35
Rehv aparcó el Bentley en la entrada sur del parque estatal Black Snake. El estacionamiento cubierto de gravilla era pequeño, cabían sólo diez coches, y mientras que los otros recintos similares estaban cerrados con cadenas por la noche, éste siempre estaba abierto, porque de él salían caminos que llevaban a las cabañas de alquiler.
Al bajarse del coche agarró su bastón, pero no porque lo necesitara para apoyarse. Su visión se había vuelto completamente roja desde antes de llegar y ahora su cuerpo se sentía vivo y caliente, vibrando de sensibilidad por todas partes.
Antes de cerrar con llave el Bentley, guardó el abrigo de piel en el maletero, porque el coche ya era suficientemente llamativo como para dejar además a la vista una piel rusa que costaba más de veinticinco mil dólares. También comprobó que llevaba el kit antitóxico y suficiente dopamina.
Cerró el maletero, puso la alarma y se dirigió a la espesa línea de arbustos que formaba el límite exterior del parque. Sin ninguna razón en particular, los abedules, los robles y los álamos que rodeaban el estacionamiento le hicieron pensar en una multitud de gente que observaba un desfile, todos apretados al borde del suelo de gravilla, con las ramas extendiéndose más allá de las barreras, aunque sus troncos permanecieran donde debían estar.
La noche estaba bastante serena, excepto por una brisa seca y áspera que anunciaba la llegada inminente del otoño. Curioso que, al estar tan al norte, agosto se pudiera volver tan frío, pero la verdad era que en el estado en que se encontraba en ese momento, su cuerpo disfrutaba del frío. Incluso se regocijaba con él.
Se dirigió hacia el sendero principal, tras pasar por un puesto de control en el que no había nadie y frente a una serie de avisos para los caminantes. A unos cuatrocientos metros de allí se abría un camino que se adentraba en el bosque y Rehv tomó el sendero de tierra y se internó en las profundidades del parque. La cabaña de madera se encontraba a kilómetro y medio de allí. Cuando estaba a unos doscientos metros, un montón de hojas cayó a sus pies. La sombra que las había arrastrado parecía arder alrededor de sus tobillos.
—Gracias, hombre —le dijo a Trez.
—Te veré allí.
—Bien.
Mientras su guardaespaldas se perdía en el bosque como si fuera un banco de niebla, Rehv se arregló la corbata sin motivo aparente. Era muy consciente de que no iba a durar mucho tiempo colgada de su cuello.
El claro en el que estaba situada la cabaña estaba bañado por la luna y Rehv no podía saber cuál de las sombras que se arremolinaban entre los árboles era Trez. Precisamente por eso su guardaespaldas valía su inmenso peso en oro. Ni siquiera un symphath podía diferenciarlo del paisaje cuando no quería dejarse ver.
Rehv se acercó a la tosca puerta y se detuvo a mirar a su alrededor. La Princesa ya estaba allí: lo sabía porque los bucólicos alrededores se habían cubierto de repente con una nube densa e invisible de terror, como la que los chicos perciben cuando observan casas abandonadas en medio de una noche oscura y borrascosa. Ésa era la versión symphath del mhis, y garantizaba que ningún humano fuese a interrumpirlos. Ni ningún otro animal, en realidad.
Rehv no se sorprendió al ver que ella había llegado pronto. Nunca podía predecir si iba a llegar tarde, temprano o a tiempo, y por eso siempre estaba alerta, independientemente de la hora a la que ella apareciese.
La puerta de la cabaña se abrió con su crujido habitual. Cuando el sonido alcanzó el centro de su cerebro, Rehv ocultó sus emociones tras la imagen de una playa soleada que había visto una vez en televisión.
Desde las sombras del rincón llegó una voz densa y turbia que hablaba con acento.
—Siempre haces eso. Me hace preguntarme qué es lo que le ocultas a tu amante.
Por Rehv, podía seguir preguntándoselo. No podía permitir que ella entrara en su cabeza, porque, aparte de la necesidad de protegerse, sabía que el hecho de que él se cerrara completamente frente a ella la enervaba, y eso le hacía resplandecer con tanta satisfacción que parecía un maldito reflector.
