19

Phury se materializó en los pinos que había detrás de los garajes de la clínica de Havers… exactamente al mismo tiempo en que se dispararon las alarmas de seguridad. Los estridentes alaridos electrónicos hicieron que los perros del vecindario comenzaran a ladrar, pero no había riesgo de que apareciera la policía, pues las alarmas estaban calibradas de manera que fueran demasiado agudas para los oídos humanos.

Mierda… estaba desarmado.

Phury corrió hacia la entrada de la clínica de todas maneras, listo para pelear aunque fuera con los puños si era necesario.

Pero la situación superaba todo lo imaginable. La puerta de acero colgaba abierta como un labio roto y en el interior del vestíbulo las puertas del ascensor estaban de par en par y se veía todo el hueco del ascensor, con sus venas y sus arterias de cables y alambres. Abajo, el techo de la caja del ascensor tenía un agujero producto de una explosión, y era como una herida de bala en el pecho de un hombre.

Las columnas de humo se elevaban desde abajo y el olor a talco de bebé se expandía por el ambiente mezclado con el aire que subía de la clínica subterránea. Junto con el ruido del combate que parecía desarrollarse abajo, la mezcla de olor dulce y amargo hizo que Phury enseñara los colmillos y apretara los puños.

No perdió tiempo preguntándose cómo habrían logrado los restrictores saber dónde estaba la clínica y tampoco se molestó en bajar por la escalera de mano que había empotrada en la pared de cemento del hueco del ascensor. Phury saltó hacia abajo y aterrizó en la parte del techo del ascensor que todavía se mantenía firme. Luego dio otro salto a través del agujero y quedó ante una escena totalmente caótica.

En la sala de espera de la clínica, un trío de asesinos de pelo blanco estaban moliéndose a palos con Zsadist y Rehvenge, y la pelea iba destruyendo poco a poco aquella estancia de asientos de plástico, revistas insulsas y plantas tristes. Los malditos carapálidas eran, obviamente, veteranos bien entrenados, considerando lo fuertes y seguros de sí mismos que parecían, pero Z y Rehv tampoco se quedaban atrás.

Como el combate avanzaba rápidamente, la única opción era lanzarse y comenzar a pelear sin pensarlo mucho. Así que Phury cogió una silla de metal del mostrador de la recepción y la usó como un bate contra el asesino que tenía más cerca. Cuando el asesino cayó al suelo, Phury levantó la silla y apuñaló al desgraciado con una de sus estilizadas patas, justo en el pecho.

Tan pronto se oyó el estallido y brotó la llamarada, los gritos que llegaban del pasillo que llevaba a las habitaciones de los pacientes sacudieron la clínica.

—¡Ve! —gritó Z, al tiempo que lanzaba una patada y alcanzaba a uno de los restrictores en la cabeza—. ¡Nosotros los retendremos aquí!

Phury atravesó las puertas giratorias como si fuera un rayo.

Había cuerpos en el pasillo. Muchos cuerpos. Cuerpos que yacían entre charcos de sangre roja, que ya encharcaban el suelo verde pálido de linóleo.

Aunque se sentía muy mal por no detenerse a comprobar el estado de los que iba dejando atrás, su objetivo tenía que ser el personal médico y los pacientes que estaban vivos sin ninguna duda. Un grupo de ellos venía huyendo en dirección hacia él, absolutamente aterrorizados, y las batas blancas y los camisones del hospital ondeaban en el aire, como un montón de ropa recién lavada y colgada al sol.

Phury los atajó agarrándolos de los brazos y los hombros.

—¡Escondeos en las habitaciones! ¡Atrancad esas malditas puertas!

—¡Pero no hay cerraduras! —gritó alguien—. ¡Y se están llevando a los pacientes!

—¡Maldita sea! —Phury miró a su alrededor y vio un letrero—. ¿Este armario tiene cerradura?

