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—¿Esta noche? —preguntó Xhex—. ¿Tienes que viajar al norte esta noche?

Rehv asintió con la cabeza y volvió a concentrarse en la revisión de los planos de su nuevo club. Los rollos de papel estaban extendidos sobre su escritorio y los diseños arquitectónicos se imponían sobre todos los demás papeles.

No. Eso no era lo que él quería. Había algo malo con la circulación… era demasiado abierta. Rehv quería una distribución llena de espacios pequeños, donde la gente pudiera desaparecer entre las sombras. Quería una pista de baile, claro, pero que no fuese cuadrada. Quería algo fuera de lo común. Misterioso. Un poco amenazador y muy elegante. Quería que su club fuera una combinación de Edgar Allan Poe, Bram Stoker y Jack el Destripador, pero hecha en cromo niquelado y con muchas superficies negras y lustrosas. Un ambiente victoriano combinado con el gótico moderno.

Lo que estaba viendo se parecía a cualquier otro club de la ciudad.

Rehv hizo los planos a un lado y miró su reloj.

—Tengo que irme.

Xhex cruzó los brazos y se plantó en la puerta de la oficina.

—No, no lo vas a hacer —dijo Rehv.

—Pero quiero ir.

—¿Acaso estoy teniendo un desagradable déjà vu? ¿No pasamos por esto mismo hace dos noches? ¿Al igual que cientos de noches anteriores? La respuesta es, y siempre será no.

—¿Por qué? —replicó ella—. Nunca he entendido el porqué. Dejas que Trez vaya.

—Trez es diferente. —Rehv se puso su abrigo de piel y abrió un cajón del escritorio. El nuevo par de pistolas Glock calibre 40 que acababa de comprar encajaban perfectamente en el arnés que se puso debajo de la chaqueta de Bottega Veneta.

—Sé lo que haces con ella.

Rehv se quedó frío. Luego siguió guardándose las armas.

—Claro que lo sabes. Me encuentro con ella. Le entrego el dinero. Y me voy.

—Eso no es lo único que haces.

Rehv le enseñó los colmillos.

—Sí, eso es todo.

—No, no lo es. ¿Eso es lo que no quieres que vea?

Rehv apretó la mandíbula y le lanzó una mirada de odio desde el otro extremo de la oficina.

—No hay nada que ver. Punto.

Xhex no solía retroceder con frecuencia, pero en esta ocasión tuvo la sensatez de no presionarlo más. Aunque se le notaba la rabia en los ojos.

—Los cambios de fecha intempestivos no son buenos. ¿Te dijo por qué cambiaba de cita?

—No. —Rehv se encaminó a la puerta—. Pero esto sólo será otra cita de negocios como las demás.

—Nunca es una cita de negocios como las demás. ¿Acaso ya se te olvidó?

Rehv pensó en la cantidad de años que llevaba haciendo aquella mierda y en el hecho de que el futuro sólo ofrecía más de lo mismo.

—Te equivocas, no he olvidado nada. Créeme.

—Dime algo. Si ella trata de hacerte daño, ¿le dispararías a matar?

—Haré como si esa pregunta no hubiese salido de tus labios.

Ese tema de conversación por sí solo era suficiente para hacerlo sentirse sucio de los pies a la cabeza. Y la idea de que Xhex lo estuviera presionando a admitir algo que él no quería mirar muy de cerca era sencillamente intolerable.

La verdad era que a una parte de él realmente le gustaba lo que hacía una vez al mes. Y esa realidad era totalmente insoportable cuando se encontraba en el mundo en el que habitaba la mayoría del tiempo, el mundo en el que podía vivir gracias a la dopamina, el mundo que era relativamente normal y sano.

Esa pequeña porción de fealdad que albergaba en el corazón era, ciertamente, algo que no quería compartir con nadie.

Xhex se puso las manos sobre las caderas y levantó la mandíbula, la posición que siempre adoptaba cuando estaban discutiendo.

—Llámame cuando termines.

—Siempre lo hago.

Rehv recogió los planos del club, agarró el bolso en el que llevaba otra muda y salió de la oficina hacia el callejón. Trez estaba esperando en el Bentley y, cuando vio a Rehv, se bajó del asiento del conductor.

La voz del Moro resonó en la cabeza de Rehv con ese acento profundo y melodioso.

—Estaré allí en una media hora para revisar los alrededores y la cabaña.

—Perfecto.

—No me dirás que no estás medicado.

Rehv le dio una palmadita en el hombro al Moro.

—Desde hace como una hora. Y, sí, tengo la antitoxina.

—Bien. Conduce con cuidado, idiota.

—No, voy a lanzarme contra todos los camiones que vea y a atropellar a todos los ciervos que se me crucen.

Trez cerró la puerta y dio un paso atrás. Cuando cruzó los brazos sobre su pecho inmenso, esbozó una curiosa sonrisa y sus colmillos blancos brillaron contra ese hermoso rostro de piel oscura. Por una fracción de segundo sus ojos centellearon con un brillante color verde que, para los Moros, era el equivalente a hacer un guiño.