Mientras cerraba la puerta decidió que esa noche iba a hacer el papel de amante abandonado. Ella debía estar esperando que tuviera mucha curiosidad por saber por qué diablos no se habían encontrado en la fecha establecida y lo iba a chantajear con esa información todo el tiempo que pudiera. Pero el encanto funcionaba, incluso con los symphaths, aunque de una manera retorcida y perversa. Ella sabía que él la odiaba y que le costaba mucho trabajo pretender que estaba enamorado de ella. Así que el sufrimiento que le costaba decir esas bonitas mentiras era lo que le hacía ganarse el favor de la Princesa, y no las mentiras en sí mismas.
—Te he echado de menos —dijo Rehv con una voz profunda y seductora.
Luego se llevó los dedos a la corbata que se acababa de arreglar y soltó lentamente el nudo. La respuesta de ella fue instantánea. Sus ojos relampaguearon como rubíes frente a una hoguera y no hizo nada para tratar de ocultar su reacción. Ella sabía que eso le hacía sentirse muy mal.
—¿De verdad? Ah, claro que me echaste de menos. —La voz de la Princesa parecía el siseo de una serpiente, pues alargaba el sonido de las eses con sus exhalaciones—. Pero ¿cuánto?
Rehv mantuvo la escena de la playa fija en su mente, clavándola a su lóbulo frontal para evitar que ella entrara dentro de su cabeza.
—Te extrañé hasta la locura.
Dejó el bastón a un lado, se quitó la chaqueta y se abrió el botón de arriba de su camisa de seda… luego el siguiente… y el siguiente, hasta que tuvo que sacarse los faldones de entre los pantalones para terminar el trabajo. Mientras se bajaba la camisa por los hombros y dejaba caer la seda al suelo, la Princesa siseó de verdad y Rehv sintió que su miembro se inflamaba.
Odiaba a la Princesa y odiaba el sexo, pero le encantaba ver el poder que tenía sobre ella. Esa debilidad de la Princesa le producía un placer sexual muy cercano al que sientes cuando estás realmente atraído por alguien. Y así era exactamente como lograba tener erecciones, aunque sentía un hormigueo en la piel como si estuviera envuelto en una manta llena de gusanos.
—No te desnudes —dijo ella con voz aguda.
—Sí. —Rehv siempre se quitaba la ropa cuando quería y no cuando ella se lo ordenaba. Era una exigencia de su orgullo.
—Que no te desvistas, puto.
—Sí lo haré. —Rehv se desabrochó el cinturón y le dio un tirón por encima de las caderas para sacarlo del pantalón, mientras el cuero crujía en el aire. Luego lo dejó caer de la misma forma en que había dejado caer la camisa, sin ningún cuidado.
—He dicho que te quedes vestido… —dijo ella sin terminar la frase, porque su resistencia comenzaba a flaquear. Lo cual era precisamente el objetivo.
Con un gesto decidido, Rehv se acarició el pene, bajó la cremallera, desabotonó la pretina y sintió cómo los pantalones bajaban por sus piernas hasta el suelo tosco. Su erección salió al aire, sintetizando en cierta forma la naturaleza de su relación. Rehv se sentía horriblemente enfurecido con ella y se odiaba y despreciaba el hecho de que Trez estuviese afuera, presenciando todo eso. Y como resultado, su miembro estaba duro como una piedra y brillando de humedad en la punta.
Para los symphaths, un paseo por la locura era mejor que cualquier prenda de lencería provocativa y ésa era la razón por la que todo ese asunto funcionaba y él podía darle a ella aquella mierda de satisfacción enfermiza. Pero también podía darle algo más. Ella anhelaba todo el combate sexual que solían tener. El apareamiento de los symphaths era como una partida de ajedrez con un intercambio de fluidos al final. Así que ella ansiaba los ardores carnales que sólo el lado vampiro de Rehv podía ofrecerle.
—Tócate —dijo ella entre de jadeos—. Tócate para mí.
Pero Rehv no hizo lo que le ordenaban. Con un gruñido, se quitó los mocasines y se alejó del montón que había formado su ropa. Mientras avanzaba hacia delante, era muy consciente del aspecto que debía tener, empalmado, rudo y amenazante. Se detuvo en el centro de la cabaña, donde un rayo de luna que entraba por la ventana iluminó su cuerpo.
