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Pero esto es sólo un club —dijo el hijo del Omega, con tono de cansancio e irritación al mismo tiempo.

El señor D apagó el traqueteo del motor del Focus y lo miró de reojo.

—Sí. Y aquí vamos a conseguir lo que necesitas.

Llevaban un buen rato dando vueltas en el coche sin rumbo porque el hijo del Omega no podía parar de vomitar. Sin embargo, la última tanda de arcadas había tenido lugar hacía cerca de cuarenta minutos, así que el señor D estaba bastante seguro de que las cosas ya debían haberse tranquilizado un poco. Era difícil saber si todo ese malestar se debía a lo que el muchacho había tenido que hacer o a su reciente inducción en la Sociedad. De cualquier manera, el señor D se había ocupado de él y una vez incluso tuvo que sostenerle la cabeza, pues el muchacho estaba demasiado débil para mantenerse en pie.

Screamer’s era el lugar adecuado para refugiarse. Aunque el hijo del Maligno no iba a poder comer ni tener sexo, había una cosa que sí podrían encontrar allí, con toda seguridad: humanos completamente borrachos que podrían usar como sacos de arena.

A pesar de lo fatigado y destrozado que estaba, el muchacho todavía tenía energía en sus venas, una energía que tenía que liberar. El club y sus idiotas serían el arma y el hijo del Omega sería la munición.

Y una buena pelea volvería a dejarlo en forma.

—Vamos, hijo —dijo el señor D y se bajó del coche.

—Pero esto es una estupidez. —Aunque las palabras tenían la intención de sonar contundentes, todavía tenían el tono de un tío sin ganas de resistirse.

—No lo es. —El señor D rodeó el coche, abrió la puerta del hijo del Omega y lo ayudó a bajar—. Confía en mí.

Atravesaron la calle hasta el club y cuando el gorila que estaba parado en la puerta lo miró con cara de pocos amigos, el señor D le deslizó un billete de cincuenta, lo cual les permitió entrar si esperar turno.

—Sólo vamos a dar una vuelta —dijo el señor D, mientras atravesaban la multitud de gente y se encaminaban a la barra.

El club retumbaba con el golpeteo de la música rap, mientras las mujeres apenas vestidas con tiras de cuero se paseaban mirando y estudiando los penes y los hombres se miraban con odio.

El señor D supo que había tomado una buena decisión cuando los ojos del hijo del Omega se clavaron en un grupo de ruidosos estudiantes universitarios que estaban tomando salsa picante en vasos de Martini.

—Sí, eso nos dará un buen respiro —dijo el señor D con satisfacción.

El tipo que atendía la barra se acercó.

—¿Qué quieren tomar?

El señor D sonrió.

—Nada para nosotros…

—Un chupito de Patrón —dijo el hijo del Omega.

Cuando el barman se marchó, el señor D se inclinó hacia el muchacho.

—Ya no puedes comer. Y tampoco beber ni tener sexo.

Los ojos pálidos del hijo se clavaron en él con ferocidad.

—¿Qué? ¿Acaso me estás vacilando?

—No, hijo, así son las cosas…

—Pues, a la mierda con eso. —Cuando llegó el trago, el hijo le dijo al barman—: Abre una cuenta.

Lash se bebió el tequila de un trago, con los ojos fijos en el señor D.

El señor D sacudió la cabeza y comenzó a buscar el baño. Joder, todavía se acordaba de la vez que intentó lo del tema de la comida y terminó vomitando durante una hora. Y ¿acaso no habían tenido ya suficiente de eso por aquella noche?

—¿Dónde está mi segunda copa? —le gritó Lash al barman.

El señor D volvió a mirar hacia el bar. Ahí estaba el hijo del Omega, feliz como una lombriz, golpeando la barra con los dedos. Entonces llegó la segunda copa. Y después la tercera.

Tras pedir la cuarta, los ojos de Lash se clavaron en el restrictor, chispeantes de cólera.

—Entonces, ¿cómo era esa historia de que no podía comer ni beber?

El señor D no podía decidir si estaba frente a una bomba a punto de estallar… o frente a un milagro. Ningún restrictor podía recibir comida ni bebida después de haber sido inducido en la Sociedad. Ellos se alimentaban de la sangre del Omega y ésta era incompatible con todo lo demás. Lo único que necesitaban para sobrevivir era un par de horas de descanso al día.

