14
En la mansión de la Hermandad, Cormia miró otra vez el reloj que había sobre la cómoda. Hacía una hora que John Matthew debía haber llegado a recogerla para ver una película y esperaba que no hubiera pasado nada.
Mientras se paseaba un poco más, sintió que aquella noche su habitación parecía demasiado pequeña y atestada, aunque no había ningún mueble nuevo y estuviera absolutamente sola.
Querida Virgen Escribana, tenía demasiada energía.
Era el efecto de la sangre del Gran Padre.
Eso y una urgencia apremiante e insatisfecha.
Entonces se detuvo junto a la ventana, se llevó los dedos a los labios y recordó el sabor de la sangre del Gran Padre, la textura de su piel. ¡Qué fuerza tan imponente, qué glorioso éxtasis! Pero ¿por qué se había detenido? Esa pregunta le había estado dando vueltas en la cabeza. ¿Por qué el Gran Padre no había seguido con lo que estaba haciendo? Sí, el medallón lo estaba llamando, pero al ser el Gran Padre, podía ignorarlo, pues todas las cosas se hacían según su voluntad. Él era la fuerza de la raza, el que gobernaba a las Elegidas, podía hacer caso omiso de cualquiera, a voluntad.
La única respuesta que se le ocurría le revolvía el estómago. ¿Sería a causa de sus sentimientos hacia Bella? ¿Acaso había sentido que estaba traicionando a la mujer que amaba?
Era difícil saber qué era peor: si la idea de que él estuviera con todas sus hermanas, o la de que no estuviera con ninguna de ellas porque su corazón pertenecía a otra.
Al mirar hacia la noche, pensó que se iba a volver loca si se quedaba en la habitación. De pronto, la piscina, con su superficie ondulante, atrajo su interés. El suave movimiento del agua le recordó los profundos baños del Otro Lado y la hizo pensar que tal vez allí podría encontrar el pacífico descanso que necesitaba para olvidarse de todo lo que le rondaba por la cabeza.
Antes de darse cuenta de lo que hacía, Cormia corrió hacia la puerta y salió al pasillo. Moviéndose de manera rápida y silenciosa con sus pies descalzos, bajó por la escalera hasta el vestíbulo y cruzó el suelo de mosaico. Una vez en la sala de billar, abrió la puerta por la que había salido con John la noche anterior y salió de la casa.
De pie sobre las frías losas de la terraza, dejó que sus sentidos se adaptaran a la oscuridad y estudió con los ojos lo que alcanzaba a ver de la imponente muralla que rodeaba la propiedad. No parecía haber peligro. Nada se movía entre las flores y los árboles del jardín, excepto el denso aire de la noche.
Luego se volvió a mirar la casa inmensa. Las luces brillaban a través de las ventanas y podía ver a algunos doggen moviéndose por allí. Tendría mucha gente cerca, en caso de que necesitara ayuda.
Entornó la puerta, se recogió la falda de la túnica y atravesó corriendo la terraza hacia el agua.
La piscina era rectangular y estaba bordeada por las mismas losas negras y lisas que cubrían la terraza. Había tumbonas, hechas de fibras entretejidas, y mesas con superficies de vidrio. A un lado había un aparato negro con un depósito blanco. Las jardineras de flores le añadían color.
Se arrodilló y probó el agua; la superficie parecía aceitosa a la luz de la luna, probablemente porque el fondo de la piscina estaba cubierto con la misma piedra negra. La forma en que estaba construida no se parecía a los baños de donde ella venía; no había un descenso gradual y sospechaba que era bastante profunda. Sin embargo, no había peligro de quedar sin salida. A los lados, ubicados a intervalos regulares, había agarraderas curvas que podías usar para ayudarte a salir del agua.
Primero metió un dedo del pie y luego el pie entero y la superficie de la piscina se llenó de ondas debido a la intromisión, como si el agua estuviera aplaudiendo para animarla.
A la izquierda había una escalera de peldaños poco profundos que, obviamente, eran la vía principal de entrada al agua. Así que fue hasta ellos, se quitó la túnica y entró desnuda a la piscina.
A pesar de que su corazón palpitaba con nerviosismo, la suavidad del agua fue acallándolo. Siguió avanzando hasta que quedó envuelta en su abrazo ondulante desde el pecho hasta los talones.
Era maravilloso.
Instintivamente tuvo el impulso de impulsarse con los pies y su cuerpo se deslizó hacia delante como si no pesara. Al sacar los brazos hacia arriba y después volverlos a sumergir, descubrió que podía desplazarse e ir adonde quisiera: primero a la derecha, luego a la izquierda, luego hacia delante, bien adelante, hasta el final, donde había una tabla delgada suspendida sobre el agua.
