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El centro comunitario de la zona este de Caldwell estaba situado entre Caldie Pizza & Mexican y la Academia de Tenis, en la avenida Baxter. Funcionaba en una granja antigua que había sido construida cuando los terrenos aledaños se usaban para cultivar maíz, y tenía un bonito jardín delantero y un asta para la bandera y unos columpios en la parte de atrás.

Cuando Phury tomó forma detrás de la casa, en lo único en lo que podía pensar era en la necesidad de marcharse enseguida. Miró su reloj. Diez minutos.

Tenía diez minutos.

Dios, se moría por un porro. Sentía que el corazón le saltaba contra las costillas y las manos le sudaban como si fueran un par de esponjas y aquella comezón en la piel lo estaba volviendo loco.

Para tratar de olvidarse de las sensaciones de su cuerpo, miró hacia el aparcamiento. Había veinte coches, todos de distintas marcas y modelos. Había camiones y Toyotas y un convertible, y un escarabajo rosado, y tres furgonetas, y un Mini Cooper…

Se metió las manos en los bolsillos y caminó sobre la hierba hasta el sendero que rodeaba el edificio. Cuando llegó al trecho de asfalto que formaba el estacionamiento, tomó el camino que conducía a las puertas dobles de la entrada, protegidas por un porche de aluminio.

Dentro, el lugar olía a coco. Probablemente debido a la cera con que abrillantaban el suelo de linóleo.

Justo cuando estaba pensando seriamente en marcharse, un humano salió por una puerta, mientras que al fondo se desvanecía el ruido de una cisterna.

—¿Eres miembro de Adictos Anónimos? —preguntó el tipo, mientras se secaba las manos con una toalla de papel. Tenía los ojos de color café, amables como los de un San Bernardo, y llevaba una chaqueta de tweed que parecía demasiado pesada para la época de verano. Llevaba corbata de lana.

—Ah… no lo sé.

—Bueno, si vienes a la reunión, es abajo, en el sótano. —La sonrisa del tipo parecía tan natural y sincera que Phury estuvo a punto de devolvérsela, pero enseguida recordó las diferencias dentales que había entre las especies—. Yo voy para allá, si quieres bajar conmigo. Y si quieres esperar un poco, también está bien.

Phury bajó la vista hacia las manos del hombre. Todavía se las estaba secando, pasándose la toalla una y otra vez por las palmas.

—Estoy nervioso —dijo—. Me están sudando las manos.

Phury esbozó una sonrisa.

—¿Sabes?… Creo que bajaré contigo.

—Bien. Me llamo Jonathon.

—Yo soy Ph… Patrick.

Phury se alegró de que no se dieran la mano. Él no tenía una toalla de papel y sus manos estaban cada vez más sudorosas en los bolsillos.

El sótano tenía paredes de cemento pintadas de color crema; el suelo estaba cubierto por una alfombra pesada y oscura y había muchas luces fluorescentes empotradas en el techo. La mayoría de los treinta asientos, o más, que estaban organizados en forma de círculo grande ya estaban ocupados, y cuando Jonathon se dirigió a un lugar libre situado en todo el centro, Phury le hizo un gesto con la cabeza y se sentó en el puesto más cercano a la puerta que encontró.

—Son las nueve en punto —dijo una mujer de pelo negro corto. Entonces se levantó y leyó algo que tenía escrito en una hoja de papel—: Todo lo que se dice aquí, se queda aquí. Cuando alguien esté hablando, nadie puede hablar al mismo tiempo ni hacer comentarios…

Phury no oyó el resto de las instrucciones, porque estaba demasiado ocupado inspeccionando a los presentes. Nadie más llevaba ropa de marca, como él, y todos eran humanos. Todos y cada uno de ellos. La edad oscilaba entre los veintitantos y los cuarenta y tantos años, tal vez porque la hora resultaba muy conveniente para gente que trabajaba o estudiaba.

Mientras miraba fijamente esos rostros, Phury trató de imaginarse qué habría hecho cada uno de ellos para terminar allí, en ese sótano austero con olor a coco, sentado en una de esas sillas de plástico negro.

Entonces sintió que no pertenecía a ese lugar. Ésa no era su gente, y no sólo porque ninguno de ellos tuviera colmillos o dificultades con el sol.

Sin embargo, de todas maneras se quedó, porque tampoco tenía adónde ir. Se preguntó si eso también podría ser cierto para algunas de esas personas.

—Formamos un grupo al que venimos a compartir experiencias —dijo la mujer— y esta noche nos va a hablar Jonathon.

Jonathon se puso de pie. Todavía se estaba frotando las manos con los restos de la toalla de papel, que para ese momento ya se había convertido en un rollo compacto.