Una enfermera asintió con la cabeza, al tiempo que se quitaba algo de la cintura. Con mano temblorosa le alcanzó una llave.

—Sólo se puede cerrar desde fuera. Tendrá que… encerrarnos usted.

Entonces Phury hizo una señal con la cabeza hacia la puerta que decía «Sólo personal médico».

—Entrad.

El grupo se apresuró a entrar y se acomodó como pudo en el cuarto de tres metros cuadrados, que estaba lleno de estanterías con medicamentos y suministros. Cuando cerró la puerta, Phury supo que nunca olvidaría la imagen de aquella gente agazapada bajo las luces fluorescentes del techo: siete caras aterrorizadas, catorce ojos suplicantes y setenta dedos que se entrelazaron hasta que sus cuerpos conformaron una unidad compacta de miedo.

Era gente que él conocía: gente que lo había atendido cuando había tenido problemas con su prótesis. Vampiros como él, que querían que esa guerra terminara. Vampiros que se veían forzados a confiar en él porque, en ese momento, era más poderoso que ellos.

Así que esto es lo que se sentía cuando eres Dios, pensó Phury, sin estar muy contento con el trabajo.

—No me olvidaré de vosotros —dijo, y luego cerró la puerta y se detuvo por un segundo. Todavía se oían golpes que venían de la zona de la recepción, pero todo lo demás estaba en silencio.

No se veía más personal médico. Ni más pacientes. Aquellos siete eran los únicos supervivientes.

Entonces le dio la espalda al armario y se dirigió en dirección opuesta adonde Z y Rehv seguían batallando, siguiendo un penetrante olor dulzón. Pasó frente al laboratorio de Havers y frente a la habitación oculta destinada a las cuarentenas, en la que Butch había estado hacía unos meses. A lo largo de todo el camino, se veían las huellas de las botas de suela negra de los asesinos, mezcladas con la sangre roja de los vampiros.

Por Dios, ¿cuántos asesinos habían entrado?

Cualquiera que fuese la respuesta a esa pregunta, Phury tenía una idea acerca del lugar al cual se dirigían: los túneles de evacuación, probablemente con algunos rehenes. La pregunta era: ¿cómo sabían qué camino tomar?

Phury atravesó otro par de puertas giratorias y asomó la cabeza en la morgue. Las torres de unidades refrigeradas, las mesas de acero inoxidable y las balanzas que colgaban de las paredes estaban intactas. Lógico. A los asesinos sólo les interesaba lo que estaba vivo.

Siguió por el pasillo hasta el fondo y encontró la salida que habían usado los asesinos para escapar con los rehenes. No quedaba nada del panel de acero que protegía la entrada al túnel, lo habían volado, al igual que la entrada posterior y el techo de la caja del ascensor.

Mierda.

Una operación absolutamente limpia. Y estaba seguro de que sería sólo la primera ofensiva. Después vendrían otros a saquearlo todo, porque la Sociedad Restrictiva seguía esas prácticas medievales.

Phury decidió regresar rápidamente hacia la zona de la recepción, donde se desarrollaba el combate, por si Z y Rehv todavía no habían terminado la tarea. Por el camino se llevó el teléfono a la oreja, pero antes de que V respondiera, Havers asomó la cabeza por la puerta de su oficina privada.

Phury colgó para poder hablar con el médico y cruzó los dedos para que el sistema de seguridad de V se hubiese activado cuando se dispararon las alarmas. Pensó que seguramente había sido así, pues se suponía que los dos sistemas estaban interconectados.

—¿Cuántas ambulancias tiene? —le preguntó cuando llegó donde estaba Havers.

El médico parpadeó detrás de sus gafas y levantó una mano temblorosa en la que sostenía una nueve milímetros.

—Tengo un arma.

—Que se va a guardar en el cinturón y no va a usar. —Lo último que necesitaban era un aficionado disparando por ahí—. Vamos, guarde eso y concéntrese en lo que le estoy preguntando. Tenemos que sacar de aquí a los supervivientes. ¿Cuántas ambulancias tiene?