Después de terminar su exploración, Cormia se puso boca arriba y flotó en el agua mientras miraba el cielo. Las luces titilantes que se veían en lo alto la hicieron pensar en el lugar que ocupaba entre las Elegidas y en su deber de ser una entre muchas, una molécula que era parte de un todo. Sus hermanas y ella eran idénticas y no se podía distinguir una de otra dentro de la magnífica tradición a la que servían: al igual que el agua, sin uniones y fluidas, sin límites; igual que las estrellas de allá arriba, todas iguales.
Al mirar hacia el cielo, tuvo otra de aquellas ideas heréticas y fortuitas, sólo que ésta no tenía que ver con diseños arquitectónicos, o lo que alguien llevaba puesto o si le gustaba o no una comida.
Ésta tenía que ver con su esencia más íntima y la definía como una pecadora y una hereje:
Cormia no quería ser una entre muchas.
No quería serlo con el Gran Padre. Ni ante él.
Y tampoco ante ella misma.
‡ ‡ ‡
Al otro lado de la ciudad, Qhuinn estaba sentado en su cama y observaba fijamente el teléfono móvil que tenía en la mano. Acababa de escribir un mensaje dirigido a Blay y a John y estaba a punto de mandarlo.
Le parecía que llevaba sentado allí muchas horas, pero probablemente no había pasado más de una. Después de tomar una ducha para quitarse de encima la sangre de Lash, se había sentado y se estaba preparando para lo que le esperaba.
Por alguna razón, no dejaba de pensar en la única cosa amable que sus padres habían hecho por él en toda su vida, al menos hasta donde podía recordar. Había sucedido cerca de tres años atrás. Llevaba meses rogándoles a sus padres que le permitieran ir con su primo Sax, a Connecticut. Saxton ya había pasado por la transición y era un poco alocado, así que, por supuesto, se había convertido en el héroe de Qhuinn. Y, naturalmente, a sus padres no les gustaba Sax, ni tampoco sus padres, a quienes no les interesaban para nada las cargas sociales que se autoimponía la glymera.
Qhuinn había suplicado, rogado y gemido, pero no había logrado nada a pesar de sus esfuerzos. Y luego, un día, sin ningún motivo aparente, su padre le dijo que finalmente le permitirían realizar la ansiada visita y que se marcharía ese mismo fin de semana.
¡Qué felicidad! Se sintió dichoso. Hizo el equipaje con tres días de antelación y cuando se sentó en el asiento trasero del coche al anochecer y lo llevaron hasta la forntera con Connecticut, se sintió como si fuera el rey del mundo.
Sí, había sido un bonito gesto de sus padres.
Por supuesto, más tarde se enteraría del motivo por el cual lo habían hecho.
La aventura en casa de Sax no salió muy bien, desgraciadamente. Terminó bebiendo un montón con su primo el sábado, durante las horas del día, y se puso tan malo debido a la mezcla letal de Jägermeister y gelatina hecha a base de vodka que los padres de Sax insistieron en que regresara a casa cuanto antes para recuperarse.
El viaje de vuelta con uno de los doggen de su primo fue absolutamente vergonzoso y lo peor fue que se pasó todo el trayecto pidiéndole al conductor que se detuviera para poder vomitar. Lo único bueno fue que los padres de Sax aceptaron no decirles nada a sus padres, con la condición de que él les hiciera una confesión completa tan pronto llegara a casa. Era evidente que ellos tampoco querían enfrentarse a la madre y el padre de Qhuinn.
Cuando el doggen se detuvo frente a la casa, Qhuinn se imaginaba que podría decir solamente que se había sentido indispuesto, lo cual era cierto, y había pedido que lo llevaran a su casa, lo cual no era cierto y nunca lo sería.
Pero las cosas no resultaron así.
Todas las luces de la casa estaban encendidas y se oía música que venía de una carpa instalada en la parte trasera. Había velas encendidas en cada ventana y gente moviéndose por todas las habitaciones.
—Me alegra que hayamos podido traerlo a tiempo —dijo el doggen, con tono alegre y servil—. Sería una lástima que se perdiera esto.
Qhuinn se bajó del coche con su mochila y no se dio cuenta de que el criado se marchaba.
Reflexionó. Su padre estaba finalizando su periodo como leahdyre de la glymera, después de varios años de servicio como presidente del Consejo de Princeps. Sin duda, era la fiesta para celebrar su encomiable labor y la transferencia del cargo al padre de Lash.