Odiaba admitirlo, pero la verdad era que también ansiaba esos encuentros con ella. Era el único momento en que podía ser como realmente era, en que no tenía que mentirle a la gente que lo rodeaba. La horrible verdad era que una parte de él necesitaba esa relación retorcida y enfermiza y que eso era lo que lo hacía acudir mes tras mes, y no la amenaza que pendía sobre él y Xhex.
No sabía si la Princesa era consciente de esa debilidad. Siempre tenía cuidado de no enseñar sus cartas, pero nunca podías saber con certeza cuánto sabía un symphath sobre ti. Lo cual, por supuesto, hacía que todo fuera más interesante, debido a lo que estaba en juego.
—Pensé que esta noche podíamos empezar con un pequeño espectáculo —dijo Rehv y dio media vuelta. Mientras le daba la espalda, al fin le hizo caso y comenzó a masturbarse, pero sin dejarla ver, manteniéndose de espaldas, acariciando con su mano inmensa el grueso miembro, enorme.
—Aburrido —dijo ella sin aliento.
—Mentirosa. —Rehv apretó con tanta fuerza la cabeza de su pene que se le escapó un gemido.
La Princesa gimió al oír ese sonido, pues el dolor de Rehv la atraía más hacia el juego. Al bajar la vista y mirar lo que estaba haciendo, Rehv sintió una confusa sensación de desdoblamiento, como si lo que estuviera viendo fueran el pene y la mano de otro. Pero, claro, esa distancia era necesaria, pues era la única forma en que su naturaleza vampira y decente podía aceptar las cosas que ellos dos hacían. La parte buena de él no tomaba parte en eso. Siempre la dejaba en la puerta al momento de entrar.
Éste era el territorio del Devorador de pecados.
—¿Qué estás haciendo? —gimió ella.
—Me estoy acariciando. Con fuerza. La luz de la luna queda muy bien sobre mi pene. Estoy mojado.
Ella tomó aire con fuerza.
—Date la vuelta. Ahora.
—No.
Aunque no hizo ningún ruido, Rehv sintió que ella comenzaba a acercarse y el sentimiento de triunfo que experimentó aniquiló esa sensación de distancia que había sentido al comienzo. El objetivo de su vida era hacerle daño a la Princesa. Ese poder era como heroína en sus venas. Sí, después se iba a sentir endemoniadamente sucio y, claro, vivía con pesadillas debido a todo esto, pero en este momento realmente se estaba excitando.
La Princesa pasó junto a él en medio de las sombras y Rehv se dio cuenta del momento en que vio lo que él estaba haciendo, porque gimió con fuerza, pues ni siquiera su naturaleza symphath fue lo suficientemente fuerte para contener la reacción.
—Si me vas a mirar —dijo Rehv y volvió a apretar la cabeza de su miembro con tanta fuerza que se puso morado y tuvo que arquear la espalda del dolor—, quiero verte.
La Princesa dio un paso hacia el rayo de luz y él perdió el ritmo por un momento.
Estaba vestida con un traje largo rojo y brillante, y los rubíes que llevaba al cuello resplandecían contra el color blanco de su piel. Tenía el pelo negro azulado recogido sobre la cabeza y los ojos y los labios eran del mismo tono que las piedras color sangre que llevaba al cuello. De sus orejas pendían dos escorpiones albinos que lo miraban mientras colgaban de la cola.
La Princesa era terriblemente hermosa. Un reptil capaz de erguirse y de ojos hipnotizadores.
Tenía los brazos cruzados sobre la cintura y metidos entre las larguísimas mangas de su vestido, que llegaban hasta el suelo, pero en ese momento los soltó y Rehv tuvo cuidado de no mirarle las manos. No podía hacerlo. Le resultaban demasiado desagradables y si su mirada se cruzaba con ellas perdería la erección.
Para mantenerse excitado deslizó la palma de la mano por debajo de sus testículos y los estiró hacia arriba de manera que enmarcaran el pene. Luego los dejó volver a su lugar y las dos partes rebotaron con fuerza.
Había tantas cosas que quería ver de él que la Princesa no sabía dónde fijar los ojos. Mientras recorría su pecho, se detuvo en el par de estrellas rojas que marcaban los pectorales de Rehv. Los vampiros pensaban que sólo era decoración, pero para los symphaths esas dos estrellas eran la evidencia de su sangre real y de los dos asesinatos que había cometido. El parricidio te otorgaba estrellas, mientras el matricidio te valía círculos. La tinta roja significaba que él era miembro de la familia real.