Havers comenzó a tratar de meter el cañón de la Beretta en su bolsillo, pero temblaba tanto que Phury pensó que se iba a disparar en el culo.

—Cu… cuatro…

—Deme eso. —Phury agarró el arma, comprobó que tenía el seguro puesto y la metió en el cinturón del médico—. Cuatro ambulancias. Bien. Vamos a necesitar conductores…

En ese momento se cortó la electricidad y todo se volvió negro, como la boca de un lobo. La repentina oscuridad le hizo preguntarse si el segundo grupo de asesinos no estaría bajando por el hueco del ascensor.

Cuando se encendió el generador de emergencia y las luces de seguridad parpadearon, Phury agarró el brazo del doctor y le dio un tirón.

—¿Podemos llegar a las ambulancias a través de la casa?

—Sí… la casa, mi casa… los túneles… —De pronto aparecieron tres enfermeras detrás de él. Estaban muertas de miedo y tan blancas como las luces del techo.

—Ay, Virgen santísima —dijo Havers—, los doggen de la casa. Karolyn…

—Yo los buscaré —dijo Phury—. Los buscaré y los sacaré. ¿Dónde están las llaves de las ambulancias?

El doctor metió la mano detrás de la puerta.

—Aquí.

Gracias a Dios.

—Los asesinos encontraron el túnel sur, así que tendremos que sacar a todo el mundo a través de la casa.

—Es… está bien.

—Empezaremos la evacuación tan pronto como aseguremos la zona temporalmente —dijo Phury—. Ustedes cuatro quédense encerrados aquí hasta que tengan noticias de alguno de nosotros. Ustedes van a ser los conductores.

—¿Co… cómo nos encontraron?

—Ni idea. —Phury empujó a Havers a la oficina, cerró la puerta y después le gritó al médico que cerrara con llave.

Cuando regresó a la recepción, el combate ya había terminado y el último restrictor caía en el olvido, apuñalado por la espada roja de Rehv.

Z se limpió la frente con la mano y se dejó una mancha negra sobre la piel. Al mirar por encima del hombro, le preguntó a Phury:

—¿Cuál es la situación?

—Hay al menos nueve muertos, entre pacientes y personal médico, un número desconocido de rehenes y la zona no es segura. —Porque sólo Dios sabía cuántos restrictores estaban todavía entre el laberinto de pasillos y habitaciones de la clínica—. Sugiero que tomemos el control de la entrada y el túnel sur, y de la salida hacia la casa. Para evacuar necesitaremos usar la escalera de servicio que lleva a la casa y luego saldremos rápidamente en las ambulancias y los vehículos privados. El personal médico va a conducir. El destino es la clínica de apoyo, en la calle Cedar.

Zsadist parpadeó por un segundo, como si estuviera asombrado por la claridad de la evaluación.

—Muy bien.

Un segundo después, llegó la caballería: Rhage, Butch y Vishous fueron aterrizando uno por uno en el ascensor. Los tres iban armados como tanques y estaban muy agitados.

Phury miró el reloj.

—Voy a sacar de aquí a los civiles y al personal. Ocupaos de encontrar a los restrictores sueltos que todavía queden en las instalaciones y de darles la bienvenida a los que lleguen después.

—Phury —gritó Zsadist, al tiempo que éste daba media vuelta.

Cuando Phury miró hacia atrás, su gemelo le lanzó una de las dos SIG que llevaba siempre encima

—Cuídate —dijo Z.

Phury cogió el arma al tiempo que asentía con la cabeza y salió corriendo por el pasillo. Después de hacer una rápida evaluación de las distancias entre el armario de suministros médicos, la oficina de Havers y la escalera, sintió como si hubiese varios kilómetros entre los tres puntos y no sólo unos cuantos metros.

