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Qhuinn iba delante mientras recorrían el túnel subterráneo que unía la mansión de la Hermandad con la oficina del centro de entrenamiento. Blay caminaba detrás y el único ruido que se escuchaba era el de sus pisadas. Durante la comida había sido lo mismo, sólo el ruido de los cubiertos sobre los platos y de repente un ocasional «¿Me pasas la sal, por favor?».

La interesante ausencia de conversación durante la comida sólo fue interrumpida por el alboroto de un drama que parecía estar desarrollándose en el segundo piso. Cuando oyeron los gritos, Qhuinn y Blay dejaron los tenedores sobre el plato y salieron corriendo al vestíbulo, pero en ese momento Rhage se asomó por el balcón y sacudió la cabeza para indicarles que se mantuvieran al margen.

Lo cual estuvo muy bien. Ellos dos ya tenían suficientes problemas como para meterse en otro más.

Al llegar a la puerta que salía al armario de la oficina, Qhuinn marcó en el panel de seguridad los números 1914, de manera que Blay pudiera verlos.

—El año en que la casa fue construida, evidentemente. —Cuando atravesaron el armario y salieron junto al escritorio, Qhuinn sacudió la cabeza—. Siempre me había preguntado cómo se llegaba aquí.

Blay hizo un ruido gutural que podría ser equivalente tanto a las palabras «yo también» como a «¿por qué no te ahorcas con esa cadena, maldito desgraciado?».

La ruta hasta la sala de terapia física ya no necesitaba guía y, una vez que llegaron al gimnasio, se hizo difícil no notar la cantidad de metros que Blay puso entre él y Qhuinn en cuanto pudo.

—Ya te puedes ir —dijo Blay, en cuanto llegaron a la puerta marcada con las palabras «Equipo/Sala de terapia física»—. Yo me las arreglaré con la herida de la espalda.

—La herida está en todo el centro.

Blay puso la mano sobre el picaporte y volvió a hacer otro ruido ininteligible. Pero esta vez estaba claro que no se trataba de ningún comentario amistoso.

—Sé razonable —dijo Qhuinn.

Blay clavó la mirada al frente. Después de un momento, abrió la puerta.

—Lávate las manos primero. Quiero que te laves las manos antes de ponerme un dedo encima.

Cuando entraron, Blay se dirigió directamente a la camilla en que hacía dos noches habían operado a Qhuinn.

—Parece como si hubiéramos comprado un tiempo compartido aquí —dijo Qhuinn, mientras le echaba un vistazo al salón de paredes de baldosa y armarios metálicos llenos de suministros médicos.

Blay se subió a la camilla, se quitó la camisa e hizo una mueca cuando bajó la vista hacia las heridas todavía abiertas que tenía en el pecho.

—Mierda.

Mientras observaba a su amigo, Qhuinn pareció sacar todo el aire que tenía entre los pulmones. Blay tenía la cabeza agachada para mirarse los cortes y estaba hermoso así, con sus hombros anchos, los pectorales abultados y los brazos musculosos. Pero lo que le hacía más atractivo era su actitud contenida y reservada.

Era difícil no preguntarse qué había debajo de toda esa compostura.

Qhuinn se puso manos a la obra y sacó de los armarios gran cantidad de gasa, esparadrapo y antiséptico, después lo puso todo en un carrito con ruedas y lo acercó a la camilla.

Una vez listo el equipo, se acercó al lavabo de acero inoxidable y presionó el pedal para dejar correr el agua.

Mientras se lavaba las manos, dijo en voz baja:

—Si pudiera, lo haría.

—¿Perdón?

Qhuinn se puso un poco de espuma sobre las palmas de las manos y comenzó a refregarse los antebrazos. Lo cual era un poco exagerado, pero si Blay quería que estuviera como los chorros del oro, eso era lo que iba a tener.

—Si pudiera amar a un tío de esa manera, serías tú.

