11

El Gran Padre desapareció detrás de la mampara de la ducha y Cormia vio cómo se metía bajo el chorro y su magnífico pelo se aplastaba a medida que se iba mojando. Con un gruñido, arqueó la espalda y levantó las manos hacia la cabeza, mientras su cuerpo formaba una elegante y poderosa curva y el agua caía sobre su cabello y su pecho.

Cormia se mordió el labio inferior al ver que él se volvía hacia un lado y cogía un frasco. Se oyó un ruido como de succión cuando apretó el frasco sobre la palma una vez… dos veces… Luego volvió a ponerlo en su lugar y se llevó las manos al pelo para masajear su melena. Montones de espuma se escurrieron por sus brazos y cayeron desde sus codos hasta las baldosas del suelo, a sus pies. El perfume que se esparció por el aire le recordó a Cormia el aire libre.

Como no confiaba en la firmeza de sus rodillas y tenía la piel tan caliente como el agua que caía sobre el Gran Padre, Cormia se sentó en el borde de mármol del jacuzzi.

El Gran Padre cogió luego una pastilla de jabón, la frotó entre las palmas de sus manos y se lavó los brazos y los hombros. Por el aroma, Cormia supo que era el mismo jabón que ella usaba.

Con mortificación, pensó que la espuma que le bajaba por el torso, las caderas y esos muslos fuertes y suaves era digna de envidia y se preguntó si él la habría dejado acompañarlo. No había manera de saberlo con certeza. A diferencia de algunas de sus hermanas, Cormia no podía leer los pensamientos de los demás.

Pero, sinceramente, ¿podía imaginarse lo que sería estar de pie frente a él, con las manos sobre su piel, bajo esa lluvia cálida?

Sí. Sí podía.

El Gran Padre comenzó a enjabonarse la parte inferior del cuerpo, la parte baja del pecho y el estómago. Luego tomó suavemente entre las manos lo que tenía entre los muslos y pasó las manos por encima y por debajo de su sexo. Al igual que sucedía con el resto de sus movimientos, se movía con decepcionante economía.

Observarlo en medio de este momento privado era una extraña tortura, un dolor placentero. Cormia quería que esto durara para siempre, pero sabía que tendría que conformarse sólo con los recuerdos.

Cuando cerró la llave del agua y salió de la ducha, ella le alcanzó la toalla tan rápido como pudo para ocultar de su vista esa parte pesada y colgante de la anatomía masculina.

Mientras se secaba, los muslos del Gran Padre se flexionaban bajo la piel dorada y se apretaban y se aflojaban con el ritmo de sus movimientos. Después se envolvió en la toalla a la altura de las caderas, tomó otra y se secó el pelo frotándose los densos mechones hacia delante y hacia atrás. El golpeteo de la toalla parecía resonar en medio del mármol del baño.

O tal vez se trataba de los latidos del corazón de Cormia.

Cuando terminó, el pelo le quedó enredado, pero él no pareció notarlo mientras la miraba y le decía:

—Ahora debo irme a la cama. Tengo que ocupar cuatro horas, y tal vez pueda empezar a hacerlo ahora.

Cormia no sabía a qué se refería, pero asintió.

—Está bien, pero su cabello…

Phury lo tocó, como si acabara de darse cuenta de que tenía el pelo mojado, pegado a la cabeza.

—¿Le gustaría que se lo peinara? —preguntó Cormia.

Una extraña expresión cruzó por el rostro del Gran Padre.

—Si lo deseas. Alguien… alguien me dijo una vez que yo era demasiado brusco.

Bella, pensó Cormia. Debía haber sido Bella.

Cormia no estaba segura de cómo lo sabía, pero estaba absolutamente convencida…

¿A quién estaba tratando de engañar? El Gran Padre tenía un deje de dolor en la voz. Por eso se había dado cuenta. El tono era el equivalente verbal de lo que reflejaban sus ojos cuando se sentaba frente a Bella en la mesa del comedor.

Y aunque en cierto modo le parecía mezquino, Cormia quería cepillarle el cabello con el fin de reemplazar a Bella. Quería imprimir su recuerdo sobre el que él tenía de la otra vampiresa.

