13

Phury sentía manos sobre su piel, manos pequeñas de dedos ligeros que bajaban por su vientre. Se dirigían a la unión de los muslos y Phury le dio gracias a Dios por eso. Tenía el pene erecto, hinchado, ardiente y ansioso por encontrar alivio, y cuanto más se acercaban las manos, más empujaba con las caderas hacia arriba una y otra vez, mientras su trasero se apretaba y se aflojaba, a medida que se entregaba al bombeo que deseaba enloquecidamente.

Su miembro estaba goteando… podía sentir la humedad sobre el estómago. ¿O tal vez ya había eyaculado una vez?

Ay, esas manos, haciéndole cosquillas en la piel. Esas suaves caricias hacían que su erección creciera más y más, como si pudiera llegar al techo si aquellas manos se esforzaban lo suficiente.

Manos pequeñas que se dirigían a su…

Phury se despertó con un sobresalto tal que lanzó la almohada volando lejos de la cama.

—Mierda.

Debajo de las mantas su pene palpitaba, y no con la urgencia que solía acosar a un macho cuando se despertaba en medio de la noche. No… esto era otra cosa. Su cuerpo quería algo muy concreto de una hembra en particular.

Cormia.

«Está en la habitación de al lado», se dijo Phury mentalmente.

«Y menudo premio que se ha llevado», le espetó el hechicero. «¿Por qué no vas a verla, socio? Estoy seguro de que ella estará encantada de verte después de la forma en que dejaste que se fuera anoche. Sin decirle ni una palabra. Sin siquiera un gesto de reconocimiento por su actitud».

Como no podía rebatir aquello, Phury miró hacia el sillón.

Era la primera vez que alimentaba a una hembra.

Cuando se llevó los dedos al cuello para palpar la marca, notó que ya había desaparecido, ya había sanado.

Por fin había vivido una de las grandes experiencias de la vida… y eso le entristeció. No porque se arrepintiera de haberla vivido con ella. En absoluto. Pero lamentaba no haberle dicho que era la primera.

Se quitó el pelo de los ojos y miró el reloj. Era medianoche. ¿Medianoche? Por Dios, había dormido cerca de ocho horas, seguramente debido a que ella había bebido su sangre. Sin embargo, no se sentía renovado. Tenía el estómago revuelto y la cabeza le latía como un tambor.

Al estirar la mano para agarrar el porro que había preparado antes de dormirse, se detuvo. Estaba tan tembloroso que no creía que pudiera sujetarlo y entonces se miró la palma de la mano y le ordenó que se quedara quieta, pero sin ningún éxito.

Tuvo que hacer tres intentos antes de lograr retirar el porro de la mesita de noche y observó sus tanteos desde lejos, como si fuera la mano de otra persona, el porro de otra persona. Pero una vez tuvo entre los labios el rollo de hierba y papel, hizo un esfuerzo para agarrar correctamente el mechero y encenderlo.

Después de dos caladas, dejó de temblar. El dolor de cabeza se evaporó y su estómago se tranquilizó.

Por desgracia, del otro lado de la habitación llegó un cierto martilleo y las tres afecciones regresaron de inmediato: el medallón del Gran Padre había vuelto a comenzar su bailoteo sobre la cómoda.

Dejó las cosas como estaban y se volvió a concentrar en el porro, mientras pensaba en Cormia. No creía que, en otras circunstancias, ella le hubiese dicho que necesitaba alimentarse. Lo que había sucedido en esa habitación durante el día había sido un acto puramente impulsivo, generado por la necesidad de alimentarse que ella tenía, y él no podía interpretarlo como evidencia de que lo deseara en el plano sexual. No había rechazado el sexo anoche, era cierto, pero eso era una cosa, y otra muy distinta que lo deseara. La necesidad no era lo mismo que la libre elección. Ella necesitaba la sangre. Y él necesitaba el cuerpo de ella.

Y las Elegidas los necesitaban a los dos para seguir adelante.

Después de apagar la colilla del porro, se quedó mirando fijamente hacia la cómoda, al otro lado de la habitación. El medallón por fin se había detenido.

