12
Esa tarde, mientras la noche caía sobre Caldwell, sin que disminuyera la sofocante humedad del ambiente, el señor D, de pie en el ardiente baño del segundo piso de la granja, se quitó la venda que se había puesto hacia varias horas en el vientre. La gasa estaba negra. Pero la piel que cubría había mejorado bastante.
Al menos algo estaba funcionando bien, aunque era lo único. Aún no llevaba ni veinticuatro horas como jefe de los restrictores y ya se sentía como si alguien hubiera orinado en el tanque de combustible de su camioneta, hubiese envenenado a su perro y le hubiese prendido fuego a su granero.
Debería haber seguido como un soldado raso.
Aunque en realidad no tuvo elección.
Arrojó la venda usada al cubo que, al parecer, utilizaban los difuntos como papelera del baño y decidió no reemplazarla. El daño interno había sido bastante grande, a juzgar por lo mucho que le había dolido y la profundidad que había alcanzado la daga. Pero en el caso de los restrictores, el tracto intestinal se componía de carne inservible. El hecho de que sus entrañas fueran un desastre no tenía importancia mientras la hemorragia cediera.
Joder, la noche anterior había estado a punto de no salir con vida de aquel callejón. Si no hubiesen detenido al hermano con pelo de mariquita, el señor D estaba completamente seguro de que lo habrían destripado como a un pez.
Un golpe en la puerta de abajo le hizo levantar la cabeza.
Las diez en punto.
Al menos habían llegado a tiempo.
El señor D se puso el arma al cinto, recogió su Stetson y bajó por las escaleras. Fuera, en el camino de tierra, había tres camionetas y un coche usado, y frente a la puerta había dos escuadrones de restrictores. Cuando los dejó entrar, se fijó en que los desgraciados le llevaban al menos treinta centímetros y era evidente que no estaban muy convencidos con su nombramiento.
—Pasad a la sala —les dijo.
Cuando los ocho asesinos pasaron frente a él, retiró la correa de seguridad de su pistolera, sacó la Magnum 357 y apuntó al último que había entrado.
Apretó el gatillo una vez. Dos veces. Tres veces.
El sonido retumbó como un trueno; nada que ver con los sutiles estallidos de las 9 milímetros. Las balas penetraron la parte baja de la espalda del restrictor, destruyendo la columna y abriéndole un agujero en la parte delantera del torso. El tío cayó sobre la alfombra gastada con un golpe seco y levantó una pequeña nube de polvo.
Mientras el señor D volvía a guardar su pistola, se preguntó cuándo habría sido la última vez que le habían pasado una aspiradora a la casa. Probablemente cuando la construyeron.
—Me temo que tengo que ponerme las espuelas —dijo, al tiempo que pasaba por encima del asesino que se retorcía.
Mientras una sangre viscosa y negra empezaba a inundar la alfombra marrón, el señor D puso el pie sobre la cabeza del desgraciado asesino y sacó el trozo de papel en que el Omega había grabado la imagen del objetivo.
—Quiero estar seguro de que me prestáis toda vuestra atención esta noche —dijo, al tiempo que levantaba la imagen—. Tenéis que encontrar a este vampiro, u os iré liquidando uno por uno y luego seguiré trabajando con un nuevo equipo.
Los asesinos lo miraban fijamente en medio de un silencio absoluto, como si tuvieran un solo cerebro y estuviera tratando de entender cómo era el nuevo orden de su mundo.
—Dejad de mirarme a mí y mirad esto. —Movió la imagen—. Traédmelo. Vivo. O juro por mi Señor y salvador que encontraré nuevos sabuesos y los alimentaré con vuestras entrañas. ¿Está claro?
Uno por uno, fueron asintiendo con la cabeza, mientras que el moribundo gemía.
—Bien. —El señor D apuntó el cañón de la Magnum a la cabeza del restrictor y le voló los sesos—. Ahora, en marcha.
‡ ‡ ‡
Simultáneamente, a unos veinte kilómetros al este, en los vestuarios del centro de entrenamiento subterráneo, John Matthew encontraba el amor. Y no era algo que esperara que ocurriese en ese lugar.
—Zapatillas de Ed Hardy —dijo Qhuinn, al tiempo que levantaba un par de deportivas—. Para ti.
