22
Lash, el hijo del Omega, renació con un grito que desgarró su garganta.
En medio de hechos extraños y confusos, regresó al mundo tal y como había venido a él, veinticinco años atrás: desnudo, luchando por respirar y cubierto de sangre, sólo que esta vez su cuerpo era el de un macho adulto y no el de un bebé.
Después de un fugaz momento de consciencia, se sumió en la agonía, mientras sus venas se llenaban de ácido y cada centímetro de su cuerpo se quemaba desde el interior. Se llevó las manos al estómago, se acostó de lado y vomitó una bilis negra sobre el suelo de madera gastada. Demasiado agotado por las arcadas, no se molestó en preguntarse dónde estaba, o qué había ocurrido, o por qué estaba vomitando sustancias que parecían aceite usado.
En medio de un remolino de desorientación, unas náuseas que lo paralizaban y una ciega sensación de pánico que no podía controlar, un salvador extendió la mano hacia él. Una mano que comenzó a acariciarle la espalda una y otra vez, mientras la tibieza de su palma adoptaba un ritmo que fue estabilizando las palpitaciones de su corazón, aquietando su cabeza y brindando alivio a su estómago. Cuando se sintió capaz, volvió a ponerse de espaldas.
A través de sus ojos vidriosos, Lash por fin logró divisar una figura oscura y translúcida. Tenía un rostro etéreo, similar al de un macho en la flor de la vida, pero la malevolencia que se escondía detrás de aquellos ojos tenebrosos hacía que la visión fuera horrible.
El Omega.
Tenía que ser el Omega.
Era el maligno que había conocido a través de su religión, sus tradiciones orales y su educación.
Lash comenzó a gritar otra vez, pero la mano oscura se acercó y le tocó delicadamente en el brazo. Entonces se calmó.
«En casa», pensó Lash. «Estoy en casa».
Su cabeza comenzó a retumbar ante esa idea. Desde luego que no estaba en casa. Estaba seguro de que nunca antes había visto aquella habitación decrépita.
¿Dónde demonios estaba?
—Tranquilo —murmuró el Omega—. Ya lo recordarás todo.
Y así fue. Todo llegó en un instante: vio los vestuarios del centro de entrenamiento… y a John, ese maldito maricón, totalmente asustado cuando su pequeño secreto quedó al descubierto. Luego comenzaron a pelear hasta que… Qhuinn… Qhuinn le había cortado la garganta de lado a lado.
Puta mierda… podía recordar incluso cómo se había caído sobre el suelo de las duchas, aterrizando sobre las duras baldosas. Revivió la impresión que sintió y se acordó del momento en que se llevó las manos a la garganta y comenzó a jadear como si se ahogara, mientras la asfixia se apoderaba de su pecho… y su sangre… se estaba ahogando con su propia sangre… pero luego lo habían suturado y lo habían enviado a la clínica, donde…
Mierda, no se había muerto, ¿o sí? El médico lo había traído de vuelta, pero definitivamente había muerto.
—Y así te encontré —murmuró el Omega—. Tu muerte fue el faro que iluminó el camino.
Pero ¿por qué el Maligno lo quería a él?
—Porque tú eres mi hijo —dijo el Omega con una voz reverente y distorsionada.
¿Hijo? ¿Su hijo?
Lash negó con la cabeza lentamente.
—No… no…
—Mírame a los ojos.
Cuando se produjo la conexión, desfilaron ante sus ojos más escenas, visiones que fueron pasando una tras otra, como en un libro de fotografías. La historia que se desplegó ante él hizo que arrugase la cara y al mismo tiempo comenzara a respirar con más tranquilidad. Él era el hijo del Maligno. Nacido de una vampiresa que fue retenida contra su voluntad en esa misma granja hacía más de dos décadas. Después de nacer, fue abandonado en un sitio de reunión de los vampiros, quienes lo encontraron y lo llevaron a la clínica de Havers… donde fue adoptado después por su familia, en un intercambio privado del que ni siquiera él tenía noticia.