Abrió la puerta que llevaba a la escalera. Las luces de seguridad irradiaban su luz roja y el silencio era absoluto. Moviéndose rápido, subió los escalones, marcó el código para abrir la puerta que llevaba a la casa y asomó la cabeza a un pasillo forrado con paneles de madera. El olor a cera de limón provenía del reluciente suelo. El perfume de rosas, de un espectacular ramo que reposaba en una mesita de mármol. Y el olor a asado de cordero al romero venía de la cocina.

Nada de olor a talco de bebé.

Karolyn, la criada de Havers, asomó la cabeza desde la esquina.

—¿Señor?

—Reúne a los criados…

—Estamos todos juntos. Aquí. Oímos las alarmas. —La mujer hizo un gesto con la cabeza por encima del hombro—. Somos doce en total.

—¿No entraron a la casa?

—Ninguno de los sistemas de alarma de seguridad se disparó.

—Excelente. —Phury le lanzó las llaves que Havers le había entregado—. Tomen los túneles que llevan a los garajes y enciérrense ahí. Pongan en marcha todas las ambulancias y coches que tengan, pero no los muevan, y dejen una persona en la puerta para que yo pueda entrar con los demás. Golpearé y me identificaré. No le abran a nadie que no sea yo o un hermano. ¿Entendido?

Fue una experiencia muy dolorosa ver cómo la criada se tragaba su propio miedo y asentía con la cabeza.

—¿Nuestro amo…?

—Havers está bien. Voy a traerlo aquí. —Phury tendió el brazo y le dio un apretón en la mano—. Váyanse. Ahora. Y apresúrense. No tenemos mucho tiempo.

En una fracción de segundo, estaba de regreso en la clínica y podía oír a sus hermanos recorriendo los alrededores; los reconocía por el sonido de sus botas y por su aroma y la manera de hablar. Evidentemente todavía no se habían encontrado con ningún asesino.

Entonces fue hasta la consulta de Havers y sacó primero a los que estaban allí porque no confiaba en que el doctor fuera capaz de mantener la calma. Por fortuna, el doctor se armó de valor e hizo lo que le decían, moviéndose rápidamente con las enfermeras por las escaleras, hasta la casa principal. Phury los escoltó hasta los túneles que llevaban a los garajes y recorrió con ellos la estrecha vía de escape subterránea que pasaba por debajo del aparcamiento de la mansión.

—¿Cuál de los túneles lleva directamente a la ambulancias? —preguntó, cuando llegaron a una encrucijada con cuatro salidas.

—El segundo a mano izquierda, pero todos los garajes están interconectados.

—Quiero que usted y las enfermeras se suban a las ambulancias con los pacientes. Así que allí es adonde vamos.

Marcharon tan rápido como pudieron. Cuando llegaron a una puerta de acero, Phury golpeó en el metal y dijo su nombre. La cerradura se abrió y dejó entrar al grupo.

—Volveré con más gente —dijo, jadeante, mientras todo el mundo se abrazaba.

Luego volvió otra vez a la clínica y se encontró con Z.

—¿Han encontrado más restrictores?

—No. V y Rhage están vigilando la parte frontal y Rehv y yo vamos a revisar el túnel sur.

—Me vendría bien que alguien me ayudara a cubrir los vehículos.

—Entendido. Enviaré a Rhage. Tú saldrás por el fondo, ¿no?

—Sí.

Phury y su gemelo se separaron y el primero se dirigió al armario de suministros. Su mano parecía tan firme como una roca cuando se sacó del bolsillo la llave que le había dado la enfermera y llamó a la puerta.

—Soy yo —metió la llave en la cerradura y giró el picaporte.

Phury se volvió a encontrar con las caras de aquellas personas y otra vez vio en ellas una expresión de alivio. Que sólo duró hasta que vieron que llevaba un arma en la mano.