La Princesa se quitó el vestido y debajo de esos pliegues lujuriosos tenía el cuerpo cubierto con una malla roja satinada que se le incrustaba en la piel. En consonancia con la apariencia casi totalmente asexuada de los de su especie, tenía senos pequeños y caderas aún más pequeñas. La única manera de estar seguro de que era una hembra era viendo la pequeña abertura entre sus piernas. Los machos también eran andróginos, con ese pelo largo que se peinaban igual que las hembras y esos vestidos idénticos. Rehv nunca había visto desnudo a un macho, gracias a Dios, pero suponía que sus penes tenían la misma pequeña anomalía que tenía la suya.
¡Ah, el placer!
Su anomalía era, desde luego, otra de las razones por las que le gustaba copular con la Princesa. Él sabía que al final le hacía daño.
—Ahora te voy a tocar —dijo ella, al tiempo que se acercaba—. Puto.
Rehv se preparó para sentir cómo la mano de la Princesa se cerraba sobre su miembro, pero sólo le permitió un momento de contacto, pues enseguida dio un paso atrás y se lo arrancó de la mano.
—¿Acaso vas a terminar con nuestra relación? —dijo, arrastrando las palabras y odiándose por lo que estaba diciendo—. ¿Por esa razón me dejaste plantado la otra noche? ¿Esta mierda es demasiado aburrida para ti?
La Princesa se acercó, tal y como él sabía que lo haría.
—Vamos, si tú eres mi juguete. Te extrañaría terriblemente.
—Ah.
Esta vez, cuando lo agarró, le enterró las uñas en su órgano viril. Rehv contuvo el gemido de dolor apretando los hombros casi hasta romperse las clavículas.
—Entonces, ¿te preguntaste dónde estaba? —susurró ella mientras se inclinaba sobre él y le rozaba la garganta con los labios, lo que le hizo arder la piel. El lápiz de labios que llevaba estaba hecho de pimientos molidos, cuidadosamente elegidos para provocar escozor—. Te preocupaste por mí. Sufriste por mí.
—Sí. Así es —dijo Rehv, porque la mentira le excitaba.
—Yo sabía que así sería. —La Princesa cayó de rodillas y se inclinó sobre él. Tan pronto rozó con los labios el glande de Rehv, la sensación ardiente del carmín hizo que sus testículos se apretaran como si fueran puños—. Pídemelo.
—¿El qué? ¿Una mamada o la explicación de por qué cambiaste la fecha?
—Estoy comenzando a pensar que deberías suplicar por las dos. —La Princesa agarró el pene de Rehv y la empujó hacia atrás, mientras sacaba la lengua y comenzaba a juguetear con la base del miembro. Era la parte de él que más le gustaba, la que encajaba en su lugar cuando él eyaculaba y los mantenía unidos. En lo personal, él la odiaba, pero, mierda, cómo le gustaba que se la lamieran, incluso a pesar del dolor que le producía la boca de la Princesa.
—Pídemelo —repitió la Princesa y soltó la verga para metérsela después en la boca.
—Ah, mierda, chúpamela —gruñó Rehv.
Y, demonios, vaya si lo hizo. Abrió su boca enorme y se hundió la protuberancia todo lo que pudo. Era sensacional, pero el ardor era matador. Así que, en recompensa por su carmín de pesadilla, Rehv la agarró del pelo y empujó con las caderas hacia delante, haciendo que se atragantara.
En respuesta, ella le clavó una uña en el miembro, con tanta fuerza que le hizo sangre y él gritó y los ojos se le llenaron de lágrimas. Al ver que una lágrima rodaba por la mejilla de Rehv, la Princesa sonrió, pues sin duda le gustaba el contraste del rojo sobre la piel del rostro.
—Vas a decir «por favor» —dijo—. Cuando me pidas que te explique algo.
Rehv tuvo la tentación de decirle que esperara sentada, pero en lugar de eso volvió a meterle el pene en la boca y ella volvió a clavarle la uña y siguieron haciendo eso mismo una y otra vez, hasta que los dos se quedaron sin aire.
