16
En el centro de la ciudad, en el Zero Sum, Rhev estaba teniendo una noche de mierda y su jefa de seguridad se estaba encargando de empeorarla. Xhex estaba frente a su escritorio, con los brazos cruzados, y lo miraba con desaprobación, como si fuese una mierda de perro en una noche sofocante.
Rehv se restregó los ojos y la miró con odio.
—¿Y por qué quieres que me quede aquí?
—Porque estás envenenado y estás asustando a los empleados.
Lo cual probaba que no eran tan brutos, pensó Rehv.
—¿Qué sucedió anoche? —preguntó Xhex con voz suave.
—¿Te conté que compré el lote que está a cuatro calles de aquí?
—Sí. Ayer. ¿Qué sucedió con la Princesa?
—Esta ciudad necesita un club gótico. Creo que lo llamaré La Máscara de Hierro. —Se inclinó sobre la pantalla de su portátil—. Hacemos suficiente caja aquí para cubrir un préstamo para la construcción. O simplemente podría extender un cheque, aunque eso tal vez haría que vinieran a hacernos una auditoría. El dinero sucio es tan jodidamente difícil de manejar… Y si me vuelves a preguntar una vez más por lo que sucedió anoche, te voy a sacar a patadas de aquí.
—Vaya, sí que estamos amables hoy.
Rehv levantó el labio superior, al tiempo que sus colmillos asomaron dentro de la boca.
—No me presiones, Xhex. No estoy de humor.
—Mira, no me cuentes nada si no se te da la gana, pero no jodas al personal. No quiero tener que andar arreglando dramas personales después… ¿Por qué te estás restregando los ojos otra vez?
Rehv entornó los ojos para mirar el reloj. En medio de su visión roja y plana se dio cuenta de que hacía sólo tres horas que se había puesto la última dosis de dopamina.
—¿Ya necesitas otra dosis? —preguntó Xhex.
Rehv no se molestó en contestar, sólo abrió un cajón y sacó un frasquito de vidrio y una jeringa. Se quitó la chaqueta, se subió la manga de la camisa, se puso el torniquete en el brazo y trató de meter la fina aguja a través del sello rojo del frasquito que contenía la medicina.
Pero no lo logró. Como carecía de visión en profundidad, sólo navegaba en un espacio vacío y no podía encontrar el lugar donde debía encajar la punta de la aguja sobre la tapa del frasco.
Los symphaths lo ven todo en distintas tonalidades de rojo y sólo en dos dimensiones. Cuando la medicación no funcionaba, ya fuera porque estaba demasiado nervioso o se había saltado una dosis, el cambio en la visión era la primera señal de que tenía problemas.
—Espera, permíteme.
Al tiempo que sentía una oleada de rabia, Rehv se dio cuenta de que no podía hablar, así que sólo negó con la cabeza y siguió intentando pescar el frasco con la jeringa. Entretanto, su cuerpo comenzó a despertarse del profundo estado de congelación en que lo mantenía y la sensación subsiguiente inundó sus brazos y sus piernas como una marea de cosquillas.
—Muy bien, ya engordé bastante tu ego. —Xhex rodeó el escritorio con actitud de estar dispuesta a hacerse cargo de la situación—. Sólo déjame…
Rehv trató de bajarse rápidamente la manga de la camisa, pero ya era demasiado tarde.
—Déjame hacerlo —dijo Xhex, al tiempo que le ponía una mano sobre el hombro—. Sólo relájate, jefe… y déjame cuidarte.
Con asombrosa suavidad, Xhex tomó la jeringa y el frasco y luego extendió el brazo lleno de moretones de Rehv sobre el escritorio. Había estado inyectándose tanto últimamente que, a pesar de que sanaba muy rápido, tenía las venas destrozadas, todas hinchadas y llenas de pinchazos, como una carretera muy transitada.
—Vamos a usar el otro brazo.
Al tiempo que Rehv extendía el brazo derecho, Xhex logró meter la aguja en la tapa sin problemas y extrajo la dosis normal. Pero Rehv negó con la cabeza y levantó dos dedos para indicarle que doblara la dosis.
—Eso es demasiado —dijo ella.
Rehv se abalanzó sobre la jeringa, pero ella la retiró de su alcance.
