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Cuando las persianas se levantaron esa noche, Cormia estaba muy ocupada.

Sentada sobre la alfombra oriental de su habitación, con las piernas cruzadas, estaba pescando guisantes en un recipiente de cristal lleno de agua. Cuando Fritz le llevó los guisantes, estaban duros como piedras, pero después de permanecer un rato en remojo, estaban lo suficientemente blandos como para usarlos.

Cuando pescó uno, estiró la mano hacia la izquierda y cogió un palillo de una cajita blanca marcada con un letrero rojo que decía: «Mondadientes Simmons, 500 palillos».

Cormia tomó el guisante y lo empujó contra la punta del palillo, hasta clavarlo, luego cogió otro guisante y otro palillo e hizo lo mismo hasta formar un ángulo recto. Siguió trabajando hasta crear primero un cuadrado y luego un cubo. Satisfecha con el resultado, se inclinó y unió el primer cubo a otro igual, rematando de esa manera la última esquina de una estructura de cuatro lados y aproximadamente metro y medio de diámetro. Ahora podría seguir subiendo y construyendo más pisos.

Los palillos eran todos iguales, trozos de madera idénticos, y los guisantes también eran parecidos, redondos y verdes. Las dos cosas le recordaban el lugar del que provenía. La igualdad era importante en el santuario atemporal de las Elegidas. La igualdad era lo más importante.

En este lugar, sin embargo, muy pocas cosas eran iguales.

Las primeras veces que vio los palillos fue abajo, después de las comidas, cuando el hermano Rhage y el hermano Butch los sacaban de una delicada cajita de plata al salir del comedor. Sin tener ninguna razón en particular, una noche ella tomó un puñado de palillos cuando regresaba a su habitación. Primero trató de metérselos en la boca, pero no le gustó el sabor seco a madera. Sin saber muy bien qué hacer, puso los palillos sobre la mesilla de noche y comenzó a jugar con ellos y a armar figuras.

Más tarde, cuando Fritz, el mayordomo, entró a limpiar, vio lo que ella había estado haciendo y después de un rato regresó con un recipiente lleno de agua tibia y guisantes en remojo. Le enseñó un divertido juego: un guisante entre dos palillos. Luego se podía agregar otra sección y luego otra y otra y, antes de que te dieras cuenta, tenías algo que valía la pena ver.

A medida que los diseños fueron creciendo y volviéndose más ambiciosos, Cormia empezó a planear con anticipación todos los ángulos y las intersecciones, para evitar errores. También empezó a trabajar en el suelo para tener más espacio. Se inclinó hacia delante para revisar el dibujo que había hecho antes de comenzar y que usaba como modelo. El siguiente nivel tendría una planta más pequeña, al igual que el que lo seguía. Luego añadiría una torre.

Quedaría muy bien si tuviera colores, pensó. Pero ¿y si al pintarlo se desmoronaba la estructura?

Ah, el color. El placer de la vista.

Estar en este lado suponía muchos desafíos, pero una cosa que Cormia definitivamente adoraba eran los colores. En el santuario de las Elegidas todo era blanco: desde el césped hasta los árboles y los templos, la comida y la bebida y los libros de oración.

Sintiéndose culpable, echó un vistazo a sus textos sagrados. Era difícil argumentar que estaba adorando a la Virgen Escribana mientras construía su pequeña catedral de guisantes y palillos.

Alimentar el ego no era la meta de las Elegidas. Era un sacrilegio.

Y la anterior visita de la Directrix de las Elegidas debería habérselo recordado.

Querida Virgen Escribana, Cormia no quería pensar en eso.

Entonces se levantó, esperó a que se le pasara el mareo y se dirigió a la ventana. Abajo estaban las rosas; se fijó en cada una de las plantas para ver si había nuevos botones o pétalos que se hubiesen caído u hojas nuevas.

El tiempo estaba pasando. Podía darse cuenta por la manera en que las plantas cambiaban, por la forma en que transcurría su ciclo de florescencia, que duraba entre tres y cuatro días por flor.

Era otra cosa a la que había que acostumbrarse en este lado. En el Otro Lado no existía el tiempo. Había rituales regulares y estaban las comidas y los baños, pero no había alternancia entre el día y la noche, no se medían las horas ni cambiaban las estaciones. El tiempo y la existencia eran estáticos, al igual que el aire, al igual que la luz, al igual que el paisaje.