Le llevó menos de diez minutos ducharse, vestirse con la ropa de seda blanca y pasarse por la cabeza la cuerda de cuero de la que colgaba el medallón del Gran Padre. Cuando la pieza de oro se asentó sobre sus pectorales, estaba templada, probablemente debido a su bailoteo.

Viajó directamente al Otro Lado, pues en su calidad de Gran Padre tenía dispensa especial para no pasar antes por el jardín de la Virgen Escribana. Tomó forma ante el anfiteatro del santuario, donde todo aquello había comenzado hacía cinco meses, y le pareció increíble pensar que realmente hubiese ocupado el lugar de Vishous como Gran Padre.

Era una sensación parecida a la de ver su mano temblorosa como si no fuera suya.

Pero sí lo era.

Frente a él, el escenario blanco y su pesado telón no menos blanco brillaban en medio de la luz enrarecida e implacable del Otro Lado. Allí no había sombras, como tampoco había un sol en medio del cielo pálido, y sin embargo había mucha luz, como si todo tuviera luz propia. La temperatura era de veintiún grados, ni muy caliente ni muy fría, y no había brisa que acariciara tu piel o hiciera ondear tu ropa. Todo era de un color blanco suave y tranquilizador.

Era el paisaje equivalente a lo que en música sería la llamada música ambiental.

Mientras caminaba sobre el césped blanco perfectamente recortado, rodeó la parte posterior del teatro grecorromano y se dirigió hacia los distintos templos y los dormitorios. Alrededor de todo el lugar se extendía un bosque blanco que encerraba el complejo y eliminaba cualquier posibilidad de ver el horizonte. Phury se preguntó qué habría al final de ese bosque. Probablemente nada. El santuario producía la sensación de ser como la maqueta de un arquitecto o un juego de trenes: como si, al caminar hasta el borde, lo único que encontraras fuera un abismo que caía sobre el suelo alfombrado de pared a pared de la casa de un gigante.

Phury siguió avanzando, sin estar muy seguro de cómo podía llamar a la Directrix, pero la verdad era que tampoco tenía mucha prisa por hacerlo. Para dilatar más las cosas, se dirigió al templo del Gran Padre y usó su medallón de oro para abrir las puertas dobles. Después de atravesar el vestíbulo de mármol blanco, entró a la única y espaciosa estancia del templo y se quedó mirando la plataforma de la cama, con sus sábanas blancas.

Entonces recordó a Cormia atada allí, completamente desnuda, con una sábana blanca que caía desde el techo y se arremolinaba en su garganta para taparle la cara. Él había arrancado la maldita cortina y quedó horrorizado al encontrarse con los ojos llenos de terror y de lágrimas de Cormia.

Tenía puesta una mordaza.

Phury miró hacia el techo, hacia el lugar de donde había estado colgada la cortina que ocultaba su cara. Allí había dos pequeños ganchos dorados empotrados en el mármol. Sintió deseos de arrancarlos.

Mientras miraba hacia arriba, recordó vagamente una conversación que había tenido con Vishous, justo antes de que sucediera toda aquella mierda relacionada con el asunto del Gran Padre. Estaban en el comedor de la mansión y V había dicho algo acerca de que había tenido una visión de Phury.

Phury no quería saber los detalles, pero de todas formas los había sabido y las palabras que el hermano había dicho en ese momento le resultaron asombrosamente claras ahora, como si estuviera oyendo una grabación: «Te vi de pie en una encrucijada, en medio de un campo blanco. Era un día tormentoso… sí, con muchas tormentas. Pero cuando tomaste una nube del cielo y la envolviste alrededor del pozo, la lluvia cesó».

Phury entornó los ojos mientras seguía observando los dos ganchos. Él había arrancado la sábana de allí y la había usado para envolver a Cormia. Y en ese momento ella dejó de llorar.

Ella era el pozo… el pozo que él se suponía que debía llenar. Ella era el futuro de la raza, la fuente de nuevos hermanos y nuevas Elegidas. El manantial.

Al igual que lo eran todas sus hermanas.

—Su Excelencia.