El carácter posesivo era un problema, pero Cormia no podía cambiar lo que sentía.

El Gran Padre le entregó un cepillo y aunque ella esperaba que él se sentara en el borde de la inmensa bañera, salió a la habitación y se sentó en el sillón que estaba al lado de la cama. Puso las palmas de las manos sobre las rodillas, inclinó la cabeza y esperó a que ella empezara.

Mientras se le acercaba, Cormia pensó en los cientos de veces que había cepillado el pelo de sus hermanas en el baño. En este momento, sin embargo, el instrumento que tenía en la mano le parecía un objeto extraño, una cosa que no estaba segura de cómo usar.

—Avíseme si le hago daño —le dijo.

—No lo harás. —Phury estiró la mano y agarró un control remoto. Cuando oprimió un botón, esa música que siempre escuchaba, la ópera, invadió la habitación.

—¡Qué hermoso! —dijo Cormia, mientras dejaba que las notas que cantaba el tenor penetraran dentro de ella—. ¿Qué idioma es?

—Italiano. Es Puccini. Una canción de amor. Se trata de un hombre, un poeta, que conoce a una mujer cuyos ojos le roban la única riqueza que posee… Una mirada a sus ojos y ella le roba todos los sueños, los deseos y los castillos en el aire y los reemplaza por la esperanza. Ahora le está diciendo quién es él… y al final del solo le va a preguntar quién es ella.

—¿Cómo se llama la canción?

Che gelida manina.

—Usted la escucha a menudo.

—Es el solo que más me gusta. Zsadist…

—Zsadist, ¿qué?

—Nada. —El Gran Padre sacudió la cabeza—. Nada…

Mientras la voz del tenor se elevaba, Cormia le extendió los rizos sobre los hombros y comenzó a trabajar en las puntas, cepillando las ondas con movimientos precisos y delicados. El ruido que producían las cerdas se fundía con la ópera y el Gran Padre debió sentirse relajado por los dos estímulos, pues su pecho se expandió cuando tomó aire de manera larga y lenta.

Aunque el pelo ya estaba perfecto, Cormia siguió cepillando y repasando con la mano que tenía libre el camino por el que había pasado el cepillo. A medida que el pelo se fue secando, los colores fueron brotando y su volumen regresó, las ondas volvían a formarse después de cada pasada y la melena que ella conocía fue surgiendo poco a poco.

Pero no podía seguir con eso para siempre. ¡Qué lástima!

—Creo que he terminado.

—Pero no has peinado la parte de la frente.

En realidad sí lo había hecho.

—Está bien.

Lo rodeó hasta ponerse frente a él y no hubo manera de pasar por alto la forma en que el Gran Padre abrió las piernas, como si quisiera que ella se metiera en ese espacio.

Cormia atendió la insinuación y se metió entre las piernas de Phury. Tenía los ojos cerrados, las pestañas doradas sobre los pómulos salientes y los labios ligeramente abiertos. Luego levantó la cabeza hacia ella con la misma clase de invitación que le ofrecían su boca y sus rodillas.

Y ella la aceptó.

Así que volvió a pasar el cepillo por el pelo del Gran Padre, concentrándose en la parte suelta que se había formado en el centro. Con cada pasada, los músculos del cuello de Phury se tensaban para mantener la cabeza en su lugar.

Los colmillos de Cormia brotaron desde la parte superior de su boca.

Tan pronto lo hicieron, él abrió los ojos y la mirada de Cormia se encontró con un amarillo brillante que la contemplaba.

—Tienes hambre —dijo él, con un tono extrañamente gutural.

Cormia dejó caer la mano que sujetaba el cepillo. Había perdido la voz, así que, sencillamente, asintió con la cabeza. En el santuario, las Elegidas no necesitaban alimentarse. Pero aquí, en este lado, su cuerpo necesitaba sangre. Por esa razón se sentía tan aletargada.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —El Gran Padre ladeó la cabeza—. Aunque si la razón es que no me deseas, está bien. Podemos buscar otra persona para alimentarte.

—¿Por qué… por qué no habría de desearlo a usted?

Phury le dio un golpecito a su pierna artificial.

—Porque estoy incompleto.

