23
Por lo general, a Rehv no le gustaba quedarse en el estudio que tenía detrás de la oficina en el Zero Sum. Pero después de una noche como aquélla, tampoco estaba en condiciones de conducir hasta las afueras de la ciudad, hasta el refugio donde se alojaba su madre; y su ático del Commodore, con sus ventanales inmensos, no era realmente una opción.
Xhex lo había recogido en la clínica y en el camino de regreso al club le había regañado por no haberla llamado para participar en la pelea. Pero, vamos, le había dicho Rehv, ¿de verdad te parecería buena idea agregar otro symphath mestizo a la mezcla?
Sí, eso era cierto. Además, las clínicas siempre la ponían muy nerviosa.
Después de hablarle sobre lo ocurrido, Rehv mintió y dijo que Havers lo había reconocido y le había dado algunos medicamentos. Xhex se había dado cuenta de que estaba mintiendo, pero afortunadamente estaba a punto de amanecer, lo que impidió que se enzarzaran en una larga pelea. Claro, ella podría haberse quedado en el club para seguir discutiendo con él, pero Xhex siempre tenía que regresar a su casa. Siempre.
Y él no podía evitar preguntarse qué sería exactamente lo que la esperaba en casa. O quién.
Rehv entró en el baño. No se quitó el abrigo de piel, a pesar de que la calefacción estaba al tope. Mientras abría la llave del agua caliente pensó en lo que había sucedido en la clínica y le pareció que había sido un episodio trágicamente estimulante. Para él, pelear era como un traje de Tom Ford: algo que se le ajustaba perfectamente y podía lucir con orgullo. Y la buena noticia era que su lado symphath se había mantenido bajo control, a pesar de la tentación que suponía el espectáculo de toda esa sangre de restrictor derramada.
Era la prueba de que estaba bien. De verdad lo estaba.
Cuando el vapor comenzó a rodearlo, se obligó a quitarse el abrigo y el traje Versace y la camisa de Pink. La ropa había quedado completamente destrozada y a su abrigo de piel no le había ido mucho mejor. Así que lo amontonó todo para enviarlo a la tintorería.
Camino de la bañera, pasó frente al inmenso espejo que había sobre los lavabos de cristal. Al mirar su reflejo, se pasó las manos por las estrellas rojas de cinco puntas que tenía en el pecho. Y luego siguió bajando y se agarró el pene.
Habría sido agradable tener un poco de sexo después de todo eso, o al menos, tener la posibilidad de limpiar los deseos de su cuerpo con un buen sexo oral. O tal vez con tres.
Mientras se sostenía su miembro con las manos, Rehv no pudo pasar por alto el hecho de que parecía que su antebrazo izquierdo hubiese pasado por una picadora de carne, a juzgar por todos los pinchazos y moretones que tenía.
Definitivamente, los efectos secundarios eran un asco.
Se sentía muy caliente, pero no lo bastante, por lo cual se metió debajo del agua y su temperatura corporal se amoldó a su gusto. Soltó un suspiro de alivio. Sin embargo, la piel no le daba ninguna información: no le decía con cuánta fuerza lo golpeaban los chorros sobre los hombros, ni que la barra de jabón que se había pasado por el cuerpo era suave y resbaladiza, ni que su mano estaba tibia, mientras perseguía los copos de espuma y los hacía resbalar hacia el desagüe.
Rehv se quedó enjabonándose durante más tiempo del necesario. El caso era que no podía soportar la idea de acostarse con ningún tipo de suciedad en su cuerpo, pero, más que eso, necesitaba una excusa para quedarse en la bañera. Era uno de los pocos momentos en que se sentía suficientemente caliente y el choque de aire frío que sufría al salir siempre le parecía horrible.
Diez minutos después, estaba desnudo entre las sábanas de su gigantesca cama y se había subido hasta la barbilla la manta de visón gruesa, como hacen a veces los niños. Cuando se desvanecieron los escalofríos que le producía el cambio de temperatura, cerró los ojos y apagó las luces con el pensamiento.