—Bueno, pensándolo bien, creo que será mejor que yo me haga las curas y a la mierda con la espalda…

—Estoy hablando en serio. —Qhuinn soltó el pedal para detener el agua y sacudió las manos sobre el lavabo—. ¿Crees que no he pensado en eso? ¿En estar contigo? Y no me refiero sólo al sexo.

—¿De verdad has pensado en eso? —susurró Blay en un tono apenas audible.

Qhuinn se secó las manos con unas toallas de papel azul que había a la izquierda del lavabo y, antes de dirigirse hacia donde estaba Blay, cogió una más.

—Sí, lo he pensado. Sostén esto debajo de la herida, ¿quieres?

Blay obedeció, al tiempo que Qhuinn echaba un poco de loción antiséptica sobre la herida del esternón.

—No lo sabía… ¡Puta mierda!

—Arde, ¿verdad? —Qhuinn rodeó la camilla y se acercó a la espalda de su amigo—. Ahora voy a limpiar ésta y lo mejor será que te prepares, porque es más profunda.

Qhuinn puso otra toalla de papel debajo de la herida y le echó encima algo que olía a desinfectante. Al oír que Blay se quejaba, hizo una mueca.

—Ya estoy terminando.

—Apuesto a que eso es lo que les dices a todos los que… —Blay dejó la frase sin terminar.

—No. Nunca le digo eso a nadie. No me comprometo con nadie. Y si no lo pueden asumir, problema de ellos.

Luego Qhuinn sacó un paquete de gasa estéril, lo abrió y apretó la tela blanca contra la herida que Blay tenía entre los omoplatos.

—Claro que he pensado en nosotros… pero siempre me veo comprometido con una hembra en el futuro. No lo puedo explicar. Sólo sé que así es como va a ser.

Blay soltó el aire.

—¿Será porque no quieres tener otro defecto?

Qhuinn frunció el ceño.

—No.

—¿Estás seguro?

—Mira, si me importara lo que la gente piensa, ¿crees que haría lo que hago? —Qhuinn rodeó otra vez la camilla, tapó la herida del pecho y luego comenzó a curarle la del hombro—. Además, mi familia está muerta. Ya no tengo a quien causarle una buena impresión.

—¿Por qué fuiste tan cruel? —preguntó Blay con tono de indignación—. Allí, en el túnel de mi casa.

Qhuinn agarró un tubo de pomada antibiótica y volvió a colocarse frente a la espalda de su amigo.

—Estaba seguro de que no iba a regresar nunca y no quería arruinarte el resto de la vida. Pensé que era mejor que me odiaras a que me echaras de menos.

Blay soltó una carcajada y eso fue reconfortante.

—Eres tan arrogante.

—Cierto. Pero es verdad, ¿no? —Qhuinn aplicó el ungüento blanco sobre la piel de Blay—. Me habrías echado de menos.

Cuando volvió a ponerse al frente, Blay levantó la cabeza. Sus miradas se cruzaron y Qhuinn estiró la mano y puso la palma sobre la mejilla de su amigo.

Mientras lo acariciaba con el pulgar, susurró:

—Quiero que estés con alguien que sea digno de ti. Que te trate bien. Que esté sólo contigo. Yo no soy esa clase de tío. Aunque me comprometa con una hembra… Mierda, yo me digo que voy a poder estar sólo con ella, pero en el fondo del corazón no creo que vaya a poder hacerlo.

La añoranza que reflejaban aquellos ojos azules que lo miraban fijamente le rompió el corazón. Totalmente. Y no podía entender qué era lo que lo hacía tan especial los ojos de Blay.

—¿Qué es lo que te pasa —susurró—, que te preocupas tanto por mí?

La sonrisa triste de Blay le sumó un millón de años a su edad y cubrió su cara con el tipo de sabiduría que sólo se adquiere después de que la vida te ha dado unos cuantos golpes.

—¿Qué es lo que te pasa a ti que no puedes entender por qué te quiero?

—Vamos a tener que acordar que no estamos de acuerdo en eso.

—¿Me prometes una cosa?