Y tal era el motivo por el cual los criados habían estado tan atareados durante las últimas dos semanas. Él había pensado que su madre sólo estaba atravesando por otro de sus ataques periódicos de maniaca de la limpieza, pero no. Toda aquella agitación era parte de los preparativos para esa noche.
Qhuinn se dirigió, entonces, a la parte trasera de la casa, pegándose a las sombras que proyectaban los setos y arrastrando la mochila por el suelo. La carpa tenía un aspecto espectacular. Había candelabros llenos de luces que titilaban sobre las mesas adornadas con hermosos arreglos florales y velas. Cada una de las sillas tenía adornos y había alfombras en los pasillos, entre mesa y mesa. Qhuinn se imaginaba que todo estaba decorado en color turquesa y amarillo para simbolizar las dos ramas de su familia.
Al mirar las caras de los invitados, fue reconociendo a todos y cada uno de ellos. Allí estaban todos los miembros de su linaje, junto con las principales familias de la glymera, y todos los invitados estaban vestidos formalmente, las damas llevaban trajes largos y los hombres iban de frac. Había niños correteando entre los adultos como luciérnagas y los mayores estaban sentados al margen, sonriendo.
Qhuinn se quedó allí, en la oscuridad, y se sintió como si formara parte de los trastos viejos de la casa que habían sido escondidos antes de que llegaran los invitados, otro objeto feo e inútil que se guardaba en un armario para que nadie lo viera. Y esa no fue la primera vez que sintió deseos de meterse los dedos entre las cuencas de los ojos para destruir lo que lo había destruido a él.
De repente la banda dejó de tocar y su padre se acercó al micrófono que estaba frente a la pista de baile. Mientras todos los invitados se reunían, la madre, el hermano y la hermana de Qhuinn subieron a la tarima y se situaron detrás del padre y los cuatro resplandecían de una manera que no tenía nada que ver con la cantidad de luces que titilaban en el lugar.
«Si me permiten un momento de atención», dijo entonces su padre en Lengua Antigua, «me gustaría disponer de unos minutos para saludar a las familias fundadoras, que están aquí presentes esta noche». Una ronda de aplausos. «A los otros miembros del Consejo». Otra ronda de aplausos. «Y al resto de ustedes, que forman parte del corazón de la glymera y componen mi linaje». Nueva tanda de aplausos. «Estos últimos diez años como leahdyre han sido un gran reto, pero hemos hecho muchos progresos y sé que mi sucesor tomará las riendas con mano firme. Con el reciente ascenso del rey, es incluso más urgente la tarea de cuidar nuestros intereses con prudencia y eficacia. A través de la incansable labor del Consejo, lograremos que se imponga nuestra visión de la raza… a pesar de la oposición poco meritoria de aquellos que no entienden los temas con la profundidad que nosotros lo hacemos».
En este punto se oyó una sonora ovación que fue seguida por un brindis en honor al padre de Lash. Luego el padre de Qhuinn se aclaró la garganta y miró a las tres personas que estaban detrás de él. Con voz un poco ronca, dijo: «Ha sido un honor servir a la glymera… y aunque extrañaré mi trabajo, mentiría si no les confesara que el hecho de tener más tiempo para mi familia es algo que me complace enormemente. La verdad es que ellos son la razón de mi vida y debo agradecerles la alegría y el calor que traen diariamente a mi corazón».
Al oír eso, la madre de Qhuinn le mandó un beso al padre y parpadeó rápidamente. Su hermano sacó pecho como un petirrojo y en sus ojos se reflejaba la adoración que sentía por su héroe. Y su hermana aplaudió y comenzó a dar brincos, mientras sus rizos se mecían llenos de alegría.
En ese momento, Qhuinn sintió un rechazo tan completo como hijo, como hermano y como miembro de la familia, que nada que le dijeran después podría ni siquiera mitigar la terrible tristeza que lo embargó.
Un golpe intempestivo en su puerta arrancó a Qhuinn de sus recuerdos y fue como si el peso de los nudillos de su padre sobre la madera hubiese roto el embrujo del pasado, pues la escena desapareció súbitamente de su mente.
Qhuinn envió el mensaje, se guardó el teléfono entre el bolsillo de la camisa y dijo:
—Adelante.
Pero no fue su padre el que abrió la puerta.
Era un doggen, el mismo mayordomo que le había dicho que no iba a ir al baile de la glymera ese año.
Cuando el criado le hizo una reverencia, no tenía intención de que fuera un gesto de respeto y Qhuinn lo sabía. Los criados le hacían reverencias a todo el mundo. Demonios, si atrapaban a un mapache escarbando en la basura, probablemente el primer impulso antes de espantarlo sería el de hacerle una reverencia.