Mientras arrancaba, Rehvenge se sintió contento de contar con el respaldo de Trez. El Moro y su hermano, Iam, tenían una colección de trucos fascinantes que desafiarían incluso a un symphath. Después de todo, eran miembros de la realeza del S’Hisbe de las Sombras.

Rehv miró de reojo el reloj del Bentley. Tenía que encontrarse con la Princesa a la una de la mañana. Considerando que tenía por delante un viaje de dos horas y ya eran las once y cuarto, iba a tener que conducir como un murciélago salido del infierno.

Entonces arrancó y se puso a pensar en Xhex. No quería saber cómo se había enterado de lo del sexo… Pero esperaba que Xhex siguiera respetando sus deseos y no se apareciera un día entre las sombras.

Rehv detestaba pensar que ella supiera que él no era más que un puto.

‡ ‡ ‡

Por un lado, Phury no podía creer que las palabras «soy virgen» hubiesen salido de su boca. Pero por otro, se alegraba de haberlo dicho.

No obstante, no tenía ni idea de lo que estaría pensando Cormia. Se había quedado muy callada.

Phury se retiró sólo lo suficiente para poder meterse el pene entre los pantalones y subirse la cremallera. Luego le arregló el vestido a ella, cerrando las dos partes de la túnica y cubriendo su hermoso cuerpo.

En medio del silencio que se impuso entre ellos, comenzó a pasearse por el salón, desde la puerta hasta la pared del fondo.

Los ojos de Cormia observaban todos sus movimientos. Dios, ¿qué demonios estaría pensando?

—Supongo que eso no debería importar —dijo Phury—. No sé por qué lo he mencionado.

—¿Cómo es posible…? Lo siento. Es muy inapropiado de mi parte…

—No, no me molesta dar explicaciones. —Phury hizo una pausa, pues no sabía si ella había leído algo sobre el pasado de Zsadist—. Hice voto de castidad cuando era joven. Para hacerme más fuerte. Y luego seguí cumpliéndolo.

«No del todo, socio», intervino el hechicero. «Háblale sobre aquella puta, ¿por qué no? Cuéntale lo de la prostituta que compraste en el Zero Sum y con la que te metiste al baño, pero sin poder terminar. Típico de ti, ser excepcional también en eso. Eres el único virgen impuro de todo el planeta».

Phury se detuvo frente al dibujo que había hecho en la pizarra. Lo había arruinado todo.

Entonces cogió una tiza y comenzó a dibujar las hojas de hiedra, empezando por los pies.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Cormia—. Lo está echando a perder.

«Ay, muchacha», respondió el hechicero. «Tan bueno como para dibujar lo es para echarlo todo a perder».

No pasó mucho tiempo antes de que la impactante figura de Cormia quedara cubierta por un manto de hojas de hiedra. Cuando terminó, Phury se alejó de la pizarra.

—Traté de tener sexo una vez. Y no funcionó.

—¿Por qué no? —preguntó Cormia con voz ahogada.

—Porque no estaba bien. No fue una buena decisión. Y me detuve.

Se produjo una pausa y luego se oyó un ruido de faldas, al tiempo que ella se bajaba de la mesa.

—Tal y como ha hecho ahora conmigo.

Phury dio media vuelta enseguida.

—No, no fue…

—Pero usted se detuvo, ¿no es cierto? Decidió no seguir adelante.

—Cormia, no es que…

—¿Para quién se está reservando? —Cormia clavó en él un par de ojos incisivos—. O tal vez debería preguntar para qué. ¿Para la fantasía que tiene sobre Bella? ¿Eso es lo que lo detiene? Si es eso, siento lástima por las Elegidas. Pero si todo esto del celibato no es más que una manera de mantenerse aislado y seguro, siento pena por usted. Esa fuerza no es más que una farsa.

Cormia tenía razón. Él estaba jodido y ella tenía mucha razón.

Cormia se recogió el pelo y lo observó con la dignidad de una reina mientras se arreglaba el moño sobre la cabeza.

—Voy a regresar al santuario. Le deseo lo mejor.

Cuando dio media vuelta, Phury corrió a alcanzarla.

—Cormia, espera…

Cormia retiró el brazo que él trataba de agarrar.

—¿Por qué debería esperar? ¿Qué es exactamente lo que va a cambiar? Nada. Vaya y aparéese con las demás, si puede. Y si no puede, deberá renunciar para que otro pueda ser la fuerza que la raza necesita.

Cormia dio un portazo al salir.

De pie en medio del salón vacío, con las carcajadas del hechicero retumbando en sus oídos, Phury cerró los ojos y sintió que el mundo se encogía a su alrededor, hasta tal punto que su pasado, su presente y su futuro lo asfixiaban… y lo convertían en una de aquellas estatuas cubiertas de hiedra del desolado jardín de su familia.

«Esa fuerza no es más que una farsa».

En el silencio que le rodeaba, las palabras de Cormia siguieron resonando en su cabeza, una y otra vez.