—Lo que quieras.

—Abandóname si quieres, pero no lo hagas por mi propio bien. No soy un chiquillo que se desmorona fácilmente, y además mis sentimientos no son asunto tuyo.

—Pensé que estaba haciendo lo correcto.

—Pues no. Entonces, ¿lo prometes?

Qhuinn soltó aire con fuerza.

—Está bien, lo prometo. Pero siempre y cuando tú prometas que vas a buscar a alguien a quien puedas amar de verdad. ¿De acuerdo?

—Yo te quiero de verdad.

—Júralo. O te prometo que voy a volver a poner una barrera entre nosotros. Quiero que estés abierto a conocer a alguien a quien sí puedas tener.

Blay puso una mano sobre el brazo de Qhuinn y le apretó la muñeca para sellar el pacto que acababan de hacer.

—Está bien… correcto. Pero tiene que ser un tío. Lo he intentado con hembras y sencillamente no es lo mío.

—Lo que quieras, siempre y cuando seas feliz.

Mientras la tensión entre ellos cedía, Qhuinn envolvió a Blay entre sus brazos y lo acercó a él, tratando de absorber toda la tristeza de su amigo y deseando que las cosas pudieran ser distintas entre ellos.

—Supongo que esto es lo mejor —dijo Blay contra su hombro—. No sabes cocinar.

—¿Lo ves? No soy el príncipe azul.

Qhuinn podría haber jurado que Blay susurró «Sí, sí lo eres», pero no estaba del todo seguro.

Entonces se separaron, se miraron a los ojos… y algo cambió. En medio del silencio del centro de entrenamiento, en medio de la vasta intimidad de ese momento, algo se transformó.

—Sólo una vez —dijo Blay en voz baja—. Hazlo sólo una vez. Sólo para saber cómo es.

Qhuinn comenzó a negar con la cabeza.

—No… no creo que…

—Sí.

Después de un momento, Qhuinn deslizó las dos manos por el cuello enorme de Blay y lo agarró de la mandíbula.

—¿Estás seguro?

Al ver que Blay asentía, Qhuinn empujó la cabeza de su amigo un poco hacia atrás y hacia el lado, mientras acortaba lentamente la distancia que los separaba. Justo antes de que sus bocas se tocaran, Blay parpadeó, tembló y…

Los labios de Blay eran increíblemente dulces y suaves.

Tal vez la lengua no debería haber tenido participación en el asunto, pero no hubo manera de evitarlo. Qhuinn acarició la boca de Blay y se hundió en sus profundidades, mientras deslizaba sus brazos alrededor de la espalda de su amigo y lo abrazaba con fuerza. Cuando finalmente levantó la cabeza, la expresión de los ojos de Blay le indicó que estaba dispuesto a que pasara cualquier cosa entre ellos. Que estaba dispuesto a todo.

Podrían aprovechar ese momento de euforia y llevarlo hasta sus últimas consecuencias, hasta el momento en que los dos estuvieran desnudos y Qhuinn le hiciera a su amigo lo que mejor sabía hacer.

Pero entonces las cosas nunca podrían volver a ser iguales entre ellos y eso fue lo que le detuvo, a pesar de que, de repente, Qhuinn comenzó a desear lo mismo que deseaba Blay.

—Eres demasiado importante para mí —dijo con voz ronca—. Eres demasiado bueno para la clase de sexo que puedo ofrecerte.

Los ojos de Blay se clavaron en la boca de Qhuinn.

—En este momento, estoy completamente en desacuerdo con eso.

Mientras soltaba a su amigo y daba un paso atrás, Qhuinn se dio cuenta de que era la primera vez que rechazaba a alguien.

—No, yo tengo razón. Estoy absolutamente seguro de que es lo mejor.

Blay respiró hondo y luego apoyó los brazos en la camilla, como si estuviera tratando de reunir fuerzas. De pronto se rió.

—No siento los pies ni las manos.

—Te ofrecería un masaje, pero…

Blay bajó las pestañas y lo miró con aire seductor.

