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La comisaría de policía de Caldwell tenía dos fachadas distintas: la entrada frontal, es decir la principal, en la calle 10, con las escaleras donde los periodistas filmaban toda esa basura que se ve en las noticias, y la entrada posterior, con los barrotes de hierro, donde pasaban las cosas de verdad. En realidad, la fachada de la calle 10 sólo era un poco mejor, porque el edificio construido en los años sesenta era como el perfil de una mujer vieja y fea: no tenía lado bueno.

La patrulla en cuyo asiento trasero iba Lash se detuvo frente a la entrada posterior.

¿Cómo demonios había ido a parar allí?

El policía que lo arrestó rodeó el coche y abrió la puerta.

—Salga del coche, por favor.

Lash levantó la vista hacia el tipo y luego sacó las piernas, desdobló las rodillas y se estiró hasta alcanzar toda su estatura, que superaba por mucho a la del humano. Por su cabeza cruzaron miles de ideas, todas relacionadas con agarrar a ese pobre hijo de puta, cortarle la garganta y convertir su yugular en una fuente.

—Por aquí, señor.

—Claro.

Lash se dio cuenta de lo nervioso que ponía al policía por la forma en que el desgraciado apoyó la mano sobre la culata de su arma, a pesar de que estaban frente a todo el personal de la oficina del Departamento de Policía de Caldwell.

Después de atravesar una puerta doble, entraron a un pasillo de suelo de linóleo que parecía instalado en la época en que se inventó ese material. Se detuvieron frente a una ventana con un vidrio tan grueso como un brazo y el policía dijo algo a través de una rejilla circular de metal que estaba empotrada en la pared. La mujer que estaba al otro lado parecía muy ocupada, embutida en su uniforme azul y tan atractiva como el agente que lo acompañaba.

Pero se encargó rápidamente del papeleo. Cuando hubo reunido todos los formularios para que ellos los rellenaran, los deslizó por debajo de la ventana y le hizo un gesto de asentimiento al policía. La puerta que estaba al lado emitió un pitido prolongado y luego un sonido ahogado, como si acabara de eructar, y apareció otro pasillo de linóleo convertido en mierda, que terminaba en un cuarto pequeño en el que había un banco de madera, una silla y un escritorio.

Se sentaron y el agente sacó un bolígrafo.

—¿Nombre completo?

—Larry Owen —dijo Lash—. Como le dije a su compañero.

El tipo se inclinó sobre los papeles.

—¿Dirección?

—Calle 10, número 1.583, apartamento 4F, por ahora. —Supuso que lo mejor sería dar la dirección que aparecía en los documentos del Focus. El señor D iba a traer el permiso de conducir falso que Lash usaba cuando vivía con sus padres, pero no se acordaba bien de la dirección que aparecía allí.

—¿Tienes alguna identificación que pruebe que vives ahí?

—No la tengo conmigo. Pero mi amigo va a traer mi identificación.

—¿Fecha de nacimiento?

—¿Cuándo podré hacer mi llamada telefónica?

—En un minuto. ¿Fecha de nacimiento?

—13 de octubre de 1981. —Al menos creía que ésa era la fecha que aparecía en la identificación falsa.

El oficial acercó un tampón de tinta, se levantó y abrió las esposas para liberarle una mano.

—Ahora necesito tomar tus huellas.

«Vas a necesitar buena suerte con eso», pensó Lash.

Entonces dejó que el tipo tomara su mano izquierda y la acercara a la almohadilla. Luego observó cómo le deslizaba las yemas de los dedos sobre la almohadilla y las apretaba después sobre una hoja de papel que tenía diez casillas distribuidas en dos filas.

El policía frunció el ceño y lo volvió a intentar con otro dedo.

—No marca nada.

—Es que me quemé las manos cuando era niño.

—No me digas —dijo con cierta sorna, al tiempo que le volvía a pasar los dedos por la almohadilla y los apretaba de nuevo sobre el papel un par de veces más. Al ver que no obtenía resultado, le volvió a poner las esposas—. Ponte frente a la cámara.

Lash fue hasta el otro extremo del cuarto y se quedó quieto mientras un flash le iluminaba la cara.

—Quiero hacer mi llamada.

—Ya va.

—¿Cuánto es la fianza?

—No lo sabemos todavía.

—¿Cuándo saldré de aquí?

—Cuando el juez fije la fianza y tú la pagues. Probablemente sea esta tarde, considerando que todavía no ha amanecido.

Lash tenía ahora las manos esposadas por delante y el policía le acercó un teléfono. El oficial presionó el botón del altavoz y marcó el número del móvil del señor D, mientras Lash le iba dictando los números.

El policía dio un paso atrás cuando el restrictor contestó.

Lash no desperdició ni un minuto.

—Trae mi cartera. Está en mi chaqueta, en el asiento trasero del coche. Todavía no han fijado la fianza, pero tienes que conseguir efectivo lo más pronto posible.

—¿Cuándo quieres que vaya a buscarte?

—Trae la identificación ahora mismo. Luego tendremos que esperar a que el juez fije la fianza. —Lash levantó la mirada hacia el oficial—. ¿Puedo volverlo a llamar para avisarle cuándo tiene que venir a recogerme?

—No, pero él puede llamar a la comisaría, pedir que le comuniquen con la cárcel y averiguar cuándo te vamos a soltar.

—¿Lo has oído?

—Sí —dijo el señor D.

—No dejéis de trabajar.

—No lo haremos.

Diez minutos después, Lash estaba en una celda.

