48
El sueño… o alucinación… o lo que fuera parecía real. Absoluta y totalmente real.
En medio del desolado jardín de la casa de su familia en el Viejo Continente, debajo de una luna llena brillante, Phury alargó los brazos hacia la cara de la estatua de la tercera etapa y arrancó la hiedra que se había metido entre los ojos, la nariz y la boca del macho que sostenía con orgullo a su hijo en brazos.
Para ese momento ya era todo un experto en podar y, después de hacer su mágica tarea con las tijeras, arrojó otro manojo de hiedra a la lona que estaba tendida a sus pies.
—Ahí está —susurró—. Ahí… está…
La estatua tenía el pelo largo, igual que él, y unos ojos profundos, lo mismo que él, pero Phury no tenía esa misma expresión de radiante felicidad en el rostro. Y tampoco tenía un bebé en brazos. Sin embargo, se sintió liberado al seguir arrancando las distintas capas de hiedra que habían crecido sobre la estatua.
Cuando terminó, el mármol de la estatua aparecía manchado por los rastros verdes de la maleza, pero su majestuosidad era innegable.
Un macho en la flor de la vida, con un bebé en los brazos.
Phury levantó la vista.
—¿Qué piensas?
La voz de Cormia pareció rodearlo por completo, aunque estaba a su lado.
—Creo que es hermoso.
Phury sonrió, al ver reflejado en el rostro de Cormia todo el amor que sentía por ella en el corazón.
—Otra más.
Cormia hizo un gesto con la mano a su alrededor.
—Pero, mira, parece que la última ya está bien.
Y, en efecto, la última estatua estaba perfecta: libre de hiedra y de cualquier mancha o señal de abandono. El macho que representaba ya era viejo, y estaba sentado con un bastón entre las manos. Su rostro todavía era atractivo, aunque lo que le hacía atractivo era la sabiduría, no la flor de la juventud. Detrás de él, alto y fuerte, estaba el joven que una vez había tenido en brazos.
El ciclo se había completado.
Y ya no había hiedra.
Phury miró de reojo hacia la tercera etapa. Esa estatua también parecía haberse limpiado de manera mágica, al igual que la del joven y la del niño.
De hecho, todo el jardín estaba perfecto y resplandecía bajo la pálida luz de la luna, absolutamente florecido. Los árboles frutales que estaban al lado de las estatuas se veían cargados de peras y manzanas y los senderos estaban bordeados por setos perfectamente podados. En las jardineras, las flores prosperaban en armónico desorden, como sucedía en todos los jardines ingleses.
Phury se volvió hacia la casa. Las persianas que antes colgaban precariamente de las bisagras ahora estaban impecables y ya no había agujeros en el techo. La pared de estuco se extendía, lisa, por la fachada, sin ninguna grieta, y todas las ventanas tenían los cristales en su sitio. En el suelo de la terraza ya no había ninguna hoja y los agujeros en los que antes se encharcaba el agua habían desaparecido. Las macetas de geranios y petunias lo salpicaban todo de manchas blancas y rojas, en medio de las mesas y las sillas de mimbre.
A través de la ventana del salón, Phury vio algo que se movía… ¿Acaso sería posible? Sí, así era.
Su madre. Y su padre.
Al igual que las estatuas, la pareja había resucitado. Su madre, con esos ojos amarillos y ese cabello rubio y esa cara perfecta… Y su padre con el pelo oscuro, la mirada transparente y la sonrisa amable.
Phury pensó que le parecían… increíblemente hermosos, eran como su Santo Grial.
—Acércate —dijo Cormia.
Phury avanzó hasta la terraza y sus vestiduras blancas estaban inmaculadas, a pesar de todo el trabajo que acababa de hacer. Se acercó a sus padres lentamente, como si tuviera miedo de espantar la visión.
—¿Mahmen? —murmuró.
Su madre apoyó la mano en el cristal y Phury también estiró la mano y la puso contra el vidrio, exactamente en la misma posición. En cuanto su palma tocó el cristal, Phury sintió la calidez que irradiaba la mano de su madre a través de la ventana.
Su padre sonrió y moduló algo con los labios.
—¿Qué? —preguntó Phury.
—Estamos muy orgullosos de ti… hijo.
Phury apretó los ojos. Era la primera vez que alguno de ellos le decía algo así.
La voz de su padre continuó:
—Ahora puedes irte. Ya estamos bien. Tú lo has arreglado… todo.
Phury los miró.
—¿Estáis seguros?
Los dos asintieron con la cabeza y entonces se escuchó la voz de su madre a través del vidrio.