Y ahora, después de alcanzar la madurez, había retornado a su padre.
A casa.
Mientras asimilaba las implicaciones de semejante historia, el hambre se hizo notar en el estómago de Lash y sus colmillos brotaron dentro de su boca.
El Omega sonrió y miró hacia atrás. Un restrictor del tamaño de un chico de catorce años estaba de pie en el rincón de la asquerosa habitación y sus ojos de rata estaban fijos en Lash, mientras mantenía el cuerpo tenso, como el de una serpiente enroscada.
—Y, ahora, con respecto al servicio que te mencioné… —le dijo el Omega al asesino.
El Maligno extendió su mano oscura y le indicó al tipo que se acercara.
Más que caminar, el restrictor se movió como un bloque, como si tuviera las piernas y los brazos paralizados y alguien empujara su cuerpo por el suelo. Entonces el tipo abrió los ojos pálidos y se volvieron blancos a causa del pánico, pero Lash tenía demasiadas cosas en qué pensar como para preocuparse por el miedo del hombre que le estaban ofreciendo.
Cuando captó el dulce aroma del restrictor, se sentó y enseñó los colmillos.
—Deberás alimentar a mi hijo —le dijo el Omega al asesino.
Lash no esperó a obtener el consentimiento del pobre desgraciado. Se estiró, agarró al maldito del cuello y lo atrajo hacia sus ávidos caninos. Lo mordió con fuerza, succionó profundamente y entonces saboreó una sangre dulce como la melaza, e igual de espesa.
No sabía a nada que conociera, pero llenaba su barriga y le proporcionaba energía, lo cual era suficiente.
Mientras Lash se alimentaba, el Omega comenzó a reírse, al principio con suavidad, y luego más fuerte, hasta que la casa se sacudió por la fuerza de esa alegría sanguinaria y demencial.
‡ ‡ ‡
Phury le dio un golpecito al porro sobre el borde del cenicero y miró lo que había hecho con su pluma. El dibujo era asombroso, y no sólo por su temática.
El maldito boceto también era uno de los mejores dibujos que había hecho en su vida.
La forma femenina que llenaba la cremosa superficie del papel estaba recostada en una cama de aspecto noble, con almohadones detrás de los hombros y el cuello. Tenía un brazo sobre la cabeza y sus dedos jugueteaban con el pelo largo. El otro brazo yacía a su lado y la mano descansaba en la unión de los muslos. Tenía los pechos tensos, con los pezones en punta, listos para recibir un beso, y los labios entreabiertos, en una actitud invitadora, al igual que las piernas. Tenía una pierna flexionada, con el pie arqueado y los dedos tensos, como si anunciara algo delicioso.
La mujer miraba hacia el frente desde la página, observándolo directamente a él.
El dibujo tampoco era un boceto improvisado. Estaba totalmente terminado y cuidadosamente sombreado, para mostrar el atractivo del personaje. El resultado era el sexo personificado en tres dimensiones, un orgasmo a punto de consumarse, todo lo que un macho desearía en una compañera sexual.
Mientras le daba otra calada al porro, trató de convencerse de que no era Cormia.
No, esa hembra no era Cormia… no era una hembra en particular, sino una combinación de los atributos sexuales de los que se había privado por sus votos de castidad. Era el ideal femenino con el que quisiera haber estado esa primera vez. Era la hembra de la que le habría encantado beber a lo largo de todos estos años, su amante imaginaria, que a veces daba y otras recibía, suave y sumisa a veces, y otras veces ávida y traviesa.
Pero no era real.
Y no era Cormia.
Phury lanzó una maldición, se acomodó la erección dentro del pantalón del pijama y apagó el porro.
Estaba tan lleno de mentiras. Lleno. De. Mentiras. Por supuesto que era Cormia.
Entonces miró el medallón del Gran Padre que reposaba sobre la cómoda, recordó su conversación con la Directrix y volvió a maldecir. Genial. Precisamente ahora que Cormia ya no era su Primera Compañera, decidía que sí la deseaba. ¡Vaya suerte la suya!
