43
Al filo del amanecer, Phury fue hasta su habitación y cogió un maletín con algunos accesorios para hacer deporte, tales como una toalla, su iPod y su botella de agua… y todo lo que necesitaba para drogarse, como una cuchara, un encendedor, una jeringuilla, un cinturón y su reserva de humo rojo.
Luego salió de su habitación y se dirigió hacia el pasillo de las estatuas, caminando como si estuviera lleno de vigor saludable. No quería estar muy cerca de Bella y Z, así que se decidió por una de las habitaciones de huéspedes que estaban cerca de la escalera. Cuando se deslizó por la puerta, casi se vuelve para elegir otra: las paredes estaban pintadas de un color lavanda pálido, exactamente el mismo color de las rosas que le gustaban a Cormia.
Pero las voces de unos doggen que pasaban por el pasillo le hicieron detenerse.
Fue al baño, cerró también esa puerta y bajó la intensidad de las luces hasta que parecieron las brasas de una hoguera. Cuando las persianas comenzaron a bajar sobre las ventanas anunciando el comienzo del día, se sentó en el suelo de mármol con la espalda contra el jacuzzi y sacó lo que necesitaba para inyectarse.
La realidad de lo que estaba a punto de hacer no le pareció gran cosa.
Era como sumergirse en agua fría. Una vez que pasa el primer impacto, te vas acostumbrando.
Y Phury se sentía alentado por el silencio que sentía en su cabeza. Desde que había tomado la decisión de inyectarse, el hechicero no había vuelto a abrir la boca.
Las manos no le temblaron cuando puso un poco del polvo blanco en la cuchara de plata y añadió un poco de agua de la botella. Encendió el mechero y puso la llama debajo de la mezcla.
Sin ninguna razón en particular, se fijó en que la cuchara tenía en el mango el diseño de lirios de los cubiertos Gorham, de finales del siglo diecinueve.
La mezcla hirvió, dejó la cuchara sobre el suelo, llenó la jeringuilla y cogió su cinturón Hermès. Luego extendió el brazo izquierdo, lo rodeó con el cuero del cinturón, lo apretó tirando a través de la resplandeciente hebilla dorada y se metió el resto del cuero debajo del brazo para poder sostenerlo en su lugar.
Cuando brotaron las venas, las tanteó. Eligió la más gruesa y luego frunció el ceño.
El líquido que había en la jeringa tenía un color marrón.
Por un momento sintió pánico. El marrón no era un buen color.
Pero enseguida sacudió la cabeza para hacer a un lado esas ideas, se pinchó la vena con la aguja y sacó el émbolo para asegurarse de que había entrado a la vena de forma adecuada. Cuando vio una mancha roja, empujó el émbolo con el pulgar, vació la jeringa y soltó el cinturón.
El efecto fue mucho más rápido de lo que se había imaginado. No acababa de dejar caer el brazo, cuando sintió que se le revolvía el estómago y tuvo que arrastrarse hasta el inodoro en una extraña especie de cámara lenta.
Definitivamente aquello no era humo rojo. Aquí no había nada de esa lenta relajación melosa, ningún golpecito en la puerta para anunciar la llegada de la droga al cerebro. Era un asalto a mano armada y con ariete y, mientras vomitaba, Phury se recordó que esto era lo que quería.
Y de pronto, desde el fondo de su conciencia, le llegó la risa del hechicero… la vibrante satisfacción de su adicción, al tiempo que la heroína se apoderaba del resto de su mente y su cuerpo.
Antes de desmayarse mientras vomitaba, Phury se dio cuenta de que lo habían engañado. En lugar de deshacerse del hechicero, se había quedado solo en esa tierra baldía, a merced de su amo.
«Buen trabajo, socio… excelente».
Mierda, esos huesos que tapizaban el suelo del reino del hechicero eran los restos de todos los adictos a los que el maldito brujo había convencido de que se mataran. Y la calavera de Phury estaba en primera fila, como la víctima más reciente. Pero ciertamente no la última.
‡ ‡ ‡
—Por supuesto —dijo la Elegida Amalya—. Claro que puedes ser escribana recluida… si estás segura de que eso es lo que deseas.
Cormia asintió con la cabeza y luego se recordó que, como estaba otra vez en el santuario, había vuelto a la tierra de las reverencias, así que inclinó la parte superior del tronco y habló en un murmullo.
—Gracias.
Mientras se incorporaba echó un vistazo a las habitaciones privadas de la Directrix. Las dos estancias estaban decoradas según la tradición de las Elegidas, lo que quería decir que no tenían ninguna decoración. Todo era sencillo, austero y blanco; la única diferencia con las habitaciones de las otras Elegidas era que Amalya tenía un lugar con asientos para las audiencias con las hermanas.