—Voy a sacarlos por la casa —dijo—. ¿Alguien tiene problemas de movilidad?

El pequeño grupo se abrió en dos y en el suelo apareció un vampiro mayor. Tenía abierta una vía en vena y una de las enfermeras sostenía el suero por encima de su cabeza.

Phury miró otra vez hacia el pasillo. Ninguno de sus hermanos estaba por allí.

—Tú. —Señaló a uno de los empleados del laboratorio—. Levántalo. Tú —le dijo después a la enfermera que sostenía el suero—, quédate con ellos.

Mientras el empleado del laboratorio levantaba al paciente del suelo y la enfermera rubia sostenía el suero, Phury organizó al resto de la gente por parejas, un miembro del personal con cada paciente.

—Muévanse lo más rápido que puedan. Van a tener que usar la escalera para llegar a la casa y luego deben seguir directamente a los túneles que llevan a los garajes. Deben tomar el primero que vean a la derecha, después de que entren a la mansión. Yo iré detrás de ustedes. Vamos. Ahora.

Aunque todos se esforzaron al máximo, el desplazamiento les llevó años.

Años enteros.

Phury estaba a punto de sufrir un ataque de nervios; pero finalmente llegaron a la escalera iluminada por las luces rojas y cuando por fin cerró la puerta de acero tras ellos pensó que aquello no era más que un alivio pasajero, considerando que los restrictores tenían explosivos. Los pacientes avanzaban lentamente, pues hacía apenas un día o dos que habían salido de cirugía. Phury sintió deseos de cargar en volandas a los más graves, pero no se podía arriesgar a no tener el arma lista.

En el rellano de la escalera, una paciente, una vampiresa que tenía una venda alrededor de la cabeza, tuvo que detenerse.

Sin que nadie se lo pidiera, la enfermera rubia le entregó la bolsa de suero al técnico del laboratorio.

—Sólo hasta que lleguemos al túnel —dijo. Luego levantó a la paciente que estaba a punto de desplomarse y agregó—: Vamos.

Phury le hizo un gesto de aprobación y se hizo a un lado para que la enfermera siguiera la marcha. El grupo entró a la mansión en medio de sonidos de pies que se arrastraban y un par de toses. Cerró tras ellos la puerta que llevaba a la clínica y los condujo hasta la entrada del túnel. Phury dio gracias al cielo por la total ausencia de alarmas.

Mientras el grupo avanzaba tambaleándose, la enfermera rubia que llevaba a la paciente en brazos se detuvo.

—¿Tiene otra arma? Porque yo sé disparar.

Phury levantó las cejas con sorpresa.

—No tengo más…

En ese momento sus ojos captaron el brillo de dos espadas ornamentales que había en la pared, sobre una de las puertas.

—Toma mi arma. Se me dan bien las cosas afiladas.

La enfermera hizo un movimiento con la cadera para indicarle dónde ponérsela y Phury guardó la SIG de Z en el bolsillo de su bata blanca. Luego la mujer dio media vuelta y se internó en el túnel, mientras Phury arrancaba las dos espadas de sus ganchos de bronce y salía corriendo detrás del grupo.

Llegaron a la puerta del garaje donde estaban las ambulancias. Phury golpeó con el puño, gritó su nombre y la puerta se abrió de par en par. En lugar de apresurarse a entrar, cada uno de los vampiros que él había sacado de la clínica se quedó mirándolo.

Siete rostros. Catorce ojos. Setenta dedos que todavía se retorcían.

Pero ahora era diferente.

Ahora su actitud era de puro agradecimiento y Phury se sintió abrumado por su devoción y su expresión de alivio. La comprensión colectiva de que la fe que habían depositado en su salvador había dado frutos y ver que la recompensa era su vida les daba una fuerza palpable.

—Pero todavía no estamos fuera —les dijo.

‡ ‡ ‡

Phury volvió a mirar el reloj y vio, sorprendido, que habían pasado treinta y tres minutos.