En este lado había tenido que aprender que existían los minutos y las horas, los días y las semanas, los meses y los años. Se empleaban relojes y calendarios para marcar el transcurso del tiempo y ella había aprendido a leerlos, de la misma manera en que había logrado comprender los ciclos de este mundo y de la gente que vivía en él.

Afuera, en la terraza, Cormia divisó un doggen. Tenía en la mano unas tijeras de podar y un inmenso cubo rojo y se paseaba por entre las plantas, podándolas para darles forma.

Entonces pensó en los prados blancos y ondulados del Santuario. Y en los árboles blancos e inmóviles. Y en las flores blancas, que permanecían todo el tiempo abiertas. En el Otro Lado todo estaba congelado en su lugar, de manera que no había necesidad de podar, ni de cortar el césped, pues nunca había ningún cambio.

Quienes respiraban el aire quieto del santuario también estaban congelados, a pesar de que se movían y estaban vivos, aunque sin vida.

Sin embargo, las Elegidas sí envejecían. Y morían.

Cormia miró por encima del hombro hacia una cómoda que tenía los cajones vacíos. El pergamino que la Directrix había ido a entregarle reposaba sobre la superficie brillante del mueble. En su papel de Directrix, la Elegida Amalya era la encargada de emitir esos certificados de nacimiento y hoy había venido a cumplir con su deber.

Si Cormia hubiese estado en el Otro Lado, también habría habido una ceremonia. Aunque no para ella, claro. El individuo cuyo nacimiento se celebraba no recibía ningún reconocimiento especial, pues en el Otro Lado no existía el yo individual. Sólo el conjunto.

Pensar por uno mismo… pensar en uno mismo era una blasfemia.

Ella siempre había sido una pecadora clandestina. Siempre había tenido ideas alocadas y distracciones e impulsos. Pero ninguno había prosperado.

Entonces levantó la mano y la puso sobre el vidrio de la ventana. El cristal a través del cual miraba era más delgado que su dedo meñique y tan transparente como el aire, así que difícilmente constituía una barrera. Ya hacía mucho tiempo que tenía deseos de bajar a ver las flores, pero estaba esperando… no sabía qué.

Cuando llegó a ese lugar se sintió abrumada por una sobrecarga de sensaciones. Había toda clase de cosas que ella no reconocía, como antorchas que se conectaban a la pared y que había que encender para obtener luz, y máquinas que hacían cosas como lavar los platos o mantener los alimentos fríos o crear imágenes en una pequeña pantalla. Había cajas que sonaban a cada hora y vehículos metálicos que transportaban a la gente, y artilugios que zumbaban y que uno pasaba por el suelo para limpiarlo.

Había más colores aquí que en todas las joyas que albergaba el tesoro. También olores, buenos y malos.

Todo era tan diferente… al igual que la gente. En el lugar de donde ella venía no había machos y sus hermanas eran idénticas e intercambiables: todas las Elegidas usaban la misma túnica blanca, se recogían el pelo de la misma manera y llevaban una perla con forma de lágrima al cuello. Todas caminaban y hablaban con la misma suavidad y hacían lo mismo a la misma hora. ¿Aquí? Era el caos. Los hermanos y sus shellans usaban ropa distinta, conversaban y se reían de maneras totalmente diferentes e identificables. Les gustaban ciertas comidas, pero otras no, y algunos dormían hasta tarde y otros simplemente no dormían. Algunos eran graciosos, otros eran aterradores, algunos eran… hermosos.

Una era definitivamente hermosa.

Bella era hermosa.

En especial a los ojos del Gran Padre.

Cuando el reloj empezó a dar la hora, Cormia se envolvió entre sus brazos. Las comidas eran una tortura y constituían una muestra de lo que pasaría cuando ella y el Gran Padre regresaran al santuario.

Y él observara las caras de sus hermanas con la misma admiración y placer.

Hablando de cambios, al principio ella se había sentido aterrorizada en presencia del Gran Padre. Pero ahora, después de cinco meses, no quería compartirlo.

Con su melena multicolor, esos ojos amarillos y esa voz grave y sedosa, él era un macho espectacular, en la plenitud de la edad para aparearse. Pero eso no era lo que de verdad la atraía. El Gran Padre era el epítome de todo lo que se consideraba valioso: siempre estaba pendiente de los demás, nunca de sí mismo. En el comedor, era el que preguntaba por todos y cada uno, preocupándose por lesiones y malestares estomacales y angustias grandes y pequeñas. Nunca reclamaba atención para él mismo. Nunca desviaba la conversación hacia algo suyo. Era infinitamente comprensivo.