Todo era tan blanco, pensó Cormia. Tan… blanco. Y las sillas en las que las dos estaban sentadas tenían el respaldo rígido y sin cojines.
—Supongo que esto resulta oportuno —dijo la Directrix—. La última escribana recluida que quedaba, Selena, se retiró debido al ascenso del Gran Padre. La Virgen Escribana se sintió complacida de permitirle renunciar a sus deberes, considerando el cambio de nuestras circunstancias. Sin embargo, nadie se ha ofrecido a reemplazarla.
—Me gustaría sugerir que también se me conceda la función de escribana primaria.
—Eso sería muy generoso por tu parte. Y liberaría a las demás para servir al Gran Padre. —Hubo un momento de silencio—. ¿Procedemos, entonces?
Al ver que Cormia asentía y se arrodillaba en el suelo, la Directrix quemó un poco de incienso y realizó la ceremonia de reclusión.
Cuando terminó, Cormia se levantó y caminó hacia el fondo, hacia una abertura en la pared que ella habría calificado de ventana.
Al otro lado de la blanca extensión del santuario divisó el templo de las escribanas recluidas. Estaba situado al lado de la entrada a los apartamentos privados de la Virgen Escribana y no tenía ventanas. En sus confines blancos no habría nadie más que ella. Ella y las montañas de pergaminos y frascos de tinta color sepia con los que debería registrar la historia de la raza, en su calidad de espectadora, mas no de participante.
—No puedo hacer esto —dijo.
—Lo siento, ¿qué fue lo que…?
En ese momento llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo Amalya.
Una de las hermanas entró e hizo una reverencia.
—La Elegida Layla ha concluido los baños preparatorios para recibir a Su Excelencia, el Gran Padre.
—Ah, bien. —Amalya cogió su incensario—. Vamos a instalarla en el templo y después lo llamaré.
—Como desees. —Mientras la Elegida hacía una venia y salía de la habitación, Cormia alcanzó a ver la sonrisa esperanzada que tenía en el rostro.
Probablemente tenía la esperanza de ser la próxima en la fila de visitantes al Templo del Gran Padre.
—¿Tendrías la bondad de disculparme? —dijo Cormia, mientras su corazón latía como loco, convertido en un instrumento incapaz de encontrar su ritmo—. Voy a retirarme al templo de las escribanas.
—Desde luego. —De repente una sombra de sospecha cruzó por los ojos de Amalya—. ¿Estás segura de que quieres hacer esto, hermana mía?
—Sí. Éste es un día glorioso para todas nosotras. Me aseguraré de registrarlo adecuadamente.
—Ordenaré que te lleven tus alimentos.
—Sí. Gracias.
—Cormia… Estaré aquí si necesitas consejo. Sólo tú y yo.
Cormia hizo una reverencia y se marchó deprisa en dirección al sólido templo blanco que se iba a convertir ahora en su casa.
Cuando cerró la puerta detrás de ella, se sintió envuelta por una densa oscuridad. Entonces encendió con el pensamiento las velas ubicadas en las cuatro esquinas del salón de techo alto, y en medio de su resplandor vio los seis escritorios blancos, con sus plumas blancas listas para escribir y sus tinteros de tinta sepia y los cuencos de cristal llenos de agua en los que podría ver todo lo que sucedía. Guardados en canastas ordenadas en el suelo había rollos de pergamino amarrados con cinta blanca y listos para recibir los signos en Lengua Antigua con los que registrarían para siempre el progreso de la raza.
Contra la pared del fondo había tres literas dobles, cada una con una sola almohada prístina y con sábanas perfectamente dobladas. Nada de mantas al pie de la cama, pues la temperatura allí era tan perfecta que no se necesitaban. Hacia un lado había una cortina que llevaba al baño privado.
A mano derecha había una puerta plateada y llena de ornamentos que llevaba a la biblioteca privada de la Virgen Escribana. Las escribanas recluidas eran las únicas a las que Su Santidad les dictaba su diario privado y cuando la Virgen las convocaba, usaban esa puerta para acceder a la audiencia.
La abertura que había en el centro de la puerta se usaba para pasar de un lado a otro los pergaminos que llenaban las escribanas primarias y las recluidas durante el proceso de edición. La Virgen Escribana leía y aprobaba, o corregía, todos los pergaminos hasta que los juzgaba adecuados. Una vez aceptados, los pergaminos eran cortados y encuadernados con otras páginas para sumarse a los volúmenes de la biblioteca, o enrollados y guardados en los archivos secretos de la Virgen Escribana.