Veintitrés vampiros, entre civiles, personal médico y doggen de la casa habían sido evacuados por los garajes. Cuando las ambulancias y los coches arrancaron, no salieron por las puertas normales que daban a la parte posterior de la casa, sino por unos paneles retráctiles que permitían que los vehículos salieran directamente a los bosques que había detrás de la mansión. Uno por uno, fueron saliendo sin encender las luces y sin usar los frenos. Y cuando estuvieron en el exterior, desaparecieron en medio del silencio de la noche.

La operación fue un todo un éxito y, sin embargo, Phury tenía un mal presentimiento acerca de todo aquel asunto.

Los restrictores no regresaron.

Y eso no era muy propio de ellos. En circunstancias normales, una vez que lograban infiltrarse, llegaban en tropel. Su procedimiento operativo habitual consistía en capturar a todos los civiles que pudieran para interrogarlos y luego saquear todos los artículos de valor que encontraran. ¿Por qué no habían enviado más hombres? En especial, teniendo en cuenta la cantidad de objetos valiosos que había en la clínica y la casa de Havers y el hecho de que los asesinos debían saber que los hermanos estarían por todas partes, listos para pelear.

De regreso en la clínica, Phury recorrió el pasillo, asegurándose de nuevo de que no quedara ningún superviviente en las habitaciones. Fue una tarea dolorosa. Había cuerpos. Muchos cuerpos. Y todas las instalaciones habían quedado destrozadas, tan heridas de muerte como cualquiera de los cadáveres que yacían en el suelo. Había sábanas tiradas, almohadas por todas partes, monitores y atriles volcados. En los pasillos, los suministros estaban por el suelo y había muchas de aquellas horribles huellas de botas de suela negra manchadas de sangre roja y brillante.

Las evacuaciones rápidas no eran pulcras ni bonitas. Tampoco la guerra.

Mientras se dirigía a la zona de la recepción, pensó que parecía extraño el hecho de que no se oyera ningún ruido, sólo el sistema de ventilación y el zumbido de los ordenadores. Ocasionalmente sonaba un teléfono, pero, lógicamente, nadie contestaba.

La clínica había sufrido un verdadero paro cardiaco y sólo le quedaba un pequeño hilo de actividad cerebral.

Ni la clínica ni la hermosa mansión de Havers volverían a ser usadas nunca más. Los túneles, así como todas las puertas interiores y exteriores que habían quedado intactas, serían clausurados y los sistemas de seguridad de la casa, al igual que las persianas metálicas, serían activados. Las entradas que los asesinos habían volado, además de las puertas del ascensor, serían recubiertas con planchas de acero. Con el tiempo se permitiría la entrada de una guardia armada, para que sacara los muebles y los efectos personales a través de los túneles que no habían sido comprometidos, pero eso tardaría algún tiempo. Y, claro, dependía de si los asesinos finalmente regresaban con sus carritos de la compra.

Por fortuna, Havers tenía una casa de seguridad, así que sus criados y él tenían donde refugiarse, y los pacientes ya se estaban instalando en la clínica temporal. Las historias clínicas y los resultados de laboratorio estaban almacenados en un servidor que estaba ubicado en otro lugar, así que todavía tenían acceso a ellos, pero las enfermeras iban a tener que abastecer rápidamente el nuevo centro médico.

El verdadero problema iba a ser montar otro servicio completo, una clínica permanente, pero eso iba a costar varios meses y varios millones de dólares.

Cuando Phury llegó al mostrador de la recepción, sonó un teléfono que todavía estaba sobre su soporte. El timbre cesó cuando la llamada fue contestada por una máquina, cuyo mensaje acababa de cambiar: «Este número está fuera de servicio. Por favor, remítase al siguiente número de información general».