Phury se dio media vuelta. La Directrix estaba de pie en el umbral del templo, su larga túnica blanca rozaba el suelo y tenía el cabello oscuro recogido en un moño sobre la cabeza. Con aquella sonrisa serena y la paz que irradiaba de sus ojos, tenía la expresión beatífica de los iluminados por el espíritu.

Phury sintió envida de tanta serena convicción.

Amalya le hizo una reverencia. Su cuerpo se veía esbelto y elegante envuelto en el vestido típico de las Elegidas.

—Me complace verlo.

Phury devolvió la reverencia.

—Y a mí me place verte a ti.

—Gracias por esta audiencia —dijo ella, mientras se enderezaba, y luego hubo un momento de silencio.

Pero Phury no dijo nada para romperlo.

Cuando ella finalmente decidió hablar, parecía estar eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Pensé que tal vez a usted le gustaría reunirse con algunas de las otras Elegidas.

Phury se preguntó en qué tipo de encuentro estaría pensando la Directrix.

«Ah, en ir a tomar el té, por supuesto», intervino el hechicero. «Y mientras coméis pastelitos, tal vez puedan tener un poco de sexo oral y luego muchas penetraciones, con abundancia de eyaculaciones de tu parte».

—Cormia está bien —dijo Phury, dispuesto a eludir la oferta.

—Ayer la vi. —El tono de la Directrix era amable pero neutral, como si no estuviera exactamente de acuerdo con él.

—¿Ah, sí?

La Directrix volvió a hacer una reverencia.

—Discúlpeme, Su Excelencia. Era el aniversario de su nacimiento y la tradición ordena que yo le entregue un pergamino. Como no tuve noticias suyas, me presenté ante ella. Más tarde volví a tratar de hablar con usted.

Por Dios, ¿el cumpleaños de Cormia acababa de pasar y ella no había dicho nada?

Pero sí se lo había dicho a John, ¿verdad? Por eso le había dado la pulsera.

Phury sintió ganas de maldecir. Debería haberle regalado algo.

Entonces carraspeó.

—Siento no haberle contestado.

Amalya se enderezó.

—Es su prerrogativa. Por favor, no tiene importancia.

En medio del largo silencio que siguió, Phury entendió la pregunta que se reflejaba en los amables ojos de la Directrix.

—No, todavía no se ha consumado.

La mujer dejó caer los hombros.

—¿Acaso ella se ha negado?

Phury recordó la escena del día anterior en el suelo, frente al sillón. Era él el que se había detenido.

—No. Soy yo.

—Usted nunca puede tener la culpa de nada.

—Eso no es cierto. Y tiene que creerme.

La Directrix comenzó a pasearse, mientras acariciaba el medallón que llevaba colgado del cuello. Era una copia idéntica del suyo, pero el de ella colgada de una cinta de satén blanco, y la cadena que llevaba él era negra.

La Directrix se detuvo junto a la cama y sus dedos acariciaron delicadamente una almohada.

—Pensé que tal vez usted quisiera conocer a algunas de las otras.

Ay, demonios, no. No iba a cambiar a Cormia por otra Primera Compañera.

—Me puedo imaginar adónde quieres llegar con esto, pero el problema no es que yo no la desee.

—Cierto, pero tal vez sería bueno que conociera a alguna otra.

Estaba claro que esto era lo máximo que la Directrix podía hacer para mostrar su impaciencia y exigirle que tuviera sexo con Cormia o consiguiera a otra Primera Compañera. Y Phury no podía decir que estuviera sorprendido. Ya habían transcurrido cinco largos meses.

Joder, tal vez eso solucionara algunos problemas. La cuestión era que el hecho de tomar a otra Primera Compañera sería lo más parecido a lanzar una maldición sobre Cormia. Las Elegidas la verían como una fracasada y ella se sentiría igual, aunque eso no correspondiera en lo absoluto a la realidad.

—Ya te he dicho que estoy contento con Cormia.

—Eso lo entiendo… Sólo que es posible que usted se sintiera más atraído si conociera a alguna otra de nosotras. Layla, por ejemplo, tiene una cara y un cuerpo bastante hermosos y ha sido entrenada como ehros.

—Pero no quiero hacerle eso a Cormia. Eso la mataría.