—Supongo que tú eres diferente —dijo el señor D con cierto respeto en la voz.

—Claro que lo soy —farfulló el hijo y luego pidió una hamburguesa.

Mientras el chico comía y bebía, su rostro fue recuperando el color y la mirada perdida fue reemplazada por una actitud de seguridad en sí mismo. Y mientras observaba cómo la hamburguesa con patatas y el tequila bajaban por la garganta de Lash, el señor D tuvo que preguntarse si el hijo del Omega también se volvería pálido como les sucedía al resto de los restrictores. Era evidente que, en este caso, las reglas generales no parecían vigentes.

—¿Y qué es esa mierda de que tampoco puedo tener sexo? —dijo el hijo, al tiempo que se limpiaba la boca con una servilleta negra de papel.

—Somos impotentes. Ya sabes, no podemos…

—Ya sé lo que significa, señor profesor.

En ese momento el hijo vio una rubia sentada al final de la barra. Se trataba de una mujer a la que el señor D nunca habría tenido las agallas de acercarse, ni aunque pudiera tener una erección. Con ese cuerpo de modelo de Playboy y esa cara de reina de la belleza, la habría descartado por considerar que estaba muy por encima de sus posibilidades. Además, para empezar, ella nunca se habría fijado en él.

Pero sí se fijó en el hijo del Omega y mientras observaba la manera en que la mujer lo miraba, el señor D tuvo que considerar con más cuidado a su nuevo jefe. Lash era un hijo de puta muy atractivo, es cierto, con ese pelo rubio cortado al rape y esos rasgos afilados y esos ojos grises. Y además tenía el tipo de cuerpo que derrite a las mujeres, grande y musculoso, con el torso en forma de triángulo invertido apoyado sobre las caderas, y listo para todo tipo de acción.

De pronto el señor D pensó que, de estar todavía en la escuela, se habría sentido orgulloso de que lo vieran con el hijo del Omega. Y con la clase de gente que seguramente frecuentaba.

Pero aquello no era la escuela y Lash lo necesitaba. De eso estaba seguro.

La rubia de la barra sonrió al hijo del Omega, agarró la cereza que coronaba su bebida de color azul y envolvió su lengua rosada alrededor de la fruta.

Uno se la podía imaginar haciendo eso mismo con ciertas partes y el señor D tuvo que desviar la mirada. Ah, si todavía fuera humano ya estaría rojo como un tomate. Siempre se había sonrojado cuando se trataba de mujeres.

El hijo se bajó del taburete.

—Nada de comida ni de sexo. Sí, claro. Espera ahí, cabrón.

Se dirigió hacia la mujer.

Cuando el señor D se quedó sentado en la barra, frente a un vaso vacío y un plato lleno de manchas de salsa de tomate y grasa, pensó que definitivamente lo había hecho bien. Su intención era lograr que el hijo del Omega dejara de pensar en que había matado a sus padres vampiros… sólo que se había imaginado que la manera de lograrlo sería una buena pelea a puñetazos.

Pero en lugar de eso el muchacho se había metido una buena cena y una buena cantidad de alcohol y ahora iba a rematar la noche con un poco de sexo, para acabar de sacar de su mente esa experiencia.

El señor D negó con la cabeza cuando el barman le preguntó si quería algo más. Era una lástima que ya no pudiera beber nada. Le encantaría tomarse un buen SoCo.[7] También le habría gustado comerse una hamburguesa. Siempre le habían encantado las hamburguesas.

—¿Tienes algo para mí, Sam?

El señor D miró hacia el lado del que provenía la voz. Un tipo grande, con una sonrisa de idiota y un ego del tamaño de un camión, acababa de inclinarse sobre la barra y miraba fijamente al camarero. Debajo de la chaqueta de cuero negra, que tenía un águila enorme bordada en la espalda, iba vestido con unos vaqueros tres tallas más grandes de lo debido y botas de construcción. Llevaba unas cadenas de diamante colgadas al cuello y lucía un ostentoso reloj.