En este punto Rehv sentía su miembro ardiendo, palpitando por la necesidad de eyacular en la horrible boca de ella.
—Pregúntame el porqué —ordenó ella—. Pregúntame por qué no aparecí.
Rehv negó con la cabeza.
—No… me lo dirás cuando quieras. Pero lo que sí quiero saber es si sólo estamos perdiendo el tiempo aquí o me vas a dejar terminar.
La Princesa se levantó del suelo, fue hasta la ventana y se apoyó en el alféizar.
—Puedes terminar. Pero sólo dentro de mí.
Aquella perra siempre hacía lo mismo. Siempre tenía que ser dentro de ella.
Y siempre en la ventana. Era evidente que, aunque no estaba segura de que él llevaba refuerzos, de alguna manera sabía que estaban siendo observados. Y si lo hacían frente a la ventana, su centinela estaría obligado a mirar.
—Eyacula dentro de mí, maldición.
La Princesa arqueó la espalda y levantó el trasero. La malla que llevaba subía por sus piernas y se metía entre los muslos y Rehv iba a tener que romperla para poder penetrarla. Lo cual era precisamente la razón para que la llevara puesta. Si la pintura de labios era mala, la malla esa con la que se cubría el cuerpo, era peor.
Rehvenge se colocó detrás de ella y metió los dedos índice y medio de sus dos manos entre la malla, a la altura de la parte baja de la espalda. Con un tirón rompió el tejido, liberando las nalgas y el sexo de la Princesa.
Ella estaba brillante de humedad, con el sexo hinchado y suplicando que la penetrara.
Al mirar por encima del hombro, la Princesa sonrió, revelando unos dientes blancos y perfectos.
—Tengo hambre. Me reservé para saciarme contigo. Como siempre.
Rehv no pudo ocultar una mueca de disgusto. No soportaba la idea de que él fuera su único amante; habría sido mucho mejor formar parte de una legión de machos, de manera que lo que pasaba entre ellos no pareciera tan importante. Además, la paridad de la situación le causaba náuseas. Ella también era su única amante.
Rehv se abalanzó dentro del sexo de ella, empujándola hacia delante hasta que la cabeza de la Princesa se estrelló contra el vidrio. Luego la agarró de las caderas y se salió lentamente. Las piernas de la Princesa temblaron en una serie de espasmos y Rehv odió una vez más la idea de estar dándole lo que quería. Así que volvió a penetrarla lentamente, deteniéndose a mitad de camino para que ella no se apropiara de todo.
Los ojos rojos de la hembra escupieron fuego cuando lo miró por encima del hombro.
—Más.
—¿Por qué no apareciste el otro día, mi adorable perra?
—¿Por qué no te callas y terminas?
Rehv se inclinó y rozó los colmillos sobre el hombro de ella. La malla estaba recubierta con una capa de veneno de escorpión y de inmediato sintió que los labios se le entumecían. Cuando terminaran de copular, iba a tener esa mierda por todas las manos y todo el cuerpo, así que tendría que ducharse en su refugio de seguridad tan pronto como llegara. Pero como eso no iba a ocurrir lo suficientemente pronto, lo más seguro es que terminara brutalmente enfermo, como siempre. Debido a que ella era una symphath pura, el veneno no le afectaba; para ella era como perfume, una manera de resaltar su belleza. Pero para la naturaleza vampira de Rehv, que era especialmente susceptible, era veneno puro.
Entonces se salió lentamente para volver a penetrarla enseguida, pero sólo unos centímetros, y supo que la tenía a su merced cuando vio cómo clavaba sus dedos de tres nudillos entre la madera vieja y gastada del marco de la ventana.
Dios, esas manos, con su trío de coyunturas y las uñas que crecían rojas… parecían salidas de una película de terror, como las que se agarran de la tapa del ataúd antes de que el muerto salga de la tumba y asesine al chico bueno.
—Dime… por… qué… puta… —dijo Rehv, puntuando sus palabras con el ritmo de sus caderas—. O ninguno de los dos podrá terminar.
