte de su rabia, iba a volverse loco, y si, después de todas sus malditas prácticas masoquistas, Z no podía entenderlo, pues a la mierda con su gemelo.
Zsadist desenfundó su daga, apuñaló al primer asesino para enviarlo de regreso al Omega y luego se quedó inmóvil sobre el rastro que dejó la llamarada.
—Huele a mierda —dijo su gemelo en Lengua Antigua.
—Es la nueva loción para después de afeitar de los restrictores —farfulló Phury y se restregó los ojos.
—Creo que deberíais pensar un poco sobre lo que ha pasado —se oyó decir a una voz con un pesado acento tejano.
Simultáneamente, Z giró sobre sus talones y Phury levantó la cabeza. El asesino enano tenía otra vez el arma en la mano y estaba apuntando a Phury mientras miraba fijamente a Z.
La respuesta de Z fue apuntar con su arma al asesino.
—Todos tenemos un problema —dijo el maldito, mientras se inclinaba con un gruñido y recogía su sombrero de vaquero. Luego se acomodó el Stetson en la cabeza y volvió a sostenerse el estómago—. Verás, si tú me disparas, mi mano va a apretar el gatillo y voy a matar a tu amigo aquí presente. Y si yo le disparo, tú me vas a llenar de plomo. —El asesino volvió a respirar profundamente y dejó escapar otro gruñido—. Creo que se trata de un empate y no tenemos toda la noche. Ya ha sonado un tiro y quién sabe quién ha podido oírlo.
El maldito tejano tenía razón. Después de la medianoche, el centro de Caldwell no era precisamente el Valle de la Muerte a mediodía. Había gente por los alrededores y no todos pertenecían a la categoría de humanos adictos. También había policías. Y vampiros civiles. Y otros restrictores. Claro, el callejón estaba bastante escondido, pero la privacidad que ofrecía era sólo relativa.
«Lo tienes difícil, socio», dijo el hechicero.
—Mierda —dijo Phury.
—Sí, así es —murmuró el asesino—. Creo que ahí es donde terminaríamos.
Como si estuviera planeado, las sirenas de la policía comenzaron a aullar y a acercarse.
Nadie se movió, ni siquiera cuando la patrulla dobló la esquina y empezó a acercarse por el callejón. En efecto, alguien debía haber oído ese tiro al aire que se disparó cuando Phury y el doble de John Wayne estaban forcejeando, y quienquiera que lo hubiese oído, ciertamente no se había quedado quieto.
La escena parecía congelada entre los edificios, cuando las luces de la patrulla de policía la iluminaron y el coche se detuvo con un chirrido.
Dos puertas se abrieron rápidamente.
—¡Arrojen sus armas!
La voz cansada del asesino resonó con un tono tan suave como la brisa de una noche de verano.
—Vosotros podéis encargaros de esto, ¿no es cierto?
—Preferiría encargarme de ti —le respondió Z.
—¡Arrojen sus armas o disparamos!
Phury entró en acción y obligó mentalmente a los humanos a entrar en un estado de somnolencia, al tiempo que le ordenaba al de la derecha que se subiera otra vez al coche y apagara las luces.
—Muy agradecido —dijo el asesino, al tiempo que comenzaba a avanzar por el callejón. Mantenía la espalda contra la pared, con los ojos sobre Zsadist y el arma apuntando a Phury. Cuando el maldito pasó junto a los policías, agarró el arma de la agente que tenía más cerca y le sacó de la mano lo que sin duda era una 9 milímetros, sin que la mujer opusiera resistencia.
El asesino apuntó con esa pistola a Z. Como tenía las dos manos ocupadas, la sangre negra empezó a brotar profusamente de sus entrañas.
—Los mataría a los dos, pero entonces sus simpáticos juegos de control mental dejarían de funcionar sobre este grupo de dignos representantes de la policía de Caldwell. Así que supongo que tendré que portarme bien.
—Maldición. —Z cambió el peso de su cuerpo de un pie a otro, como si quisiera salir corriendo.
—No es bueno andar maldiciendo —dijo el asesino cuando llegó a la esquina por la que había entrado la policía—. Que pasen buena noche, caballeros.
El hombrecillo se marchó rápidamente y sus pasos ni siquiera resonaron cuando arrancó a correr.
Phury les ordenó mentalmente a los policías que regresaran a la patrulla e hizo que la mujer llamara a la comisaría e informara que su investigación había demostrado que no había ningún altercado ni escándalo público en el callejón. Pero cuando se diera cuenta de que le faltaba la pistola… eso ciertamente era un problema. Maldito restrictor. Ningún recuerdo ficticio podía resolver el hecho de que faltaba una 9 milímetros.
—Dale tu arma —le dijo a Zsadist.
Su gemelo vació el cargador, mientras avanzaba hacia la oficial. No se preocupó por limpiar el arma antes de arrojarla sobre el regazo de la mujer. No había necesidad. Los vampiros no dejaban huellas que se pudieran identificar.
—Tendrá suerte si no se vuelve loca después de esto —dijo Z.
Tenía razón. No era su arma y estaba vacía. Phury hizo lo mejor que pudo y le implantó el recuerdo de haber comprado esa pistola nueva, haberla probado y haberle vaciado el cargador porque las balas estaban defectuosas. Pero no era una historia muy convincente. En especial, considerando que a todas las armas de la Hermandad les borraban el número de serie.