Rehv dio un puñetazo sobre el escritorio y la miró con odio, exigiéndole que le hiciera caso.
Tras proferir un par de groserías muy fuertes, Xhex extrajo más medicamento del frasco y Rehv observó cómo ella hurgaba entre el cajón hasta encontrar una toallita desinfectante, abría el sobre y le limpiaba la zona alrededor del codo. Después de ponerle la inyección, Xhex quitó el torniquete y volvió a guardarlo todo en el cajón.
Mientras se recostaba en la silla, Rehv cerró los ojos. La visión roja persistía, aunque tenía los ojos cerrados.
—¿Cuánto hace que estás así? —preguntó Xhex en voz baja—. ¿Cuánto tiempo llevas aplicándote el doble de la dosis, pinchándote sin desinfectar antes la zona del pinchazo? ¿Cuántas veces al día estás haciendo esto?
Rehv sólo sacudió la cabeza.
Un momento después, oyó que Xhex abría la puerta y le decía a Trez que trajera el Bentley. Justo cuando se estaba preparando para mandarla al carajo, Xhex sacó del armario uno de sus abrigos de piel.
—Nos vamos con Havers —dijo—. Y si protestas, voy a llamar a los chicos y ellos te sacarán de la oficina como si fueras un baúl.
Rehv la miró con odio.
—Tú no eres… el jefe aquí.
—Cierto. Pero ¿crees que los chicos tardarían mucho en maniatarte si les cuento lo infectado que tienes el brazo? Si te portas bien, tal vez termines en el asiento trasero del coche en lugar de viajar en el maletero. Pero si opones resistencia, terminarás en él.
—Vete a la mierda.
—Eso ya lo intentamos, ¿recuerdas? Y no nos gustó a ninguno de los dos.
Mierda, eso era lo último que necesitaba que le recordaran ahora.
—Piensa, Rehv. No vas a ganar esta discusión, así que, ¿para qué molestarse en pelear? Cuanto antes vayas, antes estarás de vuelta. —Los dos se miraron con odio durante un rato, hasta que Xhex dijo—: Bien, no menciones lo de la dosis doble. Sólo deja que Havers te examine el brazo. Piensa en esta única palabra: infección.
Como si el médico no se fuera a dar cuenta de lo que estaba pasando después de ver ese brazo.
Rehv agarró su bastón y se levantó lentamente de la silla.
—Estoy muy acalorado… para ponerme el abrigo.
—Pero lo voy a llevar para que, cuando la dopamina empiece a hacer efecto y tú te refresques, no te mueras de frío.
Xhex le ofreció el brazo sin mirarlo, porque sabía que era un desgraciado demasiado orgulloso para apoyarse en ella si ella lo estaba mirando. Y él necesitaba su apoyo, pues estaba demasiado débil.
—No puedo soportar que tengas razón —dijo él.
—Lo cual explica por qué vives de perpetuo mal humor.
Salieron lentamente de la oficina y llegaron al callejón.
El Bentley estaba ahí esperándolos y Trez iba al volante. Como de costumbre, el Moro no hizo ninguna pregunta.
Y, por supuesto, cuando uno se está portando como un idiota, todo ese silencio aplastante sólo le hace sentirse peor.
Rehv pasó por alto el hecho de que Xhex lo instalara en el asiento trasero y se sentara junto a él, como si le preocupase que pudiera sentirse mareado o alguna cosa por el estilo.
El Bentley arrancó con la suavidad de una alfombra voladora y eso parecía muy apropiado, pues la verdad es que Rehv se sentía como si realmente fueran montados en una alfombra mágica. En medio de la batalla entre su naturaleza symphath y su sangre de vampiro, oscilaba entre su lado malo y su lado decente, y los cambios de su centro de gravedad moral le producían unas náuseas horribles.
Tal vez Xhex tenía razón al temer que pudiera vomitar.
Tomaron la calle del Comercio, doblaron a la izquierda para enfilar la Décima avenida y siguieron hacia el río, por donde se incorporarían a la autopista. Cuatro salidas después, se internaron en un barrio de clase alta, donde las mansiones se asentaban en terrenos tan amplios como estacionamientos, y parecían reyes a la espera de ser saludados.