—Su Excelencia… ella ya está sufriendo. Puedo verlo en sus ojos. —La Directrix se le acercó—. Y, más aún, el resto de nosotras estamos atrapadas en nuestra tradición. Teníamos tantas esperanzas en que nuestras funciones volvieran a ser lo que siempre habían sido. Si usted toma a otra Elegida como Primera Compañera y completa el ritual, nos liberará a todas del peso de llevar una existencia inútil y eso incluye a Cormia. Ella tampoco es feliz, Su Excelencia. Se siente tan desdichada como usted.

Phury volvió a pensar en Cormia, atada sobre esa cama… Ella se había opuesto a todo aquello desde el comienzo, no le cabía duda.

Pensó en lo callada que vivía en la mansión. Pensó en lo incómoda que se había sentido al decirle que necesitaba alimentarse. En que no había dicho nada acerca de su cumpleaños. Ni de los deseos que tenía de salir al aire libre. Ni de las construcciones que hacía en su habitación.

Un solo paseo por un pasillo no compensaba todo el abandono al cual la había sometido.

—Estamos atrapadas, Su Excelencia —dijo la Directrix—. Tal y como están las cosas, todos estamos atrapados.

¿No sería que Phury estaba aferrándose a Cormia porque el hecho de que ella fuera su Primera Compañera implicaba que no tenía que preocuparse por el tema del sexo? Claro, él quería protegerla y portarse de una manera honesta con ella, lo cual era muy honorable, pero las implicaciones de esa decisión también terminaban protegiéndolo a él.

Había Elegidas que sí querían poseerlo con todo lo que ello implicaba, que sí lo deseaban a él. Phury había sentido sus miradas cuando prestó su juramento.

Había dado su palabra. Y ya se estaba cansando de romper todas las promesas que hacía.

—Su Excelencia, ¿puedo pedirle que me acompañe un momento? Quisiera mostrarle un lugar del santuario.

Phury siguió a Amalya mientras salían del templo del Gran Padre. Los dos caminaron en silencio colina abajo, hacia un conjunto de estructuras blancas de cuatro pisos, adornadas por columnas.

—Éstos son los dormitorios de las Elegidas —murmuró la Directrix—, pero no es ahí adonde nos dirigimos.

«Menos mal», pensó Phury, mientras echaba un vistazo.

Al pasar junto a los dormitorios, notó que ninguna de las ventanas tenía cristales y se imaginó que no había razón para molestarse. Allí no había insectos ni animales… y tampoco había lluvia, supuso. Y la falta de cristales también significaba, claro, que no había barreras entre él y las Elegidas que lo miraban desde sus habitaciones.

Había una hembra en cada ventana de cada habitación, en cada uno de los edificios.

¡Por Dios!

—Hemos llegado. —La Directrix se detuvo frente a una estructura de un solo piso y abrió unas puertas dobles. Phury sintió una punzada en el corazón.

Cunas. Filas y filas de cunas blancas desocupadas.

Mientras Phury hacía un esfuerzo para seguir respirando, la voz de la Directrix adquirió un tono nostálgico.

—Éste solía ser un lugar lleno de alegría, lleno de vida e ilusiones sobre el futuro. Si usted decidiera tomar a otra… ¿Se siente bien, Su Excelencia?

Phury dio un paso atrás. No podía respirar. No podía…

—¿Su Excelencia? —La Directrix extendió los brazos.

Phury se apartó bruscamente.

—Estoy bien.

«Respira, maldición. Respira. Esto fue lo que aceptaste. Afróntalo».

En el fondo de su mente, el hechicero empezó a darle un ejemplo tras otro de la manera en que decepcionaba a la gente, comenzando por el presente con Z y Wrath, y ese asunto con los restrictores, y remontándose hasta el pasado remoto y sus fracasos con sus padres.

Se había desenvuelto deficientemente en todos los aspectos de su vida, y también se sentía atrapado en todas partes.

Al menos Cormia se podía salvar de eso. Se podía salvar de él.

La voz de la Directrix sonó cada vez más alarmada.

—Su Excelencia, tal vez debería recostarse…

—Tomaré a otra.

—Usted…

—Tomaré a otra Primera Compañera.

La Directrix parecía asombrada, pero luego hizo una pronunciada reverencia.