Cormia se acercó a uno de los escritorios y se sentó en el banco sin respaldo.
El silencio y el aislamiento de ese lugar eran tan perturbadores como estar en medio de una muchedumbre y Cormia no se dio cuenta de cuánto tiempo pasó allí, tratando de controlarse.
Había creído que sería capaz de hacer esto, que la reclusión era la única salida que tenía, pero ahora sentía ganas de gritar y salir corriendo.
Tal vez sólo necesitaba algo en qué concentrarse.
Así que tomó una de las plumas blancas y abrió el tintero que tenía a mano derecha. Para practicar, comenzó a trazar algunos de los caracteres más sencillos de la Lengua Antigua.
Pero no parecía capaz de hacerlos bien.
En cuanto comenzaba, las letras se iban volviendo diseños geométricos. Los diseños se volvían filas de cubos. Y los cubos se volvían… planos de construcción.
‡ ‡ ‡
Entretanto, en la mansión de la Hermandad, John levantó la cabeza de la almohada al sentir un golpe en su puerta. Cuando se levantó de la cama y abrió, se encontró con Qhuinn y Blay, hombro con hombro en el pasillo, como siempre solían estar.
Al menos había algo que había salido bien esa noche.
—Tenemos que buscarle un cuarto a Blay —dijo Qhuinn—. ¿Tienes idea de dónde podemos hospedarlo?
—Y también tengo que ir a por algunas de mis cosas por la noche —añadió Blay—. Lo que significa que tendremos que regresar a mi casa.
—No hay problema —dijo John por señas.
Qhuinn estaba en la habitación contigua a la suya, así que siguió hasta la que estaba al lado y, al abrir la puerta, se encontró con un cuarto de huéspedes decorado en color lavanda pálido.
—Podemos cambiar la decoración, si te parece muy femenina —dijo John.
Blay se rió.
—Sí, no estoy seguro de poder vivir con esto.
Mientras que Blay caminaba hacia la cama para probarla, John fue hasta las puertas dobles del baño y las abrió…
Phury estaba inconsciente en el suelo, con la cabeza al lado del inodoro, el cuerpo inmenso totalmente desmadejado y el rostro lívido. A sus pies había una aguja, una cuchara y un cinturón.
—¡Puta mierda! —Las palabras exaltadas de Qhuinn resonaron contra la pared de mármol.
John se dio media vuelta enseguida.
—Busca a la doctora Jane. Ya mismo. Probablemente esté en la Guarida con Vishous.
Qhuinn echó a correr mientras John se apresuraba a dar la vuelta a Phury para echarlo de espaldas. El hermano tenía los labios azules, pero no debido a los golpes que John le había propinado. La verdad es que no estaba respirando. Y parecía que llevaba un buen rato sin hacerlo.
Para sorpresa de todos, la doctora Jane entró con Qhuinn prácticamente un segundo después.
—Iba a ver a Bella… ¡Ay… mierda!
Jane se acercó e hizo la comprobación de signos vitales más rápida que John había visto en la vida. Luego abrió su maletín médico y sacó una aguja y un frasquito.
—¿Está vivo?
Los cuatro se volvieron hacia la puerta del baño. Zsadist estaba allí, con los pies bien plantados, pero la cara pálida.
—¿Está… —Los ojos de Z se clavaron en lo que había en el suelo al lado del jacuzzi—… vivo?
La doctora Jane miró a John y susurró:
—Sacadlo de aquí. Ahora. Es mejor que no vea esto.
John se quedó frío al ver la expresión del rostro de Jane: como si no estuviera segura de poder salvar a Phury.
Dominado por la impresión, se levantó y se dirigió a Z.
—No me voy a ir —dijo Zsadist.
—Sí, sí te vas. —La doctora Jane levantó la jeringuilla que había llenado y empujó el émbolo. Cuando un hilillo de algo se asomó a la punta de la aguja, se volvió hacia el cuerpo de Phury—. Qhuinn, quédate conmigo. Blaylock, tú vete con ellos y cierra la puerta.
Zsadist abrió la boca, pero John sólo sacudió la cabeza para indicarle que se tenía que ir. Y con la calma más extraña, se acercó al hermano, le puso las manos en los brazos y lo empujó hacia atrás.
En medio de un silencio cargado de pavor, Z se dejó sacar del baño. Luego Blay cerró las puertas y se quedó ante ellas bloqueando el camino.
Los ojos negros de Z se clavaron en los de John. Y lo único que el joven mudo pudo hacer fue sostenerle la mirada con firmeza.
—No puede estar muerto —dijo Zsadist con voz ronca—. Simplemente no puede estar…