Dios, cómo odiaba y adoraba aquel juego al mismo tiempo, ese juego de los dos, luchando por mantener la posición de poder, mientras se enfurecían por las concesiones que tenían que hacer. Ella se estaba muriendo de rabia por haber tenido que acercarse para poder verlo masturbarse y él despreciaba lo que le estaba haciendo al cuerpo de ella, y ella no quería decirle por qué había aparecido dos noches después, pero sabía que iba a tener que hacerlo si quería tener un orgasmo…
Y así siguieron un buen rato.
—Dímelo —gruñó él.
—Tu tío está volviéndose más fuerte.
—¿De verdad? —Rehv la recompensó con una penetración rápida y brusca que la hizo gemir—. ¿Y por qué lo dices?
—Hace dos noches… —La Princesa se quedó sin aire al arquear la espalda para permitir que él la penetrara lo más profundamente posible—. Fue coronado.
Rehv perdió el ritmo. Mierda. Los cambios de líder no eran buenos. Ciertamente los symphaths estaban atrapados en esa colonia, aislados del mundo real, pero cualquier inestabilidad política que hubiese allí ponía en riesgo el poco control que se tenía sobre ellos.
—Te necesitamos —dijo ella, al tiempo que extendía las manos hacia atrás y le hundía la uñas en el trasero—. Para que hagas lo que sabes hacer mejor.
De. Ninguna. Manera.
Ya había matado a suficientes parientes.
La Princesa miró por encima del hombro y el escorpión que colgaba de su oreja le observó con odio, mientras movía sus delicadas patas tratando de alcanzarlo.
—Ya te dicho el porqué. Así que a lo tuyo.
Rehv cerró con llave su cerebro, se concentró en la escena de la playa y dejó que su cuerpo hiciera lo que sabía hacer, mientras ella llegaba al orgasmo y su cuerpo se aferraba a él en una serie de espasmos que parecían como un puño que se cerraba sobre su pene y lo retorcía.
Lo que hizo que su sexo se agarrara al interior de la vagina de ella y la llenara.
Rehv se retiró en cuanto pudo y comenzó su descenso al infierno. Ya podía sentir el efecto del veneno de la maldita malla. Notaba un cosquilleo por todo el cuerpo y parecía como si las terminaciones nerviosas de toda su piel se encendieran y se apagaran de forma intermitente, con espasmos de dolor. Y las cosas se iban a poner mucho peor.
La Princesa se enderezó y fue a por su vestido. De un bolsillo secreto sacó una tira larga de tela roja y, con los ojos clavados en él, se la pasó entre las piernas y se la amarró con una elaborada serie de lazos.
Sus ojos de rubí relampaguearon de satisfacción, al tiempo que se aseguraba de que ni una sola gota de la semilla de Rehv se escapara de su cuerpo.
Rehv odiaba eso y ella lo sabía, por eso nunca se quejaba cuando él salía rápidamente de ella. Sabía muy bien que a él le gustaría meterla en una bañera llena de blanqueador y obligarla a bañarse hasta borrar de su cuerpo todos los rastros del acto sexual, como si nunca hubiese sucedido.
—¿Dónde está mi diezmo? —preguntó, mientras se ponía el vestido.
Rehv sintió que veía doble a causa del veneno, mientras caminaba hasta su chaqueta y sacaba una pequeña bolsa de terciopelo verde. Luego se la arrojó y ella la cogió.
Dentro había doscientos cincuenta mil dólares en rubíes. Cortados. Listos para montarlos en una joya.
—Debes regresar a casa.
Rehv estaba demasiado cansado para seguir ese juego.
—Esa colonia no es mi casa.
—Te equivocas. Estás muy equivocado. Pero ya entrarás en razón. Te lo garantizo. —Con esas palabras desapareció, evaporándose en el aire.
Rehv sintió que se desplomaba y tuvo que apoyar la mano contra la pared de la cabaña, cuando una negra oleada de cansancio lo recorría de arriba abajo.
Cuando la puerta se abrió, se incorporó y levantó sus pantalones. Trez no dijo nada, sólo se acercó y le ayudó a mantener el equilibrio.
A pesar de lo enfermo que estaba, y a sabiendas de que se pondría peor, se vistió. Eso era importante para él. Siempre se vestía solo.
Cuando tuvo la chaqueta en su lugar, la corbata alrededor del cuello y el bastón en la mano, su mejor amigo y guardaespaldas lo alzó en brazos y lo llevó como a un niño de regreso al coche.