Cierto, pensó Cormia con tristeza. Estaba incompleto, pero eso no tenía nada que ver con el hecho de que le faltara parte de una extremidad.

—No quería que se sintiera obligado —dijo Cormia—. Es la única razón. Usted me resulta atractivo, con o sin la parte inferior de la pierna.

Una expresión de sorpresa cruzó por sus rasgos y luego emitió un extraño sonido… un ronroneo.

—No es ninguna imposición. Si quieres beber de mi vena, te la daré.

Cormia se quedó inmóvil, todavía paralizada por la mirada de los ojos del Gran Padre y por la forma en que los rasgos de su rostro cambiaron cuando algo que nunca antes había visto en ninguna otra cara se apoderó de su expresión.

Lo deseaba, pensó. Con urgencia.

—Arrodíllate —dijo él con voz profunda.

Cuando Cormia se arrodilló, se le cayó el cepillo de la mano. Sin decir palabra, Phury se inclinó sobre ella y la envolvió entre sus brazos inmensos. No la empujó hacia él, pero le soltó el pelo, el moño y la trenza.

Dejó escapar un gruñido cuando ella movió el pelo sobre sus hombros y Cormia se dio cuenta de que el cuerpo del Gran Padre empezó a temblar. Sin previo aviso, la agarró por la nuca y la acercó a su garganta.

—Bebe de mí —le ordenó.

Cormia emitió un siseo, como el de una cobra y, antes de darse cuenta de lo que hacía, clavó los colmillos en la yugular del Gran Padre. Cuando ella lo mordió, él lanzó una maldición y su cuerpo se estremeció.

Santa Madre de Dios… La sangre del Gran Padre era fuego vivo, que ardía primero en su boca y luego en sus entrañas, una oleada poderosa que la llenó desde el interior y le dio una fuerza que ella nunca había sentido.

—Más fuerte —dijo Phury con brusquedad—. Chupa.

Cormia pasó sus brazos por debajo de los del Gran Padre, le clavó las uñas en la espalda y succionó con fuerza de su vena. Se sintió un poco mareada… No, un momento, ahora él la estaba empujando hacia atrás y llevándola hacia el suelo. Pero no le importaba lo que le hiciera o dónde terminaran, porque el sabor de su sangre la envolvía totalmente mientras succionaba. Lo único que ella conocía era la fuente de vida que sentía en los labios, bajando por su garganta y en su vientre. Y eso era lo único que necesitaba saber.

La túnica… El Gran Padre le estaba subiendo la túnica hasta las caderas. Los muslos… los suyos se estaban abriendo, pero esta vez por acción de las manos del Gran Padre…

Sí.

‡ ‡ ‡

El cerebro de Phury estaba fuera de él, fuera del alcance de su cuerpo, fuera de su vista. En ese momento era sólo instinto, por el hecho de haber alimentado a su hembra y tener su miembro a punto de estallar, y su única preocupación era penetrar dentro de ella.

De repente, todo lo que tenía que ver con ella, y con él, era diferente. Y urgente.

Phury necesitaba estar dentro de ella de todas las maneras posibles y no sólo de la forma temporal que ofrecía el sexo. Necesitaba dejar su huella, marcarla para siempre, llenarla con su sangre y su semilla, y luego repetir el proceso otra vez al día siguiente, y al día siguiente y al otro. Tenía que estar en todas partes de ella para que todos los imbéciles del planeta supieran que, si se acercaban a ella, iban a tener que vérselas con él hasta que escupieran los dientes y necesitaran entablillarse los brazos y la piernas.

Mía.

Phury quitó bruscamente la túnica del camino hacia el sexo de ella y… Ah, sí, ahí estaba. Podía sentir el calor que emanaba y…

—Oh… —gimió. Cormia estaba húmeda, empapada, inundada.

Si hubiese habido manera de que ella siguiera tomando sangre de su vena mientras él la besaba allá abajo, habría cambiado de lado enseguida. Pero lo mejor que pudo hacer fue meter su mano dentro de ella y luego llevársela a la boca y chupar…

Phury se estremeció al sentir el sabor de Cormia; se lamió y se relamió los dedos mientras sus caderas empujaban y la cabeza de su pene se acomodaba en la entrada de la vagina.