El señor D no era muy aficionado a las joyas, pero sí se fijó en el anillo de graduación del tipo. Era de oro, a diferencia del resto de lo que llevaba encima, y tenía en el centro una piedra azul pálido.

Al señor D le hubiera gustado terminar la secundaria.

El barman se acercó.

—Sí, tengo algo —dijo y señaló con la cabeza hacia el grupo de muchachos que habían llamado la atención del hijo del Omega al entrar—. Les dije a quién debían buscar.

—Bien. —El tipo grande se sacó algo del bolsillo y los dos hombres se estrecharon las manos.

«Efectivo», pensó el señor D.

El tipo grande sonrió y se arregló la chaqueta de cuero, mientras su anillo de graduación irradiaba un brillo azul. Luego se acercó a los muchachos y se dio la vuelta como si quisiera mostrarles la parte de atrás de su chaqueta.

Se oyó un griterío y silbidos y después todos parecieron sacar las manos de los bolsillos, estrechárselas y volver a guardarlas. Traficaban.

No eran muy discretos. Había más gente mirando y era bastante obvio que no estaban intercambiando tarjetas de presentación.

Ese tipo no iba a durar mucho en el negocio, pensó el señor D.

—¿Estás seguro de que no quieres nada? —le preguntó el barman al señor D.

El señor D miró hacia el baño en el que Lash se había metido con la rubia.

—No, gracias, sólo estoy esperando a mi amigo.

El barman sonrió.

—Apuesto a que se va a demorar un buen rato. Esa rubia parece de las que no se cansan muy rápido.

‡ ‡ ‡

En el segundo piso de la mansión, en su habitación, Cormia empacó todas sus pertenencias… que tampoco eran muchas.

Mientras observaba el pequeño montón de túnicas, libros de oración e incensarios, se dio cuenta de que se había dejado la rosa en la oficina y soltó una maldición. Aunque, claro, tampoco habría podido llevársela al santuario. Las únicas cosas de este lado que estaban permitidas eran las que tuvieran importancia histórica.

En el sentido más amplio, por supuesto.

Cormia le echó un vistazo a su más reciente —y última— construcción de palillos y guisantes.

Entonces se sintió hipócrita por criticar al Gran Padre por buscar fortaleza en el aislamiento cuando ella estaba haciendo lo mismo, marchándose de este mundo que le planteaba tantos desafíos, con la intención de buscar una reclusión incluso más radical que la que había conocido como Elegida.

Los ojos se le llenaron de lágrimas…

En ese momento llamaron suavemente a su puerta.

—Un momento —gritó, mientras trataba de calmarse. Cuando por fin fue hasta la puerta y la abrió, se quedó tan sorprendida que los ojos se le desorbitaron y sólo atinó a subirse las solapas de la túnica para esconder la marca del mordisco que tenía en el cuello—. ¡Hermana mía!

La Elegida Layla estaba al otro lado de la puerta, tan hermosa como siempre.

—¡Salve!

—¡Salve, hermana!

Luego intercambiaron un par de reverencias, que era lo más cercano a un abrazo que podían permitirse las Elegidas.

—¿Hacia dónde te diriges? —preguntó Cormia—. ¿Acaso has venido a alimentar a los hermanos Rhage y Vishous?

Curioso, la formalidad de sus palabras le resultaba extraña ahora. Se había acostumbrado a hablar de manera más informal. Y se sentía más cómoda así.

—Así es, debo ver al hermano Rhage. —Hubo una pausa—. Y también esperaba saber algo de ti. ¿Puedo entrar?

—Pues claro. Por favor, mis aposentos están a tu disposición.

Al entrar Layla, se impuso entre ellas un incómodo silencio.

Seguramente la noticia ya había llegado al santuario, pensó Cormia. Ya todas las Elegidas debían saber que había sido descartada como Primera Compañera.

—¿Qué es esto? —preguntó Layla y señaló la pequeña construcción que se erguía en un rincón de la habitación.

—Ah, sólo es un pasatiempo.

—¿Un pasatiempo?

—Cuando dispongo de tiempo libre, yo… —Bueno, eso sí que era una declaración de culpabilidad, ¿no? Si no tenía nada más que hacer, debería haber estado rezando—. En fin, no tiene importancia…

A pesar de la revelación que acababa de escuchar, Layla no pareció condenarla con su actitud ni con sus palabras. Y sin embargo, su sola presencia era suficiente para que Cormia se sintiera incómoda.