Si había una tarea difícil, él se ofrecía a hacerla. Si había una diligencia que hacer, él quería realizarla. Si Fritz se tambaleaba bajo el peso de una bandeja, era el primero en levantarse de la silla para ayudar. Por todo lo que había escuchado en la mesa del comedor, también era un guerrero que luchaba para defender su raza y era maestro de los que se estaban entrenando. Y el mejor amigo de todos ellos.

Realmente era el mejor ejemplo del espíritu generoso y desinteresado de las Elegidas, el Gran Padre perfecto. Y en algún momento de los muchos segundos y horas, días y meses que llevaba allí, Cormia se había desviado del camino del deber y había derivado hacia el confuso bosque de la elección. Ahora deseaba estar con él. Ya no había ningún deber, ninguna imposición, ninguna necesidad.

Pero lo quería todo para ella.

Lo cual la convertía en una hereje.

En la habitación de al lado, esa maravillosa música que el Gran Padre siempre escuchaba cuando estaba en su cuarto dejó de sonar de repente. Lo cual significaba que se dirigía a la Primera Comida.

El ruido de un golpecito en la puerta hizo que Cormia se sobresaltara y diera media vuelta. Mientras la túnica volvía a asentarse sobre sus piernas, percibió el aroma del humo rojo, que entraba en su habitación.

¿Acaso el Gran Padre había ido a buscarla?

Cormia revisó rápidamente su moño y se metió algunos de los mechones sueltos detrás de las orejas. Cuando abrió la puerta sólo un poco, miró furtivamente el rostro de Phury, antes de hacerle una reverencia.

Ay, querida Virgen Escribana… el Gran Padre era demasiado perfecto para quedarse mirándolo durante un largo rato. Sus ojos eran amarillos como los cuarzos citrinos, tenía la piel de un color dorado cálido y su pelo largo era una mezcla espectacular de colores, que iban del rubio más pálido al caoba oscuro, pasando por el cobre ardiente.

El Gran Padre hizo una rápida inclinación, una formalidad que Cormia sabía que le molestaba. Sin embargo lo hacía por consideración hacia ella, pues a pesar de las múltiples veces que le había dicho que no fuera tan formal, ella no podía evitarlo.

—Oye, he estado pensando —dijo.

Vaciló, y Cormia pensó con temor que quizá la Directrix hubiese venido a verlo. Todo el mundo en el santuario estaba esperando a que se completara la ceremonia y todos estaban al tanto de que eso aún no había ocurrido. Ella estaba comenzando a sentir una sensación de urgencia que no tenía nada que ver con la atracción que sentía hacia él. Con cada día que pasaba el peso de la tradición se volvía más fuerte.

El Gran Padre carraspeó.

—Llevamos algún tiempo aquí y sé que el cambio ha sido duro. Estaba pensando que debes sentirte un poco sola y que tal vez te gustaría tener un poco de compañía.

Cormia se llevó la mano al cuello. Era una buena señal. Ya era hora de que estuvieran juntos. Al principio no estaba lista para él. Pero ahora sí lo estaba.

—En realidad creo que sería bueno para ti —dijo con su hermosa voz— que tuvieras algo de compañía.

Cormia hizo una reverencia pronunciada.

—Gracias, Su Excelencia. Estoy de acuerdo.

—Fantástico. Estaba pensando en alguien que te gustará.

Cormia se enderezó lentamente. ¿Alguien?

‡ ‡ ‡

John Matthew siempre dormía desnudo.

Bueno, al menos desde que pasó por la transición.

Menos ropa que lavar.

Con un gruñido, John se llevó la mano a la entrepierna y se tocó su pene, que estaba erecto y duro como una roca. Como siempre, esa maldita cosa lo había despertado; era un despertador más confiable y rígido que el maldito Big Ben.

Y también tenía un botón para activar la función de repetición. Si se ocupaba de él, podría descansar otros veinte minutos o más, antes de que volviera a activarse. La rutina típica era masturbarse tres veces antes de levantarse y una más en la ducha.

¡Y pensar que alguna vez había deseado esto!

Concentrarse en ideas poco atractivas no servía de nada y aunque sospechaba que excitarse en realidad empeoraba las cosas, negarse a atender las necesidades de su miembro no era realmente una opción: un par de meses atrás, un día se negó a masturbarse a modo de experimento, pero sólo aguantó doce horas, y acabó más caliente que una hoguera, dispuesto a abalanzarse sobre todo lo que se le pusiera por delante.