Pero justo cuando hizo presión para entrar y sintió cómo la vagina cedía para dar paso a su… ese maldito medallón del Gran Padre comenzó a vibrar sobre la cómoda que tenían al lado. Con tanta intensidad como una alarma de incendio.

Olvídalo, olvídalo, olvída…

Entonces Cormia retiró la boca de su garganta y con ojos grandes y vidriosos por la sangre que había tomado y el sexo, se volvió hacia el punto de donde provenía el sonido.

—¿Qué es eso?

—Nada.

Pero la cosa vibró con más fuerza, como si estuviera protestando. Eso, o celebrando el hecho de que había echado a perder uno de los mejores momentos de su vida.

Tal vez se había puesto de acuerdo con el hechicero.

«De nada», tarareó el hechicero.

Phury se bajó de encima de Cormia y la cubrió enseguida. Mientras profería una retahíla de obscenidades, se echó hacia atrás hasta quedar contra la cama y se agarró la cabeza con las manos.

Los dos jadeaban, mientras aquel pedazo de oro seguía golpeando contra el juego de cepillos.

El sonido le recordaba que no había intimidad entre él y Cormia. Que estaban rodeados por el manto de la tradición y las circunstancias y que cualquier cosa que hicieran tendría enormes repercusiones que eran más grandes que el simple hecho de que un macho y una hembra se alimentaran mutuamente y tuvieran sexo.

Cormia se puso de pie, como si intuyera con exactitud lo que él estaba pensando.

—Gracias por el regalo de su vena.

Phury no pudo contestarle nada. Tenía la garganta atragantada de frustraciones y maldiciones.

Cuando la puerta se cerró detrás de ella, Phury se dio cuenta con exactitud de la razón por la cual se había detenido, y no tenía nada que ver con la interrupción. De haber querido, habría podido seguir.

Pero la cosa era que, si dormía con Cormia, tendría que dormir con todas.

Estiró la mano hasta la mesita de noche, agarró un porro y lo encendió.

Si dormía con Cormia, no habría vuelta atrás. Tendría que crear cuarenta Bellas… fecundar a cuarenta Elegidas y dejarlas a merced de los azares del parto.

Tendría que ser el amante de todas ellas, el padre de todos sus hijos y el líder de todas sus tradiciones, a pesar de que sentía que apenas podía sobrevivir al paso de los días sin tener que preocuparse por nadie más que él mismo.

Phury se quedó mirando la punta encendida del porro. Era todo un golpe darse cuenta de que habría estado con Cormia, si sólo se tratara de ellos dos. En realidad la deseaba mucho.

Entonces frunció el ceño. Dios… la había deseado durante todo este tiempo, ¿verdad?

Pero era más que eso.

Phury pensó en el rato en que Cormia le estuvo cepillando el pelo y se dio cuenta con sorpresa de que en realidad había logrado calmarlo durante esos momentos… y no sólo gracias a las caricias del cepillo. La misma presencia de la hembra le aliviaba, desde el aroma a jazmín, hasta la forma fluida en que se movía y la suave cadencia de su voz.

Nadie, ni siquiera Bella, podía tranquilizarlo así. Nadie más lograba que su pecho se relajara, que pudiera respirar hondo.

Cormia era capaz de todo eso.

Cormia lo había logrado.

Lo cual significaba que, a esas alturas, la deseaba como no había deseado a nadie, con todas sus fuerzas y en cada instante de su miserable vida.

«¿Y no te parece que eso la convierte en una chica afortunada?», dijo el hechicero arrastrando las palabras. «Oye, ¿por qué no le dices que quieres convertirla en tu nueva droga? Ella estará encantada de saber que puede ser tu siguiente adicción y que la usarás para tratar de evadirte del caos de tu maldita cabeza. Estará encantada, socio, porque ése es el sueño de toda muchacha… y, además, todos sabemos que tú eres el rey de las relaciones saludables. Un verdadero ganador en ese aspecto».

Phury dejó caer la cabeza hacia atrás, aspiró profundamente y retuvo el humo hasta que los pulmones le ardieron como una hoguera.