20
El señor D aparcó detrás de la granja y apagó el Focus. Tenía las bolsas de Target[5] en el asiento del pasajero, así que las sacó al bajarse del coche. El recibo que se había guardado en la billetera marcaba 147,73 dólares.
Como su tarjeta de crédito fue rechazada, giró un cheque que no estaba seguro de poder cubrir. Igual que en los viejos tiempos, ¿no? Su padre era un maestro del regate, y no precisamente por haber jugado al fútbol en la escuela secundaria.
Mientras cerraba la puerta del conductor de una patada, el señor D se preguntó si la razón por la cual los restrictores tenían esos coches tan destartalados sería realmente para mantener el bajo perfil de la sociedad o porque no tenían dinero. Antes nunca tenías que preocuparte por si tenías fondos en la tarjeta de crédito o si podías comprar armas nuevas cuando las necesitabas. Maldición, cuando el jefe de restrictores era el señor R, allá por los ochenta, la empresa sí funcionaba bien.
Pero ahora era otra cosa. Y ahora era su problema. Probablemente debería averiguar dónde estaban todas las cuentas, pero no sabía por dónde empezar. Había habido muchos cambios entre los jefes de restrictores últimamente. ¿Cuándo fue la última vez que tuvieron un jefe organizado?
En tiempos del señor X.
Cuando el señor X estaba al mando, todo iba bien y además tenía esa cabaña en los bosques… El señor D había ido a visitarlo una o dos veces. Si había alguna información sobre las cuentas, lo más probable es que estuviera allí.
La cosa era que si sus tarjetas de crédito estaban fallando, seguramente las de los otros también. Lo cual significaba que los asesinos debían de estar buscando dinero por su cuenta, robando a los humanos y quedándose con las cosas que confiscaban.
Tal vez cuando encontrara la información de las cuentas descubriría que el banco estaba lleno, sólo que el dinero estaba reinvertido. Pero tenía el presentimiento de que no iba a ser el caso.
La lluvia volvía a caer. Abrió la puerta trasera de la granja con la cadera y entró a la cocina. Tuvo que contener la respiración al sentir el hedor de los dos cuerpos. Resultaron ser un hombre y una mujer, que todavía estaban tirados en el suelo como un par de tapetes horripilantes, pero una cosa buena de ser restrictor era que venías con tu propio ambientador. Después de un momento, ya no sintió el olor en absoluto.
Mientras ponía las bolsas sobre la gran encimera, oyó un sonido muy extraño que parecía flotar por toda la casa; era como un canturreo… como una canción de cuna.
—¿Señor? —Era como si alguien estuviera oyendo una emisora infantil.
Cuando dio la vuelta por el comedor, frenó en seco.
El Omega estaba de pie junto a la mesa destartalada, inclinado sobre el cuerpo desnudo de un vampiro rubio que estaba acostado sin moverse. El vampiro tenía un corte en la garganta justo debajo de la barbilla, pero alguien había suturado la herida y no parecía el resultado de una autopsia. Se trataba de pequeños puntos muy precisos.
¿Estaría muerto o vivo? El señor D no estaba seguro… No, un momento, el pecho inmenso del vampiro subía y bajaba con suavidad.
—Es tan hermoso, ¿no es verdad? —La mano negra y translúcida del Omega acarició los rasgos faciales del vampiro—. También es rubio. La madre era rubia. ¡Ja! Y me dijeron que no podría procrear. A diferencia de ella. Pero nuestro padre estaba equivocado. Mira a mi hijo. Sangre de mi sangre.
El señor D sintió que tenía que decir algo, como si acabaran de mostrarle a un bebé recién nacido y tuviera que elogiarlo.
—Es muy apuesto, sí, claro.
—¿Tienes lo que te pedí?
—Sí, señor.
—Tráeme los cuchillos.
Cuando el señor D regresó con las bolsas de Target, el Omega le puso una mano al vampiro en la nariz y la otra sobre la boca. El vampiro abrió los ojos como platos, pero estaba demasiado débil para hacer algo más que tratar de arañar las vestiduras blancas del Omega.
—Hijo mío, no luches —murmuró el malvado, lleno de satisfacción—. Ha llegado la hora de que vuelvas a nacer.
El forcejeo espasmódico fue aumentando, hasta que el vampiro comenzó a golpear la mesa con los talones y a deslizar las palmas sobre la madera produciendo un chirrido. Se agitaba como una marioneta, moviendo brazos y piernas de manera torpe y descoordinada, totalmente aterrorizado. Y cuando todo terminó, quedó mirando hacia arriba, con los ojos en blanco y la boca abierta.