—Su Excelencia, gracias… gracias… Verdaderamente, usted es la fuerza de la raza y nuestro líder…

Phury la dejó seguir con su retahíla de elogios vacíos, mientras la cabeza le daba vueltas y se sentía como si le hubiesen arrojado al vientre un montón de hielo seco.

La Directrix agarró su medallón, mientras la dicha cubría su sereno rostro.

—Su Excelencia, ¿qué es lo que prefiere en una pareja? Tengo un par de candidatas en mente.

Phury clavó su mirada en Amalya con firmeza.

—Tienen que desear esto. Nada de imposiciones. Nada de ataduras. Tienen que desearlo. Cormia no lo deseaba y eso no era justo para ella. Yo me ofrecí a hacer esto, pero ella no tuvo elección.

La Directrix le puso una mano sobre el brazo.

—Lo entiendo y, más aún, estoy de acuerdo con usted. Cormia no reunía los requisitos para desempeñar ese papel; de hecho, por esa causa la eligió la anterior Directrix. Yo nunca sería tan cruel.

—Y Cormia estará bien. Me refiero a que no será expulsada de aquí, ¿verdad?

—La acogeremos con placer a su regreso. Se trata de una buena hembra. Sólo que… no se adapta tan bien a esta vida como algunas de nosotras.

En los momentos de silencio que siguieron, Phury recordó el momento en que ella lo estaba desvistiendo para poder ducharse, la expresión cándida e inocente de su mirada mientras trataba de desabrocharle el cinturón y los pantalones de cuero.

Ella sólo quería hacer lo que era correcto. Unos meses antes, cuando todo aquel embrollo comenzó, habría hecho lo correcto de acuerdo con su tradición y lo habría recibido dentro de ella, a pesar de que estaba aterrorizada. Lo cual la convertía en una persona más fuerte que él, ¿no? Ella no estaba huyendo. Él era el que quería salir corriendo.

—Tienes que decirles a las demás que yo no era digno de ella. —Al ver que la Directrix abría la boca con asombro, le apuntó con el dedo—. Es una maldita orden. Diles que… ella es demasiado buena para mí. Quiero que la eleven a un rango especial… Quiero que la pongan en una especie de altar, ¿me entiendes? Tienes que ayudarla o prometo que acabaré con este lugar.

Al ver que la Directrix parecía totalmente confundida, Phury la ayudó a despejar el camino recordándole:

—Éste es mi mundo. Yo doy las órdenes, ¿no es verdad? Yo soy la fuerza de la maldita raza, así que tú debes hacer lo que yo te diga. Ahora, asiente.

Cuando ella lo hizo, Phury sintió que la presión de su pecho cedía.

—Bien. Me alegra que estemos de acuerdo. Ahora, ¿tenemos que hacer otra ceremonia?

—Ah… Ah, cuando aceptó a Cormia, se unió a todas nosotras. —La Directrix se volvió a llevar la mano al medallón, pero esta vez Phury tuvo la sensación de que no estaba tan contenta. Parecía más bien que necesitaba apoyarse en algo—. ¿Cuándo vendrá… a quedarse aquí?

Phury pensó en el embarazo de Bella. No se podía perder el nacimiento y tal y como iban las cosas entre él y Z, era posible que ni siquiera le avisaran.

—Tardaré un poco. Podría ser todo un año.

—Entonces, ¿debo enviarle a la primera de ellas hasta el Otro Lado?

—Sí. —Phury se alejó de la guardería, pues sentía que necesitaba más aire—. Escucha, voy a pasear por ahí un rato.

—Les diré a las demás que no le molesten.

—Gracias, y por favor disculpa mi brusquedad. —Hizo una pausa—. Una última cosa… Yo quiero hablar con Cormia. Quiero ser yo el que se lo diga.

—Como desee. —La Directrix hizo una reverencia—. Necesitaré un par de días para preparar ritualmente…

—Sólo avísame cuando la vayas a enviar.

—Sí, Su Excelencia.

