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Mientras tanto, en este lado, en la mansión de la Hermandad, John Matthew velaba el sueño de Tohr sentado en una silla. El hermano no se había movido desde que lo habían traído, hacía ya varias horas.
Lo cual parecía el patrón de comportamiento de todo el mundo esa noche. Era como si todos los de la casa estuvieran dormidos, aplastados por el peso de un agotamiento colectivo, abrumador.
Bueno, todos menos John. Y el ángel, que no hacía otra cosa que pasearse en la habitación de al lado.
Los dos estaban pensando en Tohr.
Dios, John nunca había pensado en que algún día se podría sentir más grande que el hermano. Nunca había pensado en que sería más fuerte físicamente. Y ciertamente nunca había pensado en que tendría que cuidarlo. O ser responsable de él.
Y ahora tenía que pensar en todo eso porque Tohr había perdido al menos treinta kilos. Y su cara y su cuerpo parecían los de un hombre que había ido a la guerra y había recibido una herida mortal.
Era extraño, pensó John. Al comienzo había querido que el hermano se despertara de inmediato, pero ahora tenía miedo de ver esos ojos abiertos. No sabía si podría soportar que Tohr no quisiera saber nada de él. Claro, eso sería comprensible, considerando todo lo que Tohr había perdido, pero… eso lo mataría.
Además, mientras Tohr estuviera dormido, John no corría el riesgo de perder el control y comenzar a sollozar.
Porque había un fantasma en la habitación. Una hermosa fantasma pelirroja con una inmensa barriga de embarazada: Wellsie estaba con ellos. A pesar de estar muerta, Wellsie estaba con ellos, al igual que ese hijo que no llegó a nacer. Y la shellan de Tohr nunca iba a estar lejos. Así como habían sido inseparables en vida, también lo eran en la muerte. Pues aunque Tohr estuviera respirando todavía, John estaba seguro de que ya no estaba vivo.
—¿Eres tú?
John clavó los ojos en la cama.
Tohr estaba despierto y lo miraba a través de la penumbra que los separaba.
John se levantó lentamente y se alisó la camiseta y los vaqueros.
—Soy John. John Matthew.
Tohr no dijo nada, sólo lo miró de arriba abajo.
—Ya pasé por la transición —dijo John con señas, como si fuera un imbécil.
—Eres del tamaño de D. Inmenso.
Dios, esa voz era exactamente igual a como la recordaba. Profunda, como los tonos más graves de un órgano de iglesia, e igual de imperiosa. Aunque había una diferencia. Ahora había una cierta vaguedad en las palabras.
O tal vez todo eso venía del espacio en blanco que se escondía detrás de esos ojos azules.
—Tuve que comprar ropa nueva. —Por Dios santo, estaba diciendo una sarta de estupideces—. ¿Tienes… tienes hambre? Tengo sándwiches de carne. Y galletas. A ti te solían gustar…
—Estoy bien.
—¿Quieres algo de beber? Tengo un termo con café.
—No. —Tohr miró hacia el baño—. Mierda, un cuarto con baño. Hace mucho tiempo que no veía eso. Y no, no necesito ayuda.
Lo que siguió fue doloroso de ver, algo salido de un futuro que John no había pensado que llegaría en cientos y cientos de años: Tohrment convertido en un anciano.
El hermano llevó una mano temblorosa hasta el borde de las sábanas y las retiró con gran esfuerzo de su cuerpo desnudo. Hizo una pausa. Luego deslizó las piernas hasta que quedaron colgando de la cama. Hubo otra pausa antes de tratar de levantarse y esos hombros que solían ser tan anchos ahora parecían tener que hacer un gran esfuerzo para sostener un peso que apenas superaba el de un esqueleto.
Tohr no caminó. Se fue arrastrando los pies como hacían los ancianos, con la cabeza baja, encorvado hacia el suelo y con las manos extendidas, como si esperara caerse en cualquier momento.
Las puertas se cerraron. Después se oyó la descarga del inodoro. Y luego la ducha.
John regresó a la silla en que había estado sentado y sintió el estómago vacío. Y no sólo porque no hubiese comido nada desde la noche anterior. Lo único que lo mantenía en pie por el momento era la preocupación. Eso era lo que respiraba y lo que hacía palpitar su corazón.
Era la otra cara de la moneda de la relación padre/hijo. En la que el hijo se preocupaba por el padre.
Suponiendo que Tohr y él todavía tuvieran esa conexión.
John no estaba seguro. El hermano lo había mirado como si se tratara de un desconocido.
John comenzó a mover el pie con impaciencia y frotó las palmas de las manos contra las piernas. Era extraño, pero todo lo demás que había sucedido esa noche, incluso aquel encuentro con Lash, parecía irreal y poco importante. Sólo existía este momento con Tohr.
Cuando la puerta se abrió, casi una hora después, John se quedó paralizado.
Tohr se había puesto una bata y su cabello parecía casi totalmente desenredado, aunque la barba todavía aparecía deshilachada.
Con el mismo andar inseguro, el hermano regresó a la cama y se estiró con un gemido, apoyándose con torpeza contra las almohadas.
—¿Hay algo que pueda…?
—No era aquí donde quería acabar, John. No voy a poder afrontarlo. No es aquí… donde quiero estar.
—Está bien —dijo John con señas—. Está bien.
Mientras el silencio se imponía entre ellos, John sostuvo mentalmente la conversación que quería tener con Tohr: «Qhuinn y Blay terminaron aquí y los padres de Qhuinn están muertos y Lash está… No sé qué decir sobre él… Hay una hembra que me gusta, pero que está completamente fuera de mi alcance, y ya estoy implicado en la guerra y te he echado de menos y quiero que te sientas orgulloso de mí y tengo miedo y echo de menos a Wellsie y ¿estás bien?».
Y, más importante… «Por favor prométeme que no te vas a volver a ir. Nunca. Te necesito».
Sin embargo, en lugar de decir todo eso John se puso de pie y dijo:
—Supongo que lo mejor será que te deje descansar. Si necesitas algo…
—Estoy bien.
—Muy bien. Sí. Bien…
John le dio un tirón a su camiseta y dio media vuelta. Mientras caminaba hacia la puerta, sintió que no podía respirar.
Ay, por favor, esperaba no encontrarse con nadie camino de su habitación…
—John.
John se detuvo y dio media vuelta.
Cuando sus ojos se cruzaron con la mirada cansada de Tohr, sintió que se le doblaban las rodillas.
Tohr cerró los ojos y abrió los brazos.
John corrió hasta la cama y se abrazó a su padre con todas sus fuerzas. Hundió la cara en lo que alguna vez había sido un pecho inmenso y escuchó el corazón que todavía palpitaba allí dentro. De los dos, John fue el que abrazó con más fuerza, pero no porque Tohr no quisiera hacerlo, sino porque no tenía fuerzas.
Los dos lloraron hasta que se quedaron sin aire.