La lluvia comenzó a azotar las ventanas, el Omega se quitó la capucha blanca de la cabeza y se desabrochó la túnica. Con un movimiento elegante, se despojó de sus vestiduras, que volaron hasta el otro lado de la habitación y se asentaron en el rincón, en posición vertical, como si estuvieran sobre un maniquí.
Luego se estiró y su forma se volvió más larga y delgada, como la de un hombre de goma, y cogió la lámpara barata que colgaba sobre la mesa. La agarró de la cadena, justo del punto donde se unía con el techo, la arrancó dándole un tirón rápido y la arrojó contra la esquina. Pero a diferencia de la túnica, la lámpara no aterrizó con suavidad, sino que acabó su vida útil, si es que todavía servía, convertida en una montaña de bombillas rotas y brazos de bronce retorcidos.
Un manojo de cables quedó colgando del techo manchado, como vides de un terreno baldío, sobre el cuerpo del vampiro.
—Cuchillo, por favor —dijo el Omega.
—¿Cuál?
—El de hoja corta.
El señor D escarbó entre las bolsas, encontró el cuchillo correcto y luego comenzó a tratar de sacarlo del envoltorio plástico a prueba de consumidores en que estaba envuelto, pero la cosa resultó tan resistente que le dieron ganas de clavarse el cuchillo de pura frustración.
—Basta —dijo el Omega con brusquedad y extendió la mano.
—Puedo traer unas tijeras…
—Dámelo.
En cuanto el paquete tocó la mano oscura del Omega, el plástico se quemó y cayó al suelo retorcido y chamuscado, como la piel de una serpiente.
Mientras se volvía hacia el vampiro, el Omega probó el filo del cuchillo sobre su propio brazo oscuro y sonrió al ver que un aceite negro brotaba del corte que se había hecho.
Fue como destripar a un cerdo y todo sucedió con la misma rapidez. Mientras los truenos rondaban la casa como si estuvieran buscando la forma de entrar, el Omega pasó la hoja del cuchillo por el centro del cuerpo del macho, desde el corte en la garganta hasta el ombligo. El olor de la sangre y la carne fue tan fuerte que se impuso sobre el olor a talco de bebé del malvado.
—Tráeme la vasija con tapa. —El Omega pronunció la palabra «vasija» con un acento extraño.
El señor D le alcanzó un jarrón de cerámica azul que había encontrado en la sección de artículos para el hogar. Mientras se lo entregaba, se sintió tentado a señalarle a su amo que era demasiado pronto para sacarle el corazón, porque la sangre del Omega tenía que circular antes por el cuerpo. Pero luego recordó que el macho ya estaba muerto, así que, ¿qué más daba?
Era evidente que no se trataba de una inducción de las habituales en la Sociedad.
El Omega puso la punta de su dedo sobre el esternón del vampiro y éste ardió enseguida, mientras el olor a hueso quemado le produjo cosquillas en la nariz al señor D. Luego abrió las costillas con manos invisibles que operaban a voluntad de su amo, y dejó expuesto el corazón inmóvil.
Entonces las manos translúcidas del Omega entraron dentro del pecho del vampiro y penetraron la membrana que recubría el corazón, formando un nuevo nido para dicho órgano. Con una expresión de disgusto, desprendió el nudo de músculos de su cadena de arterias y venas, mientras la sangre roja cubría la piel clara del pecho del vampiro.
El señor D le quitó la tapa a la vasija y la sostuvo debajo de la mano del Omega. Entonces el corazón estalló en llamas y un montón de cenizas cayó dentro del recipiente.
—Trae los baldes —dijo el Omega.
El señor D tapó la vasija de cerámica y la puso en el rincón, y luego fue hasta donde estaban las bolsas y sacó cuatro recipientes medianos de plástico de los que su madre usaba para la basura. Puso uno debajo de cada brazo y cada pierna del vampiro, mientras el Omega caminaba alrededor del cuerpo y le hacía cortes en las muñecas y los tobillos para sacar toda la sangre. Fue asombroso ver la rapidez con que la piel del vampiro perdió el color, pasando del blanco al gris azulado.
—Ahora el cuchillo de sierra.
El señor D ya no se preocupó por sacar el cuchillo de su envase de plástico. El Omega quemó el paquete y luego cogió el cuchillo y puso la otra mano sobre la mesa. Mientras doblaba los dedos hasta formar un puño, el malvado serró su propia muñeca y, a juzgar por el sonido, parecía que estuviera cortando madera muy vieja. Cuando terminó, le devolvió el cuchillo, tomó su propia mano y la puso dentro del pecho desocupado.
—Alégrate, hijo mío —susurró el Omega, al tiempo que otra mano aparecía en el muñón de su brazo—. Pronto sentirás mi sangre corriendo por tu cuerpo.