Con su visión roja y en dos dimensiones, Rehv no podía distinguir bien los objetos, pero, por otra parte, la naturaleza symphath hacía que viera demasiado. Podía sentir a los humanos en sus mansiones y conocía a los habitantes de las casas por la huella emocional que dejaban, gracias a la energía que proyectaban sus sentimientos. Aunque su visión era tan plana como la de una pantalla de televisión, percibía a la gente en tres dimensiones: aparecían registrados como patrones psíquicos, cuyas oscilaciones entre la dicha y el placer, la culpa y la lujuria, la rabia y el dolor creaban estructuras que le resultaban tan sólidas como sus casas.
Aunque su mirada no podía penetrar las murallas ni los setos de árboles, ni romper las paredes de las mansiones, su naturaleza perversa veía a los hombres y las mujeres que estaban dentro con tanta claridad como si estuvieran desnudos frente a él, y entonces sus instintos se ponían en estado de alerta. Rehv se concentraba en las debilidades que atravesaban esas estructuras emocionales, encontraba las filtraciones y los cabos sueltos y sentía deseos de sacudirlas un poco más. Era como el gato con el ratón, como el depredador que quiere juguetear con sus víctimas hasta hacer que sus cabezas sangren, debido a la cantidad de secretos sucios, mentiras oscuras y aterradoras vergüenzas que escondían.
Su lado perverso odiaba a esa gente con tranquilo desapego. Para su naturaleza symphath, los débiles no eran los que debían heredar la tierra. Deberían comérsela hasta atragantarse. Y luego había que moler sus esqueletos y fundirlos con el barro de su sangre para llegar a la siguiente víctima.
—Odio las voces de mi cabeza —dijo Rehv.
Xhex lo miró. En medio de la penumbra del asiento trasero del coche, el rostro severo y afilado de Xhex le resultó curiosamente hermoso, probablemente porque ella era la única que entendía de verdad a los demonios a los que tenía que enfrentarse y esa conexión la hacía adorable.
—Es mejor olvidar esa parte de ti —dijo ella—. El odio te mantiene a salvo.
—Pero la lucha es tan agotadora.
—Lo sé. Pero ¿preferirías que fuera de otra manera?
—A veces, no estoy seguro.
Diez minutos después, Trez atravesaba con ellos las puertas de la propiedad de Havers y para ese momento Rehv ya tenía las manos y los pies dormidos y su temperatura corporal había descendido. Cuando el Bentley dio la vuelta por detrás y se detuvo frente a la entrada de la clínica, el abrigo de piel fue como un regalo del cielo y Rehv se lo echó encima para no morirse de frío. Cuando se bajó del coche, notó que la visión roja también había desaparecido y toda la gama de colores del mundo regresaba a sus ojos, mientras la percepción de la profundidad ponía los objetos en la orientación espacial a la que estaba acostumbrado.
—Te espero aquí afuera —dijo Xhex desde el asiento trasero del coche.
Ella nunca entraba a la clínica. Pero, claro, considerando lo que le habían hecho, Rehv entendía sus razones.
Rehv cogió su bastón y se apoyó en él.
—No tardaré.
—Tarda lo que sea necesario. Trez y yo te estaremos esperando.
‡ ‡ ‡
Al regresar del Otro Lado, Phury tomó forma en el Zero Sum. Le hizo la compra a Iam, pues Rehv no estaba y el Moro era el único presente, y luego regresó a casa y subió corriendo a su habitación.
Tenía la intención de fumarse un porro para calmarse un poco antes de llamar a la puerta de Cormia para decirle que quedaba en libertad de regresar al santuario. Y cuando hablara con ella, le iba a prometer que nunca la buscaría en su calidad de Gran Padre y que se iba a ocupar de protegerla de todo comentario o crítica.
También tenía la intención de dejarle muy claro que sentía mucho haberla encerrado en este lado.
Tras sentarse en la cama y sacar sus papeles de fumar, trató de pensar lo que iba a decirle… y acabó pensando en la manera en que ella lo había desnudado la noche anterior, y en la imagen de sus manos pálidas y elegantes luchando con el cinturón antes de ocuparse de la pretina de sus pantalones de cuero. En un segundo, una sensación ardiente y erótica se apoderó de la cabeza de su miembro y aunque él se esforzó por hacer caso omiso de la sensación, fingir que estaba tranquilo fue como estar en la cocina de una casa que se está incendiando.