—Hola, mi nombre es Jonathon. —Un murmullo de saludos recorrió la habitación—. Y soy adicto a las drogas. Yo… yo, eh, consumí cocaína durante cerca de una década y perdí casi todo lo que tenía. He estado dos veces en la cárcel. Tuve que declararme en bancarrota. Perdí mi casa. Mi esposa… ella, eh, se divorció y se fue a vivir a otro estado con mi hija. Poco después de eso perdí mi empleo como profesor de física porque me pasaba los días drogado. No he consumido nada desde… sí, desde agosto; pero… todavía pienso en drogarme. Estoy viviendo en una casa temporal porque estuve en rehabilitación y tengo un nuevo empleo. Comencé hace dos semanas. Doy clases en una prisión. La cárcel en la que estuve internado. Matemáticas, sí, enseño matemáticas. —Jonathon se aclaró la garganta—. Sí… pues, ah, hoy hace un año… hace un año exactamente estaba en un callejón del centro. Estaba comprando droga y nos atraparon. Pero no fue la policía. Fue el camello de la zona y en el tiroteo que se organizó recibí un tiro en el costado y otro en el muslo. Yo…

Jonathon se volvió a aclarar la garganta. Luego siguió.

—Mientras estaba allí, desangrándome, sentí que me movían los brazos. El que me disparó me quitó la chaqueta, la billetera y el reloj y después me dio un golpe en la cabeza con la culata. En realidad… en realidad faltó muy poco para que no pudiera estar hoy aquí. —Se oyeron exclamaciones de solidaridad—. Comencé a venir a este tipo de reuniones porque no tenía ningún otro sitio adonde ir. Y ahora vengo porque lo único que supera las ganas de drogarme es el deseo de estar donde estoy esta noche. Algunas veces… algunas veces siento que el deseo de volver me va a ganar, así que no hago ningún plan más allá del próximo martes a esta hora. Cuando tengo que volver a venir. Así que, ésta es mi historia y donde estoy ahora.

Jonathon se sentó.

Phury esperaba que la gente comenzara a abrumarlo con preguntas y comentarios, pero en lugar de eso otro se puso de pie y dijo:

—Hola, me llamo Ellis…

Y eso fue todo. Uno tras otro, todo el mundo fue dando testimonio de su adicción.

Cuando eran las nueve y cincuenta y tres, según el reloj que había en la pared, la mujer de pelo negro se levantó y dijo:

—Y ahora, la Oración de la Serenidad.

Phury se puso de pie con el resto de los asistentes y se sobresaltó cuando sintió que alguien lo cogía de la mano.

Pero ya no tenía las manos sudorosas.

Aunque no sabía si se podría comprometer con aquello a largo plazo —después de todo, el hechicero llevaba muchos años con él y lo conocía como a un hermano—, la única cosa que sabía era que el próximo martes, a las nueve en punto, quería estar otra vez allí.

Cuando salió con los demás y el aire de la noche lo golpeó, casi se dobla por la imperiosa necesidad de fumarse un porro.

Mientras toda la gente se dispersaba hacia los coches y se oía el ruido de los motores arrancando entre las luces de los faros, Phury se sentó en uno de los columpios, con las manos sobre las rodillas y los pies bien plantados sobre la tierra.

Por una fracción de segundo tuvo la impresión de que alguien lo observaba, aunque tal vez la paranoia era otra secuela de la recuperación, quién podía saberlo.

Después de cerca de diez minutos, encontró una sombra lo suficientemente oscura y se desmaterializó hacia la casa de campo de Rehv, al norte del estado.

Tan pronto como tomó forma detrás de la casa, lo primero que vio fue una silueta que se movía junto a las puertas correderas de cristal del estudio.

Cormia lo estaba esperando.

Al verlo, se deslizó hacia fuera con sigilo, cerró la puerta detrás de ella y cruzó los brazos sobre el pecho para calentarse. El pesado jersey irlandés que tenía puesto era de él y las mallas se las había prestado Bella. Llevaba el pelo suelto, que le bajaba hasta las caderas, y las luces que se proyectaban desde la casa a través de las ventanas en forma de diamante lo hacían brillar como el oro.

—Hola —dijo ella.

—Hola.

Phury avanzó hasta la terraza de piedra, después de atravesar el césped.

—¿Tienes frío?

—Un poco.

—Bien, eso significa que puedo calentarte. —Phury abrió los brazos y ella se metió entre ellos. Aun a través de la gruesa lana del jersey, podía sentir el cuerpo de Cormia contra el suyo—. Gracias por no preguntarme cómo me fue. Todavía lo estoy intentando… Realmente no sé qué decir.

Cormia subió sus manos desde la cintura hasta los hombros de Phury.

—Me lo dirás cuando estés listo.

—El próximo martes voy a volver.

—Bien.

Entonces se quedaron allí, abrazados en medio de la noche fría, dándose calor.

Después de un rato, Phury le susurró al oído:

—Quiero estar dentro de ti.

—Sí… —contestó ella, alargando la palabra.

No podían estar a solas dentro de la casa, pero sí estaban a solas allí, abrigados por la sombra de la casa. Mientras la empujaba hacia atrás, hacia lo profundo de las sombras, Phury deslizó las manos por debajo del jersey para llegar hasta la piel de su shellan. Y el cuerpo suave y tibio de Cormia se arqueó al sentir el contacto con sus manos.