¿No existiría algo así como una especie de antiviagra? ¿Un relajapenes? ¿Una «flacidilina»?

Así que, rendido, se tumbó boca arriba, apartó las mantas y comenzó a acariciarse. Era la posición que más le gustaba, aunque si la eyaculación era muy fuerte se encogía sobre el lado derecho en medio del orgasmo.

Cuando aún era un pretrans, siempre soñaba con tener una erección porque se imaginaba que el hecho de excitarse lo convertiría en un hombre. Pero la realidad había sido distinta. Claro, con ese cuerpo tan enorme, sus innatas habilidades de guerrero y esa erección constante que mantenía, por fuera parecía un superhombre.

Pero por dentro se seguía sintiendo tan pequeño como siempre.

John arqueó la espalda y bombeó dentro de su mano, impulsándose con las caderas. Dios… esto era realmente agradable. Todas las veces se sentía bien… pero siempre y cuando fuera su mano la que estuviera haciendo el trabajo. La única vez que una mujer lo había tocado, su erección se había desinflado más rápido que su ego.

Así que en realidad sí tenía un antiviagra: la presencia de otra persona.

Pero no era el momento de rumiar sus malas experiencias. Su pene se estaba preparando para estallar; lo sabía por la sensación de entumecimiento. Justo antes de eyacular, su miembro se sentía como dormido durante un par de movimientos y eso era lo que estaba pasando justo en ahora, al tiempo que su mano subía y bajaba por la vara húmeda.

«Ay, sí… ahí viene…». La tensión en sus testículos se intensificó como si fuera un cable de acero, sus caderas comenzaron a moverse sin control y sus labios se abrieron para poder jadear con más facilidad… y como si eso no fuera suficiente, su mente entró en acción.

«No… maldición… no, ella otra vez no, por favor, no».

Demasiado tarde. En medio del remolino sexual, la mente de John se aferró a la única cosa que garantizaba la multiplicación del efecto: una mujer vestida con ropa de cuero, que llevaba el pelo cortado como el de un hombre y tenía unos hombros tan sólidos como los de un boxeador.

Xhex.

Después de soltar un resuello inaudible, John se volvió de lado y comenzó a eyacular. El orgasmo siguió y siguió, mientras él fantaseaba con la imagen de los dos haciendo el amor en uno de los baños del club en el cual ella trabajaba como jefa de seguridad. Y mientras las imágenes se sucedían en su mente, su cuerpo no cesaba de eyacular. Era capaz de mantener la eyaculación durante diez minutos sin interrupción, hasta que terminaba embadurnado en lo que había salido de su pene y las sábanas quedaban totalmente empapadas.

John trató de rechazar sus pensamientos, trató de controlarlos… pero fracasó. Simplemente siguió eyaculando, en tanto que su mano seguía masajeando, su corazón latía como un loco y la respiración se atascaba en su garganta, mientras pensaba en la imagen de los dos juntos. Menos mal que había nacido sin voz, de lo contrario toda la mansión de la Hermandad se enteraría con precisión de lo que hacía continuamente.

Comenzó a calmarse cuando se obligó a retirar la mano del pene. Y mientras su cuerpo disminuía el ritmo, se quedó tendido, completamente agotado, respirando contra la almohada, al tiempo que el sudor y las otras cosas se secaban sobre su piel.

Bonita forma de despertar. Excelente sesión de ejercicios. Buena manera de matar el tiempo. Y lo peor de todo es que era inútil. No lograba acallar sus ansias.

Sin ninguna razón en particular, los ojos de John se posaron en la mesilla de noche. Si tuviera intención de abrir el cajón, lo cual nunca hacía, encontraría dos cosas: una caja de color rojo sangre del tamaño de un puño y un viejo diario con las tapas de cuero. Dentro de la caja había un enorme anillo, un sello de oro que llevaba el emblema de su linaje, y que le pertenecía como hijo que era del guerrero Darius, miembro de la Hermandad de la Daga Negra e hijo de Marklon. El diario contenía los pensamientos privados de su padre durante un periodo de dos años de su vida. Había recibido los dos como regalo.

Pero John nunca se había puesto el anillo y tampoco había leído las anotaciones del diario.