—Por Dios.
Se inclinó sobre la mesita de noche, lió otro porro y lo encendió. Con él entre los labios, comenzó a dibujar la hiedra, empezando desde los dedos de los pies, adorablemente curvados. A medida que añadía una hoja tras otra e iba tapando el dibujo, sentía como si sus manos fuesen subiendo por aquellas piernas suaves y por ese estómago y llegaran hasta los senos erguidos.
Estaba tan distraído pensando en esas caricias, que esta vez no sintió la sensación asfixiante que normalmente lo embargaba cuando cubría de hiedra un dibujo. Sólo le ocurrió cuando llegó a la cara.
Ahí se detuvo. Ella realmente era Cormia y no sólo la mitad de ella, como era el dibujo de Bella de la otra noche. Todos los rasgos de Cormia estaban presentes, a plena vista, desde la inclinación de los ojos hasta la exuberancia de su labio inferior, pasando por la suntuosidad de su cabello.
Y ella lo estaba mirando. Deseándolo.
Ay, Dios…
Phury dibujó rápidamente un trozo de hiedra que tapó la cara y luego se quedó mirando lo que había hecho. La hiedra la cubría completamente e incluso desbordaba los límites de su cuerpo, enterrándola bajo la enredadera.
En ese instante Phury recordó el jardín de la casa de sus padres, tal y como lo había visto aquella última vez, cuando volvió para enterrarlos.
Todavía podía recordar aquella triste noche con total claridad. En especial el olor de los rescoldos del fuego.
Cavó la tumba a un lado del jardín y el hueco parecía una herida en medio de la gruesa capa de hiedra que lo cubría todo. Puso a sus padres en ella, aunque sólo pudo enterrar un cadáver. Tuvo que quemar los restos de su madre porque, cuando la encontró, estaba en un estado de descomposición tan avanzado que era imposible sacarla del sótano. Así que le prendió fuego a lo que quedaba de ella allí mismo y recitó palabras sagradas hasta que se sintió tan asfixiado por el humo que se tuvo que salir al exterior.
Mientras el fuego arrasaba la habitación de piedra de su madre, levantó a su padre y lo llevó a la tumba. Y cuando las llamas terminaron de devorar todo lo que pudieron alcanzar en el sótano, Phury recogió las cenizas que quedaban y las guardó en una urna de bronce. Había muchas cenizas, pues había quemado también el colchón y las sábanas.
Puso la urna al lado de la cabeza de su padre y luego echó tierra encima.
Después le prendió fuego a toda la casa. Y ésta ardió hasta quedar en los cimientos. Era un lugar maldito y Phury estaba seguro de que ni siquiera la feroz temperatura de las llamas sería suficiente para eliminar el sello de la mala suerte.
Lo último que pensó al marcharse fue que no pasaría mucho tiempo antes de que la hiedra cubriera también los cimientos.
«Claro que lo quemaste todo», dijo el hechicero en su cabeza. «Pero tenías razón, no lograste acabar con la maldición. Ni siquiera todas esas llamas consiguieron purificarlos a ellos o a ti, ¿tengo razón, socio? Sólo te convirtieron en un pirómano, además de un salvador fracasado».
Phury apagó el porro, arrugó el dibujo, se puso la prótesis y se dirigió a la puerta.
«No puedes huir de mí ni del pasado», murmuró el hechicero. «Somos como la hiedra en esa parcela de tierra, siempre estamos contigo, siempre cubriéndote, protegiendo la maldición que pende sobre ti».
Después de arrojar el dibujo a la papelera, salió de su habitación, pues de repente sintió miedo de estar solo.
Al salir al pasillo casi se estrella con Fritz. El mayordomo alcanzó a quitarse a tiempo, para proteger un recipiente lleno de… ¿guisantes? ¿Guisantes en remojo?