Phury le ordenó mentalmente al oficial que estaba tras el volante que diera marcha atrás y saliera del callejón. ¿Con qué destino? La comisaría, para tomarse un descanso.
Cuando se quedaron solos, Z miró a Phury a los ojos.
—¿Acaso quieres despertarte muerto?
Phury revisó su prótesis. Estaba intacta, al menos para el uso normal, sólo se había salido del sitio donde se enganchaba, debajo de la rodilla. Sin embargo, no era segura para pelear.
Entonces se levantó el pantalón de cuero, se la volvió a acomodar y se puso de pie.
—Me voy a casa.
—¿Has oído lo que te he dicho?
—Sí. Te he oído. —Phury miró a su gemelo a los ojos y pensó que era el menos indicado para hacerle esa pregunta. El deseo de morir había sido el principio operativo de Z hasta que conoció a Bella. Lo cual había sucedido, proporcionalmente, hacía unos diez minutos.
Z frunció el ceño sobre una mirada que se había vuelto totalmente negra.
—Vete directamente a casa.
—Sí. Directo a casa. Entendido.
Cuando dio media vuelta, Z dijo abruptamente:
—¿No olvidas algo?
Phury pensó en todas las veces que había seguido a Zsadist, desesperado por salvar a su hermano de matarse o de matar a alguien. Pensó en los días en que no podía dormir porque no dejaba de preguntarse si Z sería capaz de sobrevivir, debido a que se negaba a alimentarse de vampiresas e insistía en beber solamente sangre humana. Pensó en la dolorosa tristeza que lo invadía cada vez que veía la cara llena de cicatrices de su gemelo.
Y luego pensó en la noche en que se paró frente a su propio espejo y se cortó el pelo y se enterró la daga en la frente y la bajó hasta la mejilla para poder verse como Z… y poder tomar el lugar de su gemelo y quedar a merced de la sádica venganza de un restrictor.
Pensó en la pierna que se quitó de un disparo para salvar el pellejo de ambos.
Phury miró por encima del hombro.
—No. Lo recuerdo todo. Absolutamente todo.
Sin sentir ningún remordimiento, se desmaterializó y volvió a tomar forma en la calle del Comercio.
Frente al Zero Sum, con el corazón y la cabeza en llamas, se sintió impelido a cruzar la calle como si hubiese sido elegido especialmente para esa misión de autodestrucción y hubiese recibido un golpecito en el hombro, mientras el dedo huesudo de su adicción lo llamaba a dar un paso adelante.
No podía rechazar la invitación. Peor aún, no quería hacerlo.
Mientras se acercaba a la puerta principal del club, sus pies —el verdadero y el de titanio— estaban trabajando para el hechicero. Entonces atravesó la puerta principal, pasó frente al gorila que vigilaba la sección vip y frente a las mesas del fondo en las que se sentaba la gente importante, hasta llegar a la oficina de Rehvenge.
Los Moros lo saludaron con un movimiento de cabeza, y uno de ellos se acercó el reloj a la boca y dijo algo en voz muy baja. Mientras esperaba, Phury sabía muy bien que estaba atrapado en un remolino interminable que giraba y giraba como la broca de un taladro que entraba cada vez más hondo en la tierra. Y a medida que se hundía, cada nuevo nivel le ofrecía vetas más profundas y ricas de sustancias venenosas que se aferraban al tronco de su vida y tiraban de él hacia abajo. Se dirigía a la fuente, a consumirse en el infierno, que era su destino final, y cada barrera que encontraba en el descenso representaba un estímulo perverso.
El gorila que estaba a mano derecha, Trez, asintió con la cabeza y abrió la puerta hacia la cueva oscura. Allí era donde se compraban pequeños trozos de infierno en forma de bolsitas de celofán.
Phury entró con temblorosa impaciencia.
Rehvenge salió de una puerta corrediza que había en la pared; sus ojos de amatista lo miraron con suspicacia y un poco de decepción.
—¿Ya has acabado tu dosis habitual? —le preguntó en voz baja.
El maldito devorador de pecados lo conocía muy bien, pensó Phury.
—Soy un symphath, ¿recuerdas? —Rehv fue lentamente hasta su escritorio, apoyándose en el bastón—. Devorador de pecados es una expresión muy degradante. Y no queremos que mi lado perverso se entere de tus andanzas. Entonces, ¿cuánto te vas a llevar esta noche?
El vampiro se desabotonó su impecable chaqueta negra de doble botonadura y se sentó en una silla de cuero negro. El mechón de pelo le brillaba como si acabara de salir de la ducha y olía muy bien, una combinación de Cartier para hombres y algún tipo de champú con especias.
Phury pensó en el otro camello, el que acababa de morir en el callejón hacía un rato, el que se había desangrado mientras suplicaba una ayuda que nunca llegó. El hecho de que Rehv estuviera vestido como un caballero de la Quinta Avenida no cambiaba lo que era.
Phury bajó la vista hacia él mismo. Y se dio cuenta de que su ropa tampoco cambiaba lo que era él.
Le faltaba una de sus dagas.
Debía haberla dejado en el callejón.
—Lo de siempre —dijo, al tiempo que se sacaba un fajo de mil dólares del bolsillo—. Sólo lo de siempre.