Era imposible no notar el calor y el estruendo de las alarmas de humo.
Ah… pero eso no duró. El departamento de bomberos y todo su equipo de hombres enmascarados y con guantes llegó en la forma del recuerdo de todas aquellas cunas vacías. El recuerdo de esa imagen fue como si le hubiesen puesto una pistola cargada en la cabeza e inmediatamente extinguió sus ardores.
El hechicero apareció enseguida en su mente, de pie, en medio de su campo de calaveras, con la silueta recortada contra el cielo gris plomo.
«Cuando tú eras joven, tu padre vivía borracho día y noche. ¿Recuerdas cómo te hacía sentirte eso? Dime, socio, ¿qué tipo de padre vas a ser para todos esos retoños de tu semilla, considerando que te pasas drogado las veinticuatro horas del día?».
Phury suspendió lo que estaba haciendo y pensó en la cantidad de veces que había recogido a su padre del suelo del jardín lleno de maleza y lo había arrastrado hasta la casa, justo antes de que saliera el sol. Tenía cinco años la primera vez que lo hizo… y sintió terror al pensar que no iba a ser capaz de arrastrar el tremendo peso de su padre para ponerlo bajo techo a tiempo. ¡Fue horrible! Ese jardín parecía tan grande como una selva y sus manos diminutas se resbalaban constantemente y soltaban el cinturón de donde estaba tirando de su padre. Lágrimas de pánico empezaron a rodar por su cara mientras observaba el progreso del sol una y otra vez.
Cuando finalmente logró meter a su padre a la casa, los ojos de Ahgony se abrieron y le dio una bofetada en la cara, con una mano tan grande como una sartén.
«Quería morirme allí, idiota». Hubo un instante de silencio y luego su padre estalló en llanto y lo agarró y lo abrazó y le prometió que nunca más iba a tratar de matarse.
Sólo que volvió a suceder. Una y otra vez. Y al final siempre ocurría lo mismo.
Phury había salvado a su padre porque estaba decidido a traer a Zsadist de vuelta para que pudiera reunirse con ellos.
El hechicero sonrió.
«Y sin embargo eso no fue lo que ocurrió, ¿verdad, socio? Tu padre murió de todas formas y Zsadist nunca lo conoció. Afortunadamente tú decidiste volverte adicto, para que Z pudiera conocer de primera mano ese encantador legado familiar».
Phury frunció el ceño y miró hacia las puertas dobles que llevaban hasta el inodoro. Cerró el puño alrededor de la bolsa de humo rojo y comenzó a levantarse, dispuesto a tirarlo todo por la taza y tirar de la cadena.
El hechicero soltó una carcajada.
«No serías capaz de hacerlo. No hay ninguna posibilidad de que puedas abandonarlo. Ni siquiera eres capaz de pasar cuatro horas por la tarde sin fumar, porque enseguida te domina el pánico. ¿Sinceramente, eres capaz de imaginar lo que sería no volver a fumarte un porro en los próximos setecientos años? Vamos, socio, sé razonable».
Phury se volvió a sentar en la cama.
«Vaya, vaya, parece que sí tienes cerebro. Estoy impresionado».
Parecía que el corazón se le iba a salir del pecho, mientras terminaba de lamer y retorcer el porro que tenía en la mano y se lo llevaba a los labios. Justo en el momento en que sacó el encendedor, su teléfono comenzó a sonar al otro lado de la habitación.
Por intuición supo de quién se trataba, y cuando por fin encontró el móvil entre los pantalones, vio que tenía razón. Zsadist. Y el hermano ya lo había llamado tres veces.
Mientras contestaba, pensó en cuánto le gustaría haber encendido ya el porro.
—¿Sí?
—¿Dónde estás?
—Acabo de regresar del Otro Lado.
—Perfecto, entonces vente directo para la clínica. Hubo una pelea en los vestuarios. Creemos que John Matthew la comenzó, pero Qhuinn la terminó cortándole el cuello a Lash, y el chico ya ha tenido un paro cardiaco. Dicen que lo han podido estabilizar, pero nadie sabe qué puede pasar. Acabo de llamar otra vez a sus padres, pero siempre salta el buzón, probablemente debido a la fiesta esa. Quiero que estés aquí cuando ellos lleguen.