Cuando la Directrix se marchó, Phury se quedó mirando el paisaje blanco y, después de un momento, todo cambió frente a sus ojos y se transformó en un paisaje totalmente distinto. Desaparecieron los árboles blancos y bien ordenados y el césped que parecía cubierto de nieve. Y en su lugar Phury vio los descuidados jardines de la casa de su familia en el Viejo Continente.

Tras la inmensa casa de piedra en la que él creció, había un jardín amurallado que tenía cerca de una hectárea de extensión. Dividido en cuadrantes mediante senderos empedrados, había sido diseñado para albergar distintas especies de plantas y ofrecer un lugar lleno de belleza natural que le transmitiera serenidad a la mente. La muralla de piedra que encerraba el paisaje estaba enmarcada por cuatro estatuas ubicadas en cada esquina, las cuales reflejaban las etapas de la vida, desde el bebé que su padre sostiene en brazos, pasando por el joven atlético que se yergue solo y ese mismo joven pero ahora con un hijo en los brazos, hasta llegar a la figura del mismo hombre sentado en su plena vejez y sabiduría, y respaldado por su hijo adulto.

Cuando fue construido, el jardín debió ser verdaderamente elegante, un auténtico espectáculo, y Phury se podía imaginar la felicidad de sus padres mientras observaban su esplendor cuando estaban recién casados.

Sin embargo, él no había conocido ninguna de las maravillas que prometía su magnífica estructura. Lo único que había conocido había sido el caos del descuido. Cuando alcanzó una edad en que ya se daba cuenta de lo que le rodeaba, las jardineras estaban llenas de maleza, los bancos destinados a la reflexión estaban nadando entre el agua llena de algas y la hierba se había apoderado de los senderos. Pero lo que le parecía más triste eran las estatuas. Estaban cubiertas de hiedra y el manto de hojas se hacía más denso cada año, ocultando cada vez más lo que la mano del escultor había querido mostrar.

El jardín era la representación visual de la ruina que había sufrido su familia.

Y él había querido arreglarlo. Había querido solucionarlo todo.

Después de su transición, que casi lo mata, se había alejado de los escombros de la casa familiar y todavía podía recordar el día de su partida con tanta claridad como recordaba la imagen de ese desolado jardín. La noche de su partida había estado marcada por una luna llena de octubre, y recordaba haber empacado a la luz de la luna algunas prendas de la elegante ropa que solía usar su padre en otra época.

Lo único que tenía era un plan bastante impreciso: retomar la búsqueda en el punto en que su padre había renunciado a seguir el rastro. La noche en que secuestraron a Zsadist, quedó muy claro cuál de las criadas era la que se había llevado al bebé y Ahgony fue tras ella para cobrar venganza, como habría hecho cualquier padre. Sin embargo, la mujer había sido muy astuta y él no pudo descubrir nada durante dos años. Siguiendo pistas y sospechas y una trama de rumores, el hermano escudriñó cada centímetro del Viejo Continente y después de un tiempo encontró la manta de Zsadist entre las cosas de la mujer… que había muerto la semana anterior.

Ese fracaso era sólo otra página que se agregaba a la tragedia.

Fue en ese momento cuando Ahgony se enteró de que su hijo había sido recogido por un vecino, quien a su vez lo había vendido en el mercado de esclavos. El vecino había cogido el dinero y había huido y aunque Ahgony recurrió al comerciante de esclavos más cercano, descubrió que había demasiados niños sin padres que eran comprados y vendidos como para poder rastrear a Zsadist.

Así que Ahgony renunció a la búsqueda, regresó a casa y comenzó a beber.

Como Phury se preparaba para retomar la búsqueda que había iniciado su padre, parecía apropiado usar los mismos trajes y sedas de sus antepasados. También era un detalle importante. La apariencia de caballero arruinado le facilitaría la entrada a las casas de la aristocracia, que eran los lugares en los que se encontraban los esclavos. Con el viejo guardarropa de su padre, Phury sabía que todos lo tomarían por otro diletante bien educado, que buscaba ganarse la vida aprovechando su ingenio y su encanto.

Vestido a la usanza de hacía veinticinco años, y con una gastada maleta de cuero en la mano, había ido a ver a sus padres para informarles de lo que iba a hacer.