—Ahora ve y vive tu vida, hijo. Ve… y vive tu vida, no la nuestra. Nosotros estamos bien aquí.
Phury dejó de respirar y se quedó mirándolos fijamente, absorbiendo aquella imagen con todos sus sentidos. Luego se llevó la mano al corazón e hizo una reverencia.
Era una despedida provisional. No un adiós definitivo, sino un hasta pronto. Tenía el presentimiento de que así sería.
Phury abrió los ojos de repente. Sobre él se cernía una densa nube… No, espera, era un techo abovedado de mármol blanco.
Entonces volvió la cabeza. Cormia estaba sentada a su lado y le sostenía una mano, mientras su rostro reflejaba la misma calidez que él sentía en su pecho.
—¿Quieres beber algo? —dijo ella.
—¿Qué… qué?
Cormia se estiró y levantó un vaso de agua de la mesa.
—¿Quieres beber algo?
—Sí, por favor.
—Levanta la cabeza.
Phury le dio un sorbo de prueba y le pareció que el agua era casi etérea. No sabía a nada y tenía exactamente la misma temperatura de su boca, pero al tragarla se sintió mejor y, antes de que se diera cuenta de lo que hacía, ya se había tomado todo el vaso.
—¿Quieres más?
—Sí, por favor. —Evidentemente eso era todo lo que iba a decir por el momento.
Cormia volvió a llenar el vaso con el agua del cántaro y Phury pensó que el sonido del agua era hermoso.
—Toma —murmuró ella. Ella le sostuvo la cabeza, mientras él bebía y miraba fijamente el fondo de sus hermosos ojos verdes.
Cuando estaba a punto de retirar el vaso de sus labios, Phury la agarró de la muñeca con firmeza pero con suavidad y dijo en Lengua Antigua:
—Quiero despertar siempre así, bañado por la luz de tu mirada y tu aroma.
Phury esperaba que ella se alejara enseguida. Que se pusiera nerviosa. Que lo hiciera callar. Pero en lugar de eso murmuró:
—Limpiamos tu jardín.
—Sí…
En ese momento se oyó que alguien llamaba a las puertas del templo.
—Espera un momento antes de contestar —dijo Cormia y miró a su alrededor.
Entonces puso el vaso sobre la mesa y corrió hacia el otro extremo de la habitación. Después de que Cormia se escondiera detrás de unas cortinas de terciopelo blanco, Phury carraspeó.
—¿Sí?
La voz de la Directrix resonó con respeto y amabilidad.
—¿Puedo entrar, Su Excelencia?
Phury se echó una sábana encima, aunque tenía los pantalones puestos, y se aseguró de que Cormia estuviera bien escondida.
—Sí.
La Directrix corrió la cortina del vestíbulo e hizo una reverencia. Llevaba en sus manos una bandeja tapada.
—Le he traído una ofrenda de las Elegidas.
Cuando se enderezó, Phury pudo ver la expresión radiante de su rostro y supo que Layla había mentido y había sido bastante convincente.
Como no confiaba en que pudiera sentarse, respondió el saludo con un gesto de la mano.
La Directrix se acercó a la plataforma en la que estaba la cama y se arrodilló ante él. Cuando levantó la tapa dorada, dijo:
—De parte de sus compañeras.
Sobre la bandeja había una bufanda bordada y doblada con tanta precisión como si fuese un mapa. Tenía incrustaciones de piedras preciosas, era toda una obra de arte.
—Para nuestro macho —dijo la Directrix e hizo una inclinación de cabeza.
—Gracias.
«Mierda».
Phury tomó la bufanda y la extendió sobre las palmas de sus manos. Bordada en cuarzos citrinos y diamantes, había una leyenda en Lengua Antigua que decía: «La fuerza de la raza».
Cuando las piedras resplandecieron con la luz, Phury pensó que eran como las hembras de ese santuario, atrapadas en sus soportes plateados.
—Usted nos ha hecho muy felices —dijo Amalya con voz temblorosa. Luego se levantó y volvió a hacer una reverencia—. ¿Hay algo que podamos traerle para recompensarlo por nuestra alegría?
—No, gracias. Sólo quiero descansar.
La Directrix volvió a inclinarse y luego se marchó como una brisa suave, desapareciendo en medio de un silencio cargado de tensión.
Entonces Phury se sentó con la ayuda de sus manos. Al estar en posición vertical, sintió que su cabeza era como un balón, ligera y llena de aire, que se mecía sobre la columna.
—Cormia.
Ella salió de detrás de la cortina y, después de mirar la bufanda por un instante, clavó sus ojos en él.
—¿Necesitas a la doctora Jane?