Vishous había establecido un segundo número para que la gente pudiera dejar sus datos y sus mensajes. Después de verificar la identidad y el motivo de la consulta, el personal de la nueva clínica les devolvería la llamada. Si V reconducía todas las llamadas a través de los cuatro juguetes que tenía en la Guarida, podría registrar los números de cualquiera que llamara a la clínica, así que si los restrictores volvían a aparecer, los hermanos podrían tratar de rastrear sus líneas.

Phury se detuvo y aguzó el oído, mientras apretaba la SIG que tenía en la mano. Havers había tenido la buena idea de esconder un arma debajo del asiento del conductor en cada una de las ambulancias, así que la nueve milímetros de Z había vuelto a la familia, por decirlo de algún modo.

Había un silencio relativo. Nada parecía fuera de lugar. V y Rhage se habían ido para la clínica nueva, por si los enemigos hubiesen seguido a la caravana. Zsadist estaba sellando la entrada del túnel sur. Y era posible que Rehvenge ya se hubiese marchado.

Aunque la clínica parecía relativamente segura en ese momento, Phury estaba listo para matar al que apareciera. Las situaciones como aquella siempre le ponían nervioso…

Mierda. Probablemente era su última operación. Y había participado en ella sólo porque, casualmente, llegó a buscar a Zsadist en ese momento, y no porque le hubiesen llamado para participar como miembro de la Hermandad.

Mientras trataba de no armarse un lío monumental en la cabeza, Phury comenzó a recorrer otro pasillo y esta vez tomó el que llevaba al servicio de urgencias de la clínica. Al pasar al lado de un cuarto de suministros, oyó ruido de cristales que se rompían.

Levantó el arma de Z hasta ponerla a la altura de su cara, mientras se apoyaba contra el dintel. Cuando se asomó rápidamente, vio lo que estaba sucediendo: Rehvenge estaba frente a un gabinete cerrado con llave, que tenía un agujero en el vidrio del tamaño de un puño, y estaba sacando los frascos que había en la estantería, para guardárselos en los bolsillos de su abrigo de piel.

—Relájate, vampiro —dijo Rehv, sin darse la vuelta—. Sólo es dopamina. No estoy comerciando con OxyContin ni nada parecido.

Phury bajó el arma.

—¿Y por qué te llevas eso?

—Porque lo necesito.

Después de sacar hasta el último frasco, Rehv dio media vuelta y se alejó del gabinete. Sus ojos color amatista estaban tan alerta como siempre, como los de una víbora. Joder, ese tío siempre parecía estar midiendo la distancia que lo separaba de su presa, incluso cuando estaba con los hermanos.

—Entonces, ¿cómo crees que llegaron hasta este lugar? —preguntó Rehv.

—No lo sé. —Phury hizo un gesto señalando hacia la puerta—. Vamos, ya estamos de retirada. Este lugar no es seguro.

Rehv sonrió, mostrando unos colmillos que todavía estaban medio fuera.

—Estoy bastante seguro de poder defenderme por mi cuenta.

—No lo dudo. Pero probablemente sea buena idea que te marches ya.

Rehv atravesó el cuarto de suministros con cuidado, esquivando cajas de vendas, guantes de látex y estuches de termómetros. Se apoyaba pesadamente en su bastón, pero sólo un tonto pensaría que estaba indefenso a causa de su dificultad para caminar.

Luego habló con el tono más amable que Phury le había escuchado jamás.

—¿Y dónde están tus dagas negras, célibe?

—Eso no es de tu incumbencia, devorador de pecados.

—En efecto. —Rehv movió con la punta del bastón un puñado de termómetros desparramados por el suelo, como si estuviera tratando de meterlos de nuevo en la caja—. Pero creo que debes saber que tu hermano habló conmigo.

—¿Ah, sí?

—Es hora de irse.

Los dos vampiros se volvieron a mirar hacia el pasillo. Zsadist estaba detrás de ellos, con las cejas fruncidas encima de unos ojos negros.

—Ya mismo —insistió Z.