Tenía muchas razones para mantenerse alejado de esos dos objetos, pero la principal era que el macho al que él consideraba como su padre no era Darius. Era otro hermano. Un hermano que ya llevaba ocho meses desaparecido.

Si fuera a usar algún anillo sería uno que llevara el emblema de Tohrment, hijo de Hharm. Como una manera de honrar al vampiro que había significado tanto para él, en tan corto tiempo.

Pero eso no iba a suceder. Lo más probable era que Tohr estuviera muerto, independientemente de lo que Wrath dijera, y en todo caso él nunca había sido su padre.

Como no quería hundirse en una depresión, John se obligó a levantarse de la cama y fue tambaleándose hasta el baño. La ducha le ayudó a concentrarse, al igual que el acto de vestirse.

Esa noche no había clase, así que pasaría unas horas abajo, en la oficina, y luego se encontraría con Qhuinn y Blay. Tenía la esperanza de que hubiese mucho papeleo y que el trabajo lo absorbiera, pues no tenía muchas ganas de ver a sus amigos esa noche.

Los tres iban a ir hasta el otro lado de la ciudad… Ay, Dios, hasta el centro comercial.

Había sido idea de Qhuinn. Como sucedía la mayoría de las veces. Según Qhuinn, el guardarropa de John necesitaba una inyección de estilo.

John bajó la vista hacia sus vaqueros Levi’s y su camiseta blanca Hanes. Lo único de moda que usaba eran las zapatillas deportivas: un par de Air Maxes negras de Nike. Y ni siquiera las zapatillas eran muy llamativas.

Tal vez Qhuinn tenía razón cuando decía que John era un desastre en lo que se refería a la moda, pero, hombre, ¿a quién tenía que impresionar?

La palabra que resonó en su cabeza le hizo soltar una maldición y comenzó a excitarlo de nuevo: Xhex.

Entonces alguien llamó a su puerta.

—¿John? ¿Estás ahí?

John se puso rápidamente la camiseta y se preguntó por qué lo estaría buscando Phury. Estaba al día en sus estudios y le estaba yendo bien en el combate cuerpo a cuerpo. ¿Tal vez quería hablarle del trabajo que estaba haciendo en la oficina?

John abrió la puerta.

—Hola —dijo con lenguaje de señas.

—Hola. ¿Cómo estás? —John asintió y luego frunció el ceño, al ver que el hermano comenzaba a hablar también con señas—. Me preguntaba si podrías hacerme un favor.

—Lo que quieras.

—Cormia está… Bueno, ha tenido problemas, para ella no ha sido nada fácil adaptarse a vivir en este lado, y creo que sería genial si tuviera alguien con quien pasar un rato, ya sabes… alguien sensato y discreto. Sin complicaciones. Así que, ¿crees que podrías hacer los honores? Se trata solamente de hablar con ella, enseñarle la casa o… lo que sea. Yo lo haría, pero…

Es complicado, pensó John para sus adentros, terminando la frase.

—Es complicado —dijo Phury con señas.

John pensó en la imagen de la Elegida, tan rubia y silenciosa. Había observado que, en los últimos meses, Cormia y Phury evitaban mirarse de manera sistemática y se había preguntado —como sin duda lo hacían todos los demás— si ya habrían sellado el trato.

John no lo creía. Todavía parecían muy, pero que muy incómodos.

—¿Te importaría hacerlo? —dijo Phury con lenguaje de señas—. Me imagino que debe tener preguntas o… No lo sé, cosas sobre las que quiera hablar.

A decir verdad, la Elegida no parecía tener muchas ganas de compañía. Siempre mantenía la cabeza baja durante las comidas y nunca decía nada, mientras comía sólo comida blanca. Pero si Phury se lo pedía, ¿cómo podía John decirle que no? El hermano siempre lo ayudaba con sus posturas de combate, respondía siempre a todas sus preguntas y era la clase de persona a la que quieres hacerle un favor porque siempre era amable con todo el mundo.

—Claro —contestó John—. Con mucho gusto.

—Gracias. —Phury le puso una mano en el hombro con satisfacción, como si hubiese encontrado la solución a un problema—. Le diré que te busque en la biblioteca después de la Primera Comida.

John bajó la vista hacia lo que llevaba puesto. No estaba seguro de que los vaqueros fueran lo suficientemente elegantes, pero en su armario sólo había más de lo mismo.

Tal vez sí era buena idea que él y los chicos fueran de compras. Lástima que no lo hubiesen hecho antes.