Con esas palabras, el Omega se pasó el otro cuchillo por la muñeca de la mano recién formada y puso la herida sobre el puño negro que había enterrado en el pecho.
El señor D recordaba esa parte de su propia inducción. Había comenzado a gritar al sentir un dolor que era más que físico. Se había sentido estafado. Completamente estafado. Lo que le habían prometido no fue lo que recibió y la agonía y el terror le hicieron desmayarse. Al despertar era algo completamente distinto, un miembro de la cofradía de los muertos vivientes, un cuerpo impotente y vagabundo puesto al servicio del mal.
El señor D había creído que era sólo una ceremonia. Había pensado que tal vez sólo iba a dormirlo levemente, para hacerle alguna marca que probara que estaba con ellos.
Pero no sabía que nunca más podría salirse. Ni que dejaría de ser humano.
Todo el asunto le recordaba a algo que su madre solía decir: «Si haces tratos con una víbora, no te sorprendas si te muerde».
De repente, se fue la electricidad.
El Omega dio un paso atrás y comenzó a tararear. Pero esta vez no se trataba de ninguna canción de cuna, era la invocación de una gran reunión de energía, la inminente recolección de un potencial invisible. A medida que las vibraciones crecieron, la casa comenzó a sacudirse, caía polvo de las rendijas del techo y los baldes empezaron a vibrar en el suelo como si estuvieran bailando. El señor D pensó en los cadáveres que había en la cocina y se preguntó si también estarían bailando.
Entonces se tapó los oídos con las manos y bajó la cabeza justo a tiempo, pues en ese momento un rayo golpeó el techo de la granja en lo que debió ser una descarga directa. A juzgar por el ruido que hizo, era imposible que se tratara del rebote o el eco de un rayo más grande.
No, aquello no era cualquier cosa; era como una gran pedrada en la cabeza.
El sonido se manifestó como un dolor intenso en los oídos, al menos en el caso del señor D, y la fuerza demoledora del impacto le hizo preguntarse si la casa aguantaría. Pero el Omega no parecía preocupado. Sólo levantó la mirada con el celo de un predicador, totalmente extasiado, casi orgásmico, como si fuera un verdadero creyente satánico y alguien acabara de traer las serpientes y la estricnina.
El rayo penetró a través de los conductos eléctricos de la casa o, en este caso, a través de unos cuantos tubos averiados, y brotó como un manto líquido de energía amarilla y brillante que se ubicó justo encima del cuerpo. Los cables colgantes del candelabro sirvieron de guía y el pecho abierto del vampiro, con su corazón aceitoso, fue el recipiente.
El cuerpo estalló sobre la mesa, moviendo brazos y piernas, y el pecho se infló. En un segundo, el maligno cubrió al macho, como si quisiera formar una segunda piel para que los cuatro cuadrantes de carne no fueran a volar en pedazos, como neumáticos reventados.
Cuando el rayo se retiró, el macho quedó suspendido en el aire, cubierto por el Omega como si fuera una manta que brillara en la oscuridad.
Y el tiempo… se detuvo.
El señor D podía afirmarlo porque el reloj de cuco que colgaba de la pared dejó de moverse. Por un espacio de tiempo, los minutos dejaron de correr y sólo hubo un ahora infinito, durante el cual lo que había dejado de respirar encontró el camino de regreso a la vida que había perdido.
O mejor, que le habían arrebatado.
El macho volvió a caer suavemente sobre la mesa y el Omega se retiró de encima de él y volvió a tomar forma. Sonidos jadeantes salieron de los labios grises del vampiro y cada inhalación iba seguida de un silbido, a medida que el aire entraba a los pulmones. El corazón se sacudió en la cavidad abierta del pecho y luego retomó su ritmo y comenzó a palpitar en serio.
El señor D se concentró en el rostro.
La palidez de la muerte iba siendo reemplazada lentamente por un extraño color rosado, como el que se ve en la cara de un niño que ha estado corriendo al viento. Pero en este caso no era un signo de salud. No. Era un proceso de reanimación.
—Ven a mí, hijo mío. —El Omega pasó su mano sobre el pecho y los huesos y la carne se soldaron de nuevo, desde el ombligo hasta la herida de la garganta—. Vive para mí.
El vampiro enseñó los colmillos. Abrió los ojos. Y rugió.
‡ ‡ ‡
Qhuinn no flotó de regreso a su cuerpo. No. Cuando dio un paso atrás para alejarse de la puerta blanca que tenía frente a él y luego comenzó a correr como un bastardo, la vida en la Tierra regresó precipitadamente a él y su espíritu aterrizó dentro de su piel, como si el Todopoderoso del Ocaso le hubiese dado una patada cósmica en el culo.
