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Al norte del estado, en las montañas Adirondack, minutos antes de que amaneciera en la montaña Saddleback, el macho que estaba siguiendo a un ciervo la noche anterior perseguía ahora a otro venado. Mientras se movía de manera lenta y descoordinada, pensaba que la cacería que estaba emprendiendo era una farsa. La fuerza que obtenía de la sangre animal ya no era suficiente. Esa noche, al dejar su cueva, se sentía tan débil que no estaba seguro de poder desmaterializarse.
Lo cual significaba que tal vez no iba a poder acercarse a su presa lo suficiente. Lo que a su vez significaba que no iba a poder alimentarse. Lo que a su vez significaba que… por fin había llegado la hora.
Era tan extraño. Muchas veces se había preguntado, como suponía que lo hacía todo el mundo de cuando en cuando, cómo iría a ser su muerte exactamente. ¿Cuáles serían las circunstancias? ¿Sería doloroso? ¿Cuánto tiempo tardaría? Dada su profesión, se había imaginado que moriría peleando.
Pero en lugar de eso moriría allí, en ese tranquilo bosque, a manos de la gloria ardiente del amanecer.
Vaya sorpresa.
Un poco más allá, el venado levantó su pesada cornamenta y se preparó para huir. Recurriendo a la poca energía que le quedaba, el macho se concentró en atravesar la distancia que separaba sus cuerpos… pero no sucedió nada. Su forma corporal comenzó a titilar en el espacio, parpadeando de manera intermitente como si alguien estuviese accionando su interruptor, pero no se movió de donde estaba, y entonces el venado salió disparado y su cola blanca centelleaba al atravesar la maleza.
El macho se dejó caer al suelo. Mientras miraba hacia el cielo, pensó en todas las cosas de las cuales se arrepentía, y la mayor parte tenían que ver con los muertos, pero no todas. No todas.
Aunque estaba desesperado por llegar a ese reencuentro que esperaba tener en el Ocaso, aunque ansiaba abrazar a los que había perdido hacía tan poco tiempo, el macho sabía que estaba dejando una parte de él aquí atrás, en la Tierra.
Pero no había nada que hacer. Ellos tenían que quedarse.
Su único consuelo era saber que su hijo había quedado en muy buenas manos. Las mejores. Sus hermanos velarían por el bienestar de su hijo, como debía ocurrir siempre en las familias.
Aunque debería haberse despedido.
Debería haber hecho muchas cosas.
Pero ahora ya era tarde, no había más «deberías».
Siempre consciente de la leyenda acerca del suicidio, el macho trató de levantarse un par de veces y, al ver que no podía, incluso trató de arrastrar el peso de su cuerpo en dirección a la cueva. No llegó a ninguna parte, sin embargo, y así, con una pizca de felicidad en el corazón, se permitió finalmente desplomarse sobre el lecho de hojas y agujas de pino.
El macho se quedó allí, bocabajo, y el lecho frío y húmedo del bosque llenó su nariz con olores limpios y puros, a pesar de que brotaban de la tierra.
Los primeros rayos del sol aparecieron detrás de él y luego sintió el golpe de calor. El fin había llegado y él lo acogió con los brazos abiertos y los ojos cerrados por el alivio.
Lo último que sintió antes de morir fue cómo se liberaba del suelo y su cuerpo deteriorado subía hacia la luz brillante, atraído por el reencuentro que había estado esperando durante ocho horribles meses.