—Entonces, hermana mía —dijo Cormia con repentina impaciencia—, supongo que allí ya se han enterado de que van a nombrar a otra Elegida como Primera Compañera.

Layla se acercó a la estructura de palillos y guisantes y pasó delicadamente el dedo por una de las secciones.

—¿Recuerdas cuando me encontraste escondida al lado del espejo de agua? Eso fue después de que viniera aquí a ayudar a John Matthew a pasar por la transición.

Cormia asintió con la cabeza y recordó que ese día su hermana estaba llorando en silencio.

—Estabas muy afligida.

—Pero tú fuiste muy amable conmigo. Y aunque te pedí que te marcharas, me sentí muy agradecida y es con ese mismo espíritu con el que yo… he venido aquí para devolverte la gentileza que me brindaste aquella vez. Las cargas que portamos como Elegidas son pesadas y quienes no se encuentran entre nosotras no siempre pueden comprenderlas. Quiero que sepas que, después de sentir lo que tú estás sintiendo ahora, en este momento soy tu hermana de corazón.

Cormia hizo una reverencia.

—Estoy… conmovida.

También sentía otro montón de cosas. Para comenzar, le asombraba estar hablando del asunto. La franqueza no era habitual entre las Elegidas.

Layla volvió a fijar la vista en la construcción.

—No deseas regresar al redil, ¿verdad?

Después de sopesar sus posibilidades, Cormia decidió confiarle a la Elegida una verdad que ella misma apenas se atrevía a admitir.

—Me entiendes bien.

—Hay algunas de nosotras que han buscado otro camino. Que han venido a vivir a este lado. No hay deshonra en ello.

—No estoy tan segura de eso —dijo Cormia con amargura—. La vergüenza es como las túnicas que vestimos. Siempre nos acompaña, siempre nos cubre.

—Pero si te despojas de la túnica, quedas libre de las cargas y la decisión es tuya.

—¿Estás tratando de enviarme un mensaje, Layla?

—No, en absoluto. A decir verdad, si regresas al redil serás recibida por tus hermanas con los brazos abiertos. La Directrix ha dejado muy claro que el cambio de Primeras Compañeras no implica nada impropio. Y el Gran Padre te tiene en la más alta estima. Según sus palabras.

Cormia empezó a pasearse.

—Ésa es la posición oficial, claro. Pero, con sinceridad… debes saber lo que las otras piensan en sus momentos de soledad. Sólo puede haber dos explicaciones para el cambio. O bien el Gran Padre encontró algún defecto en mí o yo me negué a él. Y las dos cosas son inaceptables e igual de escandalosas.

El silencio que siguió le confirmó que estaba en lo cierto.

Cormia se detuvo frente a la ventana y miró hacia la piscina. No estaba segura de tener la fuerza necesaria para abandonar a sus hermanas, pensó. Además, ¿adónde podría ir?

Y mientras pensaba en el santuario, se dijo que había vivido días muy agradables allí. Momentos en los que había sentido que tenía un propósito y se había apoyado en el hecho de formar parte de algo mucho más grande, que perseguía un bien mayor. Y si se convertía en escribana recluida, como pretendía hacerlo, podría evitar el contacto con las demás durante ciclos enteros.

La privacidad y el aislamiento le resultaban muy atractivos.

—¿Es cierto que no sientes nada por el Gran Padre? —preguntó Layla.

«No».

—Sí. —Cormia sacudió la cabeza—. Me refiero a que siento por él lo que debo sentir. Tal y como tú lo haces. Y me alegraré por quienquiera que sea elegida como Primera Compañera.

Aparentemente Layla no tenía un medidor de sandeces como el de Bella, porque la mentira quedó flotando en el aire y la Elegida no cuestionó ni una sílaba y sólo inclinó la cabeza en señal de entendimiento.

—Entonces, ¿me permites preguntarte algo? —dijo Layla.

—Desde luego, hermana.

—¿Él te ha tratado bien?

—¿El Gran Padre? Sí. Ha sido muy atento.

Layla se acercó a la cama y tomó uno de los libros de oración.