—Supongo que tengo que irme —dijo Qhuinn, mientras el mayordomo ejecutaba rápidamente los movimientos de las manos que se suponía que te protegían del mal de ojo.
—Con el debido respeto —dijo el doggen, con la mirada clavada todavía en sus pies—, su padre ha solicitado que salga usted de la propiedad.
—Está bien. —Qhuinn se puso de pie y agarró la bolsa de lona en la que había metido su colección de camisetas y sus cuatro pantalones vaqueros.
Mientras se colgaba la bolsa del hombro, se preguntó cuánto tiempo más tendría línea su teléfono móvil. Llevaba un par de meses esperando a que se lo cortaran… desde que su asignación desapareció intempestivamente.
Tenía el presentimiento de que su móvil, al igual que él, estaba a punto de quedarse fuera de cobertura.
—Su padre me ordenó que le entregara esto. —El doggen no se inmutó mientras extendía la mano y le alcanzaba un pesado sobre de aspecto comercial.
Qhuinn sintió unos deseos casi irresistibles de decirle al criado que cogiera el maldito sobre y se lo metiera a su padre por el culo. Sin embargo, lo abrió. Después de mirar los papeles que contenía, los dobló tranquilamente y volvió a guardarlos dentro. Luego se metió el sobre entre la camisa y la parte trasera de la pretina del pantalón y dijo:
—Bajaré a esperar a que me recojan.
El criado se enderezó.
—Puede esperar al final de la entrada, si me hace el favor.
—Sí. Claro. Está bien. Necesita que le dé un poco de sangre, ¿no?
—Si es usted tan amable. —El doggen le alcanzó una copa de bronce que tenía el fondo recubierto de cristal negro.
Qhuinn usó su navaja del ejército suizo, porque el cuchillo de caza había quedado confiscado. Se pasó la hoja a lo largo de la palma y luego apretó el puño para exprimir unas cuantas gotas rojas dentro de la copa.
Las necesitaban para quemarlas en cuanto saliera de la casa, como parte del ritual de purificación.
Su familia no sólo estaba desechando algo defectuoso; se estaban librando del mal.
Qhuinn salió de su habitación sin mirar hacia atrás y comenzó a avanzar por el pasillo. No se despidió de su hermana, aunque la oyó practicar con la flauta, y dejó que su hermano siguiera recitando versos latinos sin interrumpirlo. Tampoco se detuvo en la salita privada de su madre, a pesar de que la oyó hablando por teléfono. Y desde luego pasó de largo frente al despacho de su padre.
Todos estaban enterados de su partida. La prueba estaba en el sobre.
Al llegar al primer piso, tampoco cerró con fuerza la gran puerta de la entrada. No había razón para hacer un escándalo. Todos sabían que él se estaba yendo, lo cual era el motivo para que todos estuvieran tan calculadamente ocupados, en lugar de estar tomando el té en la sala de estar.
Estaba seguro de que se reunirían tan pronto el doggen les dijera que ya había salido de la casa. Estaba convencido de que se tomarían una taza de Earl Grey y se comerían un par de panecillos. Podía apostar que suspirarían con alivio y luego se lamentarían de lo difícil que iba a ser mantener en alto la cabeza después de lo que él le había hecho a Lash.
Qhuinn recorrió lentamente el camino largo y sinuoso que llevaba hasta las grandes rejas de hierro. Al llegar a ellas, las encontró abiertas. Y tan pronto las atravesó, las rejas se cerraron con un ruido metálico, como si le hubiesen dado una patada en el culo.
La noche de verano era cálida y húmeda y se veían relámpagos hacia el norte.
Las tormentas siempre llegaban del norte, pensó Qhuinn, y eso era cierto tanto en verano como en invierno. En los meses fríos, los vientos del noreste traían tanta nieve que podías quedar sepultado y comenzar a sentirte como un…
Caramba. Estaba tan aturdido que ya estaba hablando sobre el clima consigo mismo.
Al llegar a la calle, se descolgó la bolsa y la dejó en el suelo.
Supuso que ahora sí debía mandarle un mensaje a Blay para ver si, de hecho, podía ir a recogerlo. Desmaterializarse con el peso de la bolsa iba a ser muy difícil y como nunca le habían dado un coche, pues no tenía muchas más opciones. La verdad era que, de momento, no podía ir a ninguna parte.
Justo cuando estaba sacando el teléfono, el aparato sonó en su mano. Era un mensaje de Blay: «Tienes que venir a quedarte aquí. Déjame ir a recogerte».
