15
Cuando terminó de limpiar el área de duchas del cuarto donde estaban las taquillas, John se dirigió a la oficina, se sentó en el escritorio y pasó Dios sabe cuánto tiempo observando fijamente el montón de papeles que debería estar organizando. En medio del silencio, sentía que el labio hinchado le palpitaba, al igual que los nudillos, pero eran simples molestias menores comparadas con el rugido sordo que retumbaba en su cabeza.
La vida era endiabladamente extraña.
La mayor parte de ella transcurría a un ritmo previsible y los eventos fluían dentro de un límite aceptable de velocidad o un poco por debajo. Sin embargo, de vez en cuando las cosas pasaban en segundos, como cuando te sobrepasa un Porsche en la carretera y sientes que el vacío que deja a su paso te va a arrancar las puertas del coche. En un instante, ocurría algo que salía de la nada y lo cambiaba todo.
La muerte de Wellsie había sido así. La desaparición de Tohr había sido así.
El ataque de Qhuinn a Lash había sido así.
Y aquella cosa horrible que le había sucedido a él en la escalera… sí, eso también había sido así.
Era la cualidad del destino de ir siempre un paso por delante.
Era evidente que la garganta de Lash estaba destinada a que Qhuinn la cortara en ese momento, así que el tiempo había apresurado la marcha para que nada ni nadie pudiera intervenir.
Cuando desistió de ordenar los papeles, John se levantó del escritorio y atravesó la puerta que había detrás del armario. Mientras salía al túnel subterráneo que lo llevaría de regreso a la mansión, se odió por desear que Lash no sobreviviera. No le gustaba pensar que podía ser tan cruel y, además, si Lash moría, las cosas se pondrían peor para Qhuinn.
Sin embargo, no quería que su secreto se conociera.
Al entrar al vestíbulo, su teléfono sonó una vez. Era Qhuinn: «M piré de la ksa. No s qánto tiempo funcionará el teléf. M entregaré a Wrath qando él diga».
Mierda. John le contestó rápidamente a su amigo: «Blay está listo xra ir a recogert».
Pero no hubo respuesta.
John volvió a intentarlo: «Q? Esp. a Blay, no t vays sin él. Pueds qdarte allí».
John se detuvo al pie de las escaleras, en espera de una respuesta. Pero el mensaje que llegó un minuto después era de Blay: «No t prqpes, yo m oqpo de Q. T aviso qando sep. de él. En el peor d ls ksos, yo lo recojo».
Gracias a Dios.
En circunstancias normales, John habría ido a encontrarse con sus amigos a casa de Blay, pero en ese momento no se sentía capaz de enfrentarse a ellos. ¿Sería posible que no lo mirasen con ojos diferentes? Además, lo que le había ocurrido a John se quedaría dando vueltas en su mente, tal y como le había sucedido a él al comienzo.
Después del ataque, John no hacía más que pensar en lo que le habían hecho. Luego comenzó a pensar en eso la mayor parte del tiempo durante el día y todo el tiempo durante la noche. Y luego, poco a poco, pensaba en eso sólo a veces durante el día y enseguida algún día que otro. Después comenzaron a pasar semanas enteras sin que se acordara del asunto. Le había costado más olvidarlo durante la noche, pero con el tiempo también dejó de soñar con eso.
Sí, no tenía ningún interés en mirar a sus amigos a los ojos en este momento y saber lo que estaban pensando. Lo que se estaban imaginando. Las preguntas que se estaban haciendo.
No, todavía no se sentía capaz de estar con ellos.
Y, además, no se podía sacar de la cabeza la idea de que todo lo que había sucedido con Lash era culpa suya. Si él no viviera escondiendo ese secreto, el tío no lo habría sacado a relucir delante de sus amigos y la pelea nunca habría comenzado y Qhuinn no habría atacado de esa manera tan brutal a su primo-hermano.
Una vez más, esa maldita mierda de la escalera estaba causando problemas. Era como si las consecuencias de lo que le había ocurrido nunca fueran a tener fin.
Al pasar frente a la biblioteca para ir a su cuarto, se le ocurrió entrar y revisar las estanterías hasta encontrar la sección de libros de derecho… que tenía cerca de seis metros. Dios, debía de haber unos setenta libros sobre leyes escritos en Lengua Antigua. Era evidente que a los vampiros les gustaba litigar tanto como a los humanos.
Ojeó algunos de los libros y se hizo una idea de lo que podía ocurrir de acuerdo con el código penal. Si Lash moría, Qhuinn tendría que presentarse ante Wrath acusado de asesinato y las cosas no pintaban bien, en la medida en que él no había sido el agredido, así que no podía alegar que había actuado en defensa propia. Su mejor opción era alegar homicidio justificado por causas de honor, pero incluso eso implicaba un tiempo de cárcel, además de una multa altísima que habría que pagarles a los padres de Lash. Por el otro lado, si Lash sobrevivía, sería un asunto de asalto y agresión con arma mortal, lo que también implicaría un tiempo a la sombra y una multa.