Phury sabía que su madre estaba en la cama, en el sótano de la casa, porque allí era donde vivía. También sabía que ella no se volvería a mirarlo cuando entrara. Ella nunca lo miraba y Phury no la culpaba por eso. Él era una réplica exacta del hijo que le habían robado, el recordatorio vivo de la tragedia. El hecho de que él fuera un individuo separado de Zsadist, el hecho de que él lamentara la pérdida tanto como ella porque desde que su gemelo les fue arrebatado sentía que le faltaba la mitad de su ser, el hecho de que él necesitara apoyo y cariño eran cosas que estaban más allá de la comprensión de su madre debido al dolor que la embargaba.

Su madre nunca lo había tocado. Ni una sola vez, ni siquiera para bañarlo cuando era un bebé.

Después de llamar a su puerta, Phury tuvo cuidado de anunciarse antes de entrar, para que la desdichada se pudiera preparar psicológicamente. Al ver que su madre no respondía, abrió la puerta y se quedó en el umbral, llenando todo el marco de la puerta con su cuerpo recién transformado. Cuando le dijo lo que iba a hacer, no estaba seguro de qué era exactamente lo que esperaba, pero tampoco obtuvo nada. Ni una palabra. Su madre ni siquiera levantó la cabeza de la almohada.

Entonces cerró la puerta y atravesó la casa hasta las habitaciones de su padre.

El hombre estaba desmayado, absolutamente ebrio, en medio de las botellas de cerveza barata que lo mantenían, si no cuerdo, al menos lo suficientemente aturdido como para no pensar demasiado. Después de tratar de levantarlo, Phury garabateó una nota para él, la dejó sobre el pecho de su padre y luego abandonó la casa.

Desde la deteriorada terraza cubierta de hojas de la que alguna vez había sido la grandiosa casa familiar, Phury escuchó el murmullo de la noche. Sabía que había muchas posibilidades de que nunca volviera a ver a sus padres y le preocupaba que el único doggen que les quedaba muriera o quedase incapacitado. Y, entonces, ¿qué iban a hacer sus padres?

Pero mientras miraba lo que alguna vez había sido majestuoso, tuvo la certeza de que su gemelo estaba en alguna parte, esa misma noche, esperando ser hallado.

Y cuando el manto de nubes lechosas se retiró de la cara de la luna, Phury escarbó profundamente dentro de sí mismo en busca de algún tipo de fuerza.

«La verdad», dijo una voz ronca dentro de su cerebro, «podrás buscar hasta contar mil amaneceres, e incluso podrás encontrar el cuerpo vivo de tu gemelo, pero seguro que nunca podrás salvar lo que no se puede salvar. No estás a la altura de esa tarea y, además, tu destino ordena que falles en todo, sin importar cuál sea tu meta, pues arrastras contigo la maldición del solitario».

Fue la primera vez que le habló el hechicero.

Y mientras esas palabras calaban profundamente dentro de él y se sentía demasiado débil para emprender el viaje que tenía ante sí, hizo sus votos de castidad. Levantando la vista hacia el inmenso disco brillante que se alzaba en el cielo azul oscuro, juró ante la Virgen Escribana que se mantendría alejado de toda distracción. Sería el salvador puro y decidido. Sería el héroe que traería de vuelta a su gemelo. Sería el salvador que rescataría a su familia de la triste desgracia en que se había sumido y la devolvería al estado de salud y belleza que antes había disfrutado.

Se convertiría en el jardinero.

Phury regresó al presente cuando el hechicero le habló:

«Pero yo tenía razón, ¿no es cierto? Tus padres murieron prematuramente y en la miseria, tu gemelo fue usado como prostituto y tú estás completamente perdido. Tenía razón, ¿no es así, socio?».

Phury volvió a concentrarse en el extraño panorama blanco del Otro Lado. Era tan perfecto, todo estaba en orden, nada estaba fuera de lugar. Los tulipanes blancos se erguían sobre sus tallos blancos en las jardineras que rodeaban los edificios. Los árboles no desbordaban la linde del bosque. No se veía ni una brizna de maleza.

Se preguntó quién cortaría el césped y tuvo la sensación de que la hierba, al igual que todo lo demás, simplemente crecía así.

Eso debía de ser agradable.