53
En la zona vip del Zero Sum, John Matthew estaba sentado en la mesa de la Hermandad, completamente borracho. Absolutamente perdido.
Así que cuando terminó la enésima cerveza que se había tomado en los últimos cinco minutos, pidió un cóctel.
Qhuinn y Blay no decían absolutamente nada.
Era difícil explicar cuál era el motivo de esa necesidad incontrolada de beber. La única cosa que se le ocurría era que tenía los nervios destrozados. Había dejado a Tohr en casa, durmiendo en esa cama como si fuera un ataúd y, aunque era genial que se hubieran reencontrado, todavía no se podía decir que el hermano estuviera fuera de peligro.
Y John no soportaba la idea de volver a perderlo.
También estaba esa extraña visión de Lash que había tenido, y el hecho de que estaba llegando a la conclusión de que se estaba volviendo loco.
Cuando la camarera regresó con el cóctel, Qhuinn habló:
—También quiere otra cerveza.
—Te quiero —le dijo John a su amigo por señas.
—Pues bien, cuando llegues a casa y comiences a vomitar hasta el hígado, nos vas a odiar a los dos, pero por ahora limitémonos a vivir el momento presente, ¿quieres?
—Entendido.
John se tomó el cóctel de un solo trago y no sintió ningún ardor, no sintió que su estómago se consumiera con una llamarada. Pero ¿cuándo se ha visto que un incendio forestal se preocupe por la llamita de un encendedor?
Qhuinn tenía razón. Lo más probable es que terminara vomitando hasta las tripas. De hecho…
John se puso de pie.
—Ay, mierda, aquí vamos —dijo Qhuinn, al tiempo que se levantaba para acompañarlo.
—Voy yo solo.
Qhuinn se tocó la cadena que llevaba al cuello.
—Ya no.
John plantó los puños sobre la mesa, se inclinó hacia delante y enseñó los colmillos.
—¿Qué demonios estás haciendo? —siseó Qhuinn, mientras Blay miraba nerviosamente a su alrededor—. ¿Qué diablos crees que estás haciendo?
—Voy solo.
Qhuinn lo miró como si fuera a seguir discutiendo, pero se volvió a sentar.
—Está bien. Como quieras. Sólo mantén esa boca cerrada.
John se alejó, asombrado de ver que ninguna otra persona del club pareciera notar que el suelo se movía de un lado para otro. Justo antes de tomar el pasillo que llevaba a los baños privados, cambió de opinión, dobló a la izquierda y se escurrió hacia el otro lado de la cuerda de terciopelo.
Al otro lado, comenzó a atravesar la masa de gente con la gracia de un búfalo, estrellándose aquí y allá, golpeándose contra las paredes, inclinándose hacia delante y hacia atrás para no caerse.
Tomó las escaleras y se abrió camino hasta el baño de hombres.
Había dos tipos en los urinarios y uno junto a los lavabos, pero John no se fijó en ninguno mientras iba hasta los escusados. Abrió el cubículo reservado para los minusválidos, pero luego dio marcha atrás porque se sintió culpable y se metió al penúltimo. Mientras cerraba la puerta, su estómago comenzó a dar vueltas como si fuera una mezcladora de cemento.
Mierda. ¿Por qué no había usado los baños privados del fondo de la zona vip? ¿Realmente necesitaba que esos tres fulanos fueran testigos de su vomitona?
Maldita sea. Estaba completamente ebrio.
Pensando en eso, se volvió y bajó la mirada hacia el inodoro. Era negro, como casi todo en el Zero Sum, pero John tenía la certeza de que estaba limpio. Rehv siempre mantenía el club muy limpio.
Bueno, excepto por la prostitución. Y las drogas. Y las apuestas.
El caso es que mantenía el club limpio desde el punto de vista del aseo, no de acuerdo con el código penal.
John echó la cabeza hacia atrás, la apoyó contra la puerta de metal y cerró los ojos, mientras pensaba en la verdadera razón de todo aquel despliegue alcohólico.
¿Cuál era el criterio con el que se evaluaba el valor de un macho? ¿Su habilidad para pelear? ¿El peso que era capaz de levantar? ¿La capacidad de vengarse de los que le hacían daño?
¿O tal vez su capacidad de mantener el control de las emociones cuando todo el mundo parecía desmoronarse? ¿O la decisión de querer a alguien cuando sabes que existe el riesgo de que esa persona te abandone para siempre?
¿O tal vez tenía que ver con el sexo?