—¿No te gustaría darme un masaje en otra parte?

Qhuinn se rió.

—Imbécil.

—Está bien, está bien. Entonces no. —Blay se estiró para agarrar el antiséptico, se puso un poco sobre el pecho y luego tapó la herida con una gasa y la pegó con esparadrapo—. ¿Me vendas la de la espalda?

—Sí.

Mientras cubría la herida de la espalda con un trozo de gasa, Qhuinn se imaginó que alguien tocaba la piel de Blay… que deslizaba sus manos por el cuerpo de su amigo y aliviaba la típica urgencia que se arremolina entre los muslos de un macho.

—Sólo una cosa —murmuró Qhuinn.

—¿Qué?

La voz que salió de su garganta no se parecía a nada que se hubiese escuchado decir antes:

—Si algún día un tío te rompe el corazón, o te trata mal, te prometo que le voy a hacer pedazos con mis propias manos y luego dejaré su cuerpo ensangrentado al sol.

Blay soltó una carcajada que rebotó contra las paredes de baldosa.

—Claro que lo harás…

—Estoy hablando muy en serio.

Blay lo miró enseguida por encima del hombro.

—Si alguien se atreve a hacerte daño alguna vez —declaró Qhuinn en Lengua Antigua—, prometo perseguirlo hasta verlo atado a una estaca ante mí y dejar su cuerpo en ruinas.

‡ ‡ ‡

En su casa de descanso de las Adirondacks, Rehvenge luchaba por calentarse. Envuelto entre una bata de tela de toalla y con una manta de visón sobre el cuerpo, estaba acostado en un sofá, a metro y medio de distancia de las llamas de la chimenea.

El salón era una de las habitaciones que más le gustaban de aquella casa enorme tipo rancho, cuya severa decoración victoriana en colores granate, dorado y azul profundo solía coincidir con su estado de ánimo. Curioso, siempre había pensado que un perro quedaría muy bien junto a la inmensa chimenea de piedra. Dios, tal vez debería hacerse con un perro. A Bella siempre le habían gustado los perros. Pero a su madre no le gustaban, así que nunca habían tenido uno en la casa familiar de Caldwell.

Rehv frunció el ceño y pensó en su madre, que se estaba hospedando en otra de las casas de la familia, a unos ochenta kilómetros de allí. No acababa de recuperarse del secuestro de Bella. Probablemente nunca lo haría. Incluso después de todos los meses que habían transcurrido desde entonces, seguía empeñada en vivir en el campo, aunque, considerando cómo estaban las cosas en Caldwell, eso tampoco era mala idea.

Rehv pensó que probablemente su madre se iba a morir en la casa en la que estaba ahora. Tal vez en un par de años. La vejez se estaba apoderando de ella y su reloj biológico estaba comenzando a correr hacia la meta, mientras el pelo se le volvía blanco.

—Traigo más leña —dijo Trez, entrando con una brazada de troncos. El Moro se dirigió a la chimenea, retiró la reja y atizó el fuego hasta que comenzó a rugir con más fuerza.

Lo cual era bastante extraño, considerando que estaban en agosto.

Ah, pero era agosto en las Adirondacks. Además, Rehv se había inyectado una dosis doble de dopamina, de manera que tenía la misma percepción sensorial y la misma temperatura corporal todo el rato.

Trez volvió a poner la reja de la chimenea y miró por encima del hombro.

—Tienes los labios azules. ¿Quieres que te prepare un poco de café?

—Tú eres un guardaespaldas, no un mayordomo.

—¿Y a cuánta gente ves a nuestro alrededor con bandejas de plata?

—Yo me lo puedo preparar. —Rehv trató de sentarse, pero el estómago se le revolvió—. Mierda.

—Acuéstate antes de que lo haga yo de un golpe.