Al otro lado de las paredes recubiertas con paneles de acero, su club ya debía estar vacío. Las chicas pasarían el día en casa, pues la mayoría tenían hijos. Sus camareros y sus corredores de apuestas estarían comiendo algo y relajándose en alguna parte. El personal administrativo que se encargaba de la contabilidad y otras tareas similares en la trastienda debía estar viendo la reposición de Star Trek: la próxima generación. Y el equipo de veinte personas que hacía la limpieza ya debía de haber terminado con los suelos, las mesas, los baños y las sillas, y debían estar quitándose los uniformes para irse a su otro trabajo.
A Rehv le gustaba la idea de estar allí solo. Eso no ocurría con frecuencia.
De pronto sonó el teléfono, soltó una maldición y recordó que, aunque estaba solo, siempre había gente que quería hablar con él.
Sacó un brazo para contestar y dijo:
—Xhex, si quieres seguir discutiendo, dejémoslo para mañana…
—No soy Xhex, symphath. —La voz de Zsadist sonaba tan tensa como un arco a punto de soltar su flecha—. Y te estoy llamando para hablar de tu hermana.
Rehv se sentó en la cama, sin preocuparse por el hecho de que las mantas se cayeran.
—¿Qué sucede?
Cuando colgó tras hablar con Zsadist, se volvió a acostar, pensando que lo que experimentaba en ese instante era lo que se debía sentir cuando piensas que estás teniendo un ataque cardiaco, pero resulta que sólo es una indigestión: alivio, aunque todavía te duele el estómago.
Bella estaba bien. Por ahora. El hermano había llamado porque estaba cumpliendo el trato que habían hecho. Rehv había prometido no interferir, pero quería estar permanentemente informado del estado de Bella.
Joder, eso del embarazo era horrible.
Rehv se volvió a subir las mantas hasta la barbilla. Tenía que llamar a su madre para ponerla al día, pero lo haría después. Ella debía estar acostándose en esos momentos y no había razón para tenerla todo el día preocupada.
Dios, Bella… su querida Bella ya no era su hermanita, ahora era la shellan de un hermano.
Rehv y Bella siempre habían tenido una relación muy profunda y complicada. Y aunque en parte era una cuestión de personalidades, también se debía a que ella no tenía idea de lo que él era. Tampoco sabía nada acerca del pasado de su madre, ni sabía qué era lo que había mandado a su padre a la tumba.
O, mejor, quién lo había mandado.
Rehv lo había matado para proteger a su hermana y no dudaría en volver a hacerlo otra vez. Desde que tenía memoria, Bella había sido la única cosa inocente en su vida; la única cosa pura. Y él quería mantenerla así para siempre. Pero al parecer la vida tenía otros planes.
Para evitar pensar en la manera en que los restrictores la habían secuestrado, episodio del cual todavía se sentía culpable, evocó uno de los recuerdos más vívidos que tenía de ella. Se trataba de algo que sucedió cerca de un año después de que él se hiciera cargo de los asuntos en casa y pusiera al padre de Bella bajo tierra. Bella tenía siete años.
Un día Rehv entró a la cocina y la encontró comiéndose un tazón de cereales en la encimera, con los pies colgando de la silla. Bella llevaba puestas sus pantuflas rosas —que no eran las que más le gustaban, pero eran las que tenía que usar cuando las otras, las azules oscuras, se estaban lavando— y un camisón de franela que tenía hileras de rosas amarillas separadas por líneas azules y rojas.
Parecía toda una aparición, sentada allí con su cabello oscuro, que le caía por la espalda, y esas pantuflas rosas y la frente arrugada mientras perseguía los últimos copos con la cuchara.
«¿Por qué me miras así, gallito?», le había preguntado Bella, mientras mecía los pies debajo de la silla.
Rehv había sonreído, pues ya entonces usaba un peinado con tupé, o mejor dicho casi una cresta, y ella era la única persona que se atrevía a molestarlo con ese sobrenombre. Y, naturalmente, él la quería todavía más por eso.