No había duda: cerrar los ojos había sido un error. O empezar a pensar. Así que abrió los párpados y se concentró en el techo negro y sus luces indirectas en forma de estrella.
De pronto oyó que cerraban la llave del lavabo. Y accionaban la cisterna de dos orinales. La puerta que salía hacia el club se abrió y se cerró, después se volvió a abrir y se volvió a cerrar.
Se oyó el ruido de alguien que inhalaba dos cubículos más allá. Y otra inhalación. Luego una exhalación y un suspiro de alivio. Pasos. Agua corriendo. Una risa maniaca. Otra vez el ruido de la puerta que se abría y se cerraba.
Solo. Estaba solo. Salvo que eso no iba a durar mucho tiempo, porque seguramente alguien volvería a entrar en un par de minutos.
John miró hacia el inodoro negro e invitó a su estómago a poner manos a la obra, si quería evitarle la vergüenza que se avecinaba.
Pero evidentemente eso no iba a suceder. O tal vez… ¿Sí? ¿No? Mierda…
Estaba mirando fijamente el inodoro, esperando a que el estómago se decidiera, cuando se olvidó por completo de sus tripas y se dio cuenta de dónde estaba.
Había nacido en un baño como ése. Había llegado al mundo en un lugar donde la gente va a vomitar cuando ha bebido mucho… había sido abandonado en un baño por una madre que nunca había conocido y un padre que nunca sabría de él.
Si Tohr se volviese a marchar…
John dio media vuelta, pero no logró que sus dedos abrieran la puerta para poder salir. Acosado por un pánico cada vez mayor, le dio un tirón al mecanismo negro hasta que finalmente abrió. Al salir al baño, se dirigió hacia la puerta, pero no logró llegar.
Encima de cada uno de los seis lavabos de cobre había un espejo con marco dorado.
Así que respiró hondo, eligió el espejo que estaba más cerca de la puerta, se situó frente a él y miró su rostro de adulto por primera vez.
Los ojos eran los mismos… eran los mismos ojos azules y tenían la misma forma. Pero John no reconoció nada más, ni el ángulo cuadrado de la mandíbula, ni ese cuello grueso, ni la frente ancha. Pero eran sus ojos.
Al menos eso suponía.
—¿Quién soy? —dijo con el movimiento de los labios frente al espejo.
Entonces abrió los labios, se inclinó y se miró los colmillos.
—¿No me digas que nunca antes te los habías visto?
John se dio media vuelta. Xhex estaba de pie en la puerta, impidiendo eficazmente la entrada y la salida, de manera que estaban encerrados.
Llevaba puesto exactamente lo mismo que siempre usaba, pero a John le pareció como si nunca hubiese visto esa camiseta ajustada y sin mangas ni esos pantalones de cuero.
—Te vi entrar aquí dando tumbos y pensé que sería mejor que me asegurara de que estabas bien. —Los ojos grises de Xhex no titubearon ni un segundo y John estaba seguro de que nunca lo hacían. La mirada de esa hembra era como la de una estatua, directa e imperturbable.
Una estatua increíblemente sexy.
—Quiero follarte —dijo John con los labios y sin preocuparse por estar haciendo el ridículo.
—¿De veras?
Era evidente que Xhex sabía leer los labios. O los labios o los penes, porque Dios era testigo de que el miembro de John tenía la mano levantada y estaba saludando desde el interior de los pantalones.
—Sí.
—Pues hay muchas mujeres en este club.
—Pero sólo hay una como tú.
—Creo que estarías mucho mejor con ellas.
—Y yo creo que tú estarías mucho mejor conmigo.
¿De dónde diablos provenía toda esa súbita confianza en sí mismo? Ya fuera un regalo de Dios o sólo un ataque de estupidez producido por el alcohol, John pensaba aprovecharla.
—De hecho, estoy seguro de que es así.
John deslizó los pulgares por la pretina de sus vaqueros de manera deliberada y les dio un lento tirón hacia arriba. Cuando su erección fue tan evidente como el revestimiento de una casa, los ojos de Xhex se clavaron allí abajo y John sabía lo que ella estaba viendo: estaba bastante bien equipado, considerando los casi dos metros de estatura de su cuerpo, incluso sin estar excitado. Con una erección, su pene tenía un tamaño asombroso.
Ah, tal vez no era tan imperturbable, pensó John, al ver que la mirada de Xhex no regresaba de inmediato a su cara y parecía irradiar un cierto destello.