Seguramente Wrath todavía no le había dicho a Z que había echado a Phury con una patada en el culo.
—¿Hola? —dijo Zsadist con impaciencia—. ¿Phury? ¿Tienes algún problema conmigo?
—No. —Después de abrir rápidamente la tapa del encendedor y accionar el mecanismo con el pulgar logró encender la llama. Mientras se llevaba otra vez el porro a los labios y se recostaba, se preparó para lo que venía—. Pero no puedo ir.
—¿Qué quieres decir con que no puedes? Mi shellan está embarazada y en cama y estoy aquí. Te necesito como representante del programa de entrenamiento y miembro de la Hermandad para que…
—No puedo.
—¡Por Dios, oigo que estás fumando! Deja a un lado tus malditos porros y haz tu trabajo.
—Ya no soy miembro de la Hermandad.
Se hizo un silencio absoluto en el teléfono. Luego se oyó la voz de su gemelo, ronca y casi inaudible.
—¿Qué?
Pero en realidad no era una pregunta. Parecía como si Z ya supiera la respuesta, pero estuviera esperando una especie de milagro.
Phury no podía dejar así a su gemelo.
—Mira… Wrath me echó de la Hermandad. Anoche. Supuse que te lo había dicho. —Phury le dio una calada al porro y dejó que el humo saliera lentamente por su boca, espeso como la melaza. Se podía imaginar cómo estaba su hermano gemelo en ese momento, con el teléfono apretado en el puño, los ojos negros de rabia y el labio superior deformado a causa de la tensión y la cicatriz.
El gruñido que llegó hasta su oído no le cogió por sorpresa.
—Genial. Muy bien hecho.
El teléfono quedó muerto.
Phury rellamó a Z enseguida, pero saltó el buzón. Eso tampoco fue una sorpresa.
Mierda.
No sólo quería suavizar las cosas con Zsadist, también quería saber qué diablos había pasado en el centro de entrenamiento. ¿John estaba bien? ¿Cómo estaba Qhuinn? Los dos chicos eran un poco impulsivos, como todos los machos recién salidos de su transición, pero tenían buen corazón.
Lash debía de haber hecho algo horrible.
Phury se fumó el porro en tiempo récord. Mientras enrollaba otro y lo encendía, decidió que Rhage podría contarle los detalles. Hollywood siempre era una buena fuente de…
El hechicero negó con la cabeza.
«Supongo que te das cuenta de que a Wrath no le va a gustar que te inmiscuyas en los asuntos de la Hermandad, ¿cierto, socio? Tú no eres más que un invitado aquí, un maldito intruso. Ya no eres parte de la familia».
‡ ‡ ‡
En la sala de proyecciones del tercer piso, Cormia se acomodó en un sillón que le resultó tan confortable como el agua de la piscina, acariciador y envolvente, como la palma de un gigante amistoso.
Las luces se apagaron y John bajó hasta la parte delantera de la sala.
Escribió algo en el teléfono y luego le mostró la pantalla.
«¿Estás lista?».
Al ver que ella asentía con la cabeza, la sala a oscuras se iluminó con una imagen enorme y el sonido lo inundó todo.
—¡Virgen santísima!
John estiró la mano y agarró la de Cormia. Después de un momento, ella se tranquilizó y se concentró en la pantalla, que mostraba una gama de azules. Entonces comenzaron a aparecer y desaparecer figuras humanas, hombres y mujeres que bailaban juntos y cuyos cuerpos se apretaban y giraban al ritmo de la música.
Luego comenzaron a aparecer periódicamente algunos letreros color rosa.
—¿Esto es lo mismo que la televisión? —preguntó Cormia—. ¿Funciona de la misma manera?
John asintió, al tiempo que la pantalla se llenaba con unas letras que decían Dirty Dancing.
De repente apareció una máquina de las que llamaban coches, que viajaba por una carretera entre colinas verdes. Había gente en el coche. Una familia de humanos, con un padre, una madre y dos hijas.
Entonces se escuchó en toda la sala una voz femenina: «Era el verano de 1963…».