Después de que Trez saliera, Rehv se volvió a acomodar sobre los cojines, pensando que detestaba las horas posteriores a lo que hacía con la Princesa. Las odiaba. Lo único que quería era olvidarse de todo el asunto, al menos hasta el siguiente mes. Desdichadamente, las escenas de lo que había hecho en esa cabaña se repetían una y otra vez en su cabeza. Se veía masturbándose para seducir a la Princesa y luego teniendo sexo con ella contra el marco de la ventana.

Su vida sexual se componía de distintas variaciones de esa perversión desde demasiado tiempo. ¿Cuánto?

Rehv se preguntó por un momento qué se sentiría teniendo a alguien que lo quisiera de verdad, pero desechó esa fantasía rápidamente. La única manera de tener sexo normal era dejando de tomar el medicamento, así que la única persona con la que podía estar debía ser un symphath, y no había ninguna posibilidad de que él se sintiera atraído hacia una de esas hembras. Claro, Xhex y él lo habían intentado, pero había sido un desastre en muchos aspectos.

En ese momento sintió que le ponían debajo de la nariz una taza de café.

—Toma esto.

Mientras estiraba un brazo para agarrar la taza, dijo:

—Gracias…

—Joder, mira cómo tienes ese brazo.

Rehv cambió rápidamente de mano y metió el antebrazo lleno de pinchazos y hematomas debajo de la manta.

—Como te estaba diciendo, gracias.

—Así que por eso Xhex te obligó a ir a la clínica, ¿eh? —Trez se sentó en un sillón color terracota—. No, no espero que me contestes. Me parece que es evidente.

Trez se recostó y cruzó las piernas, y su imagen era la de un perfecto caballero, un verdadero ejemplo de la realeza: a pesar de que llevaba unos pantalones negros, botas de combate y una camiseta sin mangas —y era completamente capaz de arrancarle la cabeza a un hombre y usarla como balón de fútbol— cualquiera podría jurar que tenía en su armario prendas de armiño y una corona.

Lo cual, de hecho, era cierto.

—Buen café —murmuró Rehv.

—Mientras no me pidas que hornee unas galletas. ¿Ya está haciendo efecto el antídoto?

—Sí, todo va perfectamente.

—O sea que todavía tienes el estómago revuelto.

—Deberías ser symphath.

—Trabajo con dos symphaths. Eso ya es suficiente, muchas gracias.

Rehv sonrió y dio otro sorbo grande a la taza. Era probable que se estuviese quemando los labios, a juzgar por la cantidad de vapor que estaba saliendo, pero él no sentía nada.

Por otro lado, tenía muy presente la mirada solemne de Trez. Estaba claro que el Moro estaba a punto de decirle algo que no le iba a gustar. Al contrario de la mayoría de la gente, cuando ese tío quería decirte algo que tú no querías oír, te miraba directamente a los ojos.

Rehv arrugó la frente.

—Venga, suelta lo que sea.

—Cada vez que estás con ella te quedas peor.

Cierto. Hacía unos años, cuando todo comenzó, Rehv podía estar con la Princesa y regresar a trabajar inmediatamente. Después de transcurridos un par de años, necesitaba echarse un rato. Luego fue necesitando dos o tres horas de siesta. Ahora quedaba fuera de combate durante al menos veinticuatro horas. Al parecer, estaba desarrollando una alergia al veneno. Claro, el antídoto que Trez le inyectaba inmediatamente después de los encuentros impedía que entrara en estado de shock, pero la recuperación se volvía cada vez más lenta.

Tal vez iba a llegar el día en que no pudiera recuperarse.

Cuando pensó en la cantidad de medicamentos que necesitaba tomar de manera regular, se dijo: «Mierda, es mejor seguir vivo, aunque sea por medio de la química. Bueno, en cierta forma».

Trez todavía lo estaba mirando, así que le dio otro sorbo al café y luego respondió.

—No puedo dejar de verla.

—Pero podrías huir de Caldwell. Encontrar otro lugar donde vivir. Si ella no sabe cómo encontrarte, no puede denunciarte.