Cuando empezó a contestar al mensaje, de pronto pensó en el sobre y se detuvo. Entonces guardó el teléfono en la bolsa de lona, se la echó al hombro y comenzó a caminar por la calle. Se dirigió hacia el este, porque con todas las vueltas que daba la calle, allí fue donde le llevó la decisión fortuita de girar hacia la izquierda.
Joder… ahora sí era un huérfano de verdad. Era como si sus sospechas más íntimas se hubiesen vuelto realidad. Él siempre había pensado que era adoptado o algo así, porque nunca había encajado dentro de su familia, y no sólo debido al asunto de los ojos dispares. Parecía hecho de otra madera. Siempre había sido así.
Parte de él quería enfurecerse por el hecho de que lo hubiesen expulsado de la casa; pero ¿qué esperaba? Nunca había sido uno de ellos y atacar a su primo-hermano con un cuchillo de caza era imperdonable, aunque hubiese sido una reacción totalmente justificada.
Eso también les iba a costar mucho dinero a sus padres.
En los casos de asalto —o asesinato, si Lash moría—, si la víctima era miembro de la glymera, los padres o parientes cercanos del agresor tenían que pagar una suma que dependía del valor relativo del muerto o el herido. ¿Un macho joven, recién salido de la transición, que era el primogénito de una de las familias fundadoras? Lo único más costoso que eso sería la muerte de un hermano o de una hembra noble embarazada. Y los que tenían que pagar eran sus padres, no Qhuinn, pues, en el plano legal, sólo se te consideraba adulto después de que transcurría todo un año desde la transición.
Lo bueno, suponía Qhuinn, era que, como todavía era técnicamente menor de edad, no sería sentenciado a muerte. Pero aun así, estaba seguro de que tendría que enfrentarse a cargos serios, y la vida que había conocido hasta ahora llegaría oficialmente a su fin.
Hablando de cambios extremos, ahora estaba fuera de la glymera. Fuera de su familia. Fuera del programa de entrenamiento.
Salvo someterse a un cambio de sexo, era difícil pensar en qué otra cosa podrían hacerle para acabar de arruinar su identidad.
Tal y como estaban las cosas, tenía hasta el amanecer para decidir adónde iría a esperar las noticias sobre lo que iba a pasar con él. La casa de Blay sería la opción obvia, excepto por un problema grande y peliagudo: acoger a alguien que había sido expulsado de la glymera acabaría con la posición social de esa familia, así que eso no iba a suceder. Y John tampoco lo podía recibir. Él vivía con los hermanos y eso significaba que el lugar de su residencia era tan secreto que no podía recibir visitas y mucho menos tener un invitado semipermanente.
Un invitado que había atacado de manera salvaje a un compañero de entrenamiento. Y estaba esperando a que lo enviaran a la cárcel.
Dios… John. Esa mierda que Lash había dicho.
Qhuinn esperaba que no fuera cierto, pero tenía la sensación de que sí lo era.
Siempre había creído que John se mantenía apartado de las hembras porque era todavía más tímido que Blay. Pero ¿qué podía pensar ahora? Era obvio que el tío tenía problemas serios… y Qhuinn se sintió como un canalla de proporciones gigantescas por joder tanto a su amigo con el asunto del sexo.
No era de extrañar que John nunca hubiese querido llevarse al baño a ninguna hembra cuando iban al Zero Sum.
Maldito Lash.
Joder, sin importar lo que pasara a consecuencia de lo que había hecho con ese cuchillo, Qhuinn pensó que no cambiaría nada de lo sucedido. Lash siempre había sido un desgraciado y Qhuinn llevaba años queriendo darle su merecido. Pero, tras haber visto la manera en que se había lanzado sobre John, era peor. De verdad esperaba que Lash muriera.
Y no sólo por el hecho de tener un maldito hijo de puta menos en el mundo.
La realidad era que Lash tenía la boca muy grande y mientras el desgraciado siguiera respirando, esa información acerca de John no estaba a salvo. Y eso era peligroso. Había gente en la glymera que consideraba esa mierda como una castración social. Si John tenía la esperanza de convertirse algún día en un hermano y contar con el respeto de la aristocracia; si tenía la esperanza de aparearse y tener una familia, nadie podía saber que había sido violado por otro macho, y mucho menos por un humano.
Mierda, el hecho de que hubiese sido un humano empeoraba las cosas de modo dramático. A los ojos de la glymera, los humanos eran ratas que caminaban erguidas. Y ser dominado por uno de ellos era imperdonable.
No, pensó Qhuinn mientras avanzaba solo por la calle, no se arrepentía de nada de lo que había hecho.