John estiró la mano y las cogió. Muy bien, eran geniales. Negras. De suela blanca. Con una calavera en cada una y la firma de Hardy entre los colores del arco iris.
—Súper —dijo uno de los otros alumnos al salir de los probadores—. ¿De dónde las sacaste?
Qhuinn levantó las cejas y miró al tío.
—Geniales, ¿no?
Eran de Qhuinn, pensó John. Probablemente se moría por usarlas y había tenido que ahorrar mucho para comprarlas.
—Pruébatelas, John.
—Son espectaculares, pero, de verdad, no puedo.
Cuando el último de los estudiantes salió, la puerta se cerró y Qhuinn comenzó con sus payasadas. Agarró las zapatillas, las puso a los pies de John y levantó la vista.
—Lamento haberte jodido tanto anoche. Ya sabes, en A & F, con esa chica… Me porté como un imbécil.
—No pasa nada. Está bien.
—No, no está bien. Yo estaba de mal humor y me desquité contigo, y eso no está bien.
Así era Qhuinn. A veces podía extralimitarse y ponerse muy pesado, pero siempre regresaba y te hacía sentirte como si fueras la persona más importante del mundo para él y estuviera realmente apenado por haber herido tus sentimientos.
—Estás loco. Pero, de verdad, no puedo aceptarlas…
—¿Acaso fuiste criado en la selva? No seas grosero, amigo mío. Te las estoy regalando.
Blay sacudió la cabeza.
—Acéptalas, John. De todas maneras vas a perder esta discusión y así nos ahorraremos todo el teatro habitual.
—¿El teatro? —Qhuinn se levantó de un salto y adoptó la pose de un orador romano—. ¿Acaso sabéis diferenciar vuestro culo de vuestro codo, joven escribano?
Blay se ruborizó.
—Vamos…
Qhuinn se lanzó sobre Blay y lo agarró de los hombros, mientras apoyaba todo su peso sobre él.
—Sujétame. Tus insultos me han dejado sin aliento. Estoy boquituerto.
Blay gruñó y se agachó para evitar que Qhuinn cayera al suelo.
—Se dice boquiabierto.
—Pero boquituerto suena mejor.
Blay estaba tratando de no reírse, de no ceder a su encanto, pero sus ojos brillaban como zafiros y sus mejillas comenzaban a ponerse coloradas.
Con una carcajada silenciosa, John se sentó en uno de los bancos, sacudió su par de medias blancas y se las puso debajo de los vaqueros envejecidos recién estrenados.
—¿Estás seguro, Qhuinn? Porque tengo el presentimiento de que me van a quedar perfectas y tal vez después cambies de opinión —dijo por señas, aprovechando que en ese momento el otro lo estaba mirando.
Qhuinn se retiró bruscamente de encima de Blay y se alisó la ropa con firmeza.
—Y ahora ofendes mi honor. —Luego se paró frente a John, adoptó una postura de ataque y gritó—: Touché.
Blay soltó una carcajada.
—Se dice en garde, imbécil.
Qhuinn lanzó una mirada por encima del hombro.
—¿También tú, Brutus?
—¿Yo?
—Sí, y métete la pedantería donde te quepa, pervertido. —Qhuinn sonrió de oreja a oreja y todos sus dientes brillaron—. Ahora, ponte las malditas zapatillas, John, y acabemos con esto.
Las zapatillas le quedaban perfectas y de alguna manera hacían que John se sintiera más alto, aunque todavía no se había puesto de pie.
Qhuinn asintió con la cabeza y luego adoptó la posición de quien mira una obra maestra.
—Son geniales. ¿Sabes? Tal vez deberíamos darle un toque más rudo a tu aspecto. Colgarte algunas cadenas. Oye, perfórate la oreja como, como yo, agrega más negro…
—¿Sabéis por qué a Qhuinn le gusta tanto el negro?
Todos volvieron la cabeza al tiempo y miraron hacia las duchas. Lash estaba saliendo de ellas, con una toalla cubriendo las partes íntimas y gotas de agua chorreando de sus inmensos hombros.
—Es porque no distingue los colores, ¿no es verdad, primo? —Lash se acercó a su taquilla dando grandes zancadas y luego abrió la puerta con brusquedad para que se golpeara contra la de al lado—. Él sabe que tiene los ojos de dos colores distintos sólo porque la gente se lo ha dicho.