—Si me voy de la ciudad, se dedicaría a perseguir a mi madre. Y ella no se va a ir a ningún lado. Jamás consentiría estar lejos de Bella y su bebé.

—Pero esto te va a matar.

—Está demasiado obsesionada conmigo para arriesgarse a eso.

—Entonces tienes que decirle que deje de embadurnarse en veneno de escorpión. Entiendo que quieras parecer fuerte, pero ella va a terminar tirándose a un cadáver si sigue con esa mierda.

—Conociéndola, puedo apostar lo que sea a que la necrofilia la excitaría.

Detrás de Trez, un precioso resplandor cortó súbitamente el horizonte.

—Mierda, ¿ya es tan tarde? —dijo Rehv, mientras buscaba el mando a distancia para cerrar las persianas de acero que cubrían las ventanas de la casa.

Pero no se trataba del sol. Al menos no del sol que daba vueltas en el cielo.

Una figura luminosa se acercaba tranquilamente a la casa a través del jardín.

Rehv sólo podía pensar en una cosa que pudiera producir ese efecto.

—No me lo puedo creer —balbuceó, mientras se incorporaba—. Joder, ¿esta noche no se va a acabar nunca?

Trez ya estaba de pie y alerta.

—¿Quieres que lo deje entrar?

—Da lo mismo. De todas maneras podría atravesar el vidrio.

El Moro abrió una de las puertas correderas y se quedó a un lado. Lassiter entró. Aquel hombre caminaba como deslizándose por el suelo, lo cual parecía el equivalente físico de esa forma de hablar despreocupada e insolente que se ve en algunas personas.

—Cuánto tiempo sin verte —dijo el ángel.

—No lo suficiente.

—Tú siempre tan hospitalario.

—Escucha, General Electric —dijo Rehv al tiempo que parpadeaba—. ¿Te molesta bajar un poco la intensidad de tus luces de discoteca?

El resplandor se fue atenuando hasta que Lassiter se hizo normal. Bueno, normal para alguien con una seria afición a los piercings y la aspiración a convertirse en el patrón oro de algún país.

Trez cerró la puerta y se quedó detrás, como una amenazadora presencia muda que decía «ángel o no, si le haces algo a mi amigo, te muelo a palos».

—¿Qué te trae a mi casa? —dijo Rehv, mientras sostenía la taza con las dos manos y trataba de absorber el calor del café.

—Tengo un problema.

—No puedo arreglar tus problemas de personalidad, lo siento.

Lassiter soltó una carcajada que resonó por toda la casa como el tañido de campanas de iglesia.

—No. Me gusto mucho tal y como soy, gracias.

—Tampoco puedo corregir tus delirios.

—Necesito encontrar una dirección.

—¿Y acaso tengo cara de guía telefónica o de callejero?

—Tienes una cara horrible, para serte sincero.

—Siempre tan amable. —Rehv terminó su café—. ¿Qué te hace pensar que voy a ayudarte?

—Pues…

—¿No quieres agregar un par de sustantivos y verbos a esa bonita frase para que te entienda?

Lassiter se puso serio y su belleza etérea se impuso sobre la expresión de «a la mierda» que siempre mantenía.

—Estoy aquí en funciones oficiales.

Rehv frunció el ceño.

—No te ofendas, pero pensé que tu jefe te había echado a patadas.

—Tengo una última oportunidad para demostrar mi buena voluntad. —El ángel clavó la vista en la taza que Rehv tenía entre las manos—. Si me ayudas, puedo pagarte el favor.

—¿De veras?

Cuando Lassiter trató de acercarse, Trez se le puso detrás.

—No, no te vas a acercar.

—Lo voy a curar. Si me dejas tocarlo, lo puedo hacer.

Trez frunció el ceño y abrió la boca como si estuviera a punto de decirle al ángel que se largara de inmediato de la casa.

—Espera —dijo Rehv.

Mierda, se sentía tan cansado, tan dolorido y miserable, que le resultaba difícil pensar que se fuera a sentir mejor al anochecer. O una semana después.