—No. No estoy enfermo. Sólo son los síntomas del síndrome de abstinencia.
—Eso fue lo que dijiste, aunque no entiendo muy bien de qué se trata.
—Mi cuerpo está reclamando las drogas —dijo Phury y se frotó los brazos, mientras pensaba que la tortura todavía no había terminado. Sentía comezón por toda la piel y los pulmones le ardían como si le hiciera falta el aire, aunque tenía suficiente.
Lo que querían, Phury lo sabía, era humo rojo.
—¿Hay un baño aquí? —preguntó Phury.
—Sí.
—¿Podrías esperarme un momento? No tardaré. Sólo quiero asearme un poco.
«Te llevará más tiempo del que ella tiene de vida regresar puro», dijo el hechicero.
Phury cerró los ojos, como si de repente hubiese perdido la fuerza para moverse.
—¿Qué sucede?
«Dile que tu viejo socio está de vuelta. Dile que tu socio nunca te va a abandonar. Y vámonos ya para el mundo real a conseguir lo que te va a quitar esa extraña sensación en los pulmones y esa comezón en la piel».
—¿Qué sucede? —volvió a preguntar Cormia.
Phury respiró profundamente. En ese momento no sabía muchas cosas, apenas se acordaba de su nombre, pero estaba seguro de algo: si seguía prestándole atención al hechicero, iba a terminar muerto.
Entonces se concentró en la hembra que tenía ante él.
—No es nada.
Pero eso no le gustó al hechicero, que levantó sus vestiduras con indignación, mientras un viento azotaba el campo de huesos.
«¡Eso es mentira! ¡Yo soy todo! ¡Soy todo!», gritaba la voz del hechicero cada vez con más fuerza y en un tono más chillón.
—Nada —dijo Phury, al tiempo que hacía el esfuerzo de ponerse de pie—. No eres nada.
—¿Qué?
Al ver que Phury sacudía la cabeza, Cormia lo agarró y, con su ayuda, él logró recuperar el equilibrio. Caminaron juntos hasta el baño, que tenía el mismo equipamiento de cualquier otro, y sólo se diferenciaba por el hecho de que el inodoro no tenía marca alguna. Bueno, eso y que había una corriente de agua que pasaba por el fondo del baño y que él se imaginó que hacía las veces de bañera.
—Estaré aquí afuera —dijo Cormia, al tiempo que se salía.
Después de usar el inodoro, Phury entró al arroyo con la ayuda de unas escaleras de mármol. El agua que corría por allí era como la del vaso, una corriente que tenía exactamente la misma temperatura de la piel. Sobre un platillo que reposaba en la esquina había una barra de lo que supuso que era jabón, y la cogió. Era suave y tenía forma de media luna; Phury apretó el jabón entre las palmas y sumergió las manos en el agua. Enseguida se formó una espuma suave que olía a siemprevivas. Se la echó en el pelo, en la cara y en el cuerpo, mientras respiraba hondo para que el aroma penetrara hasta sus pulmones… con la esperanza de que pudiera limpiar todos esos siglos de automedicación con los que los había estado llenando.
Cuando terminó, sólo dejó que el agua rodara por su piel para aliviar la comezón y el dolor de los músculos. Al cerrar los ojos, trató de olvidarse del hechicero con todas sus fuerzas, pero era difícil, porque el maldito estaba armando un alboroto de proporciones mayúsculas. En su antigua vida habría puesto ópera a todo volumen, pero ahora no podía y no sólo porque los equipos de sonido Bose no existieran en este lado. Esa música en particular le hacía acordarse de su hermano gemelo… que ya no cantaba.
Sin embargo, el sonido del agua era maravilloso y su tintineo musical resonaba sobre las piedras como si fuese saltando de una en otra.
Como no quería dejar a Cormia mucho tiempo esperando, plantó los pies en el lecho del arroyo y sacó la parte superior del torso. El agua corrió por su pecho y su estómago como si fueran manos acariciadoras y, cuando levantó los brazos, sintió cómo se escurría desde los dedos y los codos.
Recorriéndolo… lavándolo… aliviándolo.
La voz del hechicero trató de elevarse por encima del ruido del agua y tomar el control. Phury podía oír cómo luchaba por imponerse en su cabeza, por apoderarse de su oído, de su voluntad.
Pero el ruido del agua era más fuerte.
Phury tomó aire profundamente y, mientras aspiraba el olor de las siemprevivas, sintió una libertad que no tenía nada que ver con el lugar en el que su cuerpo se encontraba, pero sí con el lugar en que se encontraba su cabeza.
Por primera vez en mucho tiempo, el hechicero no era más poderoso que él.