Los labios de alguien estaban haciendo presión contra su boca, mientras le metían aire en los pulmones. Luego sintió unos golpes en el pecho y le pareció que alguien contaba. Hubo una pausa y luego sintió que le llegaba más aire.
Era una agradable alteración de la situación. Respiración. Golpes. Respiración. Respiración. Golpes…
El cuerpo de Qhuinn se estremeció de repente, como si estuviera aburrido de la rutina de la reanimación, y aprovechando el tembloroso espasmo, se apartó de la otra boca y tomó aire por sí mismo.
—Gracias a Dios —dijo Blay con voz entrecortada.
Qhuinn alcanzó a ver brevemente los ojos abiertos y llorosos de su amigo y luego se puso de lado y se encogió como un ovillo. Mientras tomaba aire por la boca poco a poco, sintió que su corazón cogía el balón y salía corriendo con él, palpitando por su propia cuenta. Por un momento experimentó la maravillosa sensación de ay-Dios-estoy-vivo, pero luego le golpeó el dolor, que se apoderó de su cuerpo y le hizo desear el retorno adonde estaba antes. Sentía la parte baja de la espalda como si se la hubiesen excavado con un martillo neumático.
—Llevémoslo al coche —ordenó Blay—. Necesita ir a la clínica.
Qhuinn abrió un ojo y se miró el cuerpo. John estaba a sus pies y asentía con la cabeza, como esos muñecos que ponen a veces en los coches.
Sólo que, demonios, no… No podían llevarlo a la clínica. Esa guardia de honor todavía no había terminado con él… Mierda, su propio hermano…
—A la clínica… no —dijo Qhuinn con dificultad.
—A la mierda —dijo John por señas.
—A la clínica no. —Era posible que no tuviera muchas razones para vivir, pero eso no significaba que le urgiera morirse.
Blay se inclinó sobre él y lo miró a los ojos.
—Te atropelló un coche…
—No… fue… un coche.
Blay se quedó callado.
—Entonces, ¿qué pasó?
Qhuinn se limito a quedarse mirándolo y esperó a que su amigo cayera en la cuenta.
—Espera… ¿fue una guardia de honor? ¿La familia de Lash envió una guardia de honor a perseguirte?
—No… fue… la familia de Lash…
—¿La tuya?
Qhuinn asintió con la cabeza, porque recurrir a la energía que necesitaba para mover los labios hinchados le parecía demasiado esfuerzo.
—Pero se supone que no te deben matar…
—Así es.
Blay miró a John.
—No podemos llevarlo a casa de Havers.
—La doctora Jane —dijo John con señales de la mano—. Entonces necesitamos a la doctora Jane.
Cuando vio que John sacaba su teléfono, Qhuinn estaba a punto de oponerse también a esa idea, pero sintió algo que se agitaba contra su brazo. Era la mano de Blay, que temblaba con tanta fuerza que el tío no podía evitarlo. Mierda, estaba temblando de la cabeza a los pies.
Qhuinn cerró los ojos y sujetó la mano de su amigo. Mientras oía el tecleo suave de John en el teléfono, apretó la mano de Blay para consolarlo. Y consolarse él mismo.
Minuto y medio después, se oyó un pitido que anunciaba la respuesta al mensaje.
—¿Qué dice? —John debió decir algo por señas, porque Blay suspiró y dijo—: Ay… Dios mío. Pero va a venir, ¿no es cierto? Bien. ¿En mi casa? Correcto. Muy bien. Ahora movámoslo.
Dos pares de manos lo levantaron del pavimento y Qhuinn gruñó por el dolor… lo cual se suponía que era bueno, porque significaba que realmente había regresado al mundo de los vivos. Después de que lo acomodaran en el asiento trasero del coche de Blay y sus amigos se subieran con él, Qhuinn sintió la suave vibración del BMW acelerando.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró con la mirada de John. Aunque iba en el asiento delantero, estaba vuelto completamente hacia atrás para poder vigilar constantemente a Qhuinn.
La mirada fija de su amigo era una mezcla de preocupación y cautela. Como si no estuviera seguro de que Qhuinn pudiera lograrlo… y estuviera pensando en lo que había ocurrido hacía cuatro horas o diez millones de años en los vestidores.
Qhuinn levantó las manos ensangrentadas y dijo torpemente por señas:
—Para mí sigues siendo el mismo. Nada ha cambiado.
John desvió la mirada hacia la izquierda y clavó los ojos en la ventana.
Las luces de un coche que venía detrás de ellos bañaron el rostro de John, sin dejar ni una sombra. Y la duda se imponía con claridad en sus rasgos apuestos y orgullosos.
Qhuinn cerró los ojos.
¡Qué noche tan horrible!