—Sólo dime de qué tipo de dirección estamos hablando.

—La de la Hermandad.

—Venga ya. Aunque la supiera, y no la sé, no podría dártela.

—Tengo algo que ellos perdieron.

Rehv estaba a punto de reírse otra vez, cuando su naturaleza symphath entró en acción. El ángel era un imbécil, pero estaba hablando totalmente en serio. Y, joder… ¿no sería cierto? ¿Sería verdad que había hallado…?

—Sí, así es —dijo Lassiter—. Entonces, ¿vas a ayudarme a ayudar a los hermanos? Y, en contraprestación, porque soy un tío de palabra, me ocuparé de tu pequeño problema.

—¿Y cuál sería ese problema?

—La infección de estafilococos dorados que tienes en el antebrazo. Y el hecho de que, en este momento, te encuentras a dos pasos de sufrir un shock anafiláctico por culpa de ese veneno de escorpión. —Lassiter sacudió la cabeza—. Y no te voy a preguntar nada al respecto. En ninguno de los dos casos.

—¿Te sientes bien? Por lo general eres mucho más entrometido.

—Oye, si quieres…

—De acuerdo. Inténtalo si quieres. —Rehv extendió su brazo lleno de heridas—. Haré lo que pueda para ayudarte, pero no te puedo prometer nada.

Lassiter dedicó una sonrisa a Trez.

—Entonces, grandullón, ¿no quieres tomarte un descanso y hacerte a un lado? Porque tu jefe acepta…

—Él no es mi jefe.

—No soy su jefe.

Lassiter inclinó la cabeza.

—Entonces tu colega. Ahora, ¿te molestaría quitarte de mi camino?

Trez enseñó los colmillos y abrió y cerró la boca dos veces, que era su manera de decirle a alguien que estaba a punto de cruzar un límite muy peligroso. Pero se hizo a un lado.

Lassiter se acercó y su resplandor volvió a resurgir.

Rehv clavó la mirada en los ojos plateados y sin pupilas del ángel.

—Si me haces daño, Trez te va a dejar hecho añicos. Ya sabes cómo es.

—Lo sé, pero está perdiendo el tiempo conmigo. No puedo hacer daño a los justos, así que estás a salvo.

Rehv soltó una carcajada.

—Entonces, muy al contrario, será mejor que se ponga alerta.

Cuando Lassiter estiró la mano y tocó a Rehv, una corriente de energía penetró por su brazo y le hizo jadear. Y mientras un maravilloso proceso sanador comenzaba a recorrerlo, se estremeció y se recostó entre las mantas. «Dios»… Notaba que el agotamiento se iba evaporando. Lo cual quería decir que el dolor que no podía sentir estaba cediendo.

Con su maravillosa voz, Lassiter murmuró:

—No tienes nada de qué preocuparte. Los justos no siempre hacen lo correcto, pero sus almas permanecen puras. Tu corazón está intacto. Ahora, cierra los ojos, idiota, porque estoy a punto de encenderme como una hoguera.

Rehv entornó los ojos y tuvo que desviar la mirada mientras un estallido de energía pura atravesaba su cuerpo. Fue como un orgasmo con esteroides, una ola inmensa que lo llevó lejos, convirtiéndolo en mil pedazos hasta que comenzó a caer convertido en una lluvia de estrellas.

Cuando regresó a su cuerpo, suspiró con fuerza.

Lassiter lo soltó y se limpió la mano en los vaqueros que llevaba puestos.

—Y ahora, lo que necesito de ti.

—No va a ser fácil llegar a ellos.

—Dime algo que no sepa.

—Primero necesito saber qué es lo que tienes.

—No está muy contento.

—Bueno, claro que no, ¿no ves que está contigo? Pero no voy a mover un dedo hasta que vea de qué estamos hablando.

Se produjo una pausa. Y luego Lassiter inclinó la cabeza.

—Está bien. Regresaré al anochecer y te llevaré hasta donde está.

—De acuerdo, ángel, de acuerdo.