‡ ‡ ‡
Cormia se paseaba por el templo del Gran Padre. No estaba enfermo. Sólo eran las manifestaciones del síndrome de abstinencia.
No estaba enfermo.
Se detuvo a los pies de la plataforma en la que estaba la cama.
Entonces recordó los momentos en que yacía allí, amarrada y completamente aterrorizada, mientras sentía entrar a un macho. Sin poder ver, sin poder moverse y sin poder decir no, estaba totalmente a merced de la tradición.
Toda hembra virgen era presentada de esa manera ante el Gran Padre, después de pasar por la transición.
Seguramente muchas otras debían haber sentido el mismo pánico que ella había sentido. Y seguramente muchas más lo sentirían en el futuro.
Dios… ese lugar era como una cloaca, pensó, mientras miraba las impecables paredes blancas. Una cloaca llena de mentiras tanto explícitas como tácitas, que habían quedado grabadas para siempre en el corazón de las hembras que respiraban ese aire inmóvil.
Las Elegidas solían repetir una vieja oración que nadie sabía muy bien de dónde había salido:
Justa es la causa de nuestra fe;
sereno, nuestro rostro frente al deber;
nada nos dañará a nosotras las creyentes,
porque la pureza es nuestra fuerza y nuestra virtud,
el padre que guiará nuestro retoño.
En ese momento se oyó un rugido salvaje que provenía del baño.
Phury estaba gritando.
Cormia dio media vuelta y salió corriendo hacia allí.
Lo encontró desnudo en el arroyo, con el cuerpo echado hacia atrás, los puños apretados y el pecho hacia arriba, mientras la columna se arqueaba. Sólo que no estaba gritando. Se estaba riendo.
Phury volvió la cabeza enseguida y, cuando la vio, dejó caer los brazos, pero no dejó de reírse.
—Lo siento… —dijo, mientras trataba de contener su alegría, pero no parecía lograrlo—. Debes pensar que estoy loco.
—No… —Cormia pensó que estaba hermoso, con esa piel dorada resplandeciente por el agua y el pelo cayéndole en gruesos mechones sobre la espalda—. ¿Qué es tan divertido?
—¿Me pasas una toalla?
Cormia le alcanzó una toalla y no apartó la vista mientras él salía del arroyo.
—¿Has oído hablar alguna vez del Mago de Oz? —dijo.
—¿Es una historia?
—Supongo que no. —Phury se colocó la toalla sobre la cintura—. Tal vez algún día te ponga la película. Pero de eso era de lo que me estaba riendo. Yo estaba equivocado. Lo que había en mi cabeza no era un poderoso sirviente de Sauron. Era el Mago de Oz, nada más que un frágil anciano. Yo pensé que era aterrador y mucho más fuerte que yo.
—¿Un mago?
Phury se dio un golpecito en la sien.
—La voz que oía en mi cabeza. Una voz terrible, de la cual trataba de escapar por medio de las drogas. Pensé que se trataba de un poderoso hechicero maligno. Pero no lo era. No lo es.
Era imposible no contagiarse de la felicidad de Phury y, cuando Cormia le sonrió, una súbita tibieza la inundó desde el fondo del corazón.
—Sí, era una voz fuerte y ruidosa, pero no es nada especial —dijo Phury, al tiempo que se frotaba la piel del brazo, como si tuviera un alergia, aunque en realidad nada estropeaba la suave perfección de su piel—. Una voz fuerte… ruidosa…
Phury se quedó mirándola y de repente la expresión de sus ojos cambió. Y Cormia conocía la razón. Mientras su sexo comenzaba a crecer contra las caderas, los ojos de Phury ardían de deseo.
—Lo siento —dijo, agarrando otra toalla y cubriéndose con ella.
—¿Estuviste con ella? —preguntó Cormia abruptamente.
—¿Con Layla? No. Sólo alcancé a llegar hasta el vestíbulo cuando decidí que no podía seguir adelante con esto. —Phury sacudió la cabeza—. Sencillamente, no va a suceder. No puedo estar con nadie que no seas tú. La pregunta es qué hacer ahora y, para bien o para mal, creo que conozco la respuesta. Creo que todo esto —en ese momento movió la mano a su alrededor como para indicar que se refería a todo lo que estaba dentro y alrededor del santuario— no puede seguir así. Este sistema, esta forma de vida no está funcionando. Tú tienes razón, no se trata sólo de nosotros, se trata de todo el mundo. Y esto no está funcionando para nadie.