—Puedes quedarte con el jersey —dijo Phury—. Pero esas mallas tienen que volar.

Entonces metió los pulgares entre el resorte de las mallas, se las bajó hasta los tobillos y se las sacó por los pies.

—No tienes frío, ¿verdad? —preguntó, aunque podía percibir por el aroma la respuesta.

—En absoluto.

La pared exterior de la casa era de piedra, pero él sabía que el tupido tejido irlandés podría servirle de colchón a Cormia.

—Recuéstate contra la pared, ¿quieres?

Mientras ella lo hacía, él le pasó el brazo por detrás de la cintura para que la hembra se apoyara con mayor comodidad y con la mano que tenía libre comenzó a acariciarle los senos. La besó larga, profunda y lentamente, y la boca de ella se movía dentro de la suya de una manera que le resultaba al mismo tiempo familiar y misteriosa. Pero, claro, así era hacer el amor con Cormia. A estas alturas ya la conocía perfectamente por dentro y por fuera y no había ninguna parte de él que no hubiese estado dentro de ella de una forma o la otra. Y, sin embargo, estar con ella le resultaba tan maravilloso como la primera vez.

Ella era la misma y, sin embargo, siempre era distinta.

Cormia, a su vez, estaba muy consciente de lo que estaba ocurriendo en ese momento. Ella sabía que Phury necesitaba estar en control de la situación, necesitaba ser el líder. En ese momento, él quería hacer algo que era correcto y hermoso, y quería hacerlo bien, porque después de esa reunión en lo único en lo que podía pensar era en todas las cosas horribles que se había hecho a sí mismo y a los demás y que por poco termina haciéndole también a ella.

Phury se tomó su tiempo, mientras su lengua entraba y salía de la boca de Cormia y su mano le acariciaba los senos y esa inversión le produjo unos dividendos que hicieron que su erección se templara contra los pantalones, buscando una salida: Cormia se derritió entre sus brazos, mientras su intimidad se ponía cada vez más húmeda y ardiente.

Phury deslizó la mano hacia abajo.

—Creo que debo asegurarme de que no estés pasando frío.

—Por favor… adelante —gimió ella, mientras dejaba caer la cabeza hacia un lado.

Phury no estaba seguro de que ella hubiese expuesto su garganta a propósito, pero a sus colmillos no les importó. Inmediatamente se prepararon para penetrarla, brotando desde el maxilar superior, afilados y ávidos de sangre.

Phury le metió la mano entre las piernas y el calor húmedo con que se encontró casi lo hizo desmayarse. Tenía intención de ir despacio, pero enseguida desistió de ese propósito.

—Ay, Cormia —gimió, al tiempo que deslizaba las dos manos por el contorno de las caderas de ella, la levantaba del suelo y le abría las piernas con su cuerpo—. Desabrocha mis pantalones… Déjame salir…

Mientras el cuerpo de Phury despedía el fuerte olor de los machos enamorados, Cormia liberó su pene y se deslizó sobre él con un movimiento sencillo pero poderoso.

Luego dejó caer la cabeza hacia atrás, mientras él la movía hacia arriba y hacia abajo, y bebía su sangre, en una hazaña de coordinación que no le demandó ningún esfuerzo.

Tan pronto sus colmillos rasgaron la dulce piel de Cormia, ella apretó los brazos sobre sus hombros y agarró con fuerza su camisa entre los puños.

—Te amo…

Durante una fracción de segundo, Phury se quedó paralizado al experimentar la nitidez del momento que estaba viviendo: desde la conciencia del peso de ella sobre sus manos, pasando por la sensación de la vagina de Cormia alrededor de su sexo y la garganta de ella contra su boca, hasta el olor que despedían los dos al llegar al orgasmo y el aroma del bosque y el aire trasparente. Phury tuvo conciencia del equilibrio perfecto que formaban su pierna y la prótesis y sintió con claridad la forma en que la tela de la camisa se tensaba sobre sus brazos debido a que Cormia tiraba de ella. Sintió las palpitaciones del pecho de Cormia contra el suyo, el flujo de su sangre y la de ella y la forma en que se iba acumulando la tensión erótica.

Pero, sobre todo, experimentó la sensación de unión que brotaba del amor que se tenían el uno al otro.

No podía recordar haber tenido nunca una sensación tan real, tan vívida.

Era el premio de la recuperación, pensó. La capacidad de vivir plenamente ese momento con la hembra que amaba y estar totalmente consciente, presente y alerta. Sin que sus sentidos estuviesen perturbados por ninguna sustancia.

Entonces pensó en Jonathon y en la reunión, y en lo que éste había dicho: «Lo único que supera las ganas de drogarme es el deseo de estar donde estoy esta noche».

Sí. Maldita sea… sí.

Así que Phury comenzó a moverse de nuevo, jadeante y sobreexcitado, a veces dando y otras veces tomando, mientras sentía que, al tiempo que los dos llegaban juntos al orgasmo, la vida hervía dentro de él… y se sentía vivir de verdad.