«Las construcciones de Cormia», pensó Phury, al ver que lo que el doggen llevaba en los brazos se derramaba por los bordes.
Fritz sonrió, a pesar del susto, y su rostro arrugado y apergaminado mostró un gesto de alegría.
—Si está buscando a la Elegida Cormia, está en la cocina, tomando su Última Comida con Zsadist.
¿Con Z? ¿Qué demonios hacía Cormia con Z?
—¿Están juntos?
—Creo que el señor quería hablar con ella en privado acerca de Bella. Por eso, precisamente, estoy haciendo mis labores aquí arriba en este momento. —Fritz frunció el ceño—. ¿Está usted bien, señor? ¿Necesita algo?
«¿Podrías hacerme un trasplante de cerebro?».
—No, gracias.
El doggen hizo una reverencia y entró a la habitación de Cormia, al mismo tiempo que se escucharon unas voces que venían del vestíbulo. Phury se acercó al balcón y se inclinó sobre la barandilla de hojas doradas.
Wrath y la doctora Jane estaban al pie de las escaleras y la expresión fantasmagórica de la doctora parecía tan alterada como su voz.
—Ultrasonidos… Mira, sé que no es lo ideal, porque no te gusta tener gente en la casa, pero no nos queda otra alternativa. Fui a la clínica y no sólo se negaron a aceptarlo, sino que exigieron saber dónde estaba.
Wrath negó con la cabeza.
—Por Dios, pero no podemos traerlo sin más…
—Sí, sí podemos. Fritz lo puede recoger en el Mercedes. Y antes de que protestes, te recuerdo que has tenido a todos esos estudiantes viniendo al complejo todas las semanas desde diciembre pasado. El chico no sabrá dónde está. Y en cuanto a toda esa mierda de la glymera, nadie tiene que enterarse de que él está aquí. Se puede morir, Wrath. Y yo no quiero que eso quede pesando en la conciencia de John, ¿tú sí quieres?
El rey murmuró una maldición y miró a su alrededor, como si los ojos necesitaran algo que hacer mientras su cabeza daba vueltas y más vueltas estudiando la situación.
—Está bien. Dile a Fritz que vaya a recogerlo. El chico puede hacerse el examen que necesita y la operación, si es necesario, en el cuarto de terapia física, pero luego tienen que sacarlo de aquí a la mayor brevedad. Me importa una mierda lo que piense la glymera, lo que me preocupa es sentar un precedente equivocado. No nos podemos convertir en un hotel.
—Entendido. Y, escucha, quiero echarle una mano a Havers. Es demasiado trabajo para él instalar una nueva clínica y ocuparse además de los pacientes. Lo cierto es que eso va a implicar que estaré varios días fuera.
—¿Vishous está de acuerdo con asumir ese riesgo?
—No es decisión de él y a ti te estoy avisando sólo por cortesía. —La mujer se rió con sorna—. Y no me mires así. Ya estoy muerta. No es posible que los restrictores me puedan volver a matar.
—Eso no es nada gracioso.
—El humor negro es uno de los inconvenientes de tener un médico en casa. Acostúmbrate.
Wrath soltó una carcajada.
—Eres una maldita insolente. No me sorprende que V esté loco por ti. —El rey se puso serio—. Pero quiero dejar esto muy claro. Insolente o no, yo soy el que manda aquí. Este complejo y todos los que viven en él son mi responsabilidad.
La mujer sonrió.
—Dios, me recuerdas tanto a Manny.
—¿A quién?
—Mi antiguo jefe. El jefe de cirugía del Saint Francis. Os entenderíais a la perfección. O… tal vez no. —Jane estiró el brazo y puso su mano transparente sobre el grueso antebrazo del rey, lleno de tatuajes. En cuanto hicieron contacto, ella se volvió sólida de los pies a la cabeza—. Wrath, no soy estúpida y no voy a hacer nada imprudente. Tú y yo queremos lo mismo, es decir, que todo el mundo esté bien… y eso incluye a los miembros de la especie que no viven aquí. Nunca voy a trabajar para ti, ni para nadie, porque no es mi naturaleza. Pero puedes estar seguro de que voy a trabajar contigo, ¿de acuerdo?