Sintiendo los ojos de Xhex sobre él y una increíble tensión eléctrica entre ellos, John por fin dejó atrás su pasado. Ahora sólo existía el presente. Y el presente era esa imagen de ella bloqueando la maldita puerta, segundos antes de que lo dejara irrumpir en su húmeda intimidad y terminaran haciéndolo de pie.
Xhex abrió los labios y John esperó sus palabras como si fuera el advenimiento de Dios.
Pero de pronto ella se llevó la mano al audífono que tenía en la oreja y frunció el ceño.
—Mierda. Me tengo que ir.
Entonces John cogió una toalla de papel del dispensador que había en la pared, sacó el bolígrafo de su bolsillo y escribió una frase atrevida. Antes de que ella pudiera irse, se acercó y le puso en la mano lo que había garabateado.
Xhex bajó la vista hacia la toalla de papel.
—Quieres que lo lea ahora o después.
—Después —dijo John con los labios.
Cuando ella salió, John se sintió mucho más sobrio y dibujó una enorme sonrisa que venía a decir «soy el mejor».
‡ ‡ ‡
Cuando Lash reapareció en el vestíbulo de la casa de sus padres, se quedó inmóvil por un segundo. Sentía el cuerpo aplastado, como si le hubiese pasado por encima una apisonadora, y estaba muy dolorido.
Entonces se miró las manos y las flexionó. Luego hizo crujir el cuello con un enérgico movimiento.
Las lecciones de su padre habían comenzado. Se iban a seguir reuniendo regularmente y él estaba ávido de aprender.
Mientras cerraba las manos y las volvía a abrir, revisó mentalmente la cantidad de trucos con los que contaba ahora. Trucos que… en realidad no eran trucos. Nada de trucos. La verdad es que era un monstruo. Un monstruo que apenas estaba comenzando a entender la utilidad de las escamas que recubrían su piel, las llamas que brotaban de su boca y las púas que tenía en la cola.
Era algo parecido a lo que había sentido después de la transición. Tenía que entender otra vez quién era y cómo funcionaba su cuerpo.
Afortunadamente, el Omega lo iba a ayudar. Como lo haría cualquier buen padre.
Cuando se sintió capaz, volvió la cabeza y miró hacia las escaleras, recordando la imagen de John observándolo desde lo alto.
Había sido muy bueno ver otra vez a su enemigo. Una experiencia positiva y reconfortante.
Alguien tenía que fabricar tarjetas de venganza, tarjetas que uno les pudiera enviar a aquellos de los que se quería vengar.
Lash se levantó con cuidado y giró lentamente mientras lo inspeccionaba todo. Vio el reloj del abuelo en una esquina, junto a la puerta de entrada, y las pinturas al óleo y toda aquella cantidad de objetos que habían estado en la familia durante generaciones.
Luego miró hacia el comedor.
Las palas estaban en el garaje, pensó.
Encontró un par de palas recostadas contra la pared, al lado de donde estaban las herramientas de jardinería, y eligió una con mango de madera y otra más grande y esmaltada en color rojo.
Cuando salió, le sorprendió ver que todavía estaba oscuro, pues se sentía como si hubiese estado muchas horas con el Omega. A menos que ya fuera el día siguiente. O incluso algún día más tarde.
Lash fue hasta el jardín lateral y escogió un lugar debajo del roble que le daba sombra a las amplias ventanas del estudio. Mientras cavaba, sus ojos se dirigían ocasionalmente hacia los paneles de vidrio y la habitación que había al fondo. El sofá todavía tenía manchas de sangre, aunque luego pensó que era ridículo pensar en eso, pues, ¿qué quería?, ¿que las manchas desaparecieran de las fibras de seda como por arte de magia?
Cavó una tumba de uno cincuenta de profundidad, por tres y medio de largo y uno y veinte de ancho.
La montaña de tierra que se iba formando era más grande de lo que se había imaginado y olía a lo que huele la hierba después de una fuerte lluvia, a almizcle y dulce. O tal vez era él el que olía a dulce.
El resplandor que se hacía cada vez más intenso hacia oriente le hizo soltar la pala y salirse del hueco a toda prisa. Tenía que moverse rápido, antes de que el sol saliera, y eso fue lo que hizo. Puso a su padre primero. Luego a su madre. Los acomodó de manera que quedaran abrazados, con los brazos de él alrededor de ella.
Luego se quedó mirando los dos cuerpos.
Aunque le sorprendía, había sentido la necesidad de enterrarlos antes de que llegara un escuadrón de restrictores a desvalijar el lugar. Esos dos habían sido sus padres durante la primera parte de su vida, y aunque se había dicho que le importaba un bledo lo que pasara con ellos, la verdad era que sí le importaba. No iba a permitir que esos asesinos profanaran sus cuerpos en descomposición. ¿La casa? Bueno, eso era otra cosa. Pero los cuerpos no los tocarían.