Las dos posibilidades planteaban el mismo problema: según lo que John sabía, la raza no tenía cárceles, pues el sistema penal de los vampiros se había ido descomponiendo a lo largo de los últimos cuatrocientos años, antes del ascenso de Wrath. En consecuencia, Qhuinn tendría que ser retenido en arresto domiciliario en alguna parte, mientras no hubiera una cárcel.
Era difícil imaginar que los padres de Blay estuvieran de acuerdo con mantener bajo su techo de manera indefinida a un criminal. Así que, ¿adónde iría a parar su amigo?
John soltó una maldición y devolvió a las estanterías los volúmenes forrados en cuero. Al dar media vuelta, alcanzó a ver una especie de aparición bajo la luz de la luna y olvidó todo lo que acababa de leer.
Al otro lado de las puertas francesas de la biblioteca, Cormia estaba saliendo de la piscina y su cuerpo desnudo chorreaba cristales de agua, mientras su piel parecía tan suave como si la hubiesen sacado brillo y sus brazos largos y elegantes resplandecían con la gracia de la brisa del verano.
¡Santo Dios!
¿Cómo era posible que Phury no quisiera estar con ella?
Después de ponerse otra vez la túnica, Cormia dio media vuelta para dirigirse a la casa y se quedó paralizada cuando lo vio. John se sintió como un mirón indiscreto, mientras levantaba la mano con torpeza para saludarla. Cormia vaciló, como si pensara que la habían pillado haciendo algo malo y luego le devolvió el saludo.
Después de abrir la puerta, John dijo con señas, sin pensarlo:
—Lo siento mucho, me retrasé.
Muy brillante, lo suyo. Cormia no conocía el lenguaje de signos…
—¿Te estás disculpando por haberme visto o por llegar tarde? Supongo que algo así es lo que habrás dicho… —Al ver que John le daba un golpecito al reloj, Cormia se sonrojó—. Ah, te estás disculpando por llegar tarde.
Cuando él asintió, Cormia se acercó y aunque sus pies no hacían ningún ruido, sí dejaron huellas húmedas sobre las losas de piedra.
—Te esperé un buen rato… Ay, Virgen santísima. Estás herido.
John se llevó una mano a la boca inflamada y pensó que le gustaría que ella no viera tan bien en la oscuridad. Entonces comenzó a decir algo con señas para desviar su atención, pero volvió a estrellarse contra la barrera de la comunicación hasta que tuvo un golpe de inspiración.
Sacó el teléfono y escribió un mensaje: «Todavía me gustaría ver una película, si te apetece».
Hasta entonces la noche había sido un desastre y John sabía que cuando los hermanos regresaran de la clínica y ya se supiera qué había ocurrido con Lash, las cosas se iban a poner peor. Como apenas podía soportarse él mismo y tenía la cabeza hecha un lío, la idea de sentarse en la oscuridad con ella y olvidarse de todo le pareció perfecta.
Cormia lo estudió durante un momento, con los ojos entrecerrados.
—¿Estás bien?
«Sí, estoy bien», escribió John. «Lamento llegar tarde. De verdad me gustaría ver una película».
—Entonces, será un placer —dijo ella, e hizo una graciosa reverencia—. Sin embargo, antes me gustaría bañarme y cambiarme de ropa.
Los dos jóvenes regresaron a la biblioteca y subieron la gran escalera y John se sintió impresionado. Cormia no parecía sentirse incómoda, a pesar de lo que él había visto, y eso resultaba muy atractivo.
Arriba, John esperó a que ella entrara a su habitación y pensó que estaría allí un buen rato, pero volvió a salir en segundos. Con el pelo suelto.
Ay, Dios, qué aparición.
Los rizos rubios le llegaban hasta las caderas y, como tenía el pelo mojado, parecía un poco más oscuro que el color dorado pálido habitual.
—Tengo el pelo mojado —dijo Cormia un poco avergonzada, al tiempo que le enseñaba una manojo de horquillas doradas—. Me lo recogeré en cuanto se seque.
«Pero no lo hagas por mí», pensó John, mientras la observaba fijamente.
—¿Vamos?
John salió de su ensueño y condujo a Cormia a través del corredor de las estatuas hasta las puertas giratorias que marcaban la entrada a las habitaciones del servicio. Las sostuvo abiertas hasta que Cormia pasó y luego giró a mano derecha, hacia una puerta acolchada y forrada en cuero que, al abrirse, dejó a la vista una escalera alfombrada, con una hilera de luces empotradas en el suelo a cada lado.
Cormia se recogió la túnica blanca y subió los escalones y, mientras John la seguía, trató de no distraerse con la manera en que las puntas entornadas del pelo acariciaban la parte baja de la espalda de la muchacha.