La sonrisa de Wrath estaba llena de respeto y asintió con la cabeza una vez, lo cual era lo más parecido a una reverencia que hacía el rey.
—Puedo aceptarlo, sí.
Cuando Jane se marchó en dirección al túnel subterráneo, Wrath miró hacia arriba, donde estaba Phury.
Pero no dijo nada.
—¿Era de Lash de quien estaban hablando? —preguntó Phury, con la esperanza de que hubiesen encontrado al chico o algo así.
—No.
Phury se quedó esperando un nombre, pero cuando el rey dio media vuelta y comenzó a subir las escaleras, con sus pasos enormes que cubrían dos escalones a la vez, entendió que no iba a recibir respuesta.
Asuntos de la Hermandad, pensó.
«Que solían ser asunto tuyo», se apresuró a señalar el hechicero. «Hasta que perdiste la cabeza».
—Iba a buscarte —mintió Phury, al tiempo que se acercaba a su rey y decidía que un relato informal de lo que había sucedido en la clínica ya era claramente innecesario—. En los próximos días van a pasar por aquí un par de Elegidas. Vienen a verme a mí.
El rey frunció el ceño detrás de sus cristales oscuros.
—Así que completaste la ceremonia con Cormia, ¿eh? ¿No deberías ir tú a ver a las hembras en el Otro Lado?
—Sí, pronto. —Mierda, así debía ser.
Wrath cruzó los brazos sobre el pecho inmenso.
—Me han dicho que echaste una mano esta noche en la clínica. Gracias.
Phury tragó saliva.
Cuando eres un hermano, el rey nunca te da las gracias por lo que haces, porque sólo estás cumpliendo con tu deber y haciendo el trabajo que te corresponde por derecho propio. Puedes escuchar un «bravo» por los resultados, o recibir una torpe demostración de simpatía si te rompen el culo o sales herido… pero nunca te dan las gracias.
Phury se aclaró la garganta, pero no fue capaz de decir «de nada», así que sólo murmuró:
—Z estaba al frente de todo… al igual que Rehv, que casualmente se encontraba allí.
—Sí, también le voy a dar las gracias a Rehvenge. —Wrath dio media vuelta hacia su estudio—. Ese symphath está resultando útil.
Phury observó cómo las puertas dobles se cerraban lentamente, ocultando de su vista la oficina color azul pálido que se encontraba detrás.
Cuando él también dio media vuelta para marcharse, sus ojos se posaron brevemente en el majestuoso techo del vestíbulo, en aquellos guerreros tan orgullosos y seguros.
Ahora él era un amante, no un guerrero.
«Así es», dijo el hechicero. «Y apuesto a que vas a ser igual de malo para el sexo que para lo demás. Ahora, corre a buscar a Cormia para decirle que la quieres tanto que decidiste hacerla a un lado. Mírala a los ojos y dile que vas a copular con sus hermanas. Con todas ellas. Con cada una de las hembras.
»Excepto con ella.
»Y repítete a ti mismo que eso es lo mejor que puedes hacer por ella, mientras le rompes el corazón. Porque ésa es la razón por la cual estás huyendo. Tú has visto la manera en que ella te mira y sabes que te ama. Eres un cobarde.
»Díselo. Díselo todo».
Phury bajó las escaleras hasta el primer piso, entró a la sala de billar y sacó una botella de vermut Martini y una de ginebra Beefeater.
Unas aceitunas, una copa y…
La caja de palillos que vio junto a las botellas le hizo pensar en Cormia.
Mientras se dirigía otra vez al segundo piso, todavía tenía miedo de estar solo, pero se sentía igual de temeroso de estar en compañía de alguien más.
Lo único que sabía era que sólo había un método infalible para acallar al hechicero y estaba decidido a ponerlo en práctica.
Hasta quedar fuera de combate.