Cuando John le puso algo entre la mano, Cormia apenas pudo despegar los ojos de la pantalla para ver de qué se trataba. Resultó ser una bolsa, una bolsa pequeña y marrón, abierta por la parte de arriba. John hizo el gesto de sacar algo de la bolsa y llevárselo a la boca, así que ella metió la mano. Sacó unas bolitas multicolores, y vaciló un poco.
Definitivamente no había ninguna blanca. Y también en este lado ella sólo había comido alimentos blancos, tal y como mandaba la tradición.
Pero, francamente, ¿qué daño podría hacer?
Cormia miró a su alrededor, aunque sabía que no había nadie más que ellos y, sintiéndose como si estuviera haciendo algo malo, se metió unas cuantas bolitas en la…
¡Queridísima… Virgen… Escribana!
El sabor de las bolitas hizo que su lengua cobrara vida y se llenara de una sensación que la hizo pensar en la sangre. ¿Qué era eso? Cormia miró la bolsa. Había un par de personajes animados en la parte delantera que parecían caramelos. Y el paquete decía M&M’s.
Cormia sintió la necesidad de comerse todo el paquete. Enseguida. No importaba que lo que había dentro no fuera blanco.
Mientras se metía más a la boca y gemía, John se rió y le pasó un vaso alto que decía Coca-Cola. Dentro repiqueteaba el hielo y había un palito que atravesaba la tapa. John levantó su propio vaso y le dio un sorbo a través de la pajita. Ella hizo lo mismo y luego regresó a su bolsa de bolitas y a la pantalla.
Ahora había un grupo de gente alrededor de un lago, tratando de seguir los movimientos de una rubia muy guapa, que se movía primero a la derecha y luego a la izquierda. Baby, la jovencita que había estado hablando desde el comienzo, se esforzaba por moverse como todos los demás.
Cormia se volvió hacia John para preguntarle algo, pero vio que él estaba mirando su teléfono y luego fruncía el ceño, como si estuviera contrariado.
Algo debía haber ocurrido al comienzo de la noche. Algo malo. John estaba mucho más serio de lo que lo que jamás lo había visto, pero también era increíblemente reservado. Y aunque ella tenía deseos de ayudarlo en todo lo que pudiera, no iba a presionarlo.
En la medida en que ella también se guardaba las cosas para sus adentros, Cormia entendía la importancia de la privacidad.
Así que decidió dejarlo en paz, se acomodó en la silla y se dejó absorber por la película. Johnny era muy apuesto, aunque no tanto como el Gran Padre, y… ¡Ay! ¡Cómo se movía cuando sonaba la música! Y lo mejor era ver cómo iba mejorando Baby en el baile. Verla esforzarse y practicar y caerse y finalmente hacer bien los movimientos hacía que el corazón vibrara por ella.
—Me encanta esto —le dijo Cormia a John—. Siento como si lo estuviera viviendo en mis carnes.
Entonces apareció el teléfono de John.
«Tenemos más películas. Cientos de ellas».
—Quiero verlas. —Cormia le dio un sorbo grande a su bebida—. Quiero verlas todas…
De repente, Baby y Johnny se quedaron a solas.
Cormia se quedó paralizada al ver que los dos se acercaban y empezaban a bailar. Sus cuerpos eran tan distintos: el de Johnny era mucho más grande que el de Baby, mucho más musculoso, y sin embargo la tocaba con reverencia y cuidado. Y él no era el único que acariciaba. Ella le devolvía las caricias y deslizaba sus manos por la piel de él, y parecía que le encantaba lo que estaba sintiendo.
Cormia abrió la boca y se sentó derecha para estar más cerca de la pantalla. En su mente, el Gran Padre ocupó el lugar de Johnny y ella se convirtió en Baby. Se movían el uno contra el otro y sus caderas se rozaban y la ropa iba desapareciendo. Los dos estaban solos en la oscuridad, en un lugar seguro, donde nadie podía verlos o interrumpirlos.
Era como lo que había sucedido en la habitación del Gran Padre, excepto que en la película nadie se detuvo, ni había más implicaciones, ni pesadas tradiciones que respetar, ni miedo a fallar, y sus treinta y nueve hermanas tampoco formaban parte de la película.
Era tan simple. Tan real, aunque sucedía sólo en su cabeza.
Eso era lo que ella quería hacer con el Gran Padre, pensó Cormia, mientras observaba la película. Exactamente eso.