Mientras asimilaba las palabras de Phury, Cormia pensó en el lugar en el que había nacido y en la posición que ocupaba dentro de la raza. Pensó en aquella inmensa extensión de césped blanco y en los edificios blancos y los vestidos blancos.
Phury sacudió la cabeza.
—Solía haber cerca de doscientas Elegidas, ¿no es verdad? Por la época en que había treinta o cuarenta hermanos, ¿me equivoco? —Al ver que ella asentía, Phury clavó la vista en el agua del arroyo—. Y ahora, ¿cuántos quedan? ¿Sabes? La Sociedad Restrictiva no es lo único que nos está matando. Son estas malditas leyes que nos rigen. Quiero decir que, vamos, no es cierto que las Elegidas estén aquí para su protección, la verdad es que están presas. Y son maltratadas. El hecho de que te sintieras atraída hacia mí no tenía importancia. De todas maneras habrías tenido que estar conmigo y eso es cruel. Tú y tus hermanas estáis atrapadas aquí, al servicio de una tradición en la que no creo que todas crean. La vida como Elegidas… no tiene nada que ver con la posibilidad de elegir. Ninguna de vosotras tiene ninguna opción. Mira tu caso, tú no quieres estar aquí. Sólo regresaste porque no tenías más remedio, ¿no es cierto?
Tres palabras brotaron de la boca de Cormia, tres palabras imposibles que cambiaron todo:
—Sí, así es.
Cormia se recogió la túnica y volvió a dejarla caer en su lugar, mientras pensaba en ese pergamino que había dejado en el suelo del templo de las escribanas recluidas, aquel en el que había trazado unos cuantos bosquejos de construcciones que nunca iba a poder hacer.
Ahora fue ella la que comenzó a sacudir la cabeza.
—No me di cuenta de lo poco que sabía sobre mí misma hasta que fui al otro lado. Y me siento inclinada a creer que a las demás les sucede lo mismo. Tiene que ser así… no es posible que yo sea la única con talentos por descubrir e intereses que aún no conocemos. —Cormia empezó a pasearse por el baño—. Y no creo que haya una sola de nosotras que no se sienta fracasada, aunque sea sólo porque las presiones son tan grandes que todo cobra una importancia suprema. Un pequeño error, ya sea en una palabra escrita de manera incorrecta, o una nota desafinada en un canto, o una puntada torcida en un pedazo de tela, y te sientes como si hubieses defraudado a toda la raza.
De repente sintió que no podía detener la cascada de palabras que salían de su boca.
—Tienes tanta razón. Esto no está funcionando. Nuestro propósito es servir a la Virgen Escribana, pero tiene que haber una manera de hacerlo en la que podamos honrarnos también a nosotras mismas. —Cormia miró a Phury—. Si somos sus hijas Elegidas, ¿acaso eso no implica que ella quiere lo mejor para nosotras? ¿Acaso eso no es lo que los padres quieren para sus hijos? ¿Cómo es posible que esto…? —Cormia miró a su alrededor, hacia las paredes blancas que lo rodeaban todo en ese mundo—. ¿Cómo es posible que esto sea lo mejor? Para la mayoría de nosotras esta vida es como estar congeladas. Aunque podemos movernos, estamos como suspendidas. ¿Cómo… puede ser esto lo mejor para nosotras?
Phury arrugó la frente.
—No lo es. Claro que no lo es. —Agarró la tela que tenía entre las manos y la estrelló contra el suelo de mármol, antes de arrancarse del cuello el medallón del Gran Padre.
Va a renunciar a su posición, pensó Cormia, mientras se dejaba llevar por la exaltación y la desilusión que ofrecía el futuro. Va a renunciar…
Pero entonces Phury levantó el pesado medallón de oro, que comenzó a mecerse en el aire colgado de su correa de cuero, y ella se quedó sin aliento. En ese momento el rostro de Phury adoptó una expresión de determinación y poder, no de irresponsabilidad. La luz que despedían sus ojos hablaba de inteligencia y liderazgo, no de cobardía. Mientras se erguía allí, frente a ella, Phury se transformó en el paisaje mismo del santuario, en todos los edificios y la tierra y el aire y el agua. No es que fuera parte de ese mundo, es que se había transformado en el mundo mismo.
Después de pasarse la vida viendo en un cuenco de agua cómo se desarrollaba la historia, Cormia se dio cuenta de que por primera vez estaba viendo cómo se hacía la historia justo ante sus ojos, en tiempo real.
Nada iba a volver a ser lo mismo después de esto.
Mientras sostenía en su puño el emblema de su posición, Phury proclamó con voz profunda:
—Soy la fuerza de la raza. Soy el Gran Padre. ¡Y como tal gobernaré!