«Por nada», dijo. Pero era mentira, pues mientras la cuchara pescaba copos de cereal entre la leche azucarada, Rehv estaba pensando que ese momento tan sencillo y tranquilo justificaba toda la sangre con la que se había ensuciado las manos.
Luego Bella había suspirado y había levantado la vista hacia la caja de cereales, que estaba al otro lado de la encimera. Simultáneamente dejó de mecer los pies y el roce de las pantuflas contra el travesaño de la parte inferior de la silla cesó de repente.
«¿Qué estás mirando, lady Bell?», le preguntó entonces Rehv. Al ver que ella no respondía de inmediato, Rehv miró a Tony el tigre y pensó que ella debía estar viendo las mismas imágenes de su padre que habían cruzado por su mente al ver la caja.
Y luego, con una vocecita apenas perceptible, Bella había dicho: «Puedo comer más si quiero. Tal vez». Y lo dijo con un tono vacilante, como si estuviera hundiendo el pie en un estanque que podía tener sanguijuelas adentro.
«Sí, Bella. Puedes comer todo el que quieras», respondió Rehv entonces.
Pero ella se quedó quieta, como suelen hacer los niños y los animales, respirando solamente, mientras sus sentidos exploraban el entorno para verificar que no hubiese peligro en acercarse a la caja de cereales.
Rehv tampoco se movió. Aunque quería llevarle la caja a su hermana, sabía que ella era la que tenía que atravesar el suelo rojo con aquellas pantuflas y llevar a Tony el tigre hasta su tazón. Eran las manos de ella las que tenían que sostener la caja mientras se servía otra ración de copos sobre la leche templada. Ella tenía que volver a tomar la cuchara y comer.
Era ella la que tenía que saber que, en esa casa, ya no había nadie que la criticara por repetir si todavía tenía hambre.
El padre de Bella era especialista en ese tipo de situaciones. Como muchos machos de su generación, el desgraciado creía que las hembras de la glymera tenían que mantenerse muy delgadas. Pues, como decía una y otra vez, en los cuerpos de las aristócratas, la grasa era como el polvo que se acumula en una estatua muy valiosa.
Y era todavía más duro con su madre.
En medio del silencio, Bella había bajado la mirada hacia la leche y había movido la cuchara, renuente aún.
No va a hacerlo, había pensado Rehv, mientras sentía deseos de volver a matar al padre de Bella, pues todavía parecía asustada.
Sólo que en ese momento Bella había puesto la cuchara sobre el plato que había debajo del tazón, se había bajado de la silla y había atravesado la cocina con su camisón. Bella no lo miró. Y tampoco pareció fijarse mucho en el dibujo de Tony cuando cogió la caja.
Estaba aterrorizada. Pero era valiente. Era pequeña, pero decidida.
En ese momento la visión de Rehv se había vuelto roja, pero no porque su lado malo estuviese emergiendo. Después de ver cómo su hermanita se servía una segunda ración de Frosties, tuvo que irse. Dijo algo trivial y salió rápidamente hacia el baño del vestíbulo, donde se encerró.
Allí, Rehv había llorado, vertiendo sus lágrimas de sangre a solas.
Ese momento en la cocina con Tony y las zapatillas de repuesto de Bella le había confirmado que había actuado bien: la aprobación del asesinato que había cometido se hizo evidente cuando esa caja de cereales fue transportada hasta el otro lado de la cocina por su preciosa y adorada hermana.
Volviendo al presente, Rehv pensó en la actual Bella. Se había convertido en una adulta y tenía un compañero poderoso y un hijo que comenzaba a desarrollarse dentro de su cuerpo.
Los demonios a los que se enfrentaba ahora no eran algo con lo que su hermano grande y malo pudiera ayudarla. No había una tumba abierta a la cual pudiera arrojar los restos golpeados y llenos de sangre del destino. Rehv no podía salvarla de ese monstruo en particular.
Sólo el tiempo tenía la palabra y no había nada más que hacer.