Mientras el sol se levantaba y sus rayos dorados atravesaban las ramas llenas de hojas del roble, Lash hizo una llamada y volvió a poner la tierra en su lugar.
Puta mierda, pensó cuando terminó. La cosa había quedado de verdad como una tumba, con forma de cúpula y todo.
Estaba poniendo la pala en su lugar cuando oyó el primero de los coches que entraba por las rejas. Cuando un segundo automóvil atravesó la entrada, seguido de un Ford F-150 y una furgoneta, dos restrictores se bajaron del primer coche.
Todos tenían un olor tan dulce como la luz del sol, mientras fueron entrando a la casa de sus padres.
El último en llegar fue el señor D, al volante de un camión de mudanzas.
El jefe de los restrictores tomó el mando y Lash subió y se dio una ducha en su antiguo baño. Mientras se secaba, se dirigió al armario. Ropa… ropa… tenía la sensación de que lo que había estado usando últimamente ya no resultaba apropiado, así que sacó un vistoso traje de Prada.
Su etapa minimalista militar había llegado a su fin. Ya no era el buen soldadito en fase de entrenamiento de la Hermandad.
Sintiéndose toda una bestia sexual, se acercó a la cómoda, abrió su joyero y…
¿Dónde demonios estaba su reloj? ¿Qué había pasado con el Jacob & Co con diamantes?
¿Qué demonios había…?
Lash miró a su alrededor y olisqueó el aire. Entonces encendió su visión azul para que las huellas de quienquiera que hubiese estado tocando sus cosas aparecieran de color rosa, tal y como su padre le había enseñado.
La cómoda estaba llena de huellas frescas y sin patrón, y algunas eran más intensas que las que él había dejado hacía unos días. Volvió a tomar aire. John había… John y Qhuinn habían estado allí… y uno de esos malditos hijos de puta se había llevado su reloj.
Lash cogió el cuchillo de cacería que tenía sobre el escritorio y lo lanzó con un rugido al otro lado del cuarto, donde fue a clavarse de punta en una de sus almohadas negras.
El señor D apareció enseguida en el umbral.
—Hijo… ¿Pasa algo?
Lash dio media vuelta y apuntó al hombrecillo con el dedo, pero no para poner énfasis en un comentario, sino para usar otro de los regalos que le había dado su padre verdadero.
Pero se contuvo, respiró hondo, dejó caer el brazo y se arregló el traje.
—Hazme… —Tuvo que aclararse la garganta, pues casi no podía hablar de la ira que tenía—. Hazme el desayuno. Y quiero tomarlo en la terraza, no en el comedor.
El señor D se marchó y, cerca de diez minutos después, cuando dejó de ver doble a causa de la cólera, Lash bajó y se sentó frente a un hermoso despliegue de beicon, huevos, tostadas con mermelada y zumo de naranja.
Era evidente que el señor D había exprimido las naranjas él mismo. Lo cual, considerando lo bien que sabía el zumo, era suficiente justificación para no haberlo volado en pedazos.
Los otros restrictores terminaron asomados a la puerta de la terraza, viendo a Lash comer, como si estuviera realizando un asombroso truco de magia.
Cuando Lash le daba el último sorbo a su taza de café, uno de ellos dijo:
—¿Qué demonios eres tú?
Lash se limpió la boca con la servilleta y se quitó lentamente la chaqueta. Cuando se levantó, se desabrochó los botones de su camisa rosa.
—Soy tu maldito rey.
Al decir esas palabras, se abrió la camisa y le ordenó mentalmente a su piel que se abriera a lo largo del esternón. Con las costillas abiertas de par en par, enseñó sus colmillos y les mostró su corazón negro y palpitante.
Todos los restrictores retrocedieron al mismo tiempo. Uno incluso se santiguó, el maldito.
Luego Lash se cerró tranquilamente el pecho, se volvió a abotonar la camisa y se sentó de nuevo.
—Más café, señor D.
El vaquero parpadeó como un estúpido un par de veces, como si fuera una oveja frente a un complejo problema de matemáticas.
—Sí… claro, hijo.
Lash volvió a agarrar su taza y confrontó esos rostros pálidos que lo miraban con asombro.
—Bienvenidos al futuro, caballeros. Ahora, pónganse a trabajar porque quiero ver desocupado el primer piso de esta casa antes de que llegue el cartero, a las diez y media.