—Leí en su biografía que es un gran guerrero y salvó a su hermano gemelo de un destino espantoso.

—En efecto, es un gran guerrero. —Cormia bajó la vista hacia el jardín de rosas. Para este momento ya todas las Elegidas debían haber leído los volúmenes que había sobre él en la sección especial de la biblioteca dedicada a la Hermandad… y pensó que le habría gustado haber hecho lo mismo antes de que él la llevara allí.

—¿Acaso te ha hablado de eso? —insistió Layla.

—¿De qué?

—De cómo rescató a su gemelo, el hermano Zsadist, de la condición de esclavo de sangre a que lo habían sometido. Así fue como perdió la pierna.

Cormia volvió la cabeza enseguida.

—¿De verdad? ¿Así fue como sucedió?

—Entonces, ¿nunca te ha hablado sobre eso?

—No, no lo ha hecho. Es una persona muy reservada. Al menos conmigo.

La información que acababa de oír le causó un gran impacto y entonces pensó en lo que le había dicho al Gran Padre acerca de estar enamorado de la fantasía que tenía de Bella. ¿Acaso eso no era lo mismo que le sucedía a ella con él? Cormia sabía tan poco de su historia, desconocía por completo lo que le había convertido en lo que era.

Ah, pero conocía su alma, ¿no?

Y lo amaba por eso.

En ese momento se escuchó un golpecito en la puerta. Ella contestó y Fritz asomó la cabeza.

—Discúlpenme, pero el señor está listo para recibirla —le dijo a Layla.

Layla se llevó las manos al pelo y luego se alisó la túnica. Cuando Fritz salió de la habitación, Cormia pensó que la Elegida parecía muy preocupada por su…

«Ay… no…».

—¿Acaso has venido a verlo… a él? ¿Al Gran Padre?

Layla hizo una inclinación de cabeza.

—Debo verlo ahora, sí.

—¿Y no a Rhage?

—A él le serviré más tarde.

Cormia se quedó paralizada, mientras sentía un frío que la recorría de arriba abajo. Pero, claro, ¿qué esperaba?

—Será mejor que te marches, entonces.

Layla entrecerró los ojos y luego los abrió mucho.

—¡Hermana mía!

—Vete. No es apropiado que hagas esperar al Gran Padre. —Cormia se volvió hacia la ventana sintiendo que estaba a punto de gritar.

—Cormia… —susurró su hermana—. Cormia, tú lo amas. Sí, lo amas profundamente.

—Nunca he dicho eso.

—No tienes que hacerlo. Se refleja en tu cara y el tono de tu voz. Hermana mía, ¿por qué, entonces… por qué te estás apartando a un lado?

Cuando Cormia se imaginó al Gran Padre con la cabeza entre las piernas de Layla y su boca complaciéndola y haciéndola arquearse de placer, sintió que el estómago se le revolvía.

—Deseo que te vaya muy bien en tu entrevista. Espero que él elija bien y te escoja a ti.

—¿Por qué te estás haciendo a un lado?

—Me han hecho a un lado —dijo Cormia con amargura—. No ha sido decisión mía. Ahora, por favor, no hagas esperar al Gran Padre. Eso sería un insulto, Dios no lo permita.

Layla palideció.

—¿Dios?

Cormia hizo un gesto con la mano.

—Sólo es una expresión que usan aquí, no una manifestación de mi fe. Ahora, por favor, vete.

Layla pareció necesitar un momento para recuperar la compostura, después de esa pequeña crisis espiritual. Entonces su voz adquirió un tono amable.

—Puedes estar segura de que no me escogerá. Y quiero que sepas que si alguna vez necesitas…

—No lo haré. —Cormia dio media vuelta y se quedó mirando por la ventana, sin moverse.

Cuando la puerta por fin se cerró, soltó una maldición. Luego atravesó la habitación y destruyó a patadas toda la estructura que había levantado con tanto gusto y delicadeza. Destrozó hasta la última sección, quebrando obsesivamente cada unidad, hasta que todo quedó reducido a un montón de basura sobre la alfombra.

Cuando ya no quedó nada que destruir, sus lágrimas bautizaron todo el desastre, junto con la sangre que brotaba de las plantas de sus pies descalzos.