John se puso de pie, al tiempo que notaba distraídamente que las zapatillas nuevas se pegaban al suelo de una manera impresionante. Lo cual podría ser útil en aproximadamente segundo y medio, considerando la forma en que Qhuinn observaba el trasero desnudo de Lash.
—Sí, Qhuinn es especial, ¿no es cierto? —Lash se puso unos pantalones de camuflaje y una camiseta sin mangas y luego se deslizó con gran solemnidad un anillo de sello dorado sobre el índice izquierdo—. Alguna gente simplemente no encaja y nunca lo hará. Es una pena que lo sigan intentando.
Blay susurró:
—Vámonos, Qhuinn.
Qhuinn apretó los dientes.
—Deberías cerrar la boca, Lash. De verdad.
John se interpuso entre su amigo y Lash y dijo con señas:
—Vámonos con Blay y nos calmamos, ¿vale?
—Oye, John, se me acaba de ocurrir una pregunta. Cuando ese humano te violó en una escalera, ¿gritaste con las manos? ¿O sólo respiraste fuerte?
John se quedó totalmente inmóvil. Al igual que sus dos amigos.
Nadie se movía. Nadie respiraba.
Los vestuarios quedaron tan silenciosos que la gota que caía de la ducha retumbaba como un tambor.
Lash cerró la puerta de su taquilla con una sonrisa y miró a los otros dos.
—Leí su historia clínica. Ahí está todo. Lo enviaron con Havers para que recibiera terapia porque mostraba síntomas de —hizo el gesto de abrir unas comillas con los dedos— «un desorden de estrés postraumático». Así que, vamos, John, cuando el tío te violó, ¿trataste de gritar? ¿Lo intentaste, John?
Aquello tenía que ser una puta pesadilla, pensó John al sentir que se estremecía.
Lash soltó una carcajada y metió los pies en unas botas de combate.
—Miraos. Los tres boquiabiertos, como un trío de idiotas. Parecéis tres malditos retrasados.
La voz de Qhuinn adquirió un tono que nunca antes había tenido. No se trataba de una fanfarronada, ni de un arrebato de ira. Era pura amenaza fría.
—Será mejor que reces por que esto no salga de aquí. Que nadie lo sepa.
—¿O qué? Vamos, Qhuinn, soy un primogénito. Mi padre es el hermano mayor de tu padre. ¿Realmente crees que puedes ponerme un dedo encima? Mmmm… No, nada de eso, niño. Nada de eso.
—Ni una palabra, Lash.
—Claro. Si me disculpáis, es hora de marcharme. Me estáis quitando las ganas de vivir. —Lash cerró su casillero y comenzó a caminar hacia la salida. Como era de esperar, se detuvo frente a la puerta y miró hacia atrás, mientras se alisaba el pelo—. Apuesto a que no gritaste, John. Apuesto a que pediste más. Apuesto a que rogaste que…
John se desmaterializó.
Por primera vez en su vida, se movió a través del aire de un lugar a otro. Mientras tomaba forma frente a Lash y plantaba su cuerpo contra la puerta para bloquearle la salida, miró a sus amigos, que estaban detrás, y enseñó los colmillos. Lash era suyo y nadie debía intervenir.
Cuando los dos asintieron, comenzó el combate.
Lash se preparó para el primer golpe, con las manos en alto y el peso bien distribuido en las dos piernas. Así que en lugar de lanzarle un puñetazo, John se agachó, arremetió contra Lash y se aferró a la cintura del maldito grosero, haciendo que se estrellara contra la fila de taquillas.
Lash no pareció sentir el golpe y se vengó lanzando un rodillazo que casi le rompe la cara a John. Mientras retrocedía por el impacto, el mudo se tambaleó, pero luego contraatacó y agarró a Lash del cuello, mientras le metía los pulgares debajo de la barbilla y apretaba. Luego le dio un cabezazo en la nariz, destrozándosela de tal manera que la sangre brotó como de un géiser, pero a Lash no le importó. Sonrió a través de la sangre que le caía por la boca y lanzó un derechazo al abdomen que hizo que el hígado de John quedara a la altura de sus pulmones.