Rehv sonrió tranquilamente, al tiempo que su teléfono comenzaba a sonar.

—Bueno, ya han venido a recogerme. Un placer, hacer negocios con ustedes, caballeros. Nos vemos después.

El vampiro pasó al lado de Phury, saludó a Z con la cabeza y se llevó el móvil a la oreja, mientras salía del cuarto apoyándose en su bastón.

Cuando el sonido de sus pasos se desvaneció, sólo quedó un silencio absoluto.

Phury respondió a la pregunta antes de que su gemelo pudiera hacérsela:

—Vine porque no quisiste responder a mis llamadas.

Luego le entregó la SIG a Z, sosteniéndola con la culata hacia donde estaba su hermano.

Zsadist aceptó el arma, revisó la recámara y se la volvió a guardar.

—Estaba demasiado cabreado para hablar contigo.

—Pero no te estaba llamando para hablar de nosotros. Me encontré con Bella en el comedor y parecía tan débil que la llevé en brazos hasta arriba. Creo que sería bueno que Jane la viera, pero eso es decisión tuya.

Zsadist se puso blanco como un papel.

—¿Bella dijo que pasaba algo malo?

—Estaba bien cuando la dejé en su cama. Dijo que había comido demasiado y que ése era el problema. Pero… —¿Tal vez estaba equivocado acerca del sangrado?— Realmente pienso que Jane debería hacerle una visita…

Zsadist salió corriendo como un loco y sus pisadas retumbaron en el corredor vacío, mientras el sonido reverberaba por toda la clínica.

Phury lo siguió más despacio. Mientras pensaba en su papel como Gran Padre, se imaginó corriendo para ir a ver a Cormia, con la misma sensación de preocupación, urgencia y desesperación. Dios, podía imaginarse esa situación con mucha claridad… Cormia llevando a su hijo dentro de ella, y él todo angustiado, igual que Z.

Luego se detuvo y se asomó a una habitación.

¿Cómo se habría sentido su padre, de pie junto a la cama en la que yacía su madre, cuando ella dio a luz al primero de sus dos hijos perfectamente sanos? Probablemente sintió una alegría imposible de imaginar… hasta que salió Phury y la buena fortuna se volvió desdicha.

Los partos siempre eran una apuesta arriesgada, a muchos niveles.

Mientras seguía caminando por el pasillo hacia la puerta destrozada del ascensor, Phury pensó que sí, que lo más probable era que sus padres supieran desde el principio que tener dos hijos sanos era el camino a una vida miserable. Los dos eran estrictos seguidores del sistema de valores de la Virgen Escribana, donde el equilibrio era esencial. En cierto modo, no debieron sentirse muy sorprendidos cuando Z fue secuestrado, porque eso restituyó el equilibrio familiar.

Tal vez fue la razón por la cual su padre abandonó la búsqueda, después de enterarse de que la criada había muerto y el niño perdido había sido vendido como esclavo. Tal vez Ahgony entendió que su búsqueda sólo perjudicaría más a Zsadist… que al buscar el regreso del niño que le había sido arrebatado, había causado la muerte de la criada y desencadenado no sólo una serie de consecuencias graves, sino algunas que eran totalmente inaceptables.

Tal vez su padre se culpó a sí mismo por el hecho de que Z hubiese terminado como esclavo.

Phury podía entender muy bien esa actitud.

Luego se detuvo y le echó un vistazo a la sala de espera, que estaba tan destrozada como un bar después de una juerga con barra libre.

Y entonces pensó en Bella, pendiendo de un hilo debido a su embarazo, y se angustió al pensar que tal vez la maldición todavía no había terminado su jodida tarea.

Al menos él había librado a Cormia de su legado.

El hechicero asintió con la cabeza.

«Buen trabajo, socio. La has salvado. Es la primera cosa digna que has hecho en toda la vida. Ella estará mucho, pero mucho mejor sin ti».