Ni siquiera cuando Bella fue secuestrada, Rehv había considerado la posibilidad de que ella muriera antes que él. Nunca se le pasó por la cabeza. Sin embargo, durante las seis abominables semanas en las que ella fue retenida bajo tierra por un restrictor, el orden de las muertes de su familia era lo único en lo que él podía pensar. Siempre había asumido que su madre se marcharía primero y, de hecho, ya había comenzado el rápido deterioro que lleva a los vampiros al final de sus días. Rehv era muy consciente de que él se iría después, cuando, tarde o temprano, sucediera alguna de estas dos cosas: o bien alguien se percatara de su naturaleza symphath y fuera perseguido y enviado a la colonia, o bien su chantajista provocara su muerte a la manera de los symphaths.
Es decir, de forma intempestiva y brutalmente creativa…
Como si la hubiese llamado con el pensamiento, un acorde musical brotó de su teléfono justo en ese momento. Y volvió a sonar, una y otra vez.
Sin necesidad de coger el teléfono, Rehv ya sabía quién lo estaba llamando. Pero, claro, así eran las conexiones entre los symphaths.
«Hablando del diablo», pensó, mientras respondía la llamada de su chantajista.
Cuando colgó, tenía una cita con la Princesa para la noche siguiente.
¡Vaya suerte la suya!
‡ ‡ ‡
Qhuinn tuvo un largo y extraño sueño, en el cual se veía en Disneylandia, montado en una montaña rusa que tenía muchas subidas y bajadas. Lo cual era extraño, teniendo en cuenta que sólo había visto montañas rusas en la tele, pues es imposible subirse a esos cachivaches cuando tienes problemas con el sol.
Sin embargo, cuando terminó el extraño viaje, abrió los ojos y descubrió que estaba en la sala de primeros auxilios del cuarto de terapia física, en el centro de entrenamiento de la Hermandad.
«Puf, gracias a Dios».
Era obvio que había sufrido un golpe en la cabeza mientras luchaba con alguien en clase y que esa mierda con Lash y su familia y su hermano y la guardia de honor no había sido más que una pesadilla. ¡Qué alivio!
Pero entonces apareció frente a él la cara de la doctora Jane.
—Hola, por fin has vuelto.
Qhuinn parpadeó y tosió.
—¿Y de dónde… he vuelto?
—Te echaste una pequeña siesta. Para que pudiera extraerte el bazo.
Mierda. No era una alucinación. Era la nueva realidad.
—¿Y… estoy… bien?
La doctora Jane le puso la mano en el hombro y el peso de su palma parecía normal, aunque el resto de su cuerpo era translúcido.
—Sí. Te has portado muy bien.
—Todavía me duele el estómago. —Qhuinn levantó la cabeza y miró hacia su pecho desnudo y las vendas que le envolvían la cintura.
—Eso es lo normal. Pero te alegrará saber que puedes regresar a la casa de Blay dentro de una hora. La operación salió perfecta, sin ningún contratiempo, y ya estás cicatrizando muy bien. Yo no tengo problemas con la luz del día, así que si me necesitas, puedo ir a verte en cualquier momento. Blay sabe cuáles son las cosas de las que debe estar pendiente y también le entregué unas medicinas para ti.
Qhuinn cerró los ojos, abrumado por una infinita tristeza.
Mientras trataba de calmarse, oyó que la doctora Jane decía:
—Blay, ¿quieres venir un…?
Qhuinn negó con la cabeza y miró hacia otro lado.
—Necesito estar un momento a solas.
—¿Estás seguro?
—Sí.
Mientras la puerta se cerraba silenciosamente, se llevó una mano temblorosa a la cara. Solo… sí, estaba solo. Y no sólo porque no hubiese nadie más en la habitación.
Realmente se había sentido feliz al pensar que las últimas doce horas habían sido un sueño.
Dios, ¿qué demonios iba a hacer con el resto de su vida?
De repente recordó la visión que había tenido cuando se acercó al Ocaso. Tal vez debería haber atravesado esa maldita puerta, a pesar de lo que vio. Con seguridad eso lo habría facilitado todo.
Se tomó un minuto para calmarse, o tal vez fue media hora. Luego gritó con la voz más fuerte que pudo:
—Estoy listo. Estoy listo para irme.