Era una celda estándar, con paredes de cemento, barrotes en una ventana no muy grande y un retrete y un lavabo de acero inoxidable en la esquina. Cuando Lash entró y fue a sentarse en el banco con la espalda contra la pared, cinco tíos lo miraron. Dos eran, obviamente, un par de drogadictos. Se notaba porque estaban grasientos como un trozo de tocino y era evidente que hacía tiempo que se habían frito el cerebro. Los otros tres llamaron más su atención, aunque eran sólo humanos: en la esquina del otro lado, alejado de todos los demás, había un tío con unos bíceps enormes y una buena docena de tatuajes carcelarios; paseándose ante los barrotes, como una rata enjaulada, había un pandillero con un trapo azul en la cabeza, y el último era un sociópata de cabeza rapada, que se movía nerviosamente junto a la puerta.

Como era de esperar, los adictos no hicieron ningún gesto cuando Lash se sumó al grupo, pero los otros tres lo miraron de arriba abajo, como si fuera una pata de cordero en la vitrina de un restaurante con autoservicio.

Lash pensó en la cantidad de pérdidas que había tenido la Sociedad Restrictiva esa noche.

—Oye, idiota —le dijo al más veterano—. ¿Tu novio fue el que te hizo esos tatuajes? ¿O estaba demasiado ocupado dándote por el culo?

El tipo entornó los ojos.

—¿Qué estás diciendo?

El pandillero sacudió la cabeza y dijo:

—Debes estar completamente loco, blanco.

El de la cabeza rapada comenzó a carcajearse como si fuera una licuadora conectada a la máxima velocidad.

«Quién iba a pensar que reclutar soldados sería así de fácil», pensó Lash.

‡ ‡ ‡

Phury no se dirigió al Zero Sum, y en lugar de eso se materializó en Screamer’s.

Como ya casi estaba amaneciendo, no había cola en el exterior del club, así que simplemente atravesó la puerta y se encaminó hacia la barra. Mientras retumbaba la música rap, los últimos juerguistas se aferraban a sus bebidas con desesperación, amontonados unos encima de otros en las esquinas, demasiado borrachos para tener sexo siquiera.

Cuando el barman se acercó, dijo:

—Estamos sirviendo los últimos.

—Un vermut con ginebra.

El tipo regresó con la bebida un par de minutos después y plantó una servilleta de cóctel sobre la barra, antes de poner el vaso triangular.

—Son doce dólares.

Phury deslizó sobre la barra un billete de cincuenta, pero mantuvo la mano sobre el billete.

—Estoy buscando algo. Y no precisamente cambio.

El barman miró el billete.

—¿Qué estás buscando?

—Me gusta montar a caballo.

Los ojos del tipo empezaron a inspeccionar el salón como si estuviera buscando algo.

—¿Ah, sí? Pues esto es un club, no un establo.

—Nunca me visto de azul. Jamás.

Los ojos del barman volvieron a fijarse en Phury y lo miró de arriba abajo.

—Con ropa tan cara como la que llevas encima… puedes usar lo que quieras.

—Es que no me gusta el azul.

—¿No eres de la ciudad?

—Se podría decir que no.

—Tienes la cara hecha un desastre.

—¿De verdad? No me había dado cuenta.

Hubo una pausa.

—¿Ves a ese tipo que está al fondo? ¿El que tiene un águila en la chaqueta? Es posible que él te pueda ayudar. Pero no estoy seguro. No lo conozco.

—Claro que no lo conoces.

Phury dejó el billete y la bebida sobre la barra y atravesó el salón, que ya estaba bastante vacío, con una sola idea en mente.

Cuando estaba llegando, el tipo en cuestión echó a andar y salió del club por una puerta lateral.

Phury lo siguió hasta el callejón y, en cuanto pusieron un pie en la calle, sintió una señal de alarma, pero hizo caso omiso de ella. Por el momento sólo estaba interesado en una única cosa… estaba tan absorto que hasta la voz del hechicero había desaparecido.

—Discúlpeme —dijo Phury.

El camello dio media vuelta y le lanzó a Phury la misma mirada inquisitiva con que lo había estudiado el barman.

—No lo conozco.

—No, no me conoces, pero sí conoces a mis amigos.

—¿Ah, sí? —Cuando Phury sacó un par de billetes de cien, el tipo sonrió—. Ah, sí, cómo no. ¿Qué estás buscando?

—H.

—Justo a tiempo. Casi no me queda. —El anillo de graduación del tipo lanzó un destello azul cuando se metió la mano a la chaqueta.

Durante una fracción de segundo, Phury recordó la imagen del vendedor y el drogadicto con los que el restrictor y él se habían cruzado hacía un par de noches. Curioso, ese encuentro parecía haber desencadenado el inicio de una gran caída. Una caída que lo había llevado a ese preciso momento y lugar… en que un sobrecito lleno de heroína aterrizaba en su mano.

—Estoy aquí casi todas las noches —dijo el camello, señalando con un gesto la puerta del club.

En ese momento los iluminaron unas luces muy potentes, que parecían venir de todas partes, por cortesía de los coches de policía camuflados que estaban aparcados a la entrada y el fondo del callejón.

—¡Manos arriba! —gritó alguien.

Phury se quedó mirando fijamente los ojos aterrados del camello, sin sentir ni una pizca de simpatía o complicidad con él.

—Me tengo que ir. Nos vemos.

Después de borrar su recuerdo de la cabeza de los cuatro policías que les apuntaban y del vendedor de droga con cara de pánico, Phury se desmaterializó con su mercancía en el bolsillo.