Iban y venían puños, mientras los dos se estrellaban una y otra vez contra las taquillas, los bancos y las papeleras. En cierto momento, un par de alumnos trataron de entrar, pero Blay y Qhuinn no los dejaron y cerraron la puerta con llave.
John agarró a Lash del pelo, lo echó hacia atrás y le mordió encima del hombro. Cuando lo soltó, después de desgarrarle la piel, los dos giraron, mientras Lash juntaba las manos y le propinaba a su rival un golpe en la sien con las manos unidas. El impacto lo lanzó a las duchas, pero logró recobrar el equilibrio antes de caerse. Por desgracia, no alcanzó a reaccionar con la suficiente rapidez para evitar un golpe en la mandíbula.
Era como si hubiese recibido el impacto de un bate de béisbol. Entonces se dio cuenta de que en algún momento Lash se había puesto un par de viejas manoplas de bronce; probablemente porque necesitaba una ventaja, considerando que John era más grande. De pronto recibió otro golpe en la cara y se sintió como si en su cabeza se estuviera celebrando el Cuatro de Julio y estallaran fuegos artificiales por todas partes. Antes de que pudiera parpadear para aclarar su visión, sintió que lo empujaban de cara contra la pared de baldosas y lo arrinconaban allí.
Y en ese momento, Lash le metió la mano por entre los pantalones.
—¿Qué te parecería una repetición, niñato? —dijo con voz ronca—. ¿O a tu culo sólo le gustan los humanos?
La sensación de tener un cuerpo grande apretándose contra él desde atrás paralizó totalmente a John.
Debería haberlo enfurecido. Debería haberle hecho enloquecer. Pero en lugar de eso, le hizo volver a sentirse como el chico frágil que había sido alguna vez, indefenso y aterrorizado, a merced de alguien mucho, mucho más grande. En un instante, se vio de nuevo en aquella decrépita escalera, arrinconado, atrapado, dominado.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. No, esto no… otra vez no…
De repente se oyó un grito de guerra que salió de la nada y el peso que comprimía su cuerpo desapareció.
John cayó de rodillas y vomitó sobre el suelo de baldosas húmedas.
Cuando dejó de vomitar, se dejó caer de lado y se enroscó, adoptando la posición fetal y temblando como el mariquita que era…
Pero entonces vio a Lash tumbado en el suelo junto a él… y tenía la garganta abierta de lado a lado.
El chico estaba tratando de respirar, de contener la sangre que brotaba copiosamente, pero no lo lograba.
John levantó la vista horrorizado.
Qhuinn estaba de pie junto a ellos, jadeando. En la mano derecha tenía un cuchillo de caza lleno de sangre.
—Ay, Dios… —dijo Blay—. ¿Qué diablos has hecho, Qhuinn?
Aquello estaba mal, podía cambiarles la vida. A todos ellos. Lo que había empezado como una riña… podía terminar en asesinato.
John abrió la boca para pedir ayuda. Pero, naturalmente, no salió ningún sonido.
—Buscaré ayuda —dijo Blay, y salió corriendo.
John se sentó, se quitó rápidamente la camisa y se inclinó sobre Lash. Mientras le quitaba las manos del cuello, presionó la camisa contra la herida abierta y comenzó a rezar para que la sangre dejara de brotar. Lash lo miró a los ojos y después levantó las manos, como si quisiera ayudar.
—Quédate quieto —dijo John silenciosamente, con los labios—. Sólo quédate quieto. Ya vienen a ayudarnos.
Lash tosió y escupió sangre, que cayó por el labio inferior y comenzó a escurrir por la barbilla. Mierda, había sangre por todas partes.
Pero esto ya había sucedido, se dijo John. Los dos ya habían peleado allí mismo, en esa misma ducha, y el sifón también se había llenado de sangre, y todo había salido bien.
«Pero esta vez no», advirtió una voz dentro de él. «Esta vez no»…
Entonces sintió un ataque de pánico y comenzó a rezar para que Lash sobreviviera. Luego suplicó para que el tiempo volviera atrás. Luego deseó que todo fuera un sueño…
Alguien estaba junto a él y lo llamaba por su nombre.
—¿John? —John levantó la vista. Era la doctora Jane, la médica privada de la Hermandad y la shellan de Vishous. Su rostro fantasmal y translúcido parecía sereno y le hablaba con calma y tranquilidad. Cuando se arrodilló junto a él, se volvió tan sólida y real como cualquiera—. John, necesito que te retires para poder examinarlo, ¿de acuerdo? Quiero que te retires. Has hecho un buen trabajo, pero ahora necesito examinarlo.
John asintió, pero aun así ella tuvo que tocarle las manos para que soltara la camisa.
Alguien lo levantó. Era Blay. Sí, era Blay. Lo sabía por el olor de la loción de afeitar.
Había mucha más gente en los vestuarios. Rhage estaba dentro de la ducha, y al lado se encontraba V. Butch también estaba allí.
Qhuinn… ¿dónde estaba Qhuinn?
John miró a su alrededor y lo vio al otro lado. Ya no tenía en la mano el cuchillo ensangrentado y Zsadist se alzaba junto a él con actitud imponente.
Qhuinn estaba más pálido que las baldosas blancas y sus ojos dispares miraban fijamente a Lash, sin parpadear.
—Quedas bajo arresto domiciliario en la casa de tus padres —le dijo Zsadist a Qhuinn—. Si muere, serás acusado de asesinato.
Rhage se acercó a Qhuinn, como si pensara que el tono duro de Z no era lo más apropiado en aquella situación.
—Vamos, hijo, saquemos tus cosas del casillero.
Rhage fue el que sacó a Qhuinn de los vestuarios y Blay los siguió.
John se quedó exactamente donde estaba. Por favor, que Lash viva, pensó. Por favor…
Dios, no le gustaba la manera en que la doctora Jane movía la cabeza mientras lo examinaba. Luego abrió su maletín de médico de par en par y empezó a sacar instrumentos para tratar de suturar la herida del cuello de Lash.
—Cuenta.
John se sobresaltó y levantó la cabeza. Era Z.
—Dime cómo sucedió, John.
John volvió a mirar a Lash y revivió mentalmente toda la escena. Ay, Dios… no quería entrar en detalles, no quería dar explicaciones. Aunque Zsadist conocía su pasado, no se sentía capaz de contarle al hermano la razón por la cual Qhuinn había llegado tan lejos.
Tal vez se debía a que todavía no podía creer que su pasado hubiese resurgido de esa manera. Tal vez se debía a que la maldita pesadilla acababa de regresar.
Tal vez se debía a que era un cobarde que no podía dar la cara por sus amigos.
Z volvió a hablar y ahora su labio deformado parecía más tenso.
—Escucha, John, Qhuinn está metido en un lío muy gordo. Legalmente todavía es menor de edad, pero esto es asalto con arma mortal contra un primogénito. La familia va a perseguirlo como sea, aunque Lash sobreviva, y nosotros tenemos la obligación de saber qué sucedió aquí.
La doctora Jane se puso de pie.
—Ya suturé la herida, pero puede sufrir un paro cardiaco en cualquier momento. Quiero que lo llevéis con Havers. Ya mismo.
Z asintió y llamó a dos doggen que llevaban una camilla.
—Fritz está listo con el coche y yo iré con ellos.
Mientras levantaban a Lash del suelo, el hermano clavó en John su mirada sombría.
—Si quieres salvar a tu amigo, vas a tener que contarnos qué sucedió.
John observó al grupo, mientras sacaban a Lash de los vestuarios.
Cuando la puerta se cerró, sus rodillas temblaron y entonces miró el charco de sangre que había quedado en el centro de la ducha.
En la esquina de los vestuarios había una manguera que se usaba diariamente para hacer la limpieza del lugar. John hizo un esfuerzo para cruzar los vestuarios, hasta la maldita manguera que estaba colgada de la pared. Después de desenrollarla, abrió la llave del agua, dirigió la boca hacia la ducha y apretó la palanca para dejar salir el agua. Pasó el chorro una y otra vez por las baldosas, centímetro a centímetro, mientras perseguía la sangre y la empujaba hacia el desagüe, que se la tragaba con un borboteo.
De un lado a otro. De un lado a otro.
Las baldosas pasaron del rojo al rosa y luego al blanco. Pero eso no solucionó nada. Ni lo más mínimo.