La sala de proyecciones del tercer piso tenía el ambiente típico de una sala de cine de los años cuarenta patrocinada por la Metro-Goldwyn-Mayer, con paredes negras y doradas adornadas con relieves en forma de flor de loto estilo art déco y recargadas lámparas de pared doradas y plateadas. Las butacas recordaban más a la tapicería de un Mercedes que las gradas de un estadio: veintiuna sillas de cuero divididas en tres secciones y separadas por pasillos iluminados en el suelo. Cada una de las sillas tenía el tamaño de una cama doble y en conjunto tenían más lugares para poner bebidas que un Boeing 747.
En la pared del fondo del teatro había miles de DVD y también cosas de comer. Aparte de una máquina para hacer palomitas de maíz, que estaba apagada debido a que no habían avisado a Fritz de que iban a venir, había una máquina dispensadora de Coca-Colas y una pastelería auténtica.
John se detuvo frente a los apetitosos dulces. Tenía hambre aunque al mismo tiempo sentía náuseas y al final tuvo que hacer caso a la sensación desagradable que tenía en el estómago, pero entonces pensó que tal vez a Cormia sí le gustaría comer algo. Mientras ella miraba a todos lados con ojos llenos de asombro, John eligió unos M&M’s, porque eran un clásico, y una bolsa de Swedish Fish, por si no le gustaba el chocolate. Sacó dos vasos de la máquina de Coca-Cola, los llenó de hielo y los cubrió con la bebida oscura.
Luego silbó con suavidad para atraer la atención de Cormia, e hizo un gesto con la cabeza para invitarla a acompañarlo a la parte delantera. La muchacha lo siguió y parecía fascinada con las hileras de luces que bordeaban las escaleras. Después de ubicarla en una de las poltronas, John subió las escaleras corriendo, mientras trataba de pensar en qué demonios podían ver.
Bueno, las películas de terror quedaban totalmente descartadas, no sólo por el temor a herir la delicada sensibilidad de la muchacha, sino por la pesadilla de verdad que él acababa de vivir. Desde luego… eso descartaba cerca del cincuenta por ciento de la colección, debido a que Rhage solía ser el que le encargaba las películas a Fritz.
John pasó de largo por la sección de películas de Godzilla, porque le recordaban a Tohr. Las comedias baratas, como American Pie y De boda en boda, parecían demasiado ordinarias para ella. La colección de películas extranjeras de Mary, profundas e intelectuales, eran… demasiado realistas para John, incluso cuando tenía una buena noche. Y en este momento estaba buscando una manera de evadirse, no una tortura diferente. ¿Qué hay de las policiacas y de acción? Por alguna razón, John no estaba seguro de que Cormia pudiera entender las sutilezas de Bruce Willis, Stallone o Arnold Schwarzenegger.
Eso sólo dejaba disponibles las películas románticas que tanto encantan a las chicas. Pero ¿cuál? Estaban los clásicos de John Hughes: Dieciséis velas, La chica de rosa, El club de los cinco. La sección de Julia Roberts, con Mystic Pizza, Pretty Woman, Magnolias de acero, La boda de mi mejor amigo… Todas las de Jennifer Aniston eran totalmente descartables. Todas las de Meg Ryan de los noventa…
De pronto sacó una caja.
Cuando le dio la vuelta, recordó a Cormia bailando sobre la hierba. ¡Eureka!
Estaba dando media vuelta cuando sonó su teléfono. Era un mensaje de Zsadist, quien, evidentemente, todavía estaba en la clínica de Havers. «Lash no v bien. Tan atndiéndolo. Os mantndré informa2».
El mensaje iba dirigido a todos los de la casa y, mientras lo releía, John se preguntó si debería reenviárselo a Blay y a Qhuinn. Al final se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo, pues pensó que sus dos amigos ya tenían suficientes problemas como para recibir mensajes periódicos sobre el estado de Lash. Si se moría, en ese caso sí les avisaría.
Luego se detuvo un momento y miró a su alrededor. Parecía absolutamente surrealista eso de estar haciendo algo tan normal como ver una película y sintió que de alguna manera no era apropiado. Pero por ahora lo único que se podía hacer era esperar. Tanto él como todos los demás implicados estaban en un punto muerto.
Entonces se dirigió al reproductor de DVD y mientras metía el disco en la caja negra del aparato, lo único que veía era a Lash tirado en el suelo, con una mirada de pánico y un chorro de sangre saliéndole del cuello.
John comenzó a rezar para que Lash viviera.
Aunque eso significara tener que vivir con el miedo de que su secreto se supiera, era mejor a pensar que Qhuinn terminara condenado por asesinato y él tuviera una muerte sobre su conciencia